Laura había leído el libro. Los épsilon constituían la casta inferior, alterados genéticamente desde su concepción para ser menos inteligentes y conformarse con sus tareas serviles. «¡Qué feliz soy de haber nacido épsilon!», decían, o algo así.
Miró a Alika con pena. ¡De modo que el neurólogo la había convertido en una épsilon!
Se volvió hacia Aguirre e hizo un gesto con los brazos, señalando a su alrededor.
—¿Es ésta su sociedad feliz y resignada? Algo ha fallado, me parece a mí.
—
Touché
. Es evidente —dijo él, limpiándose de nuevo la nariz.
—Porque ese efecto secundario no era causado por el gen implantado —comprendió Laura de repente—, sino por el virus ébola atrapado en el interior de sus pacientes.
—Sí, así es —admitió él—. Era el ébola, casi incapacitado y encerrado en el interior de los sujetos, el que causaba esos daños controlados en su sistema nervioso. Pero eso no lo supe hasta más tarde. Convencí a Janus de que reanudasen el experimento aquí, porque aprovechando la presencia de africanos sería fácil camuflar el laboratorio de nivel 4. Les entregué el listado de las personas que había tratado quince años atrás y Janus los buscó y los trajo en avión.
—Trajeron a Europa gente infectada por uno de los peores virus que se conocen, saltándose todas las leyes. ¡Es increíble!
Aguirre prosiguió sin hacerle caso.
—La enfermedad, el virus del ébola del que se habían infectado y que mantenían confinado y seguro en su interior, no había causado ningún problema en sus vidas comunes a gente como Alika y a otros muchos tratados. Pero algo sucedió cuando llegaron a Matavientos. Algo se descontroló de un modo terrible. ¿Recuerda lo que decía un científico en
Parque jurásico
? «La vida se abre camino». No está claro que los virus sean exactamente algo vivo, pero no hay duda de que son capaces de abrirse camino. De alguna forma, el virus encontró el modo de eludir el «cortafuegos» y transmitirse de un individuo a otro.
—Logré ver el virus con el microscopio electrónico de su laboratorio. No se parecía al ébola —dijo Laura.
Aguirre levantó las cejas, y por primera vez pareció interesado en lo que decía Laura.
—¿Qué? ¿Lo vio?
—Utilicé una muestra de la sangre de Eric. Lo que vi no era un filovirus como el ébola, sino otro en forma de pequeño bastón, redondeado en un extremo. Me recordó más a un lyssavirus.
—Por supuesto —murmuró Aguirre como si de repente lo comprendiera todo—. Lyssavirus… De Lyssa, la diosa griega de la rabia y locura. ¡Eso es lo que ha sucedido!
—La rabia, el ébola y otras fiebres hemorrágicas están relacionados genéticamente.
—Sí. —Aguirre desvió la mirada de Laura mientras cavilaba—. La longitud del precursor de la proteína GP es reducida por cortes proteolíticos para formar una variante truncada. ¡Eso es! Cuando la bestia que es el virus del ébola se vio confinada buscó una salida en su propia herencia genética. Mutó, recuperó los genes de la rabia, se volvió más agresivo. En vez de un daño superficial y limitado al córtex, destruyó por completo el cerebro de sus huéspedes. Los obligó a comportarse como bestias rabiosas, y en las heridas causadas por esa violencia encontró su vector de transmisión. Genial.
—Lo que provocó esa mutación fue el hacinamiento de individuos infectados en esa casa dormitorio que construyeron junto a la clínica —dijo Laura—. Lo mismo pasó en 1918: la causa de la epidemia de gripe mortífera fueron las condiciones en las trincheras.
Aguirre meneó la cabeza a los lados.
—Es posible que yo tuviera la culpa.
—¿Posible? ¿Sólo posible? ¿Y lo dice con esa paz?
—No me entiende. Durante un tiempo mantuve aislados a mis pacientes en ese edificio y en la clínica. Pero necesitaba probar mi experimento en condiciones de campo. Hace unos meses permití que se mezclasen con los trabajadores en los invernaderos y en las fábricas. El resultado fue excelente. Realizaban las tareas más tediosas sin ningún problema, eran obedientes y los patronos tan sólo tenían que darles de comer. Estaban encantados, pero de repente sucedió.
»El estallido de la epidemia fue repentino y brutal. Yo llevaba días sin venir por aquí, porque había asistido a un simposio en Roma. Cuando regresé a mi puesto oficial de Almería, tenía un mensaje de la clínica, pero fui incapaz de ponerme en contacto con el personal. Envié a mi mejor experto en aquella ambulancia para investigar el asunto sobre el terreno, pero… Ya sabe lo que pasó a continuación.
—Por eso vimos manchas de sangre en la parte trasera de la ambulancia —dijo Laura—. El conductor y el enfermero no iban solos.
—No. Eran tres hombres. Pero la ambulancia fue atacada y se declaró la alarma biológica que los trajo aquí a usted y a su compañero. Mis contactos de Janus, que me habían apoyado hasta ese momento, decidieron traicionarme y acabar con todo. Quieren borrar hasta la última prueba de lo que ha pasado en Matavientos.
«No me extraña», pensó Laura. Si esto llegaba a saberse, se convertiría en la noticia más horrorosa desde que se descubrieron los campos de exterminio nazi.
«Se sabrá», añadió mentalmente con convicción. Miró a Aguirre y sintió una mezcla de pena y asco hacia él. El hombre se balanceaba un poco en el sitio, y la chispa de inteligencia de sus ojos empezaba a apagarse lentamente, tapada por los microderrames en la esclerótica.
—Ahora que ya me lo ha contado todo, ¿qué va a hacer? —le preguntó—. ¿Matarme?
Aguirre la miró desconcertado.
—¿Matarla? —Rio entre dientes—. No, Laura, no tengo la menor intención de hacerle daño.
Era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila.
—¿Entonces?
Aguirre agitó la pistola en el aire y puso los ojos en blanco como si hablase consigo mismo.
—¿Matarla? ¿Para qué iba yo a matarla? Si le he contado todo esto es para que usted sepa lo que hice. Para que lo recuerde, porque yo… Yo estoy empezando a olvidarlo. Puedo sentir cómo la enfermedad va devorando mi cerebro. Hay una imagen muy nítida… como una luz… con cada recuerdo que se esfuma… Pero se extingue de inmediato, y no deja detrás más que cenizas.
«Lo mismo que describió Eric», pensó Laura.
Aguirre descruzó las piernas y se levantó. Sus movimientos eran más rígidos que otras veces. Se apartó unos pasos de Laura, apuntando hacia ella con la pistola. Después, le dio la vuelta al arma y apoyó el cañón en la parte inferior de su mandíbula, entre el mentón y la nuez.
—¡No lo haga!
De repente, apareció una chispa de luz en los ojos de Aguirre, como si el velo que enturbiaba su mente se rasgase por un instante.
—Estoy acabado —continuó Aguirre—. Cada neurona del cerebro es irreemplazable. Lo sabe usted y lo sé yo. Aunque por un milagro encontráramos la cura en la sangre de Alika antes de salvar mi vida, ya no volvería a ser yo. Es demasiado tarde. Como mucho me espera el destino de ser como ellos, como Alika. Un esclavo sin mente, sin memoria. Hágame un favor, Laura.
—¿Cuál?
—Tan sólo recuérdeme.
Y disparó.
Durante un buen rato, Laura siguió sentada. Su condicionamiento como médico la habría impulsado a levantarse y tratar de ayudar a Aguirre. Pero había visto la nube de sangre que brotaba de su cráneo, y la forma en que el neurólogo se desplomaba y se quedaba inerte. Probablemente la bala había atravesado su tallo cerebral, matándolo al instante. Y no podía olvidar que esa sangre que manchaba su cuello y su cabeza y empezaba a derramarse por el suelo estaba contaminada.
El disparo había despertado a Alika, que ahora miraba el cadáver de Aguirre con una expresión difícil de interpretar. Laura no habría podido asegurar que fuese de alegría, pero quizá hubiese en ella una pizca de alivio.
Por fin, Laura se decidió a ponerse en pie. Se apartó del chiringuito y estudió los alrededores. No se veía a nadie en lontananza; al parecer, el disparo no había atraído la atención de ningún infectado.
Miró el cuerpo de Aguirre. No necesitaba acercarse más para certificar su fallecimiento. Aunque era el culpable de todo lo que había pasado, de miles o tal vez decenas de miles de muertes, y de una epidemia que no sabía si podrían contener, Laura sintió algo de compasión entreverada con el rencor. Aguirre había sido un hombre brillante, dueño de un intelecto superior. Debía de haber resultado muy duro para él comprobar cómo su mente se deterioraba por momentos. Sin duda, se había suicidado por motivos egoístas, para ahorrarse a sí mismo la humillación de retroceder en la escala evolutiva y acabar convertido en una bestia sanguinaria. Pero al hacerlo, les había evitado a Laura y a Alika una situación muy peligrosa.
Se apartó del cadáver. Aprovechando que había más luz y el interior del chiringuito se había ventilado un poco, entró a buscar algo de comer. Las cámaras frigoríficas seguían funcionando. Sintiéndose una saqueadora, cogió una Coca-Cola Light por introducir algo de cafeína en su cuerpo, y una lata de Aquarius para Alika. No tenía ánimos de cocinar nada, así que ambas desayunaron helado. La joven nigeriana se puso muy contenta con el suyo, un cucurucho de chocolate con tropezones crujientes. Cuando terminó, se quedó con cara de anhelo, pero no pidió nada.
—¿Quieres otro? —le preguntó Laura.
Ella sonrió y asintió con vigor. Laura entró a por otro helado, y de paso cogió cuatro botellitas de agua. Dos se las metió en los bolsillos y las otras dos se las dio a Alika.
—Vamos a irnos de aquí, Alika.
—Sí. Nos vamos.
Encendió el móvil, que seguía sin cobertura. Según la brújula, la costa trazaba una línea casi perfecta de este a oeste. Decidió que lo mejor era dirigirse hacia el este. Por allí la luz del sol naciente reverberaba en el mar y la deslumbraba un poco, pero le daba la impresión de que la playa estaba despejada. Si continuaban caminando lo suficiente, llegarían al final de la Zona Caliente y acabarían encontrando ayuda.
Siempre que no las atacaran los infectados, claro.
Volvió a acercarse al cadáver de Aguirre. La pistola yacía en el suelo, junto a él. Vaciló entre cogerla o no, pero sus dudas se esfumaron al ver restos de sangre en el cañón; una sangre que hervía de virus. «El virus Lyssa», pensó. No sabía que los griegos tenían una diosa de la locura rabiosa, pero era muy propio de ellos, que atribuían un numen personal a cada elemento o fenómeno de la naturaleza.
«Recuérdeme».
Sin duda, jamás se olvidaría de aquel hombre singular. Pero, si estaba en su mano, no le concedería el homenaje póstumo de bautizar con su nombre a aquel virus nacido al mismo tiempo que un experimento humano y la mutación natural. No, no habría virus de Aguirre. El virus Lyssa estaría bien.
Se pusieron en marcha. Después del frío que había pasado en las últimas horas, era agradable sentir cómo el sol se levantaba poco a poco y sus rayos le caldeaban la piel. Laura sabía que, si tardaba mucho en ponerse a cubierto, su piel blanca empezaría a quemarse. Pero ésa sólo era la menor de sus preocupaciones.
Miró a su izquierda. La luz de la mañana iluminaba transversalmente los invernaderos, dibujando las siluetas de las plantas, los cables y los tensores de su interior. La brisa que empezaba a levantarse desde el mar sacudía las hectáreas de plástico con un opaco flameo que resultaba al mismo tiempo hostil y deprimente.
Sin embargo, de momento no vieron a nadie, ni dentro ni fuera de los invernaderos.
Un par de kilómetros más adelante, la playa y los invernaderos seguían su rumbo paralelo. Pero entre el mar y la carretera se extendía una zona de dunas sembradas de cañas que despertó la aprensión de Laura. Tras ellas podía ocultarse alguien.
Cruzar la comarcal y acercarse a los invernaderos podía resultar más peligroso, de modo que caminaron hacia las dunas describiendo un rodeo que las alejó de ellas y las acercó al agua, hasta que la marea lamió sus pies.
Como Laura había sospechado, había gente en la pequeña hondonada que se abría entre aquellas dunas.
Eran infectados, y formaban un grupo bastante numeroso, tal vez veinte. La mayoría de ellos estaban tendidos en la arena, en posturas diversas, a veces contorsionados como si hubieran sufrido ataques de epilepsia. No se movían; incluso desde lejos, Laura comprendió que la mayoría estaban muertos. Había algunos que todavía se agitaban en el suelo, y uno que se mantenía de pie y caminaba en círculos con pasitos cortos, como un anciano desorientado.
Comprendió que el ciclo de la enfermedad empezaba a cumplirse. La había sorprendido no encontrar apenas infectados muertos por la enfermedad y no por la violencia, cuando resultaba evidente que el virus producía en el interior del cuerpo daños equiparables a los del ébola.
¿Iban a morir todos los afectados a la vez? Tal vez no, pero era probable que la mayoría fallecieran en un intervalo de pocas horas. El curso del mal había sido fulminante: el brevísimo periodo de incubación significaba que los primeros contagiados habían empezado a enfermar prácticamente al mismo tiempo. A partir del momento en que se desató la conducta violenta, la mayoría de los nuevos infectados no sobrevivían, porque sus atacantes los despedazaban como habían hecho con Adu o con Davinia, Ruiz y Tatay.
Laura y Alika siguieron caminando junto al agua, sin aproximarse más a las dunas. Laura habría querido realizar un examen visual de los cadáveres para comprobar su estado, pero mientras quedasen enfermos con vida prefería no acercarse. Ya habían comprobado demasiadas veces la portentosa aceleración que la rabia parecía imprimir a sus cuerpos, y no las tenía todas consigo al ver a aquel último infectado que continuaba deambulando en círculos.
Dejaron atrás a aquel grupo y prosiguieron su peregrinaje hacia el este. Al cabo de un rato, los invernaderos empezaron a alejarse a la izquierda. Entre ellos y la carretera se extendían amplias salinas. Siguieron viendo grupos de infectados, muertos o agonizantes, a los que procuraban no acercarse aunque supusiera dar un rodeo en su camino.
La costa trazó una larga curva a la izquierda. El viento olía a yodo y a sal, y el sol seguía trepando en el cielo y arrancando reflejos de los plásticos de los invernaderos. Poco después, un farallón que se adentraba en el mar les cortó el paso. Tuvieron que desviarse por un sendero estrecho que se adentraba en las dunas cubiertas de matorrales. Caminaron con precaución, atentas a cualquier sorpresa.