Hasta que encontraron a un infectado. Vivo.
Era una mujer. De raza blanca, por su aspecto tal vez rumana, aunque Laura no habría sabido decirlo. Se mantenía de pie a duras penas y andaba muy despacio hacia el mar, casi con pasitos de bebé. Cómo se orientaba era un misterio: sus ojos se habían convertido en dos bolas negras de las que supuraba sangre espesa que caía por sus mejillas y se juntaba con la que le chorreaba de la nariz y la boca. Su piel se veía tan llena de hematomas como si la hubieran azotado con un flagelo romano. Sus pantalones eran un amasijo de aspecto pegajoso, e iba dejando tras de sí un reguero oscuro en el suelo. Laura comprendió que estaba expulsando las entrañas deshechas por todos los orificios de su cuerpo.
Se apartaron de ella y la dejaron atrás. Al cabo de un par de minutos, Laura se dio la vuelta y vio que la mujer había caído al suelo, junto a un árbol solitario.
«Qué forma más horrible de morir», pensó. El único consuelo era que los infectados no debían de ser conscientes de que sus cuerpos se disolvían por dentro, ni apenas sentir dolor: el virus se aseguraba de eso destruyendo primero sus cerebros.
Llegaron a una carretera comarcal que se dirigía hacia el norte, entre los invernaderos. Laura tragó saliva. Según sus cálcu los, ya habían llegado al menos a la Zona Tibia. Aunque el hecho de haber encontrado a esa mujer la convertía, de alguna manera, en caliente. Pero si querían volver a la playa tenían que dar un gran rodeo. Tal vez era el momento de regresar a la base.
Caminaban por el centro de la carretera para no pasar demasiado cerca de los invernaderos, por si surgía de ellos alguna sorpresa desagradable. No tardaron mucho en llegar a un lugar familiar. La carretera que seguían se cruzaba con otra en la que un cartel que apuntaba a la izquierda indicaba «MATAVIENTOS — 3 KM».
Allí había varias personas vestidas con trajes Chemturion y tres vehículos: un blindado, una ambulancia y una furgoneta. Lo que preocupó a Laura fue el color del blindado.
Era negro, como los dos que habían traído a los paramilitares a la clínica.
—Creo que es mejor que nos vayamos —dijo Laura, mirando a Alika.
Demasiado tarde. Cuando Laura se quiso dar cuenta, ambas tenían sendos puntos rojos en el centro del pecho. Miras láser.
Dos tipos enfundados en aquellos trajes las estaban apuntando con subfusiles. Sobre el todoterreno había un altavoz que empezó a escupir órdenes.
—SE HALLAN EN UNA ZONA RESTRINGIDA. LEVANTEN LAS MANOS Y SIGAN CAMINANDO HASTA AQUÍ. REPITO: LEVANTEN LAS MANOS Y SIGAN CAMINANDO HASTA AQUÍ.
Laura miró a ambos lados. El invernadero más cercano se hallaba a unos diez metros. Demasiada distancia. Además, bastaría con que amagaran con huir para que aquellos hombres disparasen contra ellas.
—Tranquila, Alika. No va a pasar nada.
—Sí, Laura —contestó la joven, que había levantado ambas manos, pero sin soltar a Nina.
Recorrieron despacio los treinta metros que las separaban de los vehículos parados en el cruce. Cuando llegaron allí, los dos hombres que las encañonaban se acercaron a ellas y les indicaron que se pusieran de rodillas en el asfalto. Mientras lo hacía, Laura observó que bajo los trajes Chemturion llevaban uniformes del ejército español. Eso la alivió un poco, pero no del todo: las armas que llevaban eran las mismas que las de los paramilitares que habían asesinado al personal de la clínica e intentado matar a su grupo.
—Permanezcan con las manos levantadas —dijo uno de los dos. Su acento era extranjero. Laura recordó su cara: era el mismo que les había dado el alto cuando entraban en la Zona Caliente con el todoterreno. Aquello había sucedido dos días antes. Toda una eternidad.
Ahora comprendía que no podía ser un soldado auténtico, sino un mercenario contratado por Janus.
—Escuche. Soy Laura Fuster, inspectora de la OPBW. Debo hablar con sus superiores para informar…
—Silencio. Hable cuando se le pregunte.
«Esto no me gusta nada», pensó Laura.
Entre los tres vehículos había cinco o seis personas ocupadas en diversas tareas o hablando entre sí. Una de ellas se apartó del grupo, pasó junto al soldado que encañonaba a Laura y se acercó.
—Laura, ¿eres tú?
Por debajo del visor de plástico, Laura la reconoció. Era Annia Ricciardi, su jefa. ¿Qué demonios hacía allí, en una operación sobre el terreno y ataviada con un traje Chemturion? Annia era la cara visible de la OPBW, pero Laura jamás la había visto ponerse un equipo de protección más allá de una mascarilla de cirujano.
Annia se volvió hacia los soldados y les dijo:
—Por favor, bajen las armas. Conozco a esta mujer. Pertenece a mi organización. Está todo bien.
Luego les hizo un gesto a Laura y a Alika para que se levantaran. Los soldados dejaron de apuntarlas; pero se pusieron detrás de ellas, lo que no tranquilizó demasiado a Laura.
—¿Y tu traje de aislamiento? —preguntó Annia.
—Se rompió. Pero el virus no se trasmite por el aire.
—De todos modos, habrá que someterte a cuarentena en descontaminación —dijo Annia, mientras miraba a la joven negra con curiosidad—. ¿Dónde están los demás?
Laura tragó saliva. De pronto volvía a ser consciente de que, de las seis personas que habían entrado en Matavientos, sólo había sobrevivido ella. Por no hablar de toda la gente que había conocido en el pueblo y a la que había visto morir o infectarse.
—Muertos.
—¿Cómo? ¿Todos?
—Sí.
—¿Eric también?
—Sí.
—Dios mío, qué desastre.
Lo había dicho con la misma entonación con que podría haber criticado su peinado delante del espejo utilizando idéntica frase. Laura la conocía bien, y sabía que era bastante egotista y a veces un tanto insensible. Pero ¡estaban hablando de Eric!
—¿Has averiguado algo? —preguntó Annia.
—¿Cómo?
—Te pregunto si has logrado averiguar algo sobre la enfermedad.
Laura asintió con gesto serio.
—Me lo temía —repuso Annia.
Alika gritó. Laura se giró a tiempo de ver cómo uno de los soldados levantaba su fusil.
Cuando despertó, el hombre no sabía dónde estaba. A su alrededor todo era borroso. El sol le daba directo en los ojos y lo deslumbraba. Levantó una mano para protegerse de sus rayos. Aquel leve movimiento le provocó un violento mareo que le hizo vomitar.
Todo giraba a su alrededor como si estuviera en el extremo de un tiovivo enloquecido. Se volvió sobre el pecho y clavó los dedos en la arena para detener la rotación vertiginosa de la tierra.
Vomitó otra vez. Pasado un rato intentó levantarse. El suelo había dejado de describir órbitas, pero ahora oscilaba como un tremedal, y sus miembros eran de corcho. Consiguió ponerse de rodillas y mantener el equilibrio apoyando las manos en la arena.
Le dolía la cabeza, un dolor tan intenso que lo único que podía competir con él era el zumbido que taladraba sus oídos como una broca de vidia. Sabía que algo grave, algo terrible le había pasado. Pero ¿qué? ¿Quién era él? ¿Qué hacía allí? ¿Por qué no podía recordar nada?
Tenía la vista borrosa. Un velo rojo le cubría los ojos. Se aventuró a levantar una mano del suelo y se tocó la cara. La tenía empapada de algo cálido y viscoso que no era agua ni sudor.
Sangre.
Se levantó la camiseta para limpiarse los ojos con el faldón. Poco a poco podía precisar más el dolor, localizado en el lado derecho de su cabeza, como un zumbido eléctrico. Sentía aquella mitad de la cara adormecida y el cráneo tan caliente como si lo estuvieran marcando a hierro fundido, igual que a un buey.
Tras enjugarse los ojos pudo ver mejor dónde estaba. Se encontraba en una pequeña explanada de arena clara, rodeada de cañas. Había una caseta de madera a su derecha, y frente a él, a poca distancia, se extendía el mar. Pero tuvo que apartar la mirada de la línea del horizonte, porque oscilaba como si en lugar de estar arrodillado en tierra firme se hallara sobre la cubierta de un barco zarandeado por las olas.
Inconscientemente, levantó la mano para tocar el punto donde notaba aquel hierro candente. Pero se detuvo justo antes de hacerlo y, con más cautela, rozó con la punta de los dedos alrededor de la zona dolorida. Al hacerlo, el dolor se convirtió en una cuchillada, como si le clavaran una lezna al rojo vivo, y tuvo que apoyar ambas manos en el suelo de nuevo para no caerse.
Estaba herido. Eso ya lo había comprendido. Empezaba a recordar algo más. No había sido un accidente.
Alguien le había herido. Alguien había disparado contra él. Sin mover apenas el cuello, miró a su alrededor. Había más cuerpos. Cadáveres, la mayoría con heridas en la cabeza, como él. Pero además presentaban un aspecto espantoso: sus ropas eran andrajos sucios y ensangrentados, su piel se veía llena de manchas…
«Infectados», recordó. Locos, homicidas.
¿Le había disparado uno de ellos?
No. Por alguna razón no lo hacían, no mataban así. Entrecerró los ojos y apretó los dientes. Dioses, ¿cómo se podía pensar con aquel zumbido taladrándole los oídos y aquel hierro caliente hurgándole en la cabeza?
Le habían disparado con una pistola. Un revólver del viejo Oeste. Podía distinguir el arma en la mano de su agresor, apuntándole, pero el rostro que estaba detrás de la pistola lo veía a través de una cortina de agua turbia.
Alguien había querido matarlo. Quizá aún andaba detrás de él para completar el trabajo.
Ese pensamiento obró milagros en su mente y su cuerpo. El instinto de supervivencia, enraizado en él como una segunda naturaleza desde que era niño, tomó el timón y le obligó a incorporarse.
El suelo seguía bamboleándose. Se dobló sobre sí mismo en una nueva arcada, pero apenas le quedaba nada que vomitar. Después hizo un esfuerzo y se enderezó.
Volvió a limpiarse con la camiseta, que ahora estaba tan ensangrentada como si acabara de salir de un matadero. Miró a su espalda. Allí se levantaba un extraño laberinto de paredes de plástico agitadas por el viento.
Extraño, pero no desconocido. «Los invernaderos», pensó. Él había venido desde allí, buscando el mar.
Madi, recordó. Su nombre era Madi. Tenía un amigo llamado Adu.
No, ya no lo tenía. Adu había muerto.
La sangre corría por su frente y sus mejillas. Se quitó la camiseta y se la ató alrededor de la cabeza. Al apretarla, un nuevo estallido de dolor le aflojó las piernas y casi le hizo caer de rodillas. Pero se obligó a mantenerse de pie.
Él, Madi Akinjide, era un hombre muy fuerte, eso también lo sabía ya. Pero estaba malherido y necesitaba ir a un hospital. Tenía que moverse con cuidado pues su agresor aún podía estar al acecho. Su agresor y algo más… ¿Qué?
Miró en torno con aprensión, pero allí no había nadie vivo más que él.
—¡Escobar! —pronunció de repente en voz alta.
Él le había disparado. Escobar era el hombre del Colt que había intentado atravesar su cabeza con una bala. Afortunadamente, su cráneo era muy duro y la bala debía de haberle dado de refilón; de lo contrario, no estaría vivo. Pero la sangre no dejaba de manar. Necesitaba ir a un hospital donde le atendieran.
Y sabía que allí cerca había uno. Había estado en él. «Clínica», lo llamaban. Un lugar horrible. Pero allí encontraría material para curarlo. Y una radio para pedir ayuda.
Aunque sabía que antes había buscado el mar, ahora le dio la espalda y se encaminó hacia los invernaderos. Recordó también a la mujer rubia. Sin saber por qué, su imagen inundó su cabeza de una calidez que no era tan dolorosa como el fuego de la herida. «Laura», pensó. Se llamaba Laura. Era médico.
Y, si estaba en la clínica, podría ayudarle.
Laura despertó muy despacio, como si su consciencia se abriera paso a través de gelatina.
Durante toda la noche le había dolido la cabeza, pero ahora el latido constante que sentía en las sienes se había convertido en un sordo tambor tribal. La boca le sabía a sangre. Movió la lengua, la rozó con las encías superiores y comprobó que tenía una herida.
Estaba tan desorientada que tardó un rato en ordenar los últimos recuerdos. Annia. Jugando al go en su casa.
No, en su casa no. Annia vestida con un traje Chemturion, cerca de Matavientos. Un soldado que se acercaba a ella empuñando el fusil… Y después nada.
Su último pensamiento había sido: «Se acabó». Pero el dolor que sentía en la frente no podía deberse a un balazo. Además, se encontraba tendida de lado en una superficie dura, y si la hubieran herido de arma de fuego ahora notaría la humedad de un charco de sangre en el rostro. «Me ha golpeado con la culata, y al caerme me he mordido la lengua», dedujo.
Abrió los ojos por fin. El mundo estaba sumergido en una niebla densa y blanca que le impedía enfocar la vista.
Y se movía. Mucho.
Había logrado contener las náuseas durante horas, pero ya no pudo más. Se volvió hacia un lado, se dobló sobre sí misma más de lo que ya estaba y vomitó. Lo único que logró expulsar fue bilis, y se quedó tan dolorida como si le hubieran propinado un punterazo en la boca del estómago. «Vomitar bilis no es tan raro cuando tienes un traumatismo en la cabeza», pensó su parte racional.
¿Dónde estaba? Empezaba a ver todo un poco más claro. A juzgar por los aparatos electrónicos y las pantallas adosadas a las paredes, debía de ser un todoterreno o una furgoneta acondicionada como base de operaciones. ¿El mismo en que había visto las primeras imágenes de Matavientos? No lo parecía.
Había alguien sentado cerca de ella, frente a uno de los monitores. No lo podía ver bien. Trató de incorporarse, pero la cabeza le dolía demasiado. Desistió y volvió a tumbarse.
Oyó el familiar crujido plástico de un traje Chemturion.
—¿Ya has despertado? ¿Qué tal te encuentras?
Era la voz de Annia. Laura prefirió no responder. Pensó que era mejor que su jefa no supiera exactamente cómo estaba ni cuál podía ser su capacidad de reacción.
Por el rabillo del ojo vio que Annia se levantaba y caminaba hacia ella. La sujetó por las axilas, tiró de ella y la obligó a sentarse con la espalda apoyada contra la pared.
—¿Mejor? —le preguntó, iluminándole los ojos con una linternita—. Siento lo del golpe en la cabeza. Estos mercenarios son muy eficaces, pero no precisamente sutiles. Te he puesto un apósito para que dejes de sangrar. Pero sospecho que estás teniendo el peor dolor de cabeza de tu vida.