Narra Franz
Educación superior
Pavel era un decisivo protagonista en las reuniones en mi huerta y había propuesto comprar libros para los trabajadores. La lectura acelera la revolución, sabemos todos. Podemos conseguir libros baratos, le contesté, pero no es fácil hacerlos llegar a la gente sin que nos pesque la policía. Cada uno distribuirá los que pueda, insistió Pavel. Yo había contratado a un jornalero para que me ayudase en la huerta y Pavel propuso que él también colaborase en la distribución. Era el más confiable, porque no sabía leer ni escribir y no sabría informar qué repartía. Conseguimos los libros a buen precio y empezamos la tarea. El jornalero analfabeto no era tal, sino uno de los espías que se habían infiltrado en mi huerta: depositó sobre el escritorio del comisario gran parte del producto logrado con el vaciamiento de nuestros bolsillos. El comisario procedió a una alegre quema en el patio de la prisión y anotó los nombres de sus inminentes víctimas.
Entonces fue cuando Liova, después del espantoso reencuentro con su padre, propuso aumentar la apuesta. ¿Qué más se podía hacer? ¡Crear una universidad! Lo miramos como se mira a alguien que ha perdido la cabeza. Es fácil, contestó, nos basaremos en la enseñanza mutua, como se hacía en la Grecia de Sócrates. No entendimos su proyecto al principio, pero luego aplaudí. Los demás se unieron a mi actitud. El saloncito de mi huerta resonó con una alegría que no dejaba ver más allá del horizonte. En poco tiempo conseguimos unos veinte alumnos. Liova fue el primero en asumir una cátedra, la de sociología. Se aplicó a preparar el curso, pero en dos lecciones agotó sus reservas teóricas. Otro conferenciante se encargó de la Revolución Francesa, pero se embarulló en las primeras frases y prometió organizar su exposición por escrito. Ambos fracasos dieron al traste con el experimento y en la comisaría, enterados de cada detalle, se mataron de risa. Opinaron que en vez de doblarnos con el látigo y encerrarnos en la cárcel, debíamos iniciar una gira de teatro cómico.
Fracasada la distribución de libros y fracasada la universidad, Liova insistió que no podíamos quedarnos quietos. Estoy seguro de que lo tenía trastornado la culpa por haber provocado la desaparición de Alexandra. Propuso redactar proclamas y artículos que los mismos autores llevarían a las fábricas y al puerto. Cada uno debía hacer diez copias de los suyos en caracteres de imprenta para facilitar la lectura de los menos ilustrados. Me di cuenta que Liova gozaba el dibujo de cada letra. Fugaba del mundo, no escuchaba mi voz, no respondía al zarandeo de un hombro. Sus anteojos temblaban al ritmo de la nerviosa mano. Casi no corregía, porque las frases le venían con rara perfección.
En poco tiempo las fábricas y los talleres devoraban esas hojitas, que pasaban de mano en mano y algunas eran leídas en voz alta. Estoy seguro de que los trabajadores imaginaban a cada uno de los autores como personalidades extraordinarias.
Liova machacaba en las reuniones que los obreros necesitaban una conducción y nuestro círculo podía cumplir ese papel. Los concurrentes a mi huerta aumentaron su número. Algunos traían un amigo, otros sus mujeres y hasta los hijos más grandes. Las reuniones secretas ya no podían ser consideradas secretas. Para evitar a los espías, entre los probadamente leales resolvimos efectuar encuentros en la profundidad del bosque o junto al río. Pero la policía ya estaba enterada de cada movimiento, de cada palabra. Su intención era darnos un golpe del que sería imposible recuperarse.
Una noche Víctor apareció excitado. Se le había ocurrido un proyecto poderoso. Pero si nos descubrían, seríamos cortados en rodajas. ¿Cuál era ese gran proyecto? Multiplicar cada proclama por cincuenta o doscientos o mil. Llenar las fábricas sin perder tiempo dibujando letra por letra. ¿Cómo hacerlo? Mediante un trabajo nocturno, en el sótano de un ciego. Me sonó demencial, pero Liova sonreía feliz, porque lo había captado. Víctor suministró breves aclaraciones. Necesitábamos velas, glicerina, una estufa, gelatina de mediana calidad, mucho papel y unas hojas de lata. El procedimiento era rústico, pero eficiente. El ciego merecía la confianza del mundo, porque era un auténtico revolucionario que se desplazaba por su sótano de techo bajo como si viese cada detalle. Sus dedos eran más precisos que las pupilas.
—¡Esta aventura no es una aventura, sino una epopeya!
Se multiplicó el entusiasmo. En menos de veinticuatro horas reunimos mucho material y, bajo la curiosidad de la luna llevamos glicerina, gelatina y papel a esa cueva, cuyo ingreso estaba disimulado por una sucia alfombra bajo la cama del ciego. Había que levantar una tapa del piso y descender por una escalinata de madera. Reinaba la oscuridad total y sólo entraba una brizna de aire por la rejilla que daba al melancólico jardín. El techo era tan bajo que a menudo nos golpeábamos la cabeza. El ciego se movía con más seguridad que nadie; dirigía el operativo como un jefe de estado mayor. Los demás nos ilusionábamos con el inminente desmoronamiento del zarismo.
En los astilleros de Nikolaiev regía ya la jornada de ocho horas y sus obreros no querían huelgas, sino movilidad social, calidad de vida, espiritualidad religiosa. Unos se convirtieron en anabaptistas, otros en cristianos evangélicos. Liova los sorprendió con una serie de volantes llenos de anécdotas bíblicas. Pero abandonó ese recurso cuando los más jóvenes advirtieron que era un anzuelo y se echaban a reír en lugar de aplaudirlo. Había incrédulos que ridiculizaban a los creyentes. Uno dijo que se cagaba en la teología y propuso cantar “¡Somos el alfa y el omega de no sé qué cosa!” El éxito de esa precaria imprenta determinó el fin de la huerta.
Narra Liova
Liga Obrera del Sur de Rusia
Nikolaiev ya nos quedaba chica. Me encargaron establecer relaciones con Odesa, a la que yo conocía bien. Fui al puerto con ropa decente, por un rublo compré un pasaje de tercera clase y, al descender la noche, me tendí en cubierta junto a la chimenea para soportar los correazos del frío. La bolsa con proclamas me servía de almohada y el remendado abrigo, de colcha. Cené los trozos de pan que llevaba en mis bolsillos y desperté en la estridente Odesa, cuyos muelles siempre volvían a producirme la impresión de una fábrica.
Me lavé en la tina que usaban los marineros y bajé a tierra firme. Inhalé el perfumado aire de los bulevares y me lancé por las avenidas con una lista de direcciones en mi mano derecha y el pesado bolso atado al hombro izquierdo. Evité el barrio de mis primos, obviamente. Fui a cada domicilio, tiraba el hilo de la campanilla o hacía sonar la aldaba de bronce o me resignaba a golpear la puerta cuando no existían esos medios de llamada. Excepto en cuatro sitios, di con todos los destinatarios. Entregaba un fajo de papeles y daba una breve explicación. En once lugares me invitaron a tomar té con masitas y en dos a quedarme para el almuerzo. Por lo menos en cinco oportunidades me crucé con policías a caballo. Entonces estiraba mi gabán, acomodaba mi bolso y miraba con desafío a la distancia.
En el quinto viaje me quedó tiempo libre. Hacía mucho que no pisaba la biblioteca pública. En el hall me rocé con un compañero del Instituto. Nos miramos en silencio y supimos algo que no necesitaba palabras. Es notable cómo se reconoce la gente que milita en la subversión. Luego de inspeccionar las novedades en el catálogo y echar una mirada a las revistas expuestas sobre lustrosas mesas de dos aguas, se acercó sigiloso y me invitó a caminar. Era como un flirteo, sólo que el loco amor no éramos nosotros, sino el movimiento revolucionario. Él se llamaba Albert y era obrero impresor. Le dije que yo era un impresor novato y trabajaba en un sótano dirigido por un ciego. Nos sentamos en el banco de una plaza, protegidos por las tristes cortinas de un sauce. Me quedaban pocas hojas y se las di a leer. Sus cejas se levantaban con asombro y hasta emitió un breve silbido al chocar con una frase. Propuso asociarnos en la tarea: desde aquel día no sólo me ayudaría a distribuir los materiales, sino que yo llevaría a Nikolaiev volantes impresos en Odesa. Albert también me iba a donar textos recién publicados en Europa occidental.
A mi regreso dije:
—Nuestro círculo de la huerta, o grupo de chiflados, o lo que diablos fuese, necesita un nombre más potente. Basta de cobardes reticencias. Debe llamarse algo así como “Liga Obrera del Sur de Rusia”. De ese modo podremos atraer a otras ciudades y regiones.
Franz, el impresor ciego, mis tres compañeros tuberculosos y el resto de los camaradas (más los espías infiltrados) aceptaron subir a ese camino triunfal. Sólo faltaba Alexandra, la brillante Alexandra, pero nadie se atrevió a mencionar su nombre.
Redacté los estatutos de la Liga basado en modelos socialdemócratas. Fueron debatidos y aprobados, como se hace en una democracia verdadera. Bebimos un néctar fabuloso y extraño bajo el zarismo: discutir amistosamente, votar. Ahora correspondía difundir la flamante Liga. Copiamos un maremoto de volantes en la penumbra del sótano. Largas horas nocturnas convirtieron ese lugar en la forja de Hefestos. A las fábricas y los talleres llegaron hojas y más hojas. La agresión hirió en el pecho a capataces y directivos, tal como habíamos deseado. Pero no tardaron en ponerse de acuerdo y exhortar a sus obreros a que no leyesen tanta basura. El efecto fue opuesto, porque nos hacían una publicidad indirecta. Empezó a correr la voz sobre “los locos de la huerta”.
El carpintero Zósimo inventó una canción provocativa que elogiaba a Marx. Era un tácito homenaje a la ausente Alexandra. La cantaba al comenzar nuestras reuniones y también cuando se marchaba. Entusiasmado, la cantó cerca de un policía. El policía lo creyó un borracho agresivo y lo arrastró a la cárcel. Allí se aterrorizó al ser despojado de su camisa y ver el brillo del látigo. Le empezó a sangrar la espalda bajo las rayas profundas del cuero. Cuando le dieron con un palo en la cara, rogó clemencia. Otro palo y dijo que iba a confesar. Las lágrimas le impedían ver. Tendido en el piso, declaró que todo el círculo de la huerta era un movimiento terrorista. ¡Usó el vocablo “terrorista”! El comisario anotó cada una de sus palabras y liberaron a Zósimo.
Trastabillando hizo una vuelta para disimular y llegó a la huerta para contarnos su traición. Franz propuso disolver el encuentro de inmediato y reunirnos a la noche en el cementerio. Allí, protegidos por el matorral de lápidas que ocultaría nuestra presencia, distribuiríamos todos los paquetes con proclamas a unos obreros fieles que él mismo se ocuparía de convocar. Su relato nos hizo tomar conciencia del peligro y vaciamos la huerta. Cada uno se fue en distinta dirección. Al oscurecer saltamos la tapia del cementerio y nos fuimos concentrando en un rincón. Desde abajo nos miraban los muertos y quizá manifestaban congoja. Fue doloroso que recién en ese instante alguien comentase que Alexandra se había marchado a Iekaterinoslav. Estuve a punto de cambiar mi plan de fuga y dirigirme hacia allí, pero ella me hubiera rechazado. Todavía su desdén me revolvía los sesos: “¡Nunca volveré a estrechar tu mano! ¡Imbécil!”
Las detenciones empezaron a la madrugada e incluyeron a casi todos los compañeros, incluidos los tuberculosos. La represión fue más allá de nuestro círculo, porque se abatió sobre obreros, estudiantes y pequeño-burgueses que jamás habían pisado la huerta de Franz. No eran decenas, sino centenas las víctimas. Los mastines estaban hambrientos. Los expertos en torturas se relamían al proveerse de más látigos, bastones y cadenas. Supe que uno de los presos fue desmayado por los golpes; apenas se recuperó pudo arrastrarse hasta la ventana y tirarse al vacío. Otro gritaba incoherencias hasta que lo callaron destruyéndole las órbitas con los planazos de una espada. Un tercero se cortó las venas con un trozo de vidrio.
Nikolaiev quedó sin revolucionarios sueltos. Por las calles se notaba el nerviosismo y la cautela. Por unas horas, sólo por unas ñoras, pude esquivar mi captura.
Narra Alexandra
Amor y cautiverio
Es un sujeto difícil que la está pasando mal. Pero así son los que tienen pasión y talento. Fue muy agresivo su brindis en la huerta de Franz, claro que sí. ¡Insolente y disparatado! Estoy segura de que pretendía decir otra cosa. Lo desdoblaban sus propios conflictos. Lleva un actor en la sangre. Me ama, lo decían sus ojos, y lo decían con insistencia. Yo también lo amo. Aunque ni nos dimos un beso. Sólo nos estrechamos cuando gritó la metáfora del camino a Damasco. ¡Se comparó con el apóstol Pablo, siendo judío y ateo! Su mente es un laberinto… No importa, lo que dijo fue suficiente para que me atreviese a saltar sobre él. Y estrecharlo en el anudamiento más sentido de mi existencia. Se me ha fijado en la memoria. Como una avispa que a menudo pica la piel y provoca calenturas. ¡Cupido encarnado en avispa! Quisiera volver a abrazarlo. Morderle los labios. Sentirlo entre mis muslos.
Me mortifica advertir que sólo lo impresionaba desde el conocimiento. Los demás integrantes del grupo son mediocres; apenas comprendían, pero me adoraban. En cambio él es espinoso. Tiene caprichos. De todas formas, me agradan su rebeldía y su hirsutismo mental. Por momentos se ponía intratable. Yo no me conformaba, por supuesto, con desplazar el erotismo a las discusiones. Creo que ninguna mujer se hubiese conformado.
En Iekaterinoslav recibí noticias sobre su fracasada huida y su actual cautiverio. Lo encerraron en una celda con asesinos vulgares. Es la primera vez que conoce en vivo y en directo esta porción del régimen a la que había imaginado por el testimonio de ex convictos. No se trata de habitar en el desierto como los esenios de la antigua Israel (comparación que Liova hacía respecto a su cubículo en el fondo de la huerta), ni de jugar a la entusiasta proletarización, sino de soportar torturas. Torturas feroces. Lo imagino metiéndose los dedos en su hermosa cabellera para frotarse el cráneo y repetirse que para ser revolucionario hay que pagar, y ese era el precio.
Me contaron que tuvo la osadía de acercarse a los barrotes que dan al corredor y pidió la instalación de un samovar al guardia armado que los vigilaba desde un banquito. El guardia lo miró con una sonrisa y escupió en el piso. Liova le repitió la demanda y, ante su indiferencia, exigió que se acercase para ver cómo uno de los presos moría de frío. El agente estuvo tentado de volver a escupir, pero inspeccionó desde lejos. En el fondo yacía un hombre con aspecto de cadáver. Insultó y fue en busca de ayuda. Regresó con dos camilleros que sacaron al agónico. Una hora más tarde pusieron un samovar. Liova recibió numerosos abrazos: empezaba a ser líder.