—¡Si os movéis, la pincho! ¡Es sangre infectada!
—¡Quietos! —ordenó Annia.
Agazapada tras ella, Laura no podía saber qué sucedía; en el momento en que asomara un ojo, se lo volarían, estaba segura. Pero de momento seguía viva.
—Laura —dijo Annia en voz baja—. Sabes que no eres capaz de hacer eso. Déjate de tonterías.
—Por eso me mandaste aquí, ¿verdad? Porque crees que soy incapaz. Estabas convencida de que fracasaría, de que me bloquearía y no sería capaz de descubrir lo que habéis hecho aquí.
—Suéltame, Laura. No te he llamado incapaz. Pero no eres una asesina.
—Créeme —masculló Laura, con un odio nuevo en ella—. He visto morir a mi lado a gente que me importaba mucho más que tú. Matarte no será ningún asesinato. Y ésta es la sangre de Eric. Tú lo mandaste a la muerte, así que ahora tiene derecho a su venganza.
—¡No!
Se oyó una detonación. Laura notó que Annia se sacudía entre sus brazos con un espasmo instantáneo y después se convertía en un saco flácido, imposible de sostener. La soltó, retrocedió un paso y levantó las manos.
El cañón de uno de los dos subfusiles estaba humeando. Laura se miró el pecho y vio dos puntitos rojos, justo a la altura del corazón.
Al final, su jefa había demostrado que la ingenua era ella. Se había creído importante cuando tan sólo era un peón prescindible.
Como ella y como Alika. Miró a su izquierda. La joven tenía los ojos muy abiertos y contemplaba a los asesinos mientras estrujaba a Nina contra su pecho. «Ahora nos toca a nosotras», pensó Laura. ¿A qué estaban esperando?
—Póngase de rodillas y deje en el suelo la jeringuilla —le ordenó el mercenario que la había golpeado. Era él quien había disparado contra Annia.
«Quieren la sangre infectada», pensó Laura, y también comprendió que el mismo momento en que soltara la jeringuilla sería el último de su vida. ¿Cómo podía negociar con esos hombres?
Se oyó un estampido.
Laura cerró los ojos por instinto y se dejó caer de rodillas.
Otro estampido.
«Ya estoy muerta», pensó.
Pero, si lo pensaba, no podía estarlo. Era imposible física y metafísicamente.
Cuando abrió los párpados de nuevo, uno de los mercenarios estaba en el suelo y otro se desplomaba lentamente, como un edificio al que le han dinamitado los cimientos. Ambos tenían las viseras llenas de sangre.
Oyó otros dos disparos, y en los trajes azules aparecieron sendos agujeros. Pero los paramilitares ni se movieron al recibir los balazos.
Laura se volvió a la izquierda, preguntándose a quién se encontraría ahora.
—¡Madi! —gritó al descubrir la identidad de su salvador.
El nigeriano salía del interior de la clínica, armado con uno de los subfusiles de los paramilitares. Bajó lentamente por una de las rampas laterales y caminó hacia Laura y Alika. Llevaba el torso desnudo y una especie de turbante manchado de sangre en la cabeza.
El corazón de Laura latía a ciento cincuenta pulsaciones como mínimo, pero aún conservaba la suficiente cordura como para dejar la jeringuilla llena de sangre infectada en el suelo. Sólo entonces se incorporó y corrió hacia Madi, que venía hacia ella. El nigeriano la levantó por la cintura como si fuera una pluma y la estrechó contra su pecho.
—¡Oh, Madi, Madi! ¡Dios mío, qué alegría verte! ¡Pensé que te habías ido!
Mientras tanto, Alika se había metido la muñeca bajo el brazo y aplaudía entusiasmada. Madi dejó a Laura en el suelo.
—¿Estás bien?
—Tu venda es más grande que la mía —dijo Laura.
El vendaje que había improvisado el nigeriano era tan aparatoso que lo hacía parecer un veterano de Vietnam. Era evidente que se lo había hecho él mismo, porque estaba puesto de una forma tan chapucera que sobresalían picos y esparadrapos por todas partes. A la altura de la sien derecha se veía una gran mancha de sangre.
—¡Sí! —se rio él.
—¿Qué te ha pasado?
—Escobar. Ese hijo de puta. —Se acercó a la caja donde reposaba el artefacto y preguntó—: ¿Qué es esto?
—No lo vas a creer, pero es una bomba atómica —contestó Laura.
El cronómetro había llegado a los nueve minutos, y seguía bajando.
—¡Pues vámonos de aquí! —dijo Madi.
Laura se volvió hacia los dos vehículos. «La ambulancia», decidió al instante. Corrió hacia ella mientras gritaba:
—¡Alika! ¡Monta!
Saltó por encima del cuerpo de Annia, llegó a la ambulancia y abrió la puerta. Era un coche moderno sin llave de contacto, pero la tarjeta inteligente se hallaba en una pequeña bandeja al lado de la palanca de marchas. Laura pulsó el botón de arranque mientras Alika entraba por la puerta del copiloto y se movía hacia la izquierda para hacerle sitio a Madi.
«¿Cuánto podemos recorrer en menos de nueve minutos?», pensó Laura.
Metió primera y salió con tanta fuerza que los neumáticos rechinaron sobre el asfalto. Dio un volantazo para meterse en el centro de la calle, pero no pudo evitar que una rueda pasara sobre las piernas de Annia. «Lo siento», murmuró maquinalmente, mientras pensaba en cualquier otra cosa que en su jefa.
Mientras atravesaba la rotonda de salida del pueblo, Laura consultó el GPS incorporado al tablero de mandos. Al parecer, los inhibidores de frecuencias no afectaban a los vehículos de Janus. «Son ellos quienes han cortado las comunicaciones», pensó. Lo mejor era seguir rectos por la carretera de El Ejido, la más ancha de todas.
—¿Hace falta que atropelles a todo el mundo? —preguntó Madi cuando la ambulancia dio un tumbo sobre otro cuerpo. Era el tercer cadáver que pillaban.
—¡No es tan fácil!
La calle se ensanchó. Laura pisó el acelerador. La carretera corría entre los invernaderos, pero estaba prácticamente despejada salvo algún cuerpo disperso, y disponían de los dos carriles para ellos solos. Siguió metiendo marchas hasta que vio que los dígitos del cuentakilómetros marcaban ciento cuarenta. Tenía tanta adrenalina en el cuerpo que le daba la impresión de que iban lentos como un motocarro, pero se contuvo para no apretar más el pedal. Se trataba de salvarse de la bomba, no de matarse en un accidente de tráfico.
—Creí que no volvería a verte —dijo, mirando a Madi de reojo.
—Y yo te dije: «Volveré». Y también te dije: «Soy un hombre de honor». ¿Lo recuerdas?
—¡Sí! ¿Dices que fue Escobar?
—Ese cabrón me disparó en la cabeza. Medio centímetro más a la izquierda y acaba conmigo.
—¿Noelia estaba bien?
—La última vez que la vi, sí. Luego desperté entre los invernaderos, manchado de sangre. Todo estaba lleno de muertos. Los infectados que seguían vivos ya no podían correr.
—Ya. El virus los ha matado o los está matando.
—Escobar se había ido con el dinero, y seguro que con mi balsa. Pero ya no puedo hacer nada contra él.
—¿Y qué pensabas hacer?
—Vengarme. Escobar me robó el
walkie-talkie
. Seguro que lo hizo para ser localizado por el barco y escapar de aquí.
—¿Cómo pensabas vengarte?
—Llamando por la radio al capitán para decirle: «Vuelve a buscarme, pero antes le das un tiro a ese cabrón».
—¿Y se lo dijiste?
—No. Cuando estaba a punto de llamar, oí que venían coches. Me asomé a la ventana de la clínica y te vi con esos tipos. Tenía que elegir si llamaba al barco o te ayudaba.
Tras decir esto, Madi desvió la mirada hacia la derecha, como si de pronto estuviera muy interesado en contemplar los invernaderos. Laura esbozó una leve sonrisa.
«Al final los chicos malos también tienen sentimientos», pensó.
Miró el reloj de la ambulancia. Debían quedar tres minutos para la explosión. ¿A cuánta distancia se encontraban de la bomba? No había caído en la cuenta de mirar el cuentakilómetros cuando arrancó.
—Cuidado. Curva —avisó Alika, usando el brazo de Nina para señalar adelante.
Laura frenó justo antes de la curva. Había entrado muy fuerte y las ruedas rozaron la hierba que cubría el borde de la carretera. Después volvió a hundir el pie sobre el acelerador.
—¿Sabes conducir, Alika?
—¡Sí! Yo conduzco coches en Nigeria —contestó ella.
«Sorprendente», pensó Laura. Al menos, el experimento de Aguirre no había reducido tanto su inteligencia como para arruinarle la vida.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Madi.
—De momento, alejarnos lo más posible de la bomba —respondió Laura.
—¿Y si salimos vivos?
—¡Luego lo pensamos! Tendremos que atravesar el cordón de cuarentena, pero con la que se va a armar no creo que nos presten mucha atención.
Miró por el retrovisor, esperando en cualquier momento ver una bola de luz cegadora. Eso le recordó algo.
—¡Pase lo que pase no miréis, ni siquiera por los espejos! ¡Si lo hacéis os quedaréis ciegos!
Volvió a consultar el reloj. Faltaba un minuto como mucho. Redujo de quinta a cuarta, frenó y luego metió segunda directamente. El motor se quejó con un furioso zumbido, pero la ambulancia redujo su velocidad de forma drástica.
—¿Qué haces? —preguntó Madi.
—¡Si nos pilla la explosión en marcha, nos mataremos!
—¡Y si nos pilla cerca, también nos mataremos!
—¡Hay que arriesgarse! Al fin y al cabo, ya no podemos alejarnos mucho más. ¡Es la hora!
Por pura inercia estuvo a punto de aparcar el coche en el arcén, pero se dio cuenta de que era absurdo y lo dejó en el centro de la carretera. Miró a derecha e izquierda. A ambos lados se extendía el laberinto de invernaderos. Se dijo que era muy probable que muriese allí y se le ocurrió un pensamiento absurdo: «Si salgo de aquí, no volveré a probar la verdura en mi vida».
—¡Cerrad los ojos y tapaos la cabeza lo mejor que podáis! —ordenó a sus compañeros.
Tanteó por debajo del asiento hasta encontrar la palanca que lo movía y lo echó hacia atrás para alejarse del volante. Luego, siguiendo su propio consejo, cerró los ojos, se metió los pulgares en los oídos y con el resto de los dedos trató de cubrirse la cara.
Pasaron unos segundos. Su corazón latía como un tambor, y oía la respiración jadeante de Alika a su lado. Por un impulso, separó un momento la mano de la cara y le tocó los dedos. Ella correspondió a su apretón, y luego se separaron.
Pasaron más segundos.
Aunque estaba de espaldas, con los ojos cerrados y las manos sobre los párpados, notó que todo se volvía blanco. Una vez, dos veces.
Después llegó la onda de choque, en forma de un muro de aire sólido que golpeó la parte posterior de la ambulancia como un puño gigante. Laura sintió que su espalda se hundía contra el asiento, y al mismo tiempo oyó su propio grito mezclado con el de Alika y el de Madi, y el crujido de las ventanillas laterales al reventar.
Pero todo eso quedó instantáneamente apagado por el rugido de la explosión. El suelo se sacudió bajo las ruedas de la ambulancia varias veces en medio de lo que parecía la madre de todas las tormentas. La temperatura en el interior del vehículo había subido, y Laura visualizó en su cabeza imágenes de víctimas de Hiroshima con la ropa fundida en la piel como si se la hubieran tatuado.
Se quitó las manos de la cara. El salpicadero y sus propias piernas estaban llenos de pequeños fragmentos de cristal. Sin embargo, el retrovisor de la izquierda había aguantado. Laura lo devolvió a su sitio y miró la imagen reflejada. Era tan espectacular que no pudo evitar la tentación y sacó la cabeza por la ventanilla, pero tuvo que volver a meterla enseguida, porque soplaba un vendaval que arrastraba polvo ardiente y ceniza.
Contempló en el espejo cómo se levantaba el hongo nuclear. Era un espectáculo fascinante y terrible a la vez, una visión que sabía que no olvidaría jamás, una bárbara ceremonia de purificación. El tallo lo formaba el chorro de aire abrasado en ascensión, y el sombrero la bola de fuego. Ésta, que ya no era tan cegadora, pasó poco a poco del blanco al rojo. A medida que ascendía y se enfriaba, la condensación de vapor de agua formaba a su alrededor una nube blanca, una monstruosa coliflor que no dejaba de hincharse y subir kilómetros y kilómetros hacia la estratosfera, cada vez más oscura y siniestra y, al mismo tiempo, más inocua.
A ambos lados de la carretera, las paredes de plástico de los invernaderos se habían desgarrado y fundido. Muchos mástiles de metal habían caído como cerillas derribadas por el manotazo de un gigante caprichoso.
«La radiación», pensó Laura, conteniendo el aliento. Luego meneó la cabeza a los lados y volvió a respirar. Aunque no fuera especialidad de la OPBW, Laura había asistido a diversos cursos y seminarios sobre el asunto ofrecidos a sus miembros. Y organizados por Annia. «Qué casualidad», se dijo con sarcasmo. Ahora se daba cuenta de que el interés de su jefa en los dispositivos nucleares era algo más que teórico.
Pero lo que había aprendido en aquellos cursos le bastaba para comprender que no se hallaban en peligro inmediato. Contra lo que la mayor parte de la gente creía, la mayoría de las bombas atómicas se diseñaban para ser lo más limpias posible; a no ser que se tratara de una bomba cuyo objetivo fuese precisamente dejar una zona devastada por la radiación, una «bomba sucia», lo que no era el caso.
De todos modos, si habían sobrevivido al virus de Lyssa era absurdo que se quedaran allí ahora esperando el tiempo suficiente para acabar recibiendo una sobredosis de otra contaminación igualmente invisible y dañina.
Pulsó el botón de arranque. No ocurrió nada.
—Mierda —murmuró—. El pulso electromagnético.
Madi le dijo algo, pero no lo oyó: el pitido en los oídos era demasiado agudo.
—¡¡Digo que qué pasa!!
Laura volvió a apretar el botón pero no arrancó. La fluctuación del campo electromagnético producido por la explosión había fundido los circuitos internos del coche. El vehículo estaba muerto.
—Me temo que tenemos que continuar a pie —suspiró Laura.
Abandonaron el coche en el centro de la calzada y salieron. La temperatura había subido en el exterior y todo se veía bañado por una luz fantasmal, una especie de calima que emborronaba los contornos.
Siguieron caminando por la carretera, en dirección al oeste. A su derecha, sobre los invernaderos, las montañas áridas que habían servido de fondo para tantas películas del Oeste se alineaban en la lejanía como hileras de papel rasgado.
Las nubes que empezaban a cubrir todo el cielo oscurecían y difuminaban el horizonte. Madi iba en el centro con sus brazos sobre los hombros de las dos mujeres, como si quisiera protegerlas con su cuerpo del calor y la radiación.