—¡Pinochito mío! ¿Cómo te has quemado los pies?
—No lo sé, papá, pero créame que ha sido una noche terrible y que no olvidaré mientras viva. Tronaba, relampagueaba, y yo tenía mucha hambre, y entonces el Grillo-parlante me dijo: «Te está muy bien; has sido malo y te lo mereces», y yo le dije: «¡Cuidado, Grillo!..,» y él me dijo: «Eres un muñeco y tienes la cabeza de madera» y yo le tiré un martillo y él murió, pero la culpa fue suya, porque yo no quería matarlo. Luego puse una olla en el brasero, pero el pollito escapó y me dijo: «Adiós… y saludos a la familia», y cada vez tenía más hambre, y por tal motivo el viejecito con gorro de dormir que se asomó a la ventana me dijo: «Ponte debajo y prepara el sombrero» y yo con aquella palangana de agua en la cabeza (porque el pedir un poco de pan no es una vergüenza, ¿verdad?) y volví en seguida a casa y, como continuaba con hambre, puse los pies sobre el brasero para secarme, y usted ha vuelto, y me los encontré quemados, y sigo teniendo hambre pero ya no tengo pies… ¡Ay!…, ¡ay!…, ¡ay!… ¡ay!…
Y el pobre Pinocho empezó a llorar tan fuerte que lo oían en cinco kilómetros a la redonda.
Geppetto, que de aquel enredado discurso sólo había entendido una cosa: que el muñeco estaba muerto de hambre; sacó del bolsillo tres peras y se las pasó, diciendo:
—Estas tres peras eran para mi comida, pero te las doy con mucho gusto. Cómetelas y que te aprovechen.
—Si quiere que las coma, hágame el favor de pelarlas.
—¿Pelarlas? —replicó Geppetto, maravillado—. Nunca hubiera creído, hijo mío, que fueras tan melindroso y delicado de paladar.
¡Mala cosa! En este mundo hay que acostumbrarse desde pequeños a comer de todo, porque nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Pasan tantas cosas!
—Quizá tenga usted razón —respondió Pinocho—. Pero nunca comeré una fruta que no esté pelada. No puedo soportar las cáscaras.
El buen Geppetto sacó un cuchillo y, armándose de santa paciencia, peló las tres peras y puso todas las cáscaras en una esquina de la mesa.
Una vez que Pinocho se comió en dos bocados la primera pera, hizo ademán de tirar el corazón; pero
Geppetto le sujetó el brazo, diciéndole:
—No lo tires; en este mundo, todo puede servir.
—¡La verdad que nunca me como el corazón! —gritó el muñeco, revolviéndose como una víbora.
—¿Quién sabe? ¡Pasan tantas cosas! —repitió Geppetto, sin acalorarse.
De modo que los corazones, en vez de ser arrojados por la ventana, quedaron en la esquina de la mesa, en compañía de las cáscaras.
Cuando hubo comido, o mejor dicho, devorado las tres peras, Pinocho abrió la boca en un larguísimo bostezo y dijo, lloriqueando:
—¡Tengo más hambre!
—Pero yo, hijo mío, no tengo más que darte.
—¿Nada de nada?
—Solamente estas cáscaras y estos corazones de las peras.
—¡Paciencia! —dijo Pinocho—. Si no hay otra cosa, comeré una cáscara.
Y empezó a masticar. Al principio torció un poco la boca; pero luego se tragó en un minuto las cáscaras, una detrás de otra. Después de las cáscaras fueron los corazones y cuando hubo acabado de comerse todo se golpeó muy contento el cuerpo con las manos y dijo, alegremente:
—¡Ahora sí que estoy a gusto!
—Ya vez —dijo Geppetto— que tenía razón cuando te decía que no hay que ser demasiado escrupuloso, ni demasiado delicado de paladar. Querido, nunca se sabe lo que puede ocurrir en este mundo. ¡Pasan tantas cosas!
Geppetto vuelve a hacerle los pies a Pinocho y vende su casaca para comprarle un silabario.
E
L MUÑECO, EN cuanto se le pasó el hambre, empezó a refunfuñar y a llorar porque quería un par de pies nuevos.
Pero Geppetto, para castigarlo por la travesura hecha, lo dejó llorar y desesperarse durante medio día; luego le dijo:
—¿Por qué tendría que volver a hacerte los pies? ¿Para qué te escapes otra vez de casa?
—Le prometo —dijo el muñeco, sollozando— que, de hoy en adelante, seré bueno…
—Todos los niños —replicó Geppetto— dicen lo mismo cuando quieren obtener algo.
—Le prometo que iré a la escuela, que estudiaré y que me luciré…
—Todos los niños, cuando quieren obtener algo, repiten la misma historia.
—¡Pero yo no soy como los otros niños! Soy más bueno que todos y siempre digo la verdad. Le prometo, papá, que aprenderé un oficio y seré el consuelo y el apoyo de su vejez.
Geppetto, que aunque había puesto cara de tirano tenía los ojos llenos de lágrimas y el corazón henchido de pena al ver a su pobre Pinocho en aquel lamentable estado, no contestó nada, pero tomó en sus manos los utensilios del oficio y dos trocitos de madera seca, y se puso a trabajar con grandísimo afán.
En menos de una hora había ter minado los pies; dos piececitos ligeros, delgados y nerviosos, como si los hubiera modelado un artista genial. Entonces Geppetto le dijo al muñeco:
—Cierra los ojos y duérmete.
Pinocho cerró los ojos y fingió dormir. Mientras se hacía el dormido, Geppetto, con un poco de cola disuelta en una cáscara de huevo, le pegó los pies en su sitio, y se los pegó tan bien que ni siquiera se veía la señal.
En cuanto el muñeco advirtió que ya tenía pies, saltó de la mesa en la que estaba tendido y empezó a dar mil tumbos cabriolas, como si hubiera enloquecido de contento.
—Para recompensarle por todo lo que ha hecho por mí —dijo Pinocho a su papá— quiero ir inmediatamente a la escuela.
—¡Buen chico!
—Para ir a la escuela, necesito alguna ropa.
Geppetto, que era muy pobre y no tenía ninguna moneda en el bolsillo, le hizo un trajecito de papel floreado, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrito de miga de pan.
En seguida Pinocho corrió a mirarse en una palangana llena de agua y quedó tan sa tisfecho de sí mismo que dijo, pavoneándose:
—¡Parezco un verdadero señor!
—Desde luego —replicó Geppetto—, pero no lo olvides, no es el buen traje lo que hace al señor, sino el traje limpio.
—A propósito —añadió el muñeco—, para ir a la escuela me falta todavía algo, me falta lo principal.
—¿Qué es?
—Me falta el silabario.
—Tienes razón. Pero, ¿cómo conseguirlo?
—Es facilísimo: se va a una librería y se compra.
—¿Y el dinero?
—Yo no lo tengo.
—Pues yo, menos —añadió el buen viejo, entristeciéndose.
Y Pinocho, aunque era un muchacho muy alegre, se puso también triste, pues la miseria, si es verdadera, la entienden todos, hasta los niños.
—¡Paciencia! —gritó Geppetto, levantándose de un salto. Se puso la vieja casaca de fustán, llena de remiendos y de piezas, y salió corriendo de la casa. Volvió poco después; y cuando volvió traía en la mano el silabario para el chico, pero venía sin casaca. El pobre hombre estaba en mangas de camisa, y en la calle nevaba.
—¿Y la casaca, papá?
—La he vendido.
—¿Por qué la ha vendido?
—Porque me daba calor.
Pinocho comprendió la respuesta al vuelo y, sin poder frenar el ímpetu de su buen corazón, saltó a los brazos de Geppetto y empezó a besarlo por toda la cara.
Pinocho vende su silabario para ir a ver el teatro de títeres.
E
N CUANTO DEJÓ de nevar, Pinocho, con su silabario nuevo bajo el brazo, tomó el camino que llevaba a la escuela. Mientras caminaba, iba fantaseando en su cerebro sobre mil razones y mil castillos en el aire, cada cuál más bonito.
Discurriendo por su cuenta, se decía:
—Hoy en la escuela voy a aprender a leer enseguida, mañana aprenderé a escribír, y pasado mañana aprenderé a hacer los números. Después, con mis habilidades ganaré muchas monedas y con el primer dinero que me embolse voy a comprarle a mi papá una bonita casaca de paño. ¿Qué digo, de paño? Se la encargaré de plata y oro, con los botones de brillantes. El pobre se la merece de verdad: para comprarme los libros y hacerme educar se ha quedado en mangas de camisa…¡con este frío! ¡Sólo los padres son capaces de ciertos sacrificios!…
Mientras , muy conmovido, razonaba así, le pareció oír en lontananza una música de pífanos y golpes de bombo: pi-pi-pi…, pi-pi-pi…,zum, zum, zum, zum.
Se paró a escuchar. Los sonidos llegaban desde el final de una larguísima calle transversal que llevaba a un pueblecito situado a orillas del mar.
—¿Qué será esa música? ¡Lástima que yo tenga que ir a la escuela! Si no…
Se quedó allí, perplejo. De todos modos, había que tomar una resolución; o a la escuela o a oír los pífanos.
—Hoy iré a oír los pífanos y mañana a la escuela; para ir a la escuela siempre hay tiempo —dijo finalmente Pinocho, encogiéndose de hombros.
Dicho y hecho; enfiló la calle transversal y corrió cuanto le daban las piernas. Cuanto más corría, más claramente oía el sonido de los pífanos y los golpes del bombo: pi-pi-pi…, pi-pi- pi…,pi-pi-pi…, zum, zum, zum, zum.
Y he aquí que se encontró en el centro de una plaza llena de gente, que se amontonaba en torno a un gran barracón de madera y de tela pintada de mil colores.
—¿Qué es ese barracón? —preguntó Pinocho, volviéndose a un muchacho que era de allí, del pueblo.
—Lee la inscripción de ese cartel y lo sabras.
—La leería de buena gana, pero, de momento, no sé leer.
—¡Qué burro! Te la leeré yo. Has de saber que en el cartel está escrito, con letras rojas como el fuego: GRAN TEATRO DE TÍTERES.
—¿Hace mucho que ha empezado la comedia?
—Empieza ahora.
—¿Cuánto hay que pagar por la entrada?
—Cuatro centavos.
Pinocho, con la fiebre de la curiosidad, perdió toda conten- ción y le dijo, sin avergonzarse, al muchacho con quién hablaba:
—¿Me prestarías cuatro centavos hasta mañana?
—Te los daría de buena gana —respondió el otro, burlán- dose—, pero, de momento, no te los puedo dar.
—Te vendo mi chaqueta por cuatro centavos —dijo entonces el muñeco.
—¿Qué quieres que haga con una chaqueta de papel? Si llueve, no hay forma de quitársela de encima.
—¿Quieres comprar mis zapatos?
—Sólo sirven para encender el fuego.
—¿Cuánto me das por el gorro?
—¡Bonita compra! ¡Un gorro de miga de pan! ¡Solo faltaba que los ratones vinieran a comérselo en mi cabeza!
Pinocho estaba sobre ascuas. A punto de hacer una última oferta, no se atrevía; vacilaba, titubeaba, sufría. Por fin dijo:
—¿Quieres darme cuatro centavos por este silabario nuevo?
—Yo soy niño y no compro nada a otro niño —contestó su pequeño interlocutor, que tenía más juicio que él.
—¡Yo te doy cuatro centavos por el silabario! —gritó un revendedor de ropa usada que asistía a la conversación.
El libro fue vendido en un santiamén. ¡Y pensar que el pobre Geppetto se quedó en casa, temblando de frío, en mangas de camisa, para comprar el silabario a su hijo!
Los títeres reconocen a su hermano Pinocho y le tributan un gran recibimiento; pero, en lo mejor de la fiesta, sale el titiritero Comefuego y Pinocho corre el peligro de acabar mal.
C
UANDO PINOCHO ENTRÓ en el teatro de títeres sucedió algo que provocó casi una revolución.
Hay que saber que el telón estaba levantado y la comedia había empezado ya.
En el escenario se veía a Arlequín y Polichinela, que peleaban entre ellos y, como de costumbre, se amenazaban con darse bofetadas y garrotazos de un momento a otro.
La platea, muy atenta, se moría de risa al oír el altercado de aquellos dos muñecos, que gesticulaban y se insultaban como si fueran dos animales racionales, dos personas de este mundo.
De repente Arlequín dejó de recitar y, volviéndose al público señaló con la mano a alguien en el fondo de la platea y empezó a gritar, con tono dramático:
—¡Dios del Cielo! ¿Sueño o estoy despierto? Aquél de allí es Pinocho…
—¡Claro que es Pinocho! —gritó Polichinela.
—¡Sí que es él! —chilló la señora Rosaura, haciendo una breve aparición por el fondo del escenario.
—¡Es Pinocho! ¡Es Pinocho! gritaron a coro todos los muñecos, saliendo a saltos de los bastidores—. ¡Es Pinocho, nuestro hermano Pinocho!
—¡Viva Pinocho!…
—¡Pinocho, ven conmigo! —gritó Arlequín—. ¡Ven a arrojarte a los brazos de tu hermano de madera!
Ante esta afectuosa invitación, Pinocho dio un salto y, desde el fondo de la platea, pasó a las primeras filas de butacas; luego, dando otro salto, se subió a la cabeza del director de la orquesta y desde allí se encaramó al escenario.
Es imposible figurarse los abrazos, los apretones, y las cabezadas de verdadera y sincera her mandad que recibió Pinocho, en medio de aquella confusión, de los actores y actrices de la compañía de títeres.
El espectáculo era conmovedor. Pero el público del teatro, viendo que la comedia no continuaba, se impacientó y empezó a gritar:
—¡Queremos la comedia, queremos la comedia!
Fue aliento perdido, porque los muñecos, en vez de continuar con la representación, redoblaron los gritos y el bullicio y, subiendo a Pinocho en sus hombros, lo llevaron en triunfo ante las luces de las candilejas.
Entonces apareció el titiritero, un hombretón feo que daba miedo sólo mirarlo. Tenía una barba negra como un borrón de tinta, y tan larga que llegaba desde el mentón al suelo; basta con decir que, cuando andaba, se la pisaba. Su boca era ancha como un horno, sus ojos parecían faroles de vidrio rojo, con la luz encendida dentro, y con las manos hacía chasquear una gruesa fusta, hecha de piel de serpientes y de colas de zorro entrelazadas.
Ante la inesperada aparición del titiritero todos enmudecieron: nadie resolló. Se habría oído volar una mosca. Los pobres muñecos, hombres y mujeres, temblaban.
—¿Por qué has venido a organizar semejante desbarajuste en mi teatro? —preguntó el titiritero a Pinocho, con un vozarrón de ogro, como si tuviera un enorme resfrío.
—¡Créame, ilustrísimo señor, la culpa no es mía!…
—¡Basta! Esta noche ajustaremos cuentas.
Y, en efecto, cuando acabó la representación de la comedia, el titiritero fue a la cocina, donde le habían preparado para cenar un buen cordero, que giraba lentamente, ensartado en el asador. En vista de que faltaba leña para terminar de asarlo, llamó a Arlequín y Polichinela y les dijo:
—Tráiganme a ese muñeco que encontrarán colgado de un clavo. Me parece que es un muñeco hecho de leña muy seca y estoy seguro de que, si lo echo al fuego, me dará una estupenda fogata para el asado. Arlequín y Polichinela vacilar on al principio; pero, aterrorizados, por una mirada de su amo, obedecieron, y poco después volvían a la cocina con el pobre Pinocho en brazos; éste, debatiéndose como una anguila fuera del agua, chillaba desesperadamente: