Aunque los regimientos de cosacos, la guardia palaciega y el grueso de las fuerzas armadas se mantenían leales al régimen, crecían los indicios de levantamiento. Al día siguiente de publicarse el segundo Manifiesto del Zar se estacionó frente a la Universidad de San Petersburgo una columna integrada por miles de hombres y mujeres. Estaban ávidos de lucha. Informado de esta manifestación, corrí al interior del edificio, subí escaleras salteando peldaños, empujé a la gente que me cerraba el camino y salí a un balcón. Desde allí hice gestos para atraer las miradas y empecé a gritar una arenga. En pocos segundos rastrillé la atención de la mayoría. Provoqué aplausos. Tuve que extender mis brazos para suplicar silencio y poder continuar el discurso. Aullé que el Manifiesto del Zar era un triunfo parcial, casi una trampa para ingenuos. Agité una copia del Manifiesto y, con un gesto solemne, lo rompí en cuatro pedazos y lo arrojé al aire. Los fragmentos flotaron por encima de las cabezas provocando más vítores y aplausos.
A nuestras monacales oficinas del Soviet llegaron rumores de que las Centurias Negras preparaban un
nuevo pogrom
. Dejé correr la voz, seguro de que indignaría a mi gente. Los delegados obreros afirmaron estar decididos a usar las armas que estaban consiguiendo de forma ilegal. Otros blandieron navajas, llaves, puñales y porras. Repetían que desde el infame Domingo Rojo, nunca más tolerarían que se mate a la gente de forma impune. Pero los bravos gestos no eran suficientes para detener la máquina asesina. Los animaba más el entusiasmo que el entrenamiento. Suponían que los gritos y las banderas alcanzaban para desactivar un ataque. No asumían del todo que la lucha era a vida o muerte, que el “Padrecito Zar” no era un padrecito, sino un criminal. Recién tomaron conciencia de la real situación en las jornadas que vinieron enseguida y ensangrentaron el mes de diciembre de 1905.
Durante la noche del 3 el Soviet fue cercado por las agresivas tropas de la Caballería y Artillería. Con rapidez bloquearon las entradas y salidas. Estábamos en una sesión multitudinaria, bajo mi presidencia, cuando un ayudante vino a comunicar a mi oído la catastrófica novedad. Me puse de pie, fui a lo alto de la tribuna y grité a la sala donde se apiñaban cientos de delegados:
—¡Escuchen! ¡Tengo una noticia preocupante! ¡Nos han rodeado y vendrán por nosotros! Les pido que no ofrezcan resistencia, para no dar excusas a su amor por la sangre. ¡Pero tampoco entreguen las armas!
Algunos obreros empezaron a palidecer, mientras otros sacaron de sus ropas las navajas, llaves, porras y puñales. Algunos levantaron sus pistolas, como si fueran instrumentos de una orquesta. Un Máuser se elevaba por arriba de una Browning, una Browning por arriba de un Máuser. Querían exhibir su coraje, porque entendían que ya no quedaba aire para las bromas.
Las tropas pujaron por ingresar en el salón atiborrado. Sus ruidos produjeron el eco de la repulsa. Desde todos los rincones les escupían insultos. Los soldados se abrieron camino por entre los obreros y avanzaron hacia mí. La gente, con rabiosa solidaridad, hacía lo posible para bloquearles el avance con hombros, barrigas y zancadillas. Terminaron por cercarme, me levantaron por los brazos y las piernas y me hicieron flotar hacia el exterior. Este trato me resultaba familiar y trajo a mi cabeza fogonazos de otros combates. Pero no quería distraerme, para impartir las órdenes correctas, si las cosas empeoraban.
Fui metido en un coche blindado y conducido a la cárcel. Reconozco que me trataron mejor que otras veces, quizás agradecidos por mi gesto de impedir que el operativo degenerara en masacre. Parece que el régimen no quería repetir la tragedia de aquel Domingo. Hasta tuve el privilegio de ser empujado a una celda individual —siempre empujado— que tenía una silla y una pequeña mesa con hojas de papel. Verdadero lujo. Estaba sucia, eso sí, pero de inmediato me puse a redactar un
Manifiesto financiero
, en el que me burlaba del texto zarista y proclamaba la bancarrota de la hacienda rusa. Como presidente del Soviet, anunciaba que el pueblo victorioso no reconocería las deudas contraídas por el régimen. En cuarenta y ocho horas conseguí la complicidad de un guardia y filtré mis papeles al exterior. Ese guardia fue pronto enviado al paredón de fusilamiento y decidimos hacer un minuto de silencio en su memoria. Me agobió la culpa. Los engranajes de la historia hacen doler.
Debate en el encierro
En los meses de cárcel alterné con reclusos que querían dejarse morir mientras otros no cesaban de inventar planes de fuga. Los instantes rescatables se abrían cuando circulábamos por el patio y tratábamos de entender mejor qué sucedía alrededor. Unos presos hasta me preguntaron qué significaba la palabra “soviet”. Yo entonces recuperaba mi costado pedagógico y explicaba que es una “asamblea o consejo de obreros, soldados y campesinos rusos”.
—El Soviet de San Petersburgo, por ejemplo, tuvo su primer lucimiento en octubre. Pero todos hemos visto cómo las tropas lo disolvieron en diciembre.
—¡No sirvió ni para alimentar chanchos!
A las tristes risotadas contesté serio.
—Se equivocan. Esa palabra ya tiene una dimensión mítica, es la prueba de lo mucho que puede conseguir una efectiva unión de los pobres. La palabra soviet se está volviendo más común que el té, el vodka o el trineo. Nos representa.
—¿Somos parte de un soviet? ¿Aquí, encerrados, hambrientos y muertos de frío? —se burló una mujer canosa mientras se desenredaba el cabello.
—Entre todos los sufrientes de Rusia, somos un gran soviet. ¡Claro que sí!
—¡Eres un chico divertido, Liova! —se mofó un hombre de amplia barba.
—Fíjense —me puse de pie para ser mejor escuchado—. Desde hace unas décadas la lucha del pueblo está consiguiendo que se liberalice la vida social, la cultura y la prensa. No con rapidez, pero sí de forma constante. Hay progresos. Piensen en este dato: la guerra contra Japón al principio dio ventajas al Zar y ahora el Zar no sabe cómo sacársela de encima. Los campesinos queman granjas por todas partes, y no las queman porque sí: las queman porque están hartos de injusticias y de hambre. Los obreros han empezado a quejarse como nunca antes, con proclamas y con huelgas; descubrieron que por sus venas circula el coraje. Al ejército le ordenan dedicarse a la represión y sólo consigue aumentar la antipatía de la gente. Toda Rusia ha entrado en una roja nube de protesta. Aunque cada grupo con sus propios objetivos y…
—¡Es el reino de la anarquía, entonces! —me interrumpieron.
—No es buena la anarquía, porque con ella perdemos al final.
—Entonces, ¿quién nos dirige? ¿Dónde está el timón de tu amado soviet?
—El soviet acaba de inaugurarse y ya no será borrado —grité—. ¡Verán cómo crece! Crece en el alma de cada obrero y cada campesino y cada intelectual.
—¿Desde el soviet se apoya la ocupación de tierras, con violencia y con incendios? ¿se apoya el saqueo de granjas? ¿la tala ilegal de bosques? ¿los asesinatos? —insistió irónico el hombre de la ancha barba.
—Ya dije que todo eso no es recomendable, pero es la consecuencia del furor que producen los engaños del gobierno, de la aristocracia, de los terratenientes. Nos venden falsas promesas de reforma agraria, haciendo creer a muchos que era inminente y los campesinos la quisieron aplicar enseguida, pero sabemos cuáles han sido sus trágicas consecuencias.
—¡Eres un doctorcito! ¡Un intelectual! Hablas bien, pero no representas a los pobres.
—Gracias… Pero te informo que varias universidades fueron obligadas a cerrar para impedir que los estudiantes, los doctorcitos, los intelectuales, como dices, se unieran a los trabajadores en huelga. El Soviet de San Petersburgo, durante su breve existencia, armó huelgas en doscientas fábricas. De no haber sido disuelto, ya estarían paralizados los ferrocarriles de toda Rusia. ¿Te parece poco? Ese Soviet estimuló motines en Sebastopol, Vladivostok y Kronstadt. Y en medio de semejante caos estalló la insurrección del acorazado
Potemkin
, cuya represión terminó con más de dos mil víctimas.
—¡Qué buen resultado! —se burló.
—¡Es la guerra del pueblo por sus derechos, por su libertad! —me encrespé—. El maldito Zar, para limpiarse la culpa, destituyó a su ministro del Interior. Y, ¿sabes qué? ¡Acordó algunas concesiones!
—De las que se arrepintió.
—Seguirá arrepintiéndose de cada medida liberadora que conceda, porque es un tirano.
—Después de esas concesiones que elogias, mis parientes fueron asesinados en Odesa —saltó un joven.
—¡Quinientos judíos fueron asesinados en un solo día en Odesa! —confirmó otro.
—El propio Zar afirmó que el noventa por ciento de los revolucionarios son judíos.
—¡Es una bestia! —chilló la mujer que acababa de arreglarse el cabello y lo envolvía con su pañuelo gris.
—Mis parientes me contaron de la masacre que se produjo en Moscú. Para reprimir una huelga fue todo un regimiento de artillería, que disparó contra los manifestantes y bombardeó edificios. Los huelguistas tuvieron que rendirse con un saldo de ¡mil muertos! ¿Dónde estaba el soviet en ese momento?
—¡El soviet somos todos nosotros! Los que estamos prisioneros y los que estamos libres. ¡Formamos el gran ejército de la libertad!
La Revolución castigada
Temí deprimirme. La actividad que había desplegado en los últimos tiempos debía reducirse a una quietud estéril, salpicada por debates que no llevaban a ninguna parte. Entonces también me obligué a urdir imposibles planes de fuga.
De ese calabozo me trasladaron a la fortaleza de San Pedro y San Pablo. Tuvieron la gentileza de comunicarme que antes de reenviarme al suplicio de Siberia —donde tal vez pudiese reencontrarme con Alexandra y mis hijas— debía pasar un año de ablandamiento tormentoso.
Decidí entonces aprovechar cada hora para sacarle frutos al estudio. Quería analizar la renta del suelo y las condiciones sociales de Rusia. Pedí los libros que se referían a esos temas y me entregaron, como era de suponer, los que resultaban favorables al gobierno o planeaban en un difícil nivel técnico. Creían que mi falta de título universitario me impedía comprender ecuaciones matemáticas. En base a la información que logré procesar escribí un largo trabajo sobre la renta. A ese texto lo perdí más adelante, y fue como la muerte de un ser querido. En sus páginas había volcado observaciones, ideas y críticas respaldadas por una extensa documentación. Fue mi libro más concienzudo después del que había compuesto sobre la masonería, que también perdí. Cadáveres abandonados en el camino. En cuanto a las condiciones sociales de Rusia, llené varios cuadernos que fundamentaban, de un modo más o menos completo para aquella época, mi teoría de la revolución permanente, una suerte de anuncio sobre la globalización que ya empezaba a cambiar el mundo.
En la cárcel me enteré de que Natasha había dado a luz nuestro primer niño. Exigí verlo, pero los malditos me negaron ese privilegio para que sufriese una tortura adicional. Grité al corredor, pateé las rejas, volqué la comida. Inútil. Durante horas me agredí tirándome los pelos.
Me pasaba el día estudiando y llenando páginas. Los abogados que habían conseguido acceso a las prisiones se encargaban de sacar en sus maletines mis escritos entre los folios de sus aburridos sumarios. De aquella época proceden las crónicas que hice sobre el heroico Soviet de San Petersburgo, el alzamiento armado de Moscú y el desarrollo del movimiento revolucionario en varias partes del país. Supe que la prensa bolchevique no ocultaba su simpatía por mis textos, mientras los periódicos mencheviques permanecían impasibles. Paradójico. Me pregunté si tenían miedo.
En mi celda aumentaba la pila de libros. Por momentos me decía que el encierro era una bendición, porque se parecía a la celda de un convento donde podía trabajar como un monje del medioevo. No debía ocuparme de conseguir abrigo, ni comida, ni pasármela huyendo de los perseguidores. Comprendí mejor a Lenin, que también gustaba de esos aislamientos.
Pedí obras de los clásicos de la literatura europea, para descansar de las áridas teorizaciones. Tendido en el camastro, devoré autores franceses, alemanes, ingleses e italianos con la voluptuosidad de un gourmet. Eran las horas más bellas del día. Por eso mis trabajos de esa época abundan en citas y referencias a esos nombres. Asumí la convicción, tal vez errada, de que el arte de contar es un arte francés por excelencia. Y aunque conocía mejor el alemán, la amena literatura francesa me producía un solaz incomparable. Hasta me aliviaba del dolor que sentía por no ver a mi nuevo hijito que Natasha había decidido ponerle mi propio nombre: León.
—Ustedes forman una cadena de leones, desde tu abuelo en adelante.
—Pero no corresponde a la tradición askenazi, que sólo usa los nombres de quienes ya fallecieron. Por ahora estoy vivo…
—¿Desde cuándo te has convertido en un custodio de la tradición askenazi? El nombre es bello y elocuente. Será tanto o más aguerrido que tú.
Me ordenaron abandonar la celda individual para incorporarme a una hedionda cárcel de depósito. Empezaba el anunciado “ablandamiento”. El contraste era vomitivo. Tuvieron que empujarme entre cuatro. Algunos de mis nuevos compañeros estaban condenados a muerte y en sus verdosos semblantes se acumulaba una luciferina mezcla de resignación y odio. Los alimentos eran pésimos, aunque varios, desesperados de hambre, agradecían con un susurro. Algunos sostenían el cuenco y lo olían antes de vaciarlo, como para estar seguros de que no era materia fecal. Otros lo tragaban enseguida, apurados, antes de percibir su sabor horrible y quebrarse en arcadas.
Supe que la flamante Duma, aunque irrelevante, comenzó a estimular de nuevo la actividad política. En los periódicos surgían voces nuevas y aparecían editoriales de coloración marxista. Pese a su debilidad, esa Duma pudo humanizar un poco el régimen carcelario. Ordenó que las celdas de los prisioneros menos peligrosos se mantuviesen abiertas durante varias horas del día y que los presos saliésemos a caminar por el patio dos veces por día. También se permitieron algunos juegos como saltos y carreras. Hasta disminuyeron los tormentos contra los desgraciados condenados a muerte.
Natasha, tras gestiones agotadoras, consiguió un permiso para visitarme. ¡Era una conquista impresionante! La esperé con ansiedad, los sobacos húmedos y las uñas comidas. Ingresé en el locutorio con el pecho al galope. Me instalaron en una hermética cabina. Podía ver a mi visita, pero ni siquiera rozarla con los dedos, no vaya a ser que le trasmitiese mensajes en código morse. El vigilante me miraba atento. Cuando ella apareció, anegada en lágrimas, tuve que agarrarme de las paredes para no pegar con la frente en el muro de barrotes que nos separaba. Nos comíamos con los ojos sin poder articular palabra. Por fin, ella me dijo que la autorizaron a seguir viniendo dos veces por semana. Pegué un salto. Y comenzamos a intercambiar informaciones en catarata.