Natasha luego me contó que los chicos se asombraron al oír hablar ruso por las calles y ver en las paredes afiches con caracteres cirílicos. Tampoco Natasha lograba orientarse. La deslumbraron los oficiales con cintas rojas en el pecho cantando himnos rebeldes. Los tranvías se desplazaban con militares afines a la revolución. En las avenidas se desparramaban las tropas para hacer la instrucción: unos soldados se tendían en tierra, luego desfilaban y volvían a tenderse. Esto tenía una lamentable explicación: sobre los hombros de la buena revolución en marcha mordía el monstruo de la guerra. Los líderes de la llamada democracia revolucionaria no se atrevían a proponer su fin por miedo a perder el apoyo de la Entente. Nunca pude reunirme con Kerensky, presidente del Gobierno provisional, que semejaba un perro desorientado en la tormenta. Pero conocía a varios ministros, con quienes me había cruzado en mitines o congresos, dentro y fuera del país, y que no formaban un equipo lúcido ni valiente.
Lenin sostenía que Kerensky era un charlatán. Lo consideraba irrelevante, apenas un sujeto favorecido por el minuto histórico. Su padre había sido un buen maestro en la lejana Simbirsk, pero su hijo ni para maestro servía. La ola revolucionaria que estalló en 1917 arrastraba a multitudes vírgenes que reclamaban un brazo robusto y creativo.
Natasha encontró lugar en el cuarto de un hotelito. No terminamos de acomodar nuestras pertenencias cuando abrí la puerta a un oficial vestido de gala.
—¿No me conoce usted?
No, no lo conocía.
—Soy Loginov.
Este oficial había sido cerrajero en 1905. Luchó contra la policía del Zar y me protegió en un asalto nocturno. Ahora dirigía dos fábricas metalúrgicas. La reciente revolución democrática enardeció su conciencia. Supo de mi regreso por los diarios y venía a ofrecernos vivir en su casa. Junto con Natasha sentimos gratitud e incomodidad a la vez. Insistió. Para convencernos propuso que antes de llevar el equipaje le hiciéramos una visita. Fuimos en su carruaje, tirado por dos caballos. Llegamos a una mansión que compartía con su joven esposa. Aún no tenían hijos. Un recorrido superficial demostraba que en esa vivienda no nos faltaría nada. Era un oasis en medio de la ciudad ruidosa. Ella prometió mandar al día siguiente dos empleados que nos ayudasen a empaquetar. Natasha me pellizcó el brazo.
—Aceptemos. Podrás seguir tu actividad sin angustiarte por el confort de la familia.
Loginov y su esposa fueron atentos y cariñosos. Pero cuando la conversación rodaba hacia los temas políticos, la situación cambiaba. Loginov era nacionalista y defendía las ambiciones rusas de expansión. Más tarde resultó que odiaba a los bolcheviques tanto como a los alemanes. Y consideraba a Lenin un agente prusiano. Al principio traté de ignorar sus palabras. Después me esforcé por mostrarle que estaba errado. Pero no conseguí aflojar sus prejuicios. Natasha me prohibió seguir discutiendo, porque ofendía a nuestro generoso anfitrión. Llegó un momento en que se me acabó la paciencia y expresé en el mejor tono posible que pensábamos diferente: o evitábamos los temas políticos o tendríamos que abandonar su mansión. Pero la política siguió filtrándose por caprichosas ranuras y decidimos regresar al hotelucho. Loginov y su esposa lamentaron nuestra partida y se ocuparon de que su servidumbre nos ayudase en la mudanza.
En esos meses aumentaron las calumnias contra los bolcheviques, estimuladas tanto por otros sectores revolucionarios como por el Gobierno provisional. La sola palabra “bolchevique” suscitaba desdén. Algunos afirmaban sueltos de cuerpo que eran peores que los anarquistas, destructores de la nación, saboteadores de los trabajadores, enemigos del campesinado. Cundía la campaña sobre el vagón precintado en que Lenin había hecho su viaje desde Suiza, cruzando toda Alemania sin inconvenientes. Aseguraban que eso probaba su carácter de “agente prusiano”. Pronto me acusaron también a mí de haber obtenido ayuda alemana. Quien asimismo contribuía con entusiasmo a esas descalificaciones era el fantasioso George Buchanan, embajador inglés. Entonces decidí poner en la picota a los difamadores y busqué el momento más contundente. Estaba reunido el Primer Congreso soviético panruso donde los bolcheviques contaban con una ínfima minoría. Ante la sala abarrotada pedí la palabra.
—Nos acusan de ser agentes a sueldo del Gobierno alemán. Pues bien, desde esta tribuna me dirijo a la prensa honrada de Rusia, con el ruego de que recojan estas palabras: ¡Mientras Miliukov no retire su acusación, sobre su frente quedará impreso el estigma de ser un calumniador vil!
Continué mi discurso con referencias a mi odisea en Halifax y la complicidad del ministro con el embajador británico. Logré arrancar una ovación clamorosa. Los aplausos se mantuvieron potentes más allá de lo habitual. Pero ese triunfo duró poco. Miliukov recogió el guante y al día siguiente lanzó la temeraria denuncia. Afirmó que una Liga patriótica alemana de Nueva York me había entregado diez mil dólares para combatir al Gobierno provisional.
Casi exploté de rabia, pero conseguí serenarme lo suficiente para desarmar semejante mentira. Con datos en la mano informé que antes de abandonar los Estados Unidos un nutrido grupo de obreros alemanes —ante quienes había pronunciado varias conferencias—, en unión con amigos americanos, rusos, letones, judíos, lituanos y finlandeses, me organizaron un acto de despedida e hicieron una colecta para ayudar a la Revolución Rusa. Las pruebas constaban en la prensa. La colecta ascendió a trescientos diez dólares, ni un centavo más. También lo documentaba la prensa. Autorizado por los organizadores del acto, distribuí ese importe entre los cinco emigrantes que volvían conmigo a Rusia, y que me acompañaron en la cárcel de Amherst. Para terminar de romper esa construcción embustera, confesé que en ningún momento de mi vida tuve diez mil dólares juntos, ni siquiera la décima parte de esa cantidad.
Derrumbaron la puerta de nuestra habitación a patadas. Nos arrancaron del sueño y no tuvimos tiempo de encender una lámpara. Ingresó una jauría de uniformados que se abalanzó sobre mi cama. Natasha empezó a chillar. Me alzaron en vilo. Parecía que hubiésemos regresado a la época del Zar. Los policías amenazaban con sus armas. Uno de ellos descargó un latigazo sobre las maderas del piso y ordenó que me vistiera, porque debía acompañarlos a la comisaría. Les grité que era miembro directivo del Comité revolucionario. No quisieron escuchar. Exhibí rabioso mi credencial, pero tampoco la miraron. Fui empujado hacia la calle (¡otra vez!) y no pude despedirme de Natasha y los chicos, que permanecían petrificados.
El Gobierno me acusaba de responder a las órdenes del Kaiser y de Alemania. La instrucción del sumario fue encargada a varios juristas que se habían desempeñado en el zarismo y no perdían tiempo para verificar las evidencias. La única prueba que adujo el hosco presidente del tribunal era que yo había cruzado el territorio de Alemania en un vagón precintado junto con Lenin. Pero ese viejo idiota no tenía la menor idea sobre la verdad. Quien había realizado el viaje junto a Lenin fue el bohemio de Julius Mártov, caudillo de los mencheviques. Ignoraba que yo había llegado desde Nueva York un mes más tarde. Pero no se trataba de un juicio ecuánime, así que no interesó escuchar testimonios y fui enterrado en una cárcel.
Urgía al Gobierno demostrar a sus socios ingleses y franceses que controlaba la situación y condenaba cualquier alianza con el enemigo. Desesperado, Kerensky despachó hacia el frente a varios regimientos revoltosos para mantenerlos fuera de la capital. Ya había movilizado quince millones de hombres sin anotarse victorias. La guerra consumía recursos, sofocaba la economía y aumentaba los síntomas de una hambruna inminente. Casi todo el parque móvil había viajado a las líneas de combate. Ya escaseaba el combustible y no había operarios para reparar locomotoras. Se agotaban las reservas de harina. Muchos trabajadores se manifestaron en favor de los soldados que no querían marchar hacia el sanguinario frente.
Kerensky intentó apaciguar el descontento mediante la incorporación de seis ministros socialistas, pero no modificaron nada y sumó otra frustración a la lista que ya le quitaba el sueño. Aumentaron los mitines en las fábricas y en los regimientos de todo el país. Esa suma de quiebres produjo la reacción creciente del partido Kadete, antirrevolucionario, y una Asociación de Oficiales que decía reunir cien mil jefes militares. Muchos terratenientes se recuperaban del pánico que les había producido la instalación del débil Gobierno provisional y celebraron en Moscú un congreso de los propietarios de la tierra, que incluso se atrevió a insinuar la reposición de la monarquía.
El caos se generalizaba y determinó que, de súbito, fuese excarcelado poco antes de las históricas Jornadas de Julio. Mareado por el encierro, caminé en busca de mi familia, a la que podían haber enviado a otra parte. Me reconoció un camarada. Advertido de mi mal estado, se ofreció a guiarme.
Por suerte encontré bien a Natasha y los chicos. Tras un descanso de veinticuatro horas me reuní con algunos camaradas para recorrer fábricas y regimientos. Imploraba serenidad ante la peligrosa creciente del caos. El tiempo no estaba maduro para apretar el torniquete. No bastaba tomar el poder —que ya parecía al alcance de la mano—, sino conservarlo después. Desde los cuatro puntos cardinales amenazaban el partido Kadete, los cosacos y gente imbuida de prejuicios. Mi posición recibió abucheos, claro, porque la consideraron cobarde y reaccionaria. Tuve que gritar que la impaciencia puede llevar a una contrarrevolución. No obstante, en un debate hasta la madrugada decidí acompañar la manifestación del 4 de julio. Tendría un severo costo político mantenerme al margen. Los obreros de la fábrica Putilov, con sus mujeres y niños, ya constituían una masa de treinta mil personas que recorrían de un extremo a otro las calles de la ciudad. Seguí insistiendo que la manifestación fuese pacífica, ¡basta de ensuciar las calles con la sangre de los trabajadores! A las pocas horas se sumaron a la manifestación otros centenares de miles. Nunca había visto algo semejante. Varios obreros vinieron armados. Esa multitud avanzó hacia el palacio de la Táurida voceando “¡Todo el poder a los Soviets!”
Desde los techos empezaron los disparos. Si bien se dirigían al aire, las corridas podían causar más heridos que las mismas balas. Muchos, arriesgando el pellejo, impulsamos que la manifestación se disolviera, no podríamos vencer a las armas. Y lo conseguimos. La gente tomó diversos caminos y la protesta finalizó derrotada. Pero sin sangre. Cesaron los disparos. Nuestro fracaso, sin embargo, no estimuló la pacificación, sino una represión salvaje del Gobierno, que acusó a Lenin de organizar provocaciones.
Nos llegó otra mala noticia. Las tropas alemanas rompieron el frente ruso y ganaban kilómetro tras kilómetro. Pronto llegarían a San Petersburgo. A los soldados se les mintió que las provocaciones de los revolucionarios en la capital impedían abastecerlos como correspondía. En consecuencia, gente indignada asaltó nuestro local, la imprenta fue destruida, los hilos telefónicos cortados, los redactores apaleados. Todos los dirigentes bolcheviques, con nombre y apellido, fuimos acusados de traición a la patria. Lenin tuvo que pasar a la clandestinidad. Yo no supe qué hacer.
Los macabros partes de guerra obligaron a que el mismo Kerensky, pese a su cobardía, se arriesgase a visitar el frente. Realizó una patética recorrida. Juraba, amenazaba, se arrodillaba, besaba el suelo, hacía payasadas y esquivaba la martillante pregunta de los soldados: “¿¡Cuándo terminará esta guerra!?” Por el contrario, obnubilado por la angustia, ordenó un ataque sorpresivo a los alemanes. Necesitaba lucir una victoria a toda costa, aunque fuese chica. Pero el ataque terminó en otro desastre. Entonces, con la impudicia propia de un niño, afirmó que los revolucionarios éramos los culpables, sin aportar pruebas que fundamentasen tamaña acusación. Gran parte de la sociedad ya le había quitado su confianza y él resbalaba por un oleaginoso declive.
Fui convocado para arengar en el palacio de la Táurida. Antes de pronunciar el primer vocablo dos compañeros me susurraron que un tropel sospechoso pretendía secuestrar al ministro de Economía en la puerta del edificio. Sin dar explicaciones abandoné el estrado y corrí a la calle. Me parecía absurdo e inconducente matar a un ministro. Su coche ya había sido rodeado por un cordón de personas que escupían e insultaban. Trepé sobre varios hombros, pisé cabezas y llegué al techo del automóvil en medio de insultos. Me erguí desafiante y produje la deseada sorpresa. Inspiré hondo para usar toda la fuerza de mi voz. Tenía que provocar un giro de la tendencia.
—¡Quien desee asesinar al ministro, que levante la mano!
Estupefactos, nadie levantó la mano ni abrió la boca.
—¡Ciudadano Tchernov! —dije al ministro acurrucado en la profundidad del automóvil—. ¡Usted está libre!
Pedí que me abrieran espacio, salté al piso, abrí la puerta y con cierta solemnidad lo invité a salir del coche. El hombre temblaba: podían romperle la cabeza con un ladrillo. Le di la mano y lo saqué con un leve impulso. Lo acompañé hacia la escalinata del palacio. Subió a los tropezones, exangüe, mientras la gente lo observaba con súbita pena.
En el apurado regreso al salón me esguincé el tobillo izquierdo. Caí al piso, pero enseguida alguien que debía ser enfermero o algo parecido, reclamó pañuelos a las mujeres y me aplicó un vendaje compresivo. A duras penas conseguí pararme y traté de ignorar el dolor. Volví a la sala rengueando. Algunos de los que me habían seguido a la calle comentaban mi salvataje del lastimoso ministro. Pedí silencio y también narré el percance; hacía rato que había aprendido sobre la fuerza de las anécdotas para captar la atención de cualquier público. Enseguida me concentré en el tema programado, que se refería a la grave situación militar.
El dolor del tobillo no cedía y tampoco mi decisión de continuar los debates en la mayor cantidad de ámbitos posible. Ya tarde en la noche me asombraron gritos de victoria. No era un triunfo contra los alemanes, sino que llegaba del frente todo un regimiento para ponerse a nuestras órdenes. ¡Nuestras órdenes! No las del Gobierno provisional, que había reconocido que en la capital no le quedaba un solo cuerpo en el cual fiarse; por eso había convocado a ese regimiento. Pero ese regimiento resolvió darle la espalda y unirse a nosotros.
Los bolcheviques aún éramos impopulares e irritantes. Los
junkers
, aprovechando ese clima adverso, asaltaron y saquearon nuestra sede en el palacio de la Tchessinskaia y destruyeron la imprenta de
Pravda
. También quemaron, entre otros originales, mi folleto
¡A los calumniadores!
Antes de partir sembraron cuartillas con textos injuriosos. Realizaban detenciones arbitrarias y descargaban palizas feroces a todo sospechoso de insubordinación. Cosacos y
junkers
robaban el dinero a los detenidos afirmando que eran sucias dádivas alemanas. Parecía que rodábamos hacia un aplastamiento mortal. El partido sentía la ausencia del sólido Lenin y muchos camaradas prefirieron cruzar los brazos en la espera de los acontecimientos. Un grupo de camaradas me rogó que tomase la palabra en el Comité Ejecutivo para fijar una línea de orientación. Los miré perplejo, porque aún no me había afiliado a los bolcheviques, aunque me reconocía bolchevique y militaba junto a ellos. Mi hesitación aumentó la fuerza de su pedido. Pensé unos minutos y dediqué mis primeros dubitativos párrafos a expresar que coincidía con las
Tesis de Abril
lanzadas por Lenin pocos meses atrás. En ellas estaban las columnas de nuestra visión y de nuestra fortaleza. No debíamos flaquear en ese momento, porque se trataba de dificultades transitorias. Para ilustrar mis palabras, expuse con detalle los datos objetivos que nos llevarían a la victoria. Estábamos asediados y golpeados, pero no carecíamos de recursos. Mientras hablaba pude ver cómo varios semblantes cambiaban y en muchos ojos asomaban lágrimas y fulgores de gratitud.