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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (61 page)

BOOK: La zona
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La carretera seguía recta. Una brisa salida de la nada la recorrió tumbando la maleza seca del arcén, levantando el polvo del suelo y haciendo flamear los plásticos desgarrados. A los lados, conforme se alejaban de Matavientos, los daños en los invernaderos eran menores. Pero Laura no podía dejar de mirar hacia atrás de vez en cuando. En el hongo ya no se distinguían luces ni llamaradas: era todo él una enorme sombrilla de humo cada vez más negro. Más abajo, al nivel del suelo, se alzaban otras columnas de humo y también las llamas de decenas, tal vez cientos de incendios.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Alika.

Laura volvió la cabeza hacia ella. El movimiento hizo que se mareara un poco. «Vaya, al menos siente curiosidad», pensó.

—De momento, vamos a salir de aquí.

—¿Nos dejarán pasar? —dijo Madi—. Yo no tengo pasaporte.

—¿Y eso te preocupa ahora? Si sólo eres un ilegal más.

Madi la miró con el ceño fruncido, incapaz de entender si ella hablaba en serio o en broma. Laura le palmeó el pecho y dijo:

—No tengas cuidado, ya se me ocurrirá algo. Tú me has salvado la vida y ahora me toca a mí ocuparme de ti.

«¿Y después qué?», se preguntó.

Si lograban salir del cordón, lo mejor que podía hacer era ir al hospital de Granada. A Madi tenían que examinarle esa herida, y a ella misma no le vendría mal un chequeo completo.

Pero, sobre todo, su intención era convocar una rueda de prensa. Nada de contactar con las autoridades para denunciar lo ocurrido con discreción: con los infiltrados que tenía Janus en todas partes, eso los pondría en peligro a los tres. No, mejor recurrir directamente a los periodistas y mostrarse lo más sensacionalista posible. La historia iba a sonar increíble, pero Laura tenía pruebas. Conservaba las muestras de la sangre de Eric, infestada de virus. Llevaba a Alika, alterada genéticamente y con anticuerpos de ébola.

Y tenían una prueba más que nadie podría pasar por alto.

Miró de nuevo hacia atrás y observó cómo el hongo nuclear se alzaba al cielo en el lugar donde una vez había existido un pueblo maldito llamado Matavientos. La gente debía conocer la verdad de lo que había pasado allí. De la locura de Aguirre, la ambición desmedida de las farmacéuticas, y la corrupción de los políticos. Era la única forma de que no volviera a repetirse una vez más.

«¿Y después qué?».

Miró de reojo a Madi y se dijo: «Después…, ¿quién sabe?».

Epílogo

Sentada en la pequeña Zodiac, Noelia contemplaba el asombroso espectáculo del hongo de nubes que se elevaba majestuoso, casi voluptuoso hacia el cielo.

Por suerte para ella y para su madre, la explosión las había sorprendido mirando hacia proa. De lo contrario, sus retinas se habrían quemado y tal vez habrían quedado ciegas para siempre.

Sin embargo, habían visto el reflejo de las ondas de luz en el agua. Antes de que se pudieran dar la vuelta, las alcanzó una doble onda de choque que sacudió la lancha como una galerna. El brutal zarandeo hizo que Noelia se cayera al mar, pero logró aferrarse a la cuerda de nailon para que la Zodiac no la dejara atrás. Todavía en el agua, se había girado para ver cómo la bola de fuego se transformaba en una masa de nubes de color granate que ascendían como un chorro hacia las alturas, coronándose por fin en una gigantesca nube blanca con la forma de una gigantesca seta.

—¡Es una bomba atómica! —había exclamado su madre, santiguándose una y otra vez—. ¡Una bomba atómica!

—¡Ayúdame a subir!

No había sido fácil, pero Noelia lo había conseguido. Ahora, mientras la lancha avanzaba impulsada por el pequeño motor fueraborda, seguía contemplando aquel espectáculo increíble que tan sólo había visto en películas y documentales.

Se preguntó si habrían recibido una dosis de radiación mortal, o si la estarían recibiendo y pronto se les empezaría a caer el pelo y morirían de leucemia.

En realidad, le daba igual. Si existía el alma, a ella se la habían quitado, y si existía un órgano interior en el cuerpo que manejaba los sentimientos, se lo habían extirpado.

Su mente rebobinaba una y otra vez las imágenes del mismo instante terrible, pero cada vez que lo revivía le parecía más remoto y ajeno a ella.

Cuando ya estaba convencida de que iban a morir, su madre consiguió arrancar el motor del fueraborda, y la balsa brincó como un potro salvaje y estuvo a punto de hacerlas caer al agua. La Zodiac empezó a alejarse de su padre, que luchaba a brazo partido contra los zombis que lo rodeaban. Uno de ellos ya le había mordido.

—¡Tenemos que volver a por él! —había dicho su madre.

Durante unos segundos trataron de dar la vuelta con los remos, hasta que Noelia comprendió que no podían virar si no usaban el motor. Gateó hasta la popa, agarró la barra negra que salía del fueraborda y la giró hacia un lado. Nunca había manejado una balsa neumática ni nada que se desplazara por el agua, y el bandazo estuvo a punto de lanzarlas a las dos por los aires.

—¡No! —gritó su padre desde el agua—. ¡Marchaos! ¡Marchaos, rápido!

Noelia volvió a enderezar el motor, y luego lo giró más despacio. La Zodiac empezó a trazar un gran semicírculo para volver atrás.

—¡¡Que os marchéis!!

Al ver que no hacían caso a sus gritos, su padre se resignó. Cubierto de agua casi hasta el cuello y sangrando por varias heridas, hizo un gesto de despedida con la mano, levantó los brazos y dejó de luchar. Un zombi saltó sobre él y le clavó los dientes en la garganta, mientras otros dos tiraban de sus manos para hundirlo en el agua.

Lo último que Noelia vio de su padre fue una mano que salía entre las olas, rodeada de zombis que chapoteaban entre espuma ensangrentada. Y supo que esa imagen la acompañaría para siempre.

—No funciona —exclamó su madre devolviéndola al presente.

Noelia parpadeó. El hongo nuclear seguía en el cielo, como una imagen congelada en el tiempo.

—¿Cómo dices?

—La radio que nos dio tu padre, la que le cogió a Madi.

Noelia recordó. Madi les había dicho que, aunque no se podía hablar, sí servía para emitir una señal, una especie de morse que los del pesquero utilizarían para localizarlos en medio del mar.

—¿Y qué le pasa?

—Que no funciona. Ya no se enciende ni el piloto rojo.

Noelia comprobó que el aparato, efectivamente, había muerto.

—Es por el pulso electromagnético —dijo.

—¿El qué?

—Es por culpa de eso —señaló el hongo de nubes. Lo había visto en alguna película. Una explosión nuclear podía estropear aparatos eléctricos en muchos kilómetros a la redonda.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó su madre con voz angustiada—. Sin esto no nos encontrarán nunca. Estamos a la deriva.

—No lo sé —le dijo Noelia.

Y volvió a encerrarse en su propio mundo.

Al atardecer, el cielo entero se tiñó de rojo, como si toda la sangre derramada en Matavientos hubiera impregnado el firmamento. En la costa se divisaban las luces de decenas de incendios, y columnas de humo empequeñecidas por la distancia se alzaban en el aire.

Para entonces, se habían quedado sin gasolina y flotaban a la deriva. Llevaban un par de horas así cuando divisaron un barco de pesca, un atunero de casco azul que al ver la lancha neumática hizo sonar una sirena que taladró el silencio del ocaso.

Cuando el barco llegó junto a ellos, ya había oscurecido, y se había levantado una neblina sofocante y espesa que parecía sobrenatural y que apenas dejaba ver a unos cuantos metros. Aun así, las dos mujeres lograron distinguir una escalerilla metálica en uno de los costados de la embarcación.

«¿Qué será de nosotras ahora?», se preguntó Noelia mientras se colgaba a la espalda la mochila. El dinero, ese maldito dinero ensangrentado que le había costado la vida a Davinia, y también a Madi. Y a su propio padre. Pero ahora era su única esperanza de salvarse.

«¿Qué más da?», pensó. Ya se lo había dicho a Laura: no merecía vivir. El mundo era un lugar horrible, y ella no había hecho nada por remediarlo.

—Subo yo primero, mamá.

—¿Por qué?

—Por el dinero. Yo me encargo.

Noelia se agarró al primer peldaño de la escalera. Estaba llena de desconchones y manchas de óxido, como el casco. Empezó a trepar. Se sentía muy cansada y la mochila pesaba como todos los pecados cometidos por la humanidad, pero logró subir.

Cuando llegó arriba, pasó por encima de la borda y se apoyó en ella de espaldas, jadeando. La niebla era cada vez más espesa, y la cubierta se veía desierta. ¿Se habrían subido a un barco fantasma?

—Noelia…

Al oír la voz de su madre, dejó la mochila en el suelo, se dio la vuelta y la ayudó a subir los últimos peldaños. En ese momento oyeron una voz a su derecha y se dieron la vuelta.

Entre los jirones de bruma habían aparecido dos hombres, siluetas negras que entre los vapores carecían de dimensión, como espectros. Cuando se acercaron más, Noelia vio que uno de ellos tenía una gorra de capitán, o algo parecido. Era negro, y las mejillas picadas de viruela le conferían un aire siniestro. En la mano llevaba un aparato de radio como el de ellas.

—¿Venís con Madi? —preguntó en español.

—Sí —dijo Noelia.

—¿Por qué no usáis esto? —dijo, agitando el transmisor en el aire.

—No funciona. Por la explosión.

—Explosión, sí. ¿Qué es? Noticias no dicen nada.

—No lo sabemos.

El hombre se asomó por la borda. Al ver la Zodiac vacía, se volvió hacia Noelia frunciendo el ceño.

—¿Y Madi? ¿Y Adu?

—Han muerto.

—¿Muerto?

—Sí. Mucha gente ha muerto. Mi padre también.

El otro hombre, que también era negro, reparó en la bolsa y trató de cogerla. Al notar que pesaba tanto, se agachó y la abrió. Sus ojos se iluminaron al ver que estaba repleta de billetes, batió las palmas y empezó a hablar a toda prisa con el capitán.

—¿Qué es este dinero? —preguntó el capitán.

—Es de Ibraim el-Malik —contestó Noelia, tragando saliva.

Para entonces, habían aparecido otros dos hombres en cubierta, que se pusieron a hablar entre ellos con miradas excitadas y moviendo mucho las manos. Entre la madeja de palabras desconocidas y sonidos guturales, las dos mujeres acertaron a distinguir el nombre de Ibraim el-Malik varias veces. Lo pronunciaban casi como si fuera una fórmula mágica, con un temor reverencial.

El capitán cerró la cremallera de la mochila y preguntó a las dos mujeres con gesto suspicaz:

—¿Se lo lleváis vosotras a él? ¿Vosotras? ¿Sois fieles seguidoras de el-Malik?

—Se lo vamos a dar, sí —respondió Noelia—. Nosotras. Fue lo último que nos pidió Madi. Era nuestro amigo.

Los marineros las rodearon en un círculo cada vez más agobiante. Noelia escuchó un jadeo cerca de su nuca.

—¿Qué dices, Yoname? —preguntó el capitán con tono burlón—. ¿Estas mujeres son fieles a la
sharia
?

El que había jadeado cogió un mechón del pelo de Noelia entre sus dedos y lo acarició mientras le recorría el cuerpo con los ojos.

—No sé. No llevan el
hiyab
.

Noelia apartó la mano de Yoname de un manotazo y luego se giró desafiante hacia el capitán.

—¿Qué está pensando hacer, capitán? —le dijo—. ¿Pretenden asesinarnos y echar nuestros cuerpos al mar?

—¡Noelia! —le recriminó su madre, tirándole del brazo.

El capitán se frotó la barbilla.

—No es mala idea —dijo con una sonrisa burlona.

Noelia decidió que lo peor que podía hacer era dejarse intimidar. Avanzó un paso hacia aquel hombre y lo miró desafiante:

—Pues hágalo si quiere. Pero antes de llamaros a vosotros, Madi habló con el-Malik. Él está esperando ese dinero, y sabe exactamente cuánto es, hasta el último céntimo.

El capitán volvió a frotarse la barbilla con más fuerza, casi con rabia. Después dio una palmada e impartió una serie de órdenes en tono áspero. Los marineros se separaron de las mujeres. Uno que se hizo el remolón se llevó una bofetada del capitán.

Éste se volvió hacia Noelia y dijo:

—Nosotros le damos el dinero a el-Malik. Es un gran hombre, al que respetamos, y no queremos problemas con él.

La segunda parte de la frase era la que más tranquilizó a Noelia. Al ver que su madre iba a protestar, le tapó la boca.

—Olvídate del dinero —susurró—. Lo importante es que salgamos vivas. —Después, dirigiéndose al capitán, preguntó—: ¿Puede dejarnos en tierra?

El hombre asintió.

—Eso es lo que voy a hacer. No quiero líos. Vamos cerca de Málaga. Hacemos una entrega en playa. Ahí os dejamos, ¿está claro?

La madre de Noelia tragó saliva y dijo:

—¿Podemos confiar en vosotros?

—Mamá… —murmuró Noelia, tirándole de la mano. Dudar de la palabra del capitán no era la mejor manera de congraciárselo. Sin embargo, él se puso la mano en el corazón y declaró en tono solemne:

—Os juro por mi fe que os dejamos en la playa. No queremos problemas con el-Malik. —El capitán se volvió y dio órdenes a dos de sus hombres para que se llevasen la mochila. Luego se dirigió de nuevo a las dos mujeres, esta vez con un tono casi respetuoso—: Venid. Os llevo a mi camarote. Ahí os secáis y coméis algo. En tres horas os dejo en tierra.

Carmela se dio la vuelta para seguirle, pero Noelia se quedó rezagada. Había visto algo que llamó su atención.

Era un agujero cuadrado en el centro de la cubierta, oscuro y ominoso. Noelia se acercó con paso titubeante.

—¡Noelia, ven! —la llamó su madre.

Ella oyó la voz, pero no la escuchó, como si le llegase de algún lugar muy lejano o del país de los sueños. Siguió avanzando hasta llegar al borde del agujero y se asomó.

Era una trampilla que daba a la bodega. Al lado había una plancha de madera cuadrada del mismo tamaño, que seguramente servía como puerta para cerrar la trampilla y camuflarla por si se acercaba una lancha patrullera. Ahora se encontraba abierta, porque en su interior escondía un cargamento vivo que necesitaba respirar: la sentina estaba repleta de gente, personas hacinadas en bancos de madera y en el suelo, familias enteras de raza negra que viajaban en aquella bodega maloliente buscando el sueño de un mundo mejor.

Justo debajo de la trampilla había una mujer dándole el pecho a su bebé. Era joven y bella como una figura de ébano, y la luz de la cubierta tallaba sus pómulos altos y elegantes. Levantó la cabeza y sus ojos se cruzaron con los de Noelia. Durante unos segundos, la joven mantuvo una mirada en la que se mezclaban el miedo, la incertidumbre y la esperanza.

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