Las mujeres de César (43 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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César dejó la larga carta y apoyó la barbilla en la mano, pues tenía mucho que pensar. Aunque la encontraba ingenua, le gustaba la prosa escueta de Pompeyo y los informales apartes que hacía; con ello parecía como si Magnus se hallara presente en la habitación de un modo que las pulidas redacciones que Varrón escribía para los despachos senatoriales de Pompeyo nunca conseguían.

La primera vez que vio a Pompeyo aquel día memorable en que éste se había presentado en casa de tía Julia para pedir la mano de Mucia Tercia, César lo había encontrado detestable. Y en ciertos aspectos nunca sentiría afecto por aquel hombre. Sin embargo, los años y el trato habían suavizado de algún modo su disposición hacia Pompeyo, por el que ahora, pensó César, sentía más simpatía que antipatía. Oh, era deplorable todo lo que aquel hombre tenía de místico y de engreído, y también la patente falta de consideración que le inspiraban los procedimientos legales. Sin embargo estaba dotado, y por lo tanto era tremendamente capaz. Hasta entonces no había metido la pata muy a menudo, y cuanto mayor se hacía, con más firmeza pisaba. Craso lo aborrecía, desde luego, lo cual era una dificultad. Eso dejaba a César en medio de los dos.

Tito Labieno era un hombre cruel y bárbaro. Alto, musculoso, de pelo rizado, nariz aguileña y ojos negros y enérgicos. Se sentía tan cómodo montando a caballo como en su casa. Cuáles eran exactamente los orígenes de su linaje era algo que tenía desconcertados a muchos otros romanos aparte de César; hasta a Pompeyo se le había oído decir que creía que Mormolyce le había arrebatado el bebé recién nacido a la madre y lo había sustituido por uno suyo para que fuera educado como heredero de Tito Labieno. Era interesante que Labieno le hubiera informado a Pompeyo de que César y él se llevaban muy bien en los viejos tiempos. Y era cierto. Como los dos eran jinetes innatos, habían compartido muchas galopadas por el campo que rodeaba a Tarsos y habían tenido interminables conversaciones acerca de la táctica de combate de la caballería. Pero César no llegó a sentir simpatía por él, a pesar de que era innegable que se trataba de un hombre brillante. Labieno era alguien a quien se podía utilizar, pero en quien nunca se podía confiar.

César comprendía perfectamente por qué Pompeyo estaba lo suficientemente preocupado por el destino que esperaba a Labieno como tribuno de la pJebe como para involucrar a César y pedirle que le prestara apoyo; el nuevo colegio era una mezcla particularmente rara de individuos independientes; lo más probable sería que cada uno de ellos se saliera por la tangente, y seguro que pasarfan más tiempo vetándose los unos a los otros que otra cosa. Aunque en un aspecto Pompeyo se había equivocado; si César hubiera estado proyectando una variedad de tribunos de la plebe domesticados, entonces a Labieno lo habría reservado para el año en que Pompeyo empezase a ejercer presión para que se concediesen tierras a los veteranos. Lo que César sabía de Metelo Nepote indicaba que él también era un Cecilio; no tendría el temple necesario. Para aquella clase de trabajo, un fiero picentino sin atitepasados y sin ningún lugar adonde ir excepto intentar subir era lo que rendía mejores resultados.

Mucia Tercia, viuda del joven Mario, esposa de Pompeyo el Grande y madre de los hijos de éste, dos chicos y una chica. ¿Por qué nunca había encontrado el momento oportuno para acercarse a ella? Quizás porque todavía sentía hacia aquella mujer lo mismo que hacia Domicia, la esposa de Bíbulo: la perspectiva de ponerle los cuernos a Pompeyo le resultaba tan atrayente a César que no hacía más que posponer la hazaña. Domicia —la prima de Ahenobarbo, el cuñado de Catón— era ya un hecho consumado, aunque Bíbulo todavía no se había enterado. ¡Ya se enteraría! ¡Qué divertido! Pero en realidad… ¿deseaba César fastidiar a Pompeyo de una manera que estuviera seguro de que Pompeyo aborreciera particularmente? Quizás necesitase a Pompeyo, de la misma manera que Pompeyo podía necesitarlo a él. Qué lástima. De todas las mujeres que tenía en la lista, la que más le apetecía a César era Mucia Ter— cia. Y que a ella le apetecía él era algo que César ya sabía desde hacía años. Pero… ¿valía la pena? Probablemente no. Consciente de un atisbo de remordimiento, César borró mentalmente a Mucia Tercia de la lista.

Cosa que resultó ser perfectamente oportuna. Cuando el año se acercaba a su final, Labieno regresó de sus propiedades en Picenum y se trasladó a la modestísima casa que acababa de comprar en la parte menos habitada y menos de moda del monte Palatino. Y justo al día siguiente se apresuró a ir a visitar a César lo suficientemente tarde como para que ninguna de las personas que quedasen en el apartamento de Aurelia supusiera que él era cliente de César.

—Pero no hablemos aquí, Tito Labieno —le dijo César; y se lo llevó de nuevo hacia la puerta—. Tengo habitaciones un poco más abajo en esta misma calle.

—Esto es muy bonito —le comentó Labieno cuando ya estaba sentado cómodamente en una confortable silla y tenía un vaso de vino mezclado con agua al lado.

—Considerablemente más tranquilo —dijo César, que estaba sentado en otra silla; pero no se había sentado al otro lado del escritorio, pues no deseaba que aquel hombre tuviera la impresión de que los negocios estaban en el orden del día—. Me interesa saber por qué Pompeyo no te ha reservado para dentro de dos años —continuó diciendo al tiempo que daba un sorbo de agua.

—Porque no esperaba quedarse en el Este tanto tiempo —repuso Labieno—. Hasta que decidió que no podía abandonar Siria antes de resolver la cuestión de los judíos, pensaba realmente que estaría en casa la próxima primavera. ¿No te decía eso en la carta?

De manera que Labieno estaba bien informado acerca de la carta. César sonrió.

—Tú lo conoces por lo menos tan bien como yo, Labieno. Desde luego, me ha pedido que te prestase toda la ayuda que pudiera y también me ha hablado de las dificultades con los judíos. Lo que descuidó mencionar fue que había pensado estar de vuelta en casa antes de lo que decía en la carta que iba a estar.

Aquellos ojos negros relampaguearon, pero no de risa; Labieno tenía poco sentido del humor.

—Bien, eso es, ése es el motivo. Así que en lugar de un brillante ejercicio como tribuno de la plebe, sólo voy a legislar que se permita que Magnus lleve todos los atributos triunfales en los juegos.

—¿Con o sin minim por el rostro?

Aquello sí que provocó una breve carcajada.

—¡Ya conoces a Magnus, César! No llevaría tninim ni siquiera durante la vuelta triunfal propiamente dicha.

César estaba empezando a comprender la situación un poco mejor.

—¿Tú eres cliente de Magnus? —le preguntó César.

—Oh, sí. ¿Qué hombre de Picenum no lo es?

—Sin embargo no fuiste al Este con él.

—Ni siquiera utilizó a Afranio y a Petreyo cuando barrió a los piratas, aunque sí consiguió introducirlos detrás de algunos nombres importantes cuando marchó a la guerra contra los reyes. Y a Lolio Palicano y a Aulo Gabinio. Fíjate, yo no estaba en el censo senatorial, por lo cual no pude presentarme a cuestor. El único camino para que un hombre pobre entre en el Senado es convertirse en tribuno de la plebe y confiar en conseguir dinero suficiente antes de que sea nombrado el siguiente grupo de censores que lo cualifiquen a uno para quedarse en el Senado —dijo con dureza Labieno.

—Yo siempre había creído que Magnus era muy generoso. ¿No se ha ofrecido a ayudarte?

—Se guarda su generosidad para aquellos que están en situación de hacer grandes cosas para él. Podría decirse que en sus planes originales, yo era una promesa.

—Y no es una promesa muy importante ahora que lo de las insignias triunfales es lo más importante que tiene programado para ti como tribuno de la plebe.

—Exactamente.

César suspiró y estiró las piernas.

—Deduzco que te gustaría dejar detrás de ti un nombre cuando acabe tu año en el cofegio —dijo.

—Pues sí.

—Ha pasado mucho tiempo desde que fuimos juntos tribunos militares bajo las órdenes de Vatia Isáurico, y lamento que en los años transcurridos desde entonces no te haya ido bien. Desgraciadamente mis finanzas no me permiten hacer ni siquiera un pequeño préstamo, y comprendo que no te convengo como patrón. Sin embargo, dentro de cuatro años seré cónsul, lo que significa que dentro de cinco años iré a una provincia. No tengo intención de ser el gobernador dócil de una provincia dócil. Donde quiera que yo vaya, habrá trabajo de sobra para un militar, y necesitaré algunas personas de calidad que trabajen como legados míos, y, en particular, un legado que tenga rango propretoriano en quien yo pueda confiar para que lleve a cabo las campañas, tanto junto a mí como sin mí. Lo que mejor recuerdo de ti es tu sentido militar. Así que haré un pacto contigo aquí y ahora. Primero, que encontraré algo para que hagas mientras seas tribuno de la plebe que hará que se te recuerde. Y segundo, que cuando me vaya como procónsul a mi provincia, me encargaré de que tú vengas conmigo como jefe de mis legados con rango de propretor —dijo César.

Labieno suspiró.

—Lo que yo recuerdo de ti, César, es tu sentido militar. jQué raro! Mucia me dijo que valía la pena observarte. Me pareció que hablaba de ti con más respeto que cuando habla de Magnus.

—¿Mucia?

La mirada de aquellos ojos negros era muy tranquila.

—Eso es.

—¡Vaya, vaya! ¿Cuántas personas están al corriente? —quiso saber César.

—Ninguna, espero.

—¿No la encierra Pompeyo en su fortaleza mientras está ausente? Antes lo hacía.

—Ella ya no es una niña… si es que alguna vez lo fue —dijo Tito Labieno, cuyos ojos centellearon otra vez—. Le sucede lo que a mí, ha tenido una vida dura. Y uno aprende de la vida, cuando es dura. Encontramos la manera de hacerlo.

—La próxima vez que la veas, dile que su secreto está a salvo conmigo —le confió César sonriendo—. Si Magnus lo descubre, no encontrarás ayuda por esa parte. De manera que, ¿te interesa mi proposición?

—Me interesa muchísimo, ya lo creo.

Cuanto Labieno se marchó, César continuó sentado sin moverse. Mucia Tercia tenía un amante, y no había tenido que aventurarse a salir de Picenum para encontrarlo. ¡Qué elección más extraordinaria! No podían ocurrírsele tres hombres más diferentes entre sí que el joven Mario, Pompeyo Magnus y Tito Labieno. Aquélla era una señora realmente curiosa. ¿Le complacería Labieno más que los otros dos, o sería sencillamente una variación a la que se había visto llevada a causa de la soledad y de la falta de un campo más amplio donde elegir?

Lo que era seguro era que Pompeyo lo descubriría. Los amantes podían engañarse a sí mismos creyendo que nadie lo sabía, pero si el asunto se había llevado a cabo en Picenum, era inevitable que se descubriera. La carta de Pompeyo no indicaba que todavía hubiese chismorreos, pero era sólo cuestión de tiempo. Y entonces Tito Labieno seguramente perdería todo lo que Pompeyo hubiera podido proporcionarle, aunque estaba claro que las esperanzas que éste tuviera de conseguir el favor de Pompeyo se habían desvanecido. ¿Acaso sus intrigas con Mucia Tercia eran fruto de la desilusión que se había llevado con Pompeyo? Muy posiblemente.

Todo lo cual importaba poco; lo que ocupaba la mente de César era cómo hacer que el año de Labieno como tribuno de la plebe fuera memorable. Difícil, si es que no imposible, en aquel clima reinante de apatía política y magistrados curules poco inspirados. Casi se podía decir que la única cosa capaz de prenderles fuego debajo del trasero a aquellos perezosos era un proyecto de ley de la tierra terriblemente radical que sugiriese que se concediera a los pobres cada último iugerum del ager publicus de Roma, y eso no iba a complacer nada a Pompeyo: éste necesitaba tierras públicas de Roma como regalo para sus tropas.

Cuando los nuevos tribunos de la plebe asumieron sus cargos el décimo día de diciembre, la diversidad entre sus miembros se hizo claramente patente. Cecilio Rufo incluso tuvo la temeridad de proponer que a Publio Sila y Publio Autronio, los antiguos cónsules electos caídos en desgracia, se les permitiera volver a presentarse al consulado en el futuro; que los otros nueve colegas de Cecilio vetasen aquel proyecto de ley no supuso ninguna sorpresa. Tampoco fue una sorpresa que reaccionasen positivamente ante el proyecto de ley de Labieno que concedía a Pompeyo el derecho a llevar insignias triunfales completas en todos los juegos públicos; el proyecto se aprobó abrumadora y rápidamente.

La sorpresa la dio Publio Servilio Rulo cuando dijo que cada último iugerum del ager publicunz, tanto en Italia como en las provincias, se entregara a los indigentes. iSombras de los Gracos! Rulo encendió la hoguera que convirtió a las babosas senatoriales en lobos furiosos.

—Si Rulo tiene éxito, cuando Magnus regrese a casa no quedarán tierras estatales para sus veteranos —le comentó Labieno a César.

—Ah, pero Rulo no ha mencionado ese hecho —repuso César sin alterarse—. Como escogió presentar el proyecto de ley en la Cámara antes de llevarlo a los Comicios, realmente debería haber hecho mención de los soldados de Magnus.

—No tenía que mehcionarlos. Todo el mundo lo sabe.

—Cierto. Pero si hay algo que todo hombre acaudalado detesta, son los proyectos de ley de tierras. El agerpublicus es sagrado. Demasiadas familias senatoriales de gran influencia lo tienen arrendado y le sacan dinero. Ya es bastaiite malo proponer que se les de parte de esas tierras a las tropas de un general victorioso, pero, ¿exigir que toda ella se le regale a esa chusma? iMaldición! Si Rulo hubiera salido diciendo directamente que lo que Roma ya no posea no podrá dárselo como recompensa a las tropas de Magnus, quizás se habría ganado el apoyo de ciertos sectores muy peculiares. Pero tal como están las cosas, ese proyecto de ley fracasará.

—¿Tú te opondrás? —le preguntó Labieno.

—No, claro que no! Diré que lo apoyo, pero no será así —dijo César, sonriendo—. Si lo apoyo, un montón de senadores no comprometidos saltarán al ruedo para oponerse, aunque sólo sea porque a ellos no les gusta aquello que me gusta a mí. Cicerón es un ejemplo excelente. ¿Cómo llama él ahora a los hombres como Rulo? Popularis… a favor del pueblo en vez de a favor del Senado. Eso más bien se me puede aplicar a mí. Me esforzaré porque se me ponga la etiqueta de popularis.

—Enojarás a Magnus si hablas a favor de eso.

—No cuando lea la carta que voy a mandarle con una copia de mi discurso. Magnus sabe distinguir una oveja de un camero.

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