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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (15 page)

BOOK: La zona
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Resultaba fácil olvidar que se trataba de seres humanos. Al menos, en esta emergencia.

Davinia pulsó el gatillo.

Clic.

Volvió a apretar, pero no pasó nada. El cargador del fusil estaba vacío. Buscó en su cintura, pero no llevaba más.

Era el momento de recurrir a la pistola; había tenido la precaución de guardarla después de quitarse el traje biológico.

—¡Suba primero, sargento! ¡Yo todavía tengo munición! —le dijo Tatay, poniendo el cuerpo delante de ella.

El cabo era el único que no se había quitado aquel aparatoso atuendo. En lugar de hacer fuego a ráfagas, como Davinia unos segundos antes, Tatay se llevó la culata del fusil al hombro y disparó un solo tiro a la rodilla de un hombre blanco. Mientras el atacante caía, apuntó a la pierna de otro varón y volvió a disparar. Era la única forma de no quedarse sin cartuchos enseguida.

—¡Está bien! ¡Pero sube detrás de mí! —le ordenó Davinia.

—¡Descuide!

Davinia se colgó el fusil al hombro y trepó como un gato por la reja plegable. Cuando llegó al borde inferior del balcón, trató de encaramarse a pulso. Siempre había estado en forma; pero ahora se encontraba cansada y, cuando aún no había llegado con la barbilla a la altura de la barandilla, se dio cuenta de que se iba a quedar sin fuerzas.

En aquel momento, unas manos duras como acero la agarraron por los antebrazos y tiraron de ella hacia arriba. Davinia hizo un último esfuerzo para ayudar a su salvador, tiró de las piernas hacia arriba y un par de segundos después había pasado por encima del barandal de hierro forjado.

El hombre que la había izado a pulso podría haber pasado por un jugador de la NBA, pero la sargento no le prestó demasiada atención. Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo.

—¡Vamos, Tatay! ¡Sube ya!

A derecha e izquierda de Davinia, dos hombres negros, uno de los cuales era su rescatador, apuntaron con sus fusiles a la multitud, que ya había llegado al pie del balcón, y volvieron a abrir fuego. Ella misma desenfundó su pistola, una H&K semiautomática. Desde allí arriba no tenía sentido disparar a las piernas, de modo que apuntó a las cabezas. No tardó en gastar los doce cartuchos. Tan sólo había logrado abatir a tres atacantes.

Mientras tanto, Tatay se había quedado sin munición. Los infectados se encontraban ya prácticamente encima de él, a punto de alcanzarlo con aquellas manos que se habían convertido en garras. El cabo empuñó su fusil por el cañón y lo usó a modo de maza, blandiéndolo en semicírculos a su alrededor. Al ver que así no conseguía contener a aquella horda, lanzó el G36 y acertó con la culata en plena frente de un magrebí. Éste sacudió el cuello como si quisiera recolocarse las vértebras y siguió avanzando.

—¡Vamos, vamos! —gritó Davinia desde arriba. Mientras tanto, los otros dos hombres habían dejado de disparar para cambiar los cargadores.

Tatay se giró, saltó a la reja y trepó para llegar hasta el balcón. Aunque se había quitado la capucha y arrancado la máscara, todavía iba embutido en el aparatoso traje de aislamiento. Pese a ello, gracias a su estatura consiguió plantar las manos en el borde inferior del balcón. Davinia se agachó y le agarró de las muñecas, rodeadas de cinta aislante.

—¡Ayudadme! —gritó a los dos hombres del balcón. Pero ellos ya habían recargado sus armas, y los disparos acallaron las voces de Davinia.

Medir uno noventa había ayudado a Tatay a llegar a la terraza a pesar del traje; pero ahora su altura actuaba en su contra, pues sus piernas, por más que trataba de encogerlas, colgaban al alcance de los infectados. Uno de éstos le agarró con ambas manos el pie izquierdo y se lanzó como un lobo famélico para morderle el talón. Las botas de goma eran gruesas y resistieron el mordisco. Con horror, Davinia vio que aquel hombre rabioso se dejaba tres dientes clavados en la suela y escupía un borbotón de sangre grumosa.

—¡Sube, Tatay! ¡Vamos! —chilló.

Por fin, el tipo alto de la terraza debió de decidir que sería más útil ayudando a Davinia a subir a su compañero que disparando. Se acuclilló al lado de la sargento y buscó un modo de aferrar el traje de aislamiento.

—¡Mierda! ¡Esto resbala! —exclamó con acento gutural.

Davinia pegó la cara a los barrotes para llevar los brazos lo más abajo posible y agarró la mochila, envuelta por una especie de joroba de tejido. El gigantón la imitó, y ambos tiraron al mismo tiempo.

Pero de cada pierna de Tatay colgaban ya dos infectados, y la gravedad jugaba a favor de ellos. Davinia y el otro hombre gruñeron por el esfuerzo. Sus voces quedaban ahogadas por la marea de rugidos y alaridos de la multitud de abajo.

¡
Rrrrriiiiip
!

El traje estaba diseñado como muralla contra microorganismos, no para resistir tensiones semejantes. El tejido se rasgó, y Davinia y el gigantón se encontraron con un gran trozo de tela naranja en las manos.

Dicen que en situaciones de vida o muerte, cuando la adrenalina se dispara, el tiempo parece detenerse. Davinia lo comprobó ahora. A cámara lenta, vio cómo los dedos enguantados de Tatay resbalaban del borde de hormigón. Su boca se abrió formando una perfecta O de asombro e incredulidad, y de ella brotó un grito que arañó los oídos de Davinia como una astilla de vidrio.

El cabo cayó de espaldas, derribando a una mujer gruesa y rubia de aspecto rumano que le hizo de colchón. Antes de que pudiera revolverse, otra mujer se agachó sobre él como si fuera a darle un beso, le mordió en la cara, sacudió la cabeza como una leona que intentara desnucar a su presa y de un tirón salvaje le arrancó la oreja.

Sin pensárselo, Davinia se incorporó y pasó una pierna por encima de la barandilla para saltar a la calle y ayudar a su compañero. Unos brazos enormes la rodearon por la cintura y tiraron de ella hacia atrás.

—¡Déjeme! —gritó la sargento.

—¿Te has vuelto loca? ¡Vas a conseguir que te maten!

El hombre se dio la vuelta, mientras Davinia pataleaba en el aire, y entró con ella a la casa. El otro ocupante de la terraza los siguió, cerró la puerta de metal de un golpazo y se apresuró a bajar la persiana. Aquellas dos barreras parecieron apaciguar los alaridos de la horda de locos, pero Davinia aún alcanzó a escuchar un chillido agudo y desesperado. Aunque resultaba casi imposible distinguirlo entre los demás, la intuición le dijo que aquél había sido el último grito de agonía de Tatay.

El hombre que había cerrado el balcón se volvió hacia ella y la apuntó con su fusil.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Davinia.

Con una sonrisa exagerada que mostró unos dientes grandes y níveos, aquel tipo respondió:

—Tus armas. Dame tus armas.
Ahora
.

14

Después de volar sobre la barandilla y estrellarse contra el suelo, Laura no llegó a perder el sentido, pero se quedó aturdida durante un rato.

En realidad, no quería moverse. Allí fuera, en la terraza, se oían gritos de angustia, y disparos, y también los alaridos guturales de los infectados.

Pero en su interior la cosa no iba mejor. Las imágenes que acababa de presenciar habían activado algunas neuronas que intentaba mantener dormidas. El horror había vuelto a despertar.


Uno de vosotros leerá el comunicado —dice Jalal—. El otro va a morir. ¡Elegid
!

Laura y Richard, maniatados a las sillas, se miran, incapaces de reaccionar
.

—¡
Si no decís algo os matamos a los dos! ¡Elegid
!

La mente de Laura gira en torbellinos, incapaz de decidir. No quiere que maten a su amigo, pero tampoco quiere morir. Si elige sacrificarse, de pronto todo se convertirá en negrura y desaparecerá para siempre. ¡No está preparada
!

—¡
Elegid! —grita Jalal
.

—¡
Yo! —exclama Laura, con los ojos desorbitados de terror—. ¡Yo leeré el comunicado! ¡Dádmelo y lo leeré
!

Cuando se da cuenta de lo que ha dicho, vuelve los ojos hacia Richard. Pero al momento los baja al suelo, pues la vergüenza es tan intensa que no puede soportar su mirada
.


Lo siento… Lo siento mucho… —musita
.

Él la mira a los ojos y sonríe con tristeza
.


Tranquila, Laura. No pasa nada. Todo va a salir bien
.

Lo arrastran para colocarlo frente a una cámara de vídeo, con un telón negro con consignas en árabe pintadas en blanco. Le obligan a arrodillarse. Laura ve algo que brilla en la mano de Jalal, el cabecilla de los integristas
.

¡
Es un cuchillo
!

—¡
Nooooo! —chilla con todas sus fuerzas
.

Las imágenes se hallaban en su cabeza, pero el grito fue real y sonó fuera. Después, Laura oyó cómo se cerraban con estrépito las hojas metálicas de una puerta, y la marea de alaridos inhumanos del exterior quedó amortiguada.

Se levantó del suelo con cierto esfuerzo. Seguía llevando el traje enrollado a la cintura. Terminó de bajárselo y sacó los pies de las pesadas botas. Tenía la ropa sanitaria pegada al cuerpo, y tanto calor que se habría despojado incluso de los calcetines. Sin embargo, no lo hizo; por alguna razón le parecía que descalzarse del todo era quedarse aún más inerme.

Tras la luz abrasadora del sol de Almería, aquella sala se antojaba casi una cueva lóbrega. Poco a poco, los ojos de Laura se acostumbraron a la penumbra. Sólo entonces se dio cuenta de que frente a ella había un hombre armado con una especie de lanza y blindado de los pies a la cabeza. Sobresaltada, dio un respingo. Y al reparar en su error, estuvo a punto de soltar una carcajada casi histérica.

Lo que tenía delante era una armadura medieval, pulida como un espejo, que sujetaba en la mano derecha una alabarda que casi llegaba al techo.

Alrededor de la armadura había otros objetos insólitos y llamativos. Entre cabezas de jabalíes y ciervos disecados, se veían escudos medievales, espadas y cimitarras, mazas de pinchos colgadas de gruesos clavos y un par de espingardas. Junto a aquel repertorio tan ibérico, que parecía el atrezo para una fiesta de moros y cristianos, había otros detalles más propios de un
saloon
del viejo Oeste: una enorme rueda de carro, dos rifles Winchester cruzados en aspa, un tocado de plumas de jefe indio y un cartel de madera craquelada que rezaba: «
Don’t shoot the piano player, he’s doing the best he can
». También vio una vitrina cerrada con llave. Dentro, entre varios puñales, estiletes y cartuchos de diversos calibres, se exhibía un revólver con la empuñadura de nácar. Al lado, un cartelito decía: «
God made men, but Samuel Colt made them equal
».

Durante un instante, Laura pensó que había entrado en una especie de museo kitsch. Luego, al girarse en derredor y ver las mesas de madera oscura y las sillas con respaldo de cuero claveteado, comprendió que se hallaba en el comedor de un restaurante.

Aunque el calificativo «kitsch» seguía siendo igualmente apropiado. Las persianas estaban bajadas a conciencia, de tal manera que las rendijas entre las tablillas apenas se advertían, y la luz mortecina del local provenía de unas lámparas que sujetaban falsos velones de plástico amarillo.

Allí se encontraban Aguirre y Eric, que también habían terminado de quitarse los trajes. La camiseta del joven inglés era toda ella una mancha de sudor. En cambio, la del neurólogo no se veía húmeda ni tan siquiera en las axilas. ¿Es que aquel tipo ni siquiera transpiraba?

«Me ha salvado la vida», recordó.

Había varias personas más esparcidas por el comedor. Algunas estaban sentadas, otras apoyadas en las paredes. En una mesa del fondo, cerca de la puerta del servicio de caballeros, había un hombre sudoroso despatarrado en una silla. Al pronto a Laura le dio la impresión de que tenía las piernas tan separadas porque la gruesa panza le impedía sentarse de otro modo; pero enseguida se dio cuenta de su gesto de dolor y de la forma en que se apretaba la zona lumbar con la mano derecha. De pie a su lado, una mujer que tendría unos cincuenta años, como él, le secaba la frente con un paño mientras lo miraba con gesto preocupado.

—¿Y vosotros quiénes sois? —preguntó una voz con acento extranjero.

Laura se volvió. Quien había hablado era un hombre de raza negra de casi dos metros de estatura, vestido con una camiseta sin mangas que dejaba ver unos deltoides y unos brazos con músculos tan definidos como los de un atleta. Llevaba la cabeza rapada y una gorra de béisbol con la visera hacia atrás.

Junto a la puerta del balcón había otro negro, bastante más bajo y delgado. Tenía barba de unos días, teñida de rubio como el pelo, y unas gafas ovaladas que le conferían cierto aspecto de intelectual.

Pero la impresión que pudieran ofrecer las gafas quedaba más que anulada por el fusil Kalashnikov con el que apuntaba a Davinia y por la empuñadura del cuchillo que asomaba tras la caña de su bota.

—Te he hecho una pregunta, mujer. ¿Quién eres?

Laura volvió su atención al primer hombre. Tenía los ojos grandes y brillantes, y unos rasgos muy acusados y, sin embargo, dotados de cierto peculiar atractivo.

—Me llamo Laura Fuster —respondió por fin, tratando de hablar con voz tranquila—. Pertenecemos a una organización internacional. Hemos venido aquí para averiguar qué es lo que está ocurriendo en este pueblo.

—¿Una organización internacional? —preguntó él—. ¿Y por qué lleva ella ropa del ejército?

—Es nuestra escolta. Y ustedes, ¿pueden decirnos quiénes son?

—Somos los que os han salvado la vida.

—Lo sabemos —dijo Laura. Intentaba no perder la calma, pero le resultaba difícil viendo aquel fusil que amenazaba a Davinia—. Pero se lo agradeceríamos mucho más si dejaran de apuntarnos y nos dijeran cómo se llaman.

—Yo soy Madi. Mi amigo es Abdoulie, pero todo el mundo le llama Adu. Y dejaremos de apuntaros cuando nos entreguéis vuestras armas.

—Yo no tengo ningún arma —respondió Laura, mostrándole las palmas de las manos—. Soy médico.

—Eso es lo que tú dices, mujer.

Sin previo aviso, el llamado Madi se acuclilló junto a ella y la cacheó en cuestión de segundos. Lo hizo como un policía profesional, sin demorarse ni palpar de más; pero a Laura se le aceleró la respiración al sentir cómo aquellos dedos tan largos recorrían su cuerpo y le rozaban las ingles durante una fracción de segundo.

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