La
Iskra
era un mundo fascinante.
El desaliñado Mártov sobresalía como redactor. Escribía con la misma fluidez que hablaba. Pero no se sentía cómodo junto a Lenin, pese a que era su colaborador más íntimo. Mantenían relaciones frías, por el contraste de sus temperamentos. Mártov amaba la bohemia y se dedicaba a los temas cotidianos, además de los políticos: mujeres, literatura, frivolidades. En cambio Lenin ejercitaba su pensamiento con el rigor de un científico. Mártov era hombre de ocurrencias ingeniosas, de hipótesis alocadas y de proyectos que ni él mismo volvía a recordar. Lenin sólo se dedicaba a reflexiones útiles, profundas y, a menudo, difíciles de asimilar enseguida. Las ideas que caían de la boca de Mártov parecían las aguas de una esclusa, mientras las de Lenin se asemejaban a las que fluyen de un manantial transparente. Lenin meneaba la cabeza cuando Mártov se despachaba con un proyecto absurdo. No obstante, lo quería. Hasta en sus reproches se filtraba la vieja amistad. A veces descubrí a Lenin mirando entristecido a Mártov, que parecía adormilarse tras sus lentes torcidos y siempre sucios.
Mártov había nacido en Constantinopla, hijo de una familia judía de clase media. Tantos judíos en el campo revolucionario me hizo pensar muchas veces sobre la causa del fenómeno. Y no lo encuentro difícil de explicar. Son el grupo humano que ha padecido la más larga y tenaz persecución, discriminación y opresión de la historia. Los mismos judíos atribuyen su comienzo a una etapa de esclavitud. Sea mito o historia, los cuatrocientos años de cadenas en Egipto constituyen el carozo de su identidad. Y esa identidad se fortaleció con la epopeya del Sinaí. ¿Cómo no van a enamorarse de una revolución liberadora quienes desde niños se la pasan repitiendo anécdotas sobre la opresión primigenia y las maravillas de la libertad?
La secretaría de redacción estaba a cargo de la vivaz Nadeida Krupskaia, la mujer de Lenin. Se había convertido en el centro de nuestra organización, recibía a los camaradas que llegaban del extranjero, despachaba mensajes, controlaba la imprenta y daba instrucciones a los que partían. Su rincón siempre olía al papel inservible o comprometedor que quemaba en el fuego de la estufa, para no dejar huellas. A veces se quejaba por las pocas misivas que llegaban de Rusia y el resto de Europa. A menudo efectuaba cambios de códigos para evitar filtraciones. No se cansaba de recomendar tinta química y el uso de ciertos jeroglíficos para cerrar el acceso de los espías.
Lenin deseaba sacarse de encima a los viejos. Con el veterano Plejánov ya había tenido varios choques. El duelo entre esos gigantes se volvió peligroso y tuvieron que intervenir los conciliadores Vera y Mártov. Vera se puso al lado de Plejánov y Mártov junto a Lenin.
—Georgi Plejánov es un lebrel —susurró Vera a Lenin en un amistoso aparte—. Fíjate: es un perro de labio y orejas caídas. Sólo sirve para cazar pequeñas liebres. Aunque las muerde y zamarrea, las suelta. En cambio tú eres un perro de presa, que da zarpazos mortales. Por eso te digo: no hace falta que lo destroces.
A Lenin le gustó la comparación y repitió entre dientes lo de “zarpazos mortales”. Vera le hacía burla a su erre arrastrada.
—Debe provenir de tus ancestros mongoles —dijo una vez.
Lenin me pidió más escritos.
—No corrijas tanto, Liova: afloja tu pluma. Ya es hora de aportar tus conocimientos teóricos y sacarle provecho a tu habilidad literaria. Se viene algo grande.
Vera, por indirecta solicitud de Lenin, propuso elevarme al rango de redactor permanente de
Iskra
. Era un ascenso fenomenal. Significaba instalarme en la élite constituida por media docena de personalidades. ¡Demasiado en tan poco tiempo! Era previsible que mi nombre fuese cuestionado por Plejánov. Entonces Lenin pidió a Vera con una sonrisa taimada que fuera Mártov quien respondiera, para suavizar las cosas, porque ella le pegaría duro.
Vera se incomodó.
—El que pega duro eres tú, amigo mío —y giró hacia Plejánov—. Quisiera clarificar este debate. Usted cuenta con nuestro merecido respeto. Apreciamos su opinión y su presencia. Pero a Liova lo necesitamos. ¡Aunque usted se oponga, lo traeremos a la acción!
El viejo palideció. Temblaron sus labios y retorció sus dedos largos, pero no opuso una palabra. Se incorporó, alzó su abrigo y se fue sin saludar. Comencé a oler de cerca los efluvios de las intrigas políticas.
Al día siguiente Vera me instaló frente a una mesa como si fuese mi hermana mayor. Quiso saber si me gustaba la silla y tenía suficiente luz. Yo no sabía cómo agradecerle, era excesivo tal derrame de privilegios. Tenía entonces veintitrés años y me convertían en el redactor más joven del aguerrido grupo.
Plejánov siguió tratándome con frialdad. Me dolía su desprecio, porque era un hombre que había realizado notables aportes al marxismo en el campo de la filosofía, el arte y la religión. Amplió nuestros conocimientos sobre los vínculos entre la base y la superestructura. Difundió las virtudes de varios demócratas revolucionarios. Su
Concepción monista de la historia
ya se consideraba una obra maestra. Refutó muchos argumentos del populismo, el terrorismo y la anarquía. Estuvo entre los organizadores de las primeras protestas políticas que tuvieron lugar en Rusia. ¿Cómo no iba a importarme su falta de cariño?
La fecha del gran Congreso se acercaba y, en sus vísperas, acordamos trasladar la redacción de
Iskra
a Ginebra, donde la vida era mucho más barata y más fácil la comunicación con Rusia. Lenin tuvo que asentir, aunque a disgusto. También debía mudarse.
Mandé cartas y telegramas a Natasha. Le imploraba que se me uniese en Ginebra. No podía olvidar la intensidad de los encuentros que convirtieron mi descubrimiento de París en el descubrimiento de un amor huracanado. Accedió y nos encontramos en esa ciudad. Nuestros abrazos, besos y el manjar que nos proveía mirarnos impulsaron la busca frenética de una modesta buhardilla en los suburbios. Quitamos horas al sueño para devorarnos. El Congreso tendría lugar en Bruselas, por desgracia, y tendríamos que volver a sufrir el desgarro de la separación. Ya habían empezado unos trabajos preliminares en varias ciudades. Lenin, asistido por su mujer, controlaba esa tarea, aunque no siempre de un modo visible. Una parte de las discusiones se consagraría al establecimiento del estatuto. Su aspecto más conflictivo era la relación entre
Iskra
, el órgano central del partido, y el Comité Central residente en Rusia. No era un tema liviano, porque fijaría el corazón del poder. Yo sostenía que la redacción debía estar sometida al Comité Central en Rusia, éramos rusos y pretendíamos hacer la revolución en Rusia. Natasha me apoyaba.
—No, no puede ser —replicaba Lenin—. Las fuerzas tienen demasiada desproporción. ¿Cómo van a poder dirigirnos desde Rusia? Nosotros formamos un centro fijo en el extranjero, tenemos más libertad y somos más fuertes ideológicamente.
—¿Entonces convertiremos nuestra redacción en una dictadura? —objeté sin medir la insolencia de mis palabras.
Se produjo un silencio incómodo. Pero lo siguió una sorpresa.
—¿Y qué se pierde? —replicó Lenin—. En las circunstancias actuales, no hay otro camino.
Quedamos mudos. Se acababa de lastimar mi culto a Lenin: ese hombre no reparaba en la legitimidad de los medios. Luego supe que negociaba con la poco sólida Liga Siberiana con el propósito de aumentar su fuerza en el Congreso. Era una persona que descubría recursos políticos en elementos donde pocos se fijarían. Su pupila era la más potente de todas. Pero, ¿siempre lo llevaría por el buen camino? Hasta el más lúcido de los científicos puede fallar alguna vez.
Decidimos que Natasha esperase mi regreso en Ginebra. Dijo que había suficientes buenos restaurantes como para hacer retratos a mano alzada a damas y caballeros vanidosos; no debía preocuparme por su dinero. Su desprendimiento me produjo un remezón, porque evoqué mi despedida horrible de Alexandra en la congelada Usti-Kut. Otra vez me distanciaba de una mujer amada con un puñal en el estómago. Otra vez abandonaba a mis seres queridos. ¿No tenía yo alguna responsabilidad en ese drama? ¿No abandoné a mis padres, a mis hermanos, a mi esposa, a mis hijas, a mis parientes de Odesa? Era un maldito abandonador.
El Congreso
Partí hacia la capital de Bélgica con el hermano menor de Lenin, que era médico. Yo tenía el pasaporte de un ciudadano búlgaro a quien no conocía; era conveniente preservar en el fondo de mi equipaje al documento mejor, que estaba a nombre de León Trotsky. Para que no se nos pegase algún espía evitamos tomar el tren en la misma Ginebra y lo hicimos en la estación siguiente, donde los rápidos sólo paraban medio minuto. Como experimentados fugitivos no esperamos en el andén y, cruzando las peligrosas vías, nos lanzamos sobre el estribo del último vagón. Al jefe de la estación se le cayó la mandíbula y pitó la señal de alarma. La locomotora se detuvo con horribles ronquidos y escapes de vapor. Sin perder un segundo penetramos en el corredor y tratamos de esquivar al guarda que corría tras de nosotros. Nos escondimos en un toilet, pero fuimos descubiertos. El guarda gritó que nunca había visto idiotas semejantes. Sin importarle las excusas que dábamos en inglés y ruso nos aplicó cincuenta francos de multa. Simulamos no entender una palabra de francés. Recurrió a gesticulaciones y signos, casi nos metió los dedos en los ojos, pero al final el teatro que desplegamos surtió efecto. Escupió maldiciones, hizo un gesto de repugnancia y se fue. Palpé mi bolsillo: nos habíamos ahorrado cincuenta francos, era una victoria mayor.
El Congreso empezó en un local de las asociaciones obreras llamado La Maison du Peuple. Era un espacio en la periferia de Bruselas oculto por fardos de lana que impedían descubrir su amplio interior, lleno de bancos y sillas. Pero en la sala acribillaban más pulgas de las que había sufrido en Siberia. Se metían en los ojos, en las orejas, picaban la nuca, herían la frente. Consiguieron que las sesiones se convirtiesen en un tormento donde las manos no dejaban de agitarse para espantar las hélices de los insectos. Además, los congresistas descubrimos que éramos vigilados por espías provistos de gorras, echarpes y pañuelos con los que se cubrían el rostro para evitar las pulgas. Venían mejor armados.
Durante el receso salí con Vera a recorrer la ciudad. En una esquina nos topamos con su símbolo máximo. Que es una interesante miniatura, porque se trata de un niño desnudo que orina sobre una fuente. El
Manneken Pis
—tan famoso— resultó ser una estatuita protegida en un nicho rococó. Se la supone muy antigua, y robada varias veces. Me contó Vera, que ama todas las historias, una leyenda del siglo XII. El jefe de Bruselas era un bebé de dos años de edad. Lo pusieron en una cesta y colgaron de un árbol para que animara a las tropas. No sólo lo hizo, sino que orinaba sobre los enemigos, cegándolos. Otra leyenda surgió siglos después, cuando la ciudad fue cercada y pusieron explosivos alrededor de sus muros. Un niñito orinó oportunamente sobre la mecha.
—¿No será que su fama proviene de un agravio al puritanismo? —reí.
Caminamos hasta la Gran Plaza. Me impactó su forma cuadrangular rodeada por los edificios de las corporaciones medievales, el ayuntamiento y la casa del Rey. Las paredes derramaban luz. Recordé que Víctor Hugo la había considerado la más hermosa del mundo. No exageraba. Allí, además, la Inquisición hizo quemar a los primeros herejes protestantes. Valía la pena quedarse unos minutos para reflexionar.
Noches después nos dimos el lujo de cenar en un pequeño restaurante. Vera me habló durante una hora sobre el polémico Eduard Bernstein. Era hijo de obreros judíos alemanes, frecuentó a Engels y conocía en profundidad no sólo el marxismo, sino a Kant y los reformistas ingleses. Tuvo el coraje —o la locura— de afirmar que varias predicciones de Marx fueron erróneas. Por eso lo detestan ahora. Pero es serio y debería ser tenido en cuenta.
—Mira —agregó—, sostiene provocativamente que el capitalismo se está fortaleciendo y ha perfeccionado la legislación social. Dice que la burguesía no es inalterable, no es la serpiente, y posee rasgos distintos a los de tan sólo medio siglo atrás.
—¿Entonces?
—Hay más. Opina que el voto universal brindará fuerza a los trabajadores. Y se conseguirán cambios sin una violencia que, ya sabes, detesto. No hará falta una dictadura del proletariado para cambiar el mundo. Todas las dictaduras oprimen. Al revés, Bernstein dice que se debería fortificar la democracia y no entrar en otra dictadura, porque casi siempre terminan mal. Fíjate en la Revolución Francesa, en sus comienzos maravillosos, pero que desembocaron en el terror y después en la tiranía napoleónica.
—Esa concepción cambia todo.
—Todo no. Pero sí la estrategia.
En medio de la comida nos rozó un delegado de Odesa que, sin detenerse ni mirarnos, susurró unas palabras:
—Los siguen. ¡Sepárense!
Ese delegado me había comentado días atrás que se alojaba en el primer piso de una casa enfrentada al restaurante y había montado en su ventana un puesto de observación.
—Vete ya mismo —ordenó Vera.
—¿Y dejarte?
—Las mujeres no somos tan buscadas. ¡Vete, por favor!
La besé en ambas mejillas y salí a la calle. Llevaba en mi bolsillo el pasaporte búlgaro y cinco francos. Me alejé rápido, pero advertí enseguida que un hombre caminaba detrás. Lo examiné con golpes de vista cada vez que se acercaba a un farol. Era alto y flaco. Las calles estaban vacías y me dije que no tenía sentido prolongar ese juego. Giré de súbito y casi chocamos. Lo enfrenté.
—Monsieur, ¿qué calle es ésta?
El espía retrocedió sorprendido hasta golpear su espalda contra la pared.
—
Je ne sais pas
.
Tal vez esperaba que le soltase un tiro, porque los revolucionarios teníamos la fama de criminales. Seguí andando en la dirección que me alejaba de mi domicilio, por si el espía perseveraba. En una torre sonó la medianoche. Al llegar a una bocacalle torcí de súbito y eché a correr. Pero venía detrás el mismo hombre, sin preocuparse por el ruido que hacían sus propios zapatos. Persecución absurda. Di la vuelta a una manzana e ingresé en un bulevar, cuya arboleda densa podía brindarme un escondite transitorio. Pero no fue así. El espía era tenaz y, pese al cansancio, se mantuvo a mis espaldas como si lo arrastrase con una soga. Volvimos a mirarnos en una parada de coches de alquiler, donde pensé tomar uno, pero de nada me hubiera servido porque el espía se habría encaramado en el siguiente. Proseguí la marcha; no debía revelar mi domicilio. El bulevar se me hizo inacabable, ya alcanzaba el extremo de la ciudad y me iba a tener que lanzar a los extramuros. En la puerta de una pequeña taberna estaba parado un solo coche de punto. ¡Era mi oportunidad! Salté a su interior.