Ella regresaba con puntualidad. A la segunda semana advertí que el guardia miraba hacia otro lado: nos daba permiso para tocarnos los dedos e intercambiar papeles. Decidimos llegar a las citas con mensajes bajo la ropa. Nuestra causa estaba ganando simpatías hasta entre los verdugos. Uno de los policías era un hombre entrado en años y especialmente amable. Una tarde me rogó que le dedicase un libro y un retrato. Abrí tan grandes los párpados que se me cayeron los anteojos.
—¡Tengo hijas estudiantes! —me susurró al oído.
Empezó la causa contra los integrantes del Soviet. El patio de la Audiencia y todas las calles adyacentes se convirtieron en un campamento militar. Fue movilizada la policía de San Petersburgo. La vista jurídica cursó con una libertad novedosa en el país. Se citaron unos cuatrocientos testigos, de los cuales se tomó declaración a más de la mitad. Los obreros, fabricantes, gendarmes, ingenieros, mandaderos, burgueses, periodistas, empleados de Correos y Telégrafos, comisarios y agentes de policía, estudiantes de bachillerato, diputados de la Duma, porteros, senadores, vagabundos, profesores y soldados, en caótica secuencia, debieron responder a las preguntas de los jueces. Llegó la hora en que los acusados hiciéramos también nuestras declaraciones.
Mis padres asistieron a la vista. Tuve una conmoción al verlos. Habían llegado desde la lejana Iánovka. Me contemplaban a distancia. Mamá se secaba las lágrimas mientras papá me hizo el guiño más cariñoso del que tuviese recuerdo. Seguro que ya no consideraban mi conducta como la de un muchacho aturdido, el que vivía en la huerta del checo Franz y después cometió estupideces en Nicolaiev. Mis padres sabían que era redactor de periódicos exitosos, que había sido presidente del Soviet y que mucha gente leía mis folletos y mis libros. Mamá se armó de coraje y fue a hablar con uno de los defensores.
Cuando llegó mi turno opté por pronunciar un discurso desafiante. Expliqué la legitimidad de un levantamiento que desea mayor justicia política y social. En la sala se extendió el silencio ante la contundencia de mis palabras. Los abogados y los jueces dejaron de pestañear. Mi madre, en cambio, bajaba la cabeza, porque no podía ni deseaba comprenderme, lloraba con un pañuelo apretado contra su cara; presentía que se estaban liquidando mis perspectivas de libertad. Su llanto arreció cuando papá le pidió que mirase a los veinte defensores que desfilaban delante de mí para estrecharme la mano al terminar mi discurso. Los miré por arriba de las cabezas que nos separaban y en mis ojos se dibujaba un claro mensaje de amor. Uno de los abogados solicitó una pausa en vista de la emoción que barría la sala.
Durante el intervalo mis padres procuraron arrimarse a los codazos, pero los guardias levantaron una barrera de sables. Papá discutió con uno de los gendarmes y estuvo a punto de ser expulsado. Sus imprecaciones mojadas en lágrimas consiguieron que los dejasen llegar junto a mí. Entonces nos abalanzamos hambrientos y nos llenamos de besos y caricias. Mamá tartamudeaba entre sus mocos y aseguraba que yo sería absuelto. Y que me darían una medalla.
—Tal vez me manden a la
Katorga
—dije para bajarle las expectativas.
Me miró fijo y supe leer qué ideas circulaban por su mente. Para ella era un muchacho hermoso con anteojos de doctor; no podrían mandarme al infierno de la
Katorga
por segunda vez. ¡Yo había hablado con tanta elocuencia, había emocionado a tantas personas! Papá, siempre realista, estaba pálido, orgulloso y descorazonado al mismo tiempo.
Cuando se reanudó la vista conseguimos una victoria inesperada. En efecto, el tribunal en pleno se negó a llamar como testigo a un senador que había descubierto en el departamento de Policía una imprenta dedicada a reproducir llamados a la matanza de judíos. Esa complicidad asesina de los magistrados con un régimen criminal deshacía el respeto que se les otorgaba. Los abogados empezaron a pronunciar insultos contra los jueces, algo insólito en la historia de Rusia. La pelea forzó a que se interrumpiese la sesión. En medio de la batahola fuimos devueltos con empellones a las celdas mientras se forzaba la evacuación de los estrados.
Horas después los jueces, con una sala más llena que nunca de uniformados, dieron lectura a la sentencia sin la presencia de los reos. Mis padres, atornillados a las baldosas del marmóreo corredor, sintieron una puñalada cuando fue pronunciada la sanción implacable. Éramos condenados a perder los derechos civiles y ser desterrados a Siberia. ¡A la
Katorga
! El diminuto consuelo consistía en que la pena de cuarenta y cinco latigazos que solía completar esta sanción, había sido suprimida por la Duma. Los gritones y llorosos fueron expulsados por nuevas oleadas de militares.
Nos embutieron en ofensivos trajes de presidiarios, pero por suerte permitieron que retuviésemos nuestros propios zapatos. Era importante para mí, porque dentro de la suela llevaba escondido un pasaporte y monedas de oro. Hacía rato que había aprendido a no olvidar estos recursos.
Un guardia susurró que me enviarían a la aldea de Obdorsk, en el círculo polar ártico. Quedaba a mil quinientos kilómetros de la última estación de ferrocarril, casi fuera del planeta. El correo, en el mejor de los casos, llegaba cada quince días. Podía considerarme hombre muerto. Y marcharía muy lejos de Usti-Kut, donde seguían presas Alexandra y mis dos hijas.
Antes de que se insinuase el primer movimiento de fuga me encontré rodeado de gendarmes que nos zambulleron con otros camaradas en un coche para conducirnos a la estación de trenes. Nos habían etiquetado de “sediciosos” y la nerviosa escolta traspiraba. Nos empujaron al interior de los vagones. Éramos casi un centenar de reclusos. Los suboficiales se distribuyeron en cada coche con los sables desenvainados, que refulgían al cambiar la luz. No pude despedirme de mis padres desesperados, ni de Natasha, ni conocer a mi hijito. Me repetía de forma incesante, para contener mi desesperación: ¡Escaparás! ¡Escaparás! ¡Escaparás!
Recién al segundo día de viaje nos quitaron las esposas. Le escribí a Natasha que la cortesía de los soldados fue una sorpresa. Se habían enterado de mi discurso desafiante en la caótica vista y mi rebelión los había seducido. Responden a la disciplina, es verdad, pero sombreada por una conciencia culpable. Los escuché susurrar que debían estar orgullosos por escoltar a “diputados obreros”, no delincuentes. Algunos se ofrecieron para echar nuestras cartas a escondidas en los buzones del trayecto. Conté a Natasha, a mis padres y hermanos los pormenores de este viaje interminable. Les expresaba mi amor con hojas llenas de detalles, como si fuesen crónicas literarias. También le decía a Natasha cuán preocupado estaba por ella, que había quedado sola y con un niño. Por último, rogaba que preparasen libros para enviarme a la distante Obdorsk.
Cuando se terminó el ferrocarril proseguimos la marcha en carruajes tirados por caballos. Nos dividieron en varios grupos. Yo integraba una partida de catorce prisioneros, para la cual se destinó una escolta de cincuenta y dos soldados, más el capitán, el oficial de policía y el sargento. ¡Debía estar orgulloso de mi peligrosidad! La caravana poseía cuarenta trineos.
El camino bordeaba las aguas del río Ob, cuyo nombre se usaba de prefijo para todas las diminutas y aisladas
isbas
que dejábamos atrás. Porque salíamos de la civilización, si cabía hablar de civilización en esas latitudes. Cruzamos de prisa una comarca apestada de tifus. Nos alimentábamos con pescado seco y algunas piezas de caza. En agotadores treinta tres días llegamos a la villa de Beresof. ¡Bendita Beresof, como explicaré enseguida! Allí nos concedieron veinticuatro horas de descanso. Aún faltaban otros quinientos kilómetros para alcanzar el destino final. Los gendarmes ya no temían nuestras fugas, porque escapar era morir.
Escape por el desierto de nieve
En Beresof vivía desterrado un agrimensor de solemne barba blanca dividida en dos triángulos. Lo encaré con mis mejores dotes diplomáticas y, al advertir que podía confiar en su discreción, me lancé a preguntarle sobre las posibilidades de una fuga. Me devolvió una sonrisa amarga.
—Si resultase tan fácil, yo mismo me habría hecho humo.
—¡Debe haber alguna forma! Usted hace tiempo que está aquí, conoce a la gente.
—No es fácil desaparecer —agregó—, pero si prefieres morir luego de un intento, varias veces pensé en ese peligroso camino.
—¿Un camino?
—Llamémoslo una senda alternativa.
—Explíqueme, le ruego.
—Todos andan fijados en el río Ob, porque es el que se usa como referencia. Pero no lejos corre el Sossiva, más angosto. También fluye hacia el oeste, ¿me explico? Luego, ya cerca de los Urales, podría orientarte hasta unas minas. Si llegas a ese punto… Repito, si llegas a ese punto, pese a la nieve y los lobos, diría que ganaste la partida. Porque no sería difícil ubicar un ferrocarril de trocha angosta que parte de las minas y desemboca en la línea general.
Nos quedamos en silencio. Después le dije que admiraba su minucioso dominio de la geografía.
—Se explica: la vengo estudiando desde hace mucho. También soñé con escapar.
Le propuse huir juntos. Se negó, ya no le quedaban fuerzas para semejante aventura, seguro que moriría en el camino. El sendero junto al Sossiva era irregular y poco apto para zafar de una persecución con perros. Si me salvaba ahí, después comenzaría la soledad más terrible del planeta y los gendarmes preferirán dejarme perecer solo. Nadie sobrevive. No encontrará un poblado ruso ni por casualidad, insistió, sólo alguna que otra
isba
de ostiacos más parecidos a las bestias que a la gente. También podría extraviarse durante las tormentas.
—¡Estamos en febrero, en el corazón del invierno!
Convencí a uno de los médicos que nos acompañaban al exilio que me enseñase a fingir un ataque de lumbociática. De esa forma podría quedarme hospitalizado en Beresof por unos días e intentar el escape. El médico tuvo pena de mi ingenuidad, también hubiera querido huir, pero sabía que era imposible. Aprendí rápido y mis virtudes histriónicas convencieron a los guardias de que no podía dar un paso ni acomodarme en un trineo. Me internaron en el rudimentario hospital. Daba gusto hacerme el discapacitado. Había algo de calefacción y la comida, aunque escasa, era más nutritiva. Después de una semana, cuando mis compañeros ya habrían sido devorados por el desierto blanco rumbo al polo, simulé comenzar a restablecerme. Daba pasos rengos y me autorizaron a respirar el aire frío del exterior. En esas cortas excursiones estudié la vigilancia que controlaba los alrededores. Era mínima, casi siempre impregnada de vodka. Una tarde demoré más de la cuenta mi regreso y no me dijeron una palabra. El médico me estimulaba a moverme lo más posible para vencer los restos de la ciática. Sólo un loco intentaría huir en esa época del año.
El agrimensor se rascó las dos cascadas de su barba y dijo conocer un hombre que podría llevarme hasta un caserío ziriano, más allá del alcance que tenían las persecuciones perpetradas por los gendarmes de Beresof. Los zirianos eran primitivos, pero expertos: me conducirían hasta esas minas próximas a los Urales si les pagaba bien. Siguiendo sus indicaciones, en uno de mis paseos llegué a la cabaña del hombre solitario, cuyo nombre era Igor. Aunque la temperatura interior era agradable porque ardían unos leños, me invadió la asfixia por el cúmulo de malos olores. Simulando un resfrío me tapé la nariz con un trapo y le dije que venía de parte del agrimensor. Nos sentamos sobre un banco cubierto con pieles crudas. Igor era bajito y seco. Mientras hablábamos se cortaba los extremos del pelo y la barba a golpes de cuchillo. Me estudió en silencio. Sus ojos cargados de alcohol me interrogaron sobre la firmeza de mi propósito. Yo tenía lentes doctorales y una juventud que no le inspiraban confianza. Luego de una larga hesitación aceptó conducirme a cambio de una buena paga. Llegamos a un acuerdo y arrojó otro leño a la estufa, que reventó en un enjambre de chispas.
—Trato hecho… —suspiró.
A la mañana siguiente busqué al agrimensor.
—Es un borracho —me quejé, tal vez para que me disuada de asumir el riesgo.
—¡Por supuesto! El vodka lo mantiene de pie, le abre la cabeza. Lo he visto tirado en el piso contorsionándose. Después se paró y dijo que esos movimientos le hacían circular la sangre. Aquí muchas cosas no se entienden.
—Podrá dormirse en el camino.
—No tienes nada mejor, Liova. O ese hombre, o intentas que te dejen aquí hasta que pase el próximo convoy de reclusos.
Resolvimos salir el domingo a la medianoche, porque las autoridades habían organizado una función de aficionados. Me presenté con renguera. El jefe del distrito esperaba con ansiedad el comienzo de la obra y le trasmití que me sentía mejor; pronto reanudaría mi viaje hacia el infierno de Obdorsk. Agradeció la deferencia y me invitó a gozar del espectáculo. Luego volví a mi lecho de hospital.
A las doce alcé mi bolso escondido bajo la cama y me escurrí hacia la choza de Igor. Su trineo ya estaba listo. Me acomodó sobre una gruesa piel de oso que cubría la base del vehículo. Después me tapó con una parva de paja, que desparramó de forma pareja. Ató la paja conmigo adentro. Estaba a salvo de miradas ajenas y también del frío impiadoso. Recordé la fuga anterior, con la traductora de Marx.
El trineo se deslizó sereno durante varios minutos. Después Igor azuzó a los animales hasta conseguir gran velocidad. Supongo que cubrimos varios kilómetros, porque en mi duermevela empezó una lumbociática de verdad. Por suerte el trineo se detuvo. Mi guía aflojó las correas y pude salir del escondite. Mis botas se hundieron en la nieve. Froté la dolorida espalda y miré hacia la oscuridad que aún nos envolvía. Las estrellas parecían bolitas de hielo. Igor lanzó una serie de silbidos que me parecieron responder a un código. En efecto, al rato escuché voces.
Aparecieron dos ostiacos dando tumbos. La cosa iba a ponerse fea, porque estaban más borrachos que Igor. Los miré con rabia. Cruzaron unas palabras y mi guía tendió su mano para que le pagase. Dije que así no había sido nuestro acuerdo: no me podía dejar en manos de unos irresponsables. Sonrió apenas, pero quedé perplejo al escucharle las mismas palabras del agrimensor.
—Aquí muchas cosas no se entienden.
¿Debía continuar mi aventura con los ostiacos?
—Ya estás fuera de la persecución, para los de Beresof te has muerto —carcajeó como despedida. Y se esfumó en la oscuridad.