Liberen a Liova
Reconozco que varios marineros ingleses se esforzaron por hacer más llevadera mi detención. Incluso me privilegiaban por sobre los alemanes, al extremo de proponer que no hiciera cola para la comida. Les dije que me daría vergüenza beneficiarme a costa de mis colegas de infortunio. Tampoco acepté que me ahorraran trabajos considerados humillantes como pelar papas, lavar los cacharros, barrer y fregar el piso, distribuir las raciones de comida, limpiar los retretes. Pedí, en cambio, recibir noticias diarias de mi mujer y de mis hijos. Hasta insistí que me dejasen hacerles una visita. Martillé tanto con esto que me prometieron trasmitir ese pedido al coronel Morris. A los tres días me llegó su contestación negativa. No pude frenar la rabia y empujé con todas mis fuerzas al uniformado que me trajo la noticia, haciéndolo caer al piso. Sus camaradas se apresuraron a brindarle ayuda y los míos a multiplicar los empujones. Empezaron intercambios de golpes entre los prisioneros y los guardias. Sonó un balazo contra el techo.
—¡Es una advertencia! —gritó un oficial—. El próximo será contra ustedes, hijos de puta.
—¡Quiero ver a mis hijos!
—¡Déjenlo ver a sus hijos! —me apoyaron.
Otro tiro al techo disminuyó la protesta. Entre cuatro agentes me contuvieron y esposaron. Habían ingresado otros marineros con las armas desenfundadas. Podía generarse una matanza. El jefe tenía los ojos desorbitados, con ganas de efectuar una represalia ejemplificadora. A cada rato me clavaba su mirada impaciente, que buscaba el lugar de mi cuerpo donde perforarme. Cuando se restableció el silencio, ordenó que nos separasen en grupos, que permanecerían vigilados. Varios prisioneros esperaban alguna indicación mía, pero comprendí que sería suicida una rebelión. Mi súbita quietud indicaba que sólo cabía resignarse por el momento. Esa noche, de cama en cama, nos trasmitimos mensajes. Era una discusión en voz baja sobre las posibilidades de una rebelión que facilitase la fuga. Con los cálculos racionales se cruzaban propuestas llenas de magia y pasión: el encierro alteraba las neuronas.
Entre los pocos rusos que fuimos desembarcados en Halifax y los ochocientos prisioneros alemanes fue creciendo el afecto. Reconozco que también con algunos oficiales ingleses que se confesaban socialistas. Pero entre la mayoría de la gente simple y los duros militares alemanes belicistas se mantenía la hostilidad. Algunos altos oficiales llegaron a decir que mis mitines los distanciaba de “sus” hombres. Repetían que yo les inculcaba propaganda antipatriótica. Curiosamente, el coronel Morris adhería al patrioterismo prusiano y saludaba con respeto a oficiales que lo despedazarían en el frente de batalla. Era una clara ilustración de cuánto absurdo produce la guerra. Más aún: el coronel Morris, influido por sus “colegas” enemigos, me hizo saber que quedaba prohibida mi actuación en público y debía suspender los mitines. Su decisión produjo un efecto inverso. Los reclusos escribieron una carta que firmaron quinientos treinta prisioneros, donde se exigía mi libertad de acción y de palabra. Al enterarme se me nublaron los ojos: no había imaginado que en la pequeña Amherst, y por parte de mis enemigos en la guerra, recibiría semejante medalla.
Las autoridades inglesas, asustadas por el volumen que iba tomando la ola revolucionaria, se resistían a estrechar contactos con el nuevo Gobierno ruso. Este ejemplo determinaba la conducta de todos los mandos. Por eso mis cables a San Petersburgo no salían de Amherst. Morris y sus secuaces ni siquiera se preocupaban de evitar que lo supiésemos. Exigí entonces que remitiesen mi queja al presidente del Consejo de Ministros en Londres.
—¿Usted viene a exigir? —se burló un oficial, que rompió ante mis narices el papel que le había entregado.
Mi puñetazo le deformó la cara. En menos de un segundo fui aplastado por no sé cuántos marineros. Otra vez me sujetaron con las familiares esposas, pero agregaron el tembloroso caño de un revólver sobre mi cabeza.
—Si te mueves, disparo —susurró una voz cargada de furia.
El coronel Morris, enterado de mi nueva trasgresión, mandó decirme que la guerra cubría sus espaldas y podía hacer conmigo lo que sus tripas quisieran.
Entonces decidí volverlo loco retornando al reclamo de encontrarme con Natasha. Era un
ostinato
que hería los tímpanos de cuanto inglés se me ponía cerca. El maligno coronel tenía que aflojar en algún momento. Mis compañeros aprobaban la insistencia perpetua; era dramática y hasta cómica, pero extenuaba y ponía en ridículo a los guardianes. Morris accedió a concederme una sola reunión con mi mujer, pero yo debía prometerle que no mandaría con ella un mensaje al cónsul de Rusia en Canadá. ¿De modo que algo lo asustaba?, pensé. Dije que lo quería discutir con Morris en forma directa. El coronel me recibió en su despacho, yo estaba esposado y él protegido con un par de guardaespaldas.
—No acepto su censura —le escupí de entrada.
—Entonces no habrá reunión.
—Usted procede como un verdugo, avergüenza las mejores tradiciones inglesas.
—No necesito su puta opinión.
—Y usted no merece ese uniforme. Es un monstruo indigno y cruel.
—¡Salga de aquí! —se pasaba la lengua por los labios, incómodo de que hubiera testigos.
—¿Tiene una remota conciencia de lo inexplicable que es mi detención? ¡Le juro que la pagará muy caro! ¡Yo mismo le cortaré las bolas!
—¡Fuera, pedazo de imbécil!
La noticia de mi arresto por fin llegó a la prensa y se difundió en Rusia. Lo supe más adelante, pero corresponde contarlo en este momento. La embajada de Gran Bretaña en San Petersburgo pretendió justificar el embrollo con un imaginativo argumento. Dije que fui detenido por haberse descubierto en Halifax que viajaba con una subvención alemana para derrocar al Gobierno provisional dirigido por Kerensky. El diario
Pravda
, dirigido ya por Lenin, contestó al inescrupuloso sir Buchanan con frases duras: “¿Puede concederse crédito, siquiera por un momento, que León Trotsky, presidente del Soviet de los diputados obreros de San Petersburgo en 1905, se halle complicado en un plan subvencionado por el gobierno alemán? Trotsky es un revolucionario que consagró su vida a la causa. ¡El comunicado de la embajada inglesa no merece más atención que el de una calumnia descarada, inaudita y villana! ¿De dónde sacó usted esa noticia, señor embajador Buchanan? En Halifax secuestraron al camarada Trotsky. Y lo arrastraron por las manos y por los pies… ¿Fue en nombre de la amistad que usted dice profesar al Gobierno provisional?” Esa publicación se propagó como un incendio.
Lo que no era fácil de comprender era la perversa intervención del mismo Gobierno ruso, que en lugar de ponerse de mi lado, quería complicarme del todo. Miliukov, el retorcido ministro de Asuntos Extranjeros, estaba contento con mi detención. Ya lo angustiaba el regreso de Lenin y de otros revolucionarios; no quería más gente de esa ralea. Desde 1905 —¡doce años antes!— venía haciendo una furibunda campaña contra el “trotskismo”, palabra que tuvo el honor de acuñar y que yo no sabía si repudiar o agradecer.
Una mayoría del Gobierno ruso, sin embargo, decidió intervenir en mi caso y Miliukov tuvo que ceder. Se frotó el cabello de las sienes para sacarse la insistente jaqueca. Envió menajes a Londres y Canadá. El coronel Morris, enterado y rojo de ira, convocó a sus oficiales para impartirles curiosas instrucciones. Le deformó el rostro un súbito bruxismo acompañado de puntadas en el pecho. Se hizo revisar por el médico, que diagnosticó un nerviosismo desenfrenado. El coronel no digería semejante giro de los acontecimientos, iba a ser vencido por un pobre diablo como yo. A los presos rusos que ahora debía liberar los prefería enterrados.
Un alto oficial se presentó en nuestro hangar y nos dijo a la media docena de prisioneros rusos que debíamos recoger nuestras pertenencias y salir escoltados al aire libre. No hicimos lo uno ni lo otro, desde luego. Yo ignoraba que había sido el motivo de un enojoso forcejeo en el nuevo Gobierno ruso y que Miliukov fue obligado a pedir mi libertad. Por el contrario, suponía que me llevaban al paredón de fusilamientos. Con uno, hace muchos años, había tenido bastante y no me resignaría al rol de un cordero. O quizá pretendían hacinarnos en una prisión más estrecha y maloliente. Exigí explicaciones. A los gritos reclamé la presencia del cónsul ruso. Con los puños en alto y las yugulares hinchadas prometí no moverme del hangar. A uno de los oficiales que parecía más conciliador le dije que tenía el deber de informarme adónde nos llevarían. El oficial dudó un minuto y fue a comunicarse con el coronel Morris. Regresó descompuesto, porque le impartió la orden de sacarnos por la fuerza. Me trasmitió esa noticia con tristeza. Unos marineros juntaron nuestras pertenencias y las superpusieron en un carro. Me tendí en el piso y me aferré a las patas de una cama, rodeado por los alemanes, que decidieron apoyarme. Los demás rusos hicieron lo mismo.
Ingresó un enjambre de uniformados dispuestos a quebrarnos las costillas con sus bastones. Los maldije en ruso, alemán y francés. De pronto el oficial con el que había hablado pidió silencio. Se inclinó, me miró a los ojos y movió la cabeza para expresar su propio conflicto. Carraspeó. Se jugaba la carrera. Dijo que no encontraba lógica al procedimiento de su jefe. Miró en derredor e informó que todo esto se hacía para embarcarnos rumbo a Rusia. Quedamos petrificados.
—¿Nos mandan a Rusia y arman este teatro para burlarse de nosotros?
En ese instante, como si hubiese presentido semejante desenlace, apareció el coronel Morris con su cara deformada por el bruxismo. Un temblor le recorría la piel. Lanzó su rayo de odio contra el débil subordinado. A los rusos nos miró con repugnancia, uno por uno, y se marchó haciendo retumbar los tacos. No había permanecido ni un minuto.
Quedamos tan perplejos que empezamos a abrazarnos y soltar lágrimas. Luego de casi media hora en que no cesábamos de expresar la alegría por el fin del absurdo suplicio, surgieron propuestas de los alemanes que permanecerían en Amherst: querían brindarnos una formal despedida. Se ordenaron en una larga guardia de honor que iba desde el fondo del oscuro dormitorio común, salía al patio y llegaba a los altos portones de la muralla. Los oficiales ingleses no lo pudieron entender enseguida, pero después apreciaron el gesto y se emocionaron: alemanes y rusos que estaban matándose en la guerra, ahí se trataban con aprecio. Caminamos de modo lento y zigzagueante, con las rodillas trémulas, sintiendo el calor que brotaba de los prisioneros con quienes habíamos convivido un mes. De pronto una garganta empezó a entonar un himno revolucionario alemán. Enseguida se le sumaron cientos de gargantas. Desde la derecha y la izquierda, manos rudas nos acariciaban los hombros y la cabeza. Cuando llegamos al portón alguien pidió silencio. Y pronunció un discurso breve que se ensanchó por el aire como un toldo. Era un mensaje a la flamante Revolución Rusa y un insulto a la monarquía prusiana. Aplaudimos y empezamos a estrecharnos en desordenados abrazos y palmadas. Pocas veces sentí un repudio tan elocuente al crimen de la guerra.
Embarcamos en la misma gasolinera que nos había traído a Amherst y fuimos devueltos al puerto de Halifax. Ahí me reencontré con Natasha y los chicos, que me recibieron con besos interminables, llorando de alegría. Pero un fogonazo me quitó la felicidad: reconocí al oficial de la gendarmería británica que había dispuesto nuestra detención. Me le acerqué sin cuidar las formas. Natasha corrió a mi lado y tironeó mi manga.
—¡No arruines nuestra partida!
Con los ojos fuera de las órbitas le prometí que en la Asamblea Constituyente de San Petersburgo interpelaría al ministro de Asuntos Extranjeros sobre el injustificable maltrato que nos aplicaron en esta guarnición. Y lo acusaría con nombre y apellido.
—Yo tengo la esperanza —contestó inmutable mientras acariciaba su fino bigote— de que a usted no lo dejarán siquiera sentarse en la Asamblea.
Le escupí las botas y fui arrastrado por varios marineros al interior del barco. Sobre cubierta permanecimos abrazados con Natasha y los chicos para ver cómo nos alejábamos de un país que nos había tratado con innecesaria crueldad. La ciudad y sus contornos rocosos fueron achicándose hasta desaparecer bajo la línea del horizonte.
El viaje en ese barco danés transcurrió sin contratiempos. Incluso las olas fueron menos agresivas, como si ya hubiesen considerado suficiente el castigo que nos habían descargado hasta ese momento. Pasábamos las jornadas leyendo o jugando con los chicos. Había un piano donde dos mujeres solían entretenernos con obras clásicas y románticas. Una de ellas gustaba repetir
Cuadros de una exposición
, de Mussorgsky, una obra que siempre atraía mi atención por sus aromas rusos y la variedad de timbres, ritmos y melodías.
Soberano
Rusia
(1917)
Una ola incontenible
Sucesivos telegramas informaron a San Petersburgo sobre nuestras etapas oceánicas y terrestres. Nos montaron un desmedido recibimiento en la estación de tren, con flores y banderas. Fui alzado en andas. Tuve que expresar mi alegría con un discurso en el que no dejé de insistir sobre la segunda y verdadera revolución, la que ahora debíamos concretar.
La agitación siguió hasta la calle. Hombres y mujeres me acosaron con preguntas y otros me quisieron trasmitir informaciones de primera mano. Pedí ser llevado al Comité Ejecutivo del Soviet mientras Natasha y mis hijos fueron a buscar alojamiento con una columna de personas impacientes por brindar ayuda.
Al ingresar en el salón donde fui presidente una década atrás, me saludaron con frialdad y desconfianza. Había un clima distinto al que respiré minutos antes. Sin embargo, los escasos bolcheviques, contra lo esperable, exigieron mi incorporación. Sabían que yo no comulgaba con todas sus ideas, pero apreciaban mi desempeño. La inesperada decisión alteró a muchos. Yo mismo, aún cansado por el viaje, no supe qué decir. Los mencheviques cuchichearon una fórmula intermedia con los narodniki, ya que entre ambos eran la mayoría. En la rápida deliberación hubo elogios y agravios; por fin se convino admitirme con voz y sin voto. Sea, dije. Entonces mandaron confeccionarme un carnet de directivo e invitaron a sentarme a la mesa. Pusieron delante de mis manos un vaso de té y rebanadas de pan negro con manteca. El frío inicial empezaba a disiparse.