Froté mis manos enguantadas. Los brutales ostiacos me dieron una palmada en el hombro y me invitaron a seguirlos. Caminaban haciendo ochos. Por lo menos conservaban la orientación. Acomodé mi equipaje en el nuevo trineo, donde encontré dos abrigos más de piel; uno, con el forro para afuera y el otro, para adentro. También había medias de piel cruda, botas mejor forradas, un gorro y grandes guantes que calcé sobre los que llevaba puestos. Ese equipo de invierno me devolvió algo de serenidad. En el trineo había, además, varias botellas de vodka y paquetes con pescado seco. Uno se hizo cargo del trineo y de mi persona, mientras el otro se disolvía en la oscuridad.
En Beresof, tras mi fuga, los vigías debían informar si habían visto salir a alguien. El astuto Igor me explicó en su media lengua que había solicitado a un amigo que partiese a la misma hora por el camino usual, llevándose en el trineo una ternera sacrificada. En la torre se debían preguntar por qué llevaba la ternera a esa hora.
—El frío vuelve loca a la gente —habrán comentado a las risotadas.
Al descubrir mi huida —porque la iban a descubrir— seguro que saldrían en busca de la ternera muerta, convencidos de que yo me había escondido bajo su cuerpo. Así había hecho otro recluso, al que después fusilaron. Pero su amigo iba a llevar la presa a una choza alejada, donde confirmarían la compra. Esas idas y vueltas le harían perder el tiempo que necesitaba para llegar hasta los ostiacos. El vodka no le afectaba su picardía.
Mi nueva etapa no exigía ocultarme por completo, cosa que tampoco me exigía el ostiaco. Miré la oscuridad a punto de deshacerse en el dudoso amanecer. Aliosha, mi nuevo guía, hablaba en dialecto urofinés mechado con palabras rusas. Pude comprender sólo una parte de sus largas historias. Por momentos aflojaba las riendas y empezaba a dormirse. Los magníficos renos se detenían. Aliosha pegaba un brinco y los azuzaba de nuevo. Llevaba una botella al costado, como un arma, y cada diez minutos, casi por reloj, le daba un sorbo. En las frenadas provocadas por su adormecimiento yo lo zarandeaba con furia y gritaba en la oreja. A veces reaccionaba enseguida y a veces parecía en estado de coma. En una oportunidad me miró con odio, se quitó la gorra y el viento helado le agitó la enmarañada cabellera. Se sentó derecho, se dio bofetadas en las mejillas y dirigió una marcha regular de varias horas.
La jornada nos regaló poca luz. Mi guía dijo que debíamos acumular madera para esa noche, porque había escuchado aullar a los lobos.
—¡Lobos otra vez! —maldije.
La oscuridad se cerraba y aumentaba el espanto. Volví a escuchar ese aullido horrible, largo y convocante de las fieras, bien marcado en mi memoria. Enseguida nos rodeó un coro desafinado. La fogata que habíamos prendido al detenernos lanzaba llamas altas, como era deseable. Algunas chispas llegaban a mi rostro, porque estaba pegado al fuego para compensar el frío. Los renos conocían el peligro más que nadie y apretaban sus costados para protegerse. Me doblegaba el cansancio. Pese a los aullidos, caí en un sueño corto. Aluciné dientes sobre mi cara y pegué un salto. A pocos metros se movía una sombra y en su cabeza ardían los terribles carbones del hambre. Agarré el hacha. Sacudí a Aliosha y le ordené que empuñase su rifle. Le costó abrir los ojos y más aún encontrar el arma. Las sombras ya eran numerosas y se movían en torno nuestro con excesiva confianza. Formaban un círculo cada vez más estrecho, impacientes por devorarnos. Una de esas sombras se detuvo delante de mí y se sentó provocativa.
—A estos malditos los envía el Zar —balbuceé.
Sin pensarlo agarré un tizón de la fogata y lo arrojé al hocico del lobo que se había sentado como un desafiante comensal. Le chamuscó la pelambre y disparó un grito que estremeció al resto de la jauría. Las famélicas sombras se alejaron. Aliosha terminó por despabilarse y apuntó con su rifle. Pero ya no tenía a quién disparar.
Rumbo a la salida
Dormimos otro rato y levantamos el campamento antes del amanecer. Durante ese día tampoco apareció el sol. La claridad era de un gris ferroso. Procuré darme ánimos gozando la reciente victoria contra esas bestias. Amedrentaba el desierto congelado. No se veían huellas, ni siquiera de animales. Las pezuñas de los lobos habían sido borradas por una suave nevada matinal.
Al cabo de varias jornadas empezaron los atisbos de vegetación. Negras manchas de abetos se asomaban en el horizonte. Si bien las ráfagas no cesaban de soplar y calar los huesos, muchas veces lo hacían en la dirección favorable y los renos corrían aliviados, casi felices. Por momentos los animales chocaban sus costados, por momentos unos iban delante de otros. Pero no se estorbaban. Eran admirables, con una legendaria resistencia a la fatiga. Cuando hacíamos una pausa, ellos mismos se encargaban de buscarse el pasto; no hacía falta acercárselo a la boca extrayendo manojos de las reservas escondidas en el trineo. Aliosha les ataba una tablilla de madera al pescuezo y los soltaba. Sus hocicos descubrían el musgo bajo la nieve, escarbaban con la pezuña, hundían la cabeza en el hoyo y se ponían a comer. Yo los observaba con cariño: sus majestuosas cornamentas eran como banderas de la libertad.
Al cabo de otra jornada el reno que iba delante empezó a cojear con la pata trasera. Se había lastimado y el conductor tuvo que cambiarlo de lugar. Seguimos otro tramo. Aliosha dijo que andábamos cerca de un campamento. Aunque tuviese su cerebro nadando en alcohol, sabía descubrir señales invisibles. Dimos vuelta durante horas en torno al humo que sólo captaba su nariz. Por fin fui testigo de un cuadro maravilloso. Emergieron unos zirianos haciendo girar lazos sobre sus cabezas, como si estuviesen a punto de cazar animales. De súbito apareció un rebaño de renos en desesperada huida. Los hombres enfundados en pieles crudas consiguieron atrapar varios animales. Mientras los serenaban ofreciéndoles manojos de hierba, nos acercamos. Mi guía los saludó con exagerada felicidad y propuso un trueque regado con monedas. Regatearon a los gritos en un lenguaje ininteligible. La operación parecía destinada al fracaso. Entonces les ofrecí una pequeña moneda de oro que saqué de mi zapato. La hicieron brillar a la menguante luz y mordieron con su dentadura amarilla. Contentos, accedieron a cambiar dos de nuestros animales agotados por los nuevos que acababan de cazar. Como la paga era enorme, mi guía les exigió en compensación diez botellas de vodka.
Seguimos viaje. En el siguiente descanso, luego de encender la fogata, Aliosha liberó a los animales con las tablillas que impedían su fuga. Se puso a asar un trozo de cordero que había guardado como un tesoro en la base del trineo. Vaciamos una de las recién adquiridas botellas de vodka y nos dormimos por un rato bajo la caricia de las llamas. Antes de que se clarificase el techo de nubes reanudamos la marcha. Los animales se sentían frescos y vigorosos. En pocos minutos se desplazaban como pájaros. Ganamos muchos kilómetros. Yo repasaba los segmentos de viaje que aún me esperarían cuando dejase este vehículo. De pronto mi guía tiró su espalda hacia atrás para frenar con todas sus fuerzas.
—¡Qué pasa!
—¡Un pantano! Hay un… un… un pantano bajo la nieve —tartajeó ronco de susto.
Miré sin descubrir diferencias. Ese hombre tenía una visión sobrehumana. Señaló los restos de un pequeño bosque incendiado, y cerca de ese bosque había pantanos, lo sabía de otros viajes. Propuso que prendiéramos otra fogata para ahuyentar lobos, calentar agua y hacernos algo de té antes de cubrir el tramo siguiente. Buscó otra botella de alcohol. Yo le apreté el brazo e intenté quitársela.
—¡Debes estar lúcido! ¡Ahora confórmate con té!
Me la arrancó enojado y bebió ruidosamente casi un tercio. Con un eructo burbujeante me hizo saber que el vodka le aumentaba la lucidez. Se secó con el guante y bebió una jarra de té. Miraba su hirviente contenido, miraba la jarra llena de abolladuras, miraba el bosque incendiado y trataba de leer en el suelo, como si pudiese ver qué había bajo el edredón de nieve. Se paró.
—Ya está. Ya sé por dónde ir.
Subimos al trineo. Azuzó a los animales y fuimos en la dirección contraria a la que llevábamos. Hizo un amplio rodeo en torno al raquítico bosque. Después avanzamos hacia los Urales, que se asomaban en el horizonte. Yo temía que en cualquier instante las finas patas de los renos se hundiesen en la trampa de otros pantanos. Quizá mi deseo hacía que los viese más ligeros, como si apenas rozaran la lactescente superficie. En vez de renos parecían gacelas. Sus patas me hipnotizaban de a ratos, porque levantaban un polvillo que el viento empujaba hacia mis ojos. Pese a la ingravidez de sus cascos, empecé a detectar el sonido que generaban, como provocados sobre la piel de un tambor.
El bosque incendiado iba alejándose a nuestra izquierda y pronto desapareció. Habíamos sorteado el peligro. Estuve tentado de proponerle abrir otra botella para brindar. Pero mi optimismo era falso. Uno de los animales se hundió en la nieve hasta la barriga, frenó a sus compañeros y casi me derribó del trineo. Movía azorado sus astas y lastimaba las costillas de los vecinos. Aliosha tiró de varias riendas, maldijo en ruso y ostiaco. Me puse al lado suyo y, con ayuda de los demás animales, pudimos sacarlo del pozo.
Más adelante la marcha volvió a tornarse penosa, porque los renos se hundían con frecuencia, aunque no en profundidad. La nieve estaba más blanda. Muchas veces tuvimos que descender para sacar los animales de los huecos. En una de esas maniobras yo mismo me hundí. Comencé a pensar que estaba llegando al final de mi vida y el agrimensor fue sabio al no querer acompañarme. Al cabo de otra jornada en la que nos detuvimos en dos oportunidades para comer otro pedazo del cordero y dormir unas horas, llegamos a una extensión más regular. Los animales recobraron su ritmo.
La vegetación aumentaba. Ya había bosques de verdad y algunos árboles alcanzaban altura. Pese a esos cambios, no podía adivinar por dónde iba el camino. Me había resignado a confiar en el borracho de Aliosha y, a veces, cuando pasaba un tiempo sin que lo viese empuñar la botella, me venía la tentación de recordárselo. Tendido boca arriba y cubierto por todas la pieles disponibles, miraba con la esperanza de que se abriese el toldo de nubes y asomara el sol. Las coníferas se apretaban entre sí y sus ramas negras alternaban con los abedules de troncos calcáreos.
El viaje con este Aliosha ya llevaba ocho días. Gracias a que tenía grabadas en su mapa mental las espaciadas aldehuelas de la región, pudimos reaprovisionarnos a cambio de poco dinero. Alcanzamos el pie de los montes Urales y en mi cara, después de muchos meses, se dibujó una sonrisa. Apareció otro trineo. Por sus características, provenía de una ciudad. Lo seguí con la vista mientras se alejaba hacia el horizonte. Me pregunté si se dirigía al mismo punto del que yo venía huyendo. Aparecieron otros vehículos, mensajeros de la más extraordinaria noticia: en pocas horas reingresaría a la civilización. Una ráfaga de entusiasmo me evaporó la somnolencia que traía de noches pavorosas y días lechosos.
Apareció sobre una colina un grupo de trineos. Fuimos hacia ellos dando gritos. Nos preguntaron nuestra procedencia y Aliosha se ocupó de mentir de forma convincente. Nos invitaron a compartir su comida. Venían de las minas que eran el punto de referencia buscado. Hubiera preferido agradecerles y seguir la marcha, pero mi guía se apresuró en aceptar, tentado por los manjares y las botellas.
Yo me hice pasar por uno de los ingenieros de la expedición polar del barón de Toll, sobre el que había tenido noticias leyendo los diarios en el hospital. Esa picardía tuvo mala suerte. En el grupo había un viajante de comercio que había servido en esa empresa y conocía a los expedicionarios. Se alegró de conocerme y quiso enterarse sobre el curso de las investigaciones. Me acribilló a preguntas. Pero por suerte, estaba bastante borracho para no quedar fijado en un tema ni sacar conclusiones de mis evasivas respuestas.
Ahora el camino que bordeaba los Urales podía recorrerse a caballo. En una cabaña me hice pasar por funcionario público y conseguí prestado un animal. Me despedí del eficiente Aliosha, le pagué con otra moneda de oro y volví a preguntarle sobre el camino que me llevaba hasta el ferrocarril de trocha angosta. Galopé hacia una pequeña población, cuyas chimeneas despedían enroscadas columnas de humo. La vista de casas, calles y gente me produjo un hormigueo de dicha. Había atravesado el largo abismo donde muchos quedaban enterrados para siempre.
Marché hacia la estación, ubicada en el centro del poblado. Simulé la jerarquía de un recaudador de impuestos que recorría el distrito. Mi precoz amor por el teatro daba frutos en cadena. Me informaron que en veinticuatro horas saldría un convoy. Busqué una posada, que resultó ser la única del lugar. Más que alimentos y un camastro, necesitaba que me llenasen una tina con agua caliente para darme el más gozoso baño de mi existencia. Enjaboné cada centímetro de piel como un poseso, lavé mi ropa y la sequé con una plancha a carbón. Luego salí en busca de una vestimenta más formal. Vendí el caballo prestado a un campesino de la periferia y con ese dinero pagué la posada y las nuevas prendas; ya me estaba quedando sin ahorros. Volví a mi cuarto al llegar la noche y rogué que me despertasen dos horas antes de la partida del tren. Hice un bulto con los trapos viejos y me arreglé como un aristócrata. Bebí una taza de leche con trozos de pan y caminé hacia la estación.
Subí al tren y elegí un compartimiento solitario. No me fue difícil, porque el vagón estaba casi vacío. Cuando se puso en marcha resoplé aliviado. El guarda marcó mi ticket sin demorarse en estudiar mi aspecto. Por la ventanilla observé que dejábamos atrás el poblado y corríamos por una zona boscosa. Aún tenía impresa en mis ojos la vastedad de la tundra y el contraste con esta maravilla vegetal me humedeció los ojos. Salí a la plataforma, donde soplaba el viento, y pegué un grito de alegría más salvaje que el de una entera horda de cosacos.
Reencuentro
En cada estación postal mandaba breves cables crípticos al doctor Litkens para informarle sobre mi itinerario. La gente iba cargada de paquetes y golosinas porque se empezaba a celebrar la
maslenitsa
, una suerte de carnaval ruso que vitorea el final del invierno y “donde todo está permitido”. Los vagones se llenaban de pasajeros. Las mujeres cargaban niños, bolsos, y se anudaban las chalinas para protegerse de las ráfagas aún frías. Los varones se ocupaban de las maletas. Las conversaciones giraban en torno a los blinis, el caviar, los esturiones y diversas marcas de vino o coñac. Yo tenía el estómago contraído.