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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (8 page)

BOOK: La zona
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—Hay que esperar lo mejor, pero prepararse para lo peor —re puso Eric.

—Todos hemos visto las imágenes tomadas por el helicóptero —dijo Laura—. Esta situación no tiene buen aspecto.

—¿Cree que puede tratarse de un ataque terrorista?

—Lo sabremos cuando entremos.

A Laura siempre le habían repugnado los terroristas, pero desde la experiencia de Iraq sentía por ellos una mezcla de aborrecimiento y terror. Prefería pensar que el azote que había caído sobre Matavientos, fuese cual fuese, era natural e impersonal, y no obra de la fría y premeditada crueldad de otros humanos.

Por otra parte, si el virus había sido diseñado en laboratorio para afectar a la población civil, su capacidad asesina podía ser mil veces peor que la de un patógeno natural.

Desde que trabajaba en la OPBW, la información a la que tenía acceso le había hecho perder el sueño más de una noche. A veces, cuando paseaba por las calles, fuera en Bruselas o en sus visitas a Madrid, se dedicaba a observar a la gente, compadeciéndola y a la vez envidiándola. ¡Bendita ignorancia!

Cuando Laura era niña, el mundo todavía vivía bajo el miedo nuclear, con el temor de que cualquier crisis entre los dos bloques desencadenara la catástrofe que acabaría con el mundo. De hecho, cuando todavía rezaba aquel enternecedor «Jesusito de mi vida» y al final pedía por la familia y por los niños pobres, tal como le había enseñado su madre, añadía su propia apostilla: «Por favor, Señor, no dejes que muramos en una guerra nuclear».

Después, en los noventa, cuando ya había dejado de creer en el poder de las plegarias, cayó el muro de Berlín, los rusos y los americanos dieron por terminada la guerra fría y todo el mundo respiró tranquilo.

O casi todo el mundo. En la OPBW sabían que la situación actual era peor, mucho peor que durante la guerra fría. La organización llevaba un tétrico listado de las cepas de virus, bacterias y rickettsias que circulaban por el mercado negro: ébola, viruela, ántrax, tularemia, hantavirus, nibah… Muchas de esas cepas provenían de laboratorios desmantelados en la antigua Unión Soviética, pero sin duda había otras que escapaban de las estadísticas de la OPBW. Laura y sus compañeros de trabajo eran conscientes de que tan sólo conocían la punta del iceberg.

Lo peor era que aquella amenaza resultaba casi imposible de controlar. El equipo para mantener con vida a los organismos patógenos y transportarlos no podía ser más sencillo: un termo lleno de nitrógeno líquido que cabía de sobra en una mochila. Un arma de destrucción masiva tan pequeña resultaba más difícil de detectar que los explosivos que causaron casi doscientos muertos en los trenes de cercanías del 11M. ¿Quién impediría que los terroristas se colaran en Madrid, Barcelona, París o Londres?

Y las consecuencias de un ataque biológico podían ser mucho más espantosas que una catástrofe nuclear. En sus peores pesadillas, Laura se veía paseando por ciudades silenciosas, plagadas de cadáveres que habían sufrido hemorragias internas masivas. La Europa que sufrió la peste negra, pero en pleno siglo XXI.

¿Y si encontraba algo así en las calles de Matavientos? Aquellas manchas de sangre en el suelo, entre los cadáveres…

—¿Qué responde a eso, doctora?

Laura se volvió hacia Aguirre. Abstraída en sus pensamientos, llevaba un rato sin atender a la conversación entre el neurólogo y Eric.

«Estás demasiado desconcentrada —se regañó a sí misma—. Debes prestar atención a todo lo que ocurra a tu alrededor o esto puede acabar en desastre».

—Le decía a su joven compañero que no comprendo por qué se arriesgan personalmente —explicó Aguirre.

—No acabo de entender qué quiere decir —repuso Laura.

—Yo conozco el terreno. Puedo entrar con algunos ayudantes, tomar muestras y traérselas en mucho menos tiempo que ustedes.

—Agradezco su ayuda, pero vamos a seguir el procedimiento establecido.

—Y eso exige que nos juguemos la vida personalmente —añadió Eric con gesto dramático.

—Vaya —dijo Aguirre—. Esperaba recibir la visita de unos aburridos burócratas europeos. Ahora descubro que son ustedes unos héroes.

¿Había admiración en su sonrisa, o se estaba mofando de ellos? Aquel hombre tenía algo en su lenguaje corporal que lo hacía inescrutable. Laura decidió contestarle como si hablara en serio.

—No se trata de heroísmo, sino de lo que demanda la situación. El agente que está actuando en Matavientos parece muy contagioso. Sería una irresponsabilidad sacarlo de la Zona Caliente.

—Por eso tenemos que investigar sobre el terreno —puntualizó Eric.

—Lo cual limitará sus posibilidades —objetó Aguirre—. Como mucho, podrán realizar algún análisis básico que no les revelará nada sobre la naturaleza de este mal.

—No se crea —repuso Laura—. Tenemos un laboratorio portátil muy sofisticado. Es tan compacto como un maletín, pero cuenta con sistemas muy avanzados para detectar o identificar patógenos.

Aguirre pareció a punto de objetar, pero debió de pensárselo mejor y, dirigiéndose al hombre de Proteccion Civil, añadió:

—Tenía usted razón, señor Blanco. Lo mejor era esperar al equipo de la OPBW.

—Ya se lo dije —respondió el político, cada vez más sudoroso.

—Con ellos seguro que descubrimos qué está pasando de verdad allí dentro.

Laura los miró a ambos. Intentó adivinar lo que se ocultaba en sus expresiones y no lo logró. Tenía la impresión de que se estaba perdiendo mucho subtexto en las conversaciones entre Aguirre y Blanco. Pensó que algo olía a podrido en Matavientos.

Cada vez le gustaba menos la idea de que Aguirre los acompañara. Por otra parte, la mejor forma de saber qué tramaba era tenerlo vigilado de cerca. Como decían en
El Padrino
: «Ten cerca a tus amigos, pero ten aún más cerca a tus enemigos».

7

Eric se quitó en el vestuario toda la ropa, además del reloj y el pendiente de la oreja izquierda. De haber llevado lentillas, también habría tenido que dejarlas. Por suerte, se había decidido a operarse de miopía seis meses antes.

Aunque sabía que en cuanto se embutiera dentro del traje protector empezaría a sudar, y más con aquel calor almeriense, Eric se duchó a conciencia. «No es lo mismo el olor del sudor revenido que el del reciente», solía decir su madre, que se duchaba todos los días y opinaba que el baño, más típico en Inglaterra, era como cocerse en sus propios jugos.

Tras la ducha, se puso ropa esterilizada: una camiseta blanca y un pantalón de algodón ceñido, pero cómodo.

Atravesó un pasillo donde había unas lámparas ultravioletas que se encenderían cuando hicieran el camino inverso, al salir de la Zona, para esterilizar los trajes con sus radiaciones. Se puso unos calcetines gruesos y, tras cruzar otro pasillo, llegó al siguiente nivel.

Allí se encontraban ya Laura y el doctor Aguirre, vestidos con el mismo tipo de ropa que él. El pantalón y la camiseta se ceñían a la silueta de su jefa de un modo muy tentador. Estaba a punto de cumplir los cuarenta, pero tenía un tipo que ya quisieran la mayoría de las jóvenes de veinte.

Cuando empezó a equiparse, Eric, que era muy aficionado a los videojuegos de estrategia como
Total War
, se sintió un legionario armándose para la batalla. Primero se selló los bajos de los pantalones con cinta aislante, y después se colocó unos guantes de látex muy finos, pero resistentes. Se los ajustó a las mangas, también con cinta adhesiva, y luego dobló y estiró los dedos para comprobar que disponía de movilidad total.

—Extrasensibilidad para prolongar tu placer y el de tu pareja —comentó, como si cada dedo estuviera enfundado en su propio preservativo.

—No seas gamberro, Eric —dijo Laura.

Por el gesto que hizo con la barbilla, debía de darle vergüenza que dijera esas cosas delante de Aguirre. A Eric le daba igual. Aquel tipo tan relamido que vestía como un figurín le había caído mal desde el primer momento. Él siempre gastaba bromas con Laura, y no pensaba cambiar su forma de trabajar por culpa del médico español.

Los técnicos de la OPBW les ayudaron a elegir y a ponerse los trajes presurizados de protección biológica, adecuados al tamaño de cada uno de ellos. Eran de color naranja, tan llamativos como los chalecos fosforescentes que se llevan en el coche.

—Y ahora, el casco de legionario —dijo Eric cuando Lydia, una de los técnicos, le cubrió la cabeza con la máscara. Era muy aparatosa. Habría podido pasar por la escafandra de un astronauta salvo por los dos grandes filtros que tenía a la altura de la boca.

En el momento en que Lydia cerró el casco, Eric se quedó aislado del mundo exterior. Al igual que una armadura, el traje protegía, pero también producía una sensación de incomunicación y enajenamiento que resultaba inquietante.

Hasta ahora, había utilizado trajes parecidos para trabajar en los laboratorios de la OPBW. Era la primera vez que se ponía uno para moverse al aire libre. Aunque delante de Laura trataba de fingir que para él sólo se trataba de una aventura, se encontraba muy nervioso.

En realidad, para ser sincero, desde que había oído la grabación de la ambulancia y contemplado las imágenes tomadas por el helicóptero, estaba, como decían en España, «acojonado».

Los trajes de aislamiento podían protegerlos de los microorganismos que flotaban en el aire. Pero recordó los montones de cadáveres y los regueros de sangre y se estremeció pese al calor que ya empezaba a sentir.

Se contaban cosas terribles sobre el ébola. Los veteranos de la OPBW que habían estado en alguna de las epidemias que asolaron África durante los años noventa —y que habían sobrevivido— tenían estatus de héroes de guerra en la organización.

—El ébola hace que el cuerpo humano reviente como un globo lleno de agua —le explicó en una ocasión Oskar Cornell, uno de aquellos supervivientes—. La sangre infectada brota por todos los orificios del cuerpo y salpica en todas direcciones. Es así como se contagia la enfermedad. —Después, con un temblor en la voz que no se debía sólo a los años, Cornell había añadido—: Es monstruoso.

Como había dicho Laura, el periodo de incubación del ébola no parecía coincidir con lo que había ocurrido en Matavientos. ¿Y si el virus había mutado… o lo habían hecho mutar? Entonces podrían encontrarse con algo aún peor.

Con el tiempo, su visita a Matavientos podría ser un recuerdo emocionante para contar a sus nietos. O tal vez convertirse en un trauma: ninguno de los veteranos de la OPBW había regresado jamás a una zona infectada por el ébola. Aquella experiencia los había marcado para siempre.

—Ya estamos terminando —dijo Lydia. Eric oía su voz lejana y opaca, como si le hablara desde otro planeta.

La joven le colocó otros dos guantes de fibra sintética sobre los de látex. Éstos eran más gruesos y no tan manejables: de haber sido preservativos, Eric habría perdido la erección al instante. Se le ocurrió hacer aquel chiste, pero la presencia de Aguirre le cortó.

Por fin, Lydia le tapó la máscara con una capucha elástica y la selló con más cinta adhesiva.


C’est fini
! —dijo la joven, apartándose un par de pasos para mirarlo como si estuviera contemplando una obra de arte.

La voz de Laura sonó en sus auriculares.

—Prueba de intercomunicadores. ¿Me escucháis? Si es así, contestad para que compruebe si os oigo bien.

Aunque la calidad del sonido era muy buena, la voz de Laura sonaba con cierto tono metálico que acentuaba la sensación de alejamiento, casi de alienación, que se vivía dentro de los trajes.

—Alto y claro, jefa —respondió Eric, volviéndose hacia ella. Enfundados en los trajes y con los rostros a medias tapados por las máscaras, Laura y Aguirre, que tenían una estatura parecida, apenas se distinguían.

—La escucho, doctora Fuster —dijo Aguirre—. ¿No cree que estos trajes van a limitar nuestros movimientos y nuestra visión?

A Eric le irritaba que aquel hombre pusiera pegas por todo, como si quisiera desafiar la autoridad de Laura constantemente.

—Es una molestia necesaria —respondió antes de que lo hiciera su jefa.

—Sé que tenemos que ir protegidos —dijo el neurólogo—, pero yo he trabajado con otros modelos que no eran tan aparatosos.

—Y seguro que tampoco eran tan buenos como éstos.

—Lo que dice Eric es cierto, doctor Aguirre —intervino Laura. «¡Por fin me da la razón en algo!», pensó el joven inglés—. Por nuestro propio bien, tenemos que imaginar que la Zona de Exclusión en la que vamos a entrar es otro planeta, tan hostil a la vida humana como Venus o Marte. La más mínima filtración puede suponer nuestra muerte.

—O que se nos salgan los ojos como a Arnold en
Desafío total
—dijo Eric.

—La primera prioridad de esta misión es nuestra propia seguridad.

—No sabe cuánto me reconforta eso, doctora Fuster. —Aguirre se acercó la manga a la cara para examinarla de cerca—. Este tejido tiene un aspecto extraño.

—No ponga tantas pegas, amigo —dijo Eric—. Se está metiendo en un traje de última generación de la OPBW que vale mil veces más que el que llevaba puesto hace un rato.

—Si usted lo dice… —replicó Aguirre, enarcando una ceja.

Eric empezó a dudar. ¿Cuánto costaría exactamente el traje del español? Él sólo tenía uno con dos corbatas, una de flores para las bodas y otra negra para los entierros, y se lo había comprado todo en el mercado de Brick Lane.

—El traje está fabricado en un polímero resistente que actúa como una esponja —intervino Laura—. Lo que hace es atrapar las bacterias y los virus dentro de unos poros microscópicos. Luego, las capas interiores del tejido liberan desinfectantes de amplio espectro que aniquilan esos microorganismos.

—Muy ingenioso. No obstante, este tejido tan maravilloso es demasiado grueso. Sigo pensando que va a resultar muy incómodo.

—Comprobará que no es tan pesado como parece. Las máscaras llevan un sistema de respiración
rebreather
, más ligero que las típicas bombonas de aire. El aire que exhalamos pasa por unos filtros donde se recicla, extrayéndole el dióxido de carbono y enriqueciéndolo con oxígeno.

Aguirre movió los brazos arriba y abajo y dio un pequeño salto en el sitio.

—Pues yo diría que es exactamente
tan
pesado como parece.

Eric empezaba a pensar que aquel tipo era tan molesto como una fisura en el recto. Laura, bastante más diplomática que él, dijo:

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