Read Los almendros en flor Online
Authors: Chris Stewart
—Sí, es una oveja, Paco... Pero no tiene ni pizca de lana. ¡La he esquilado hace media hora!
Examinamos la oveja desnuda, con marcas de la máquina de trasquilar en los flancos, que me miraba con cara tristona. José, que había dejado marchar a su última oveja, se desternillaba de risa.
—Es por el número de ovejas, Cristóbal —me explicó jadeante—. ¿Las has contado?
Entonces caí. Cuando se llega a las doscientas cincuenta ovejas, el precio por animal baja en un pequeño porcentaje, lo que tiene un efecto considerable a la hora de pagar la jornada completa. Sólo que se quede corto en uno o dos animales, el pastor no consigue la rebaja, mientras que cuando esa cifra se supera en una o dos cabezas, los que salen perdiendo son los esquiladores. Puede parecer una forma un poco burda de ponerle precio al asunto, pero siempre se ha hecho así. A menudo los pastores astutos piden ovejas prestadas para rebasar el umbral, pero seguramente el pobre Paco, al que le faltaba casi una docena para conseguir el descuento, no sabía que había perdido tantas ovejas antes de reunirlas para el esquileo.
Para ser franco, numéricamente hablando es difícil saber a qué atenerse respecto a las ovejas. Las vacas son fáciles de contar, pero las ovejas no tanto. Con toda esa lana, dan la impresión de una masa inconmensurable; además, aunque no me atrevo a decirlo en voz alta, las ovejas son en cierto modo... prescindibles. Si tienes un rebaño grande, puedes perder una docena sin siquiera darte cuenta. Las ovejas son propensas a morir de muchas cosas —
Las enfermedades de las ovejas
es el volumen más grueso de nuestra biblioteca—, así como a perderse o desorientarse y acabar uniéndose a otro rebaño. Por supuesto, también sucede lo contrario, y si tienes suerte acabas beneficiándote de las ovejas despistadas que, sin darse cuenta (lo de no darse cuenta es un clásico en ellas), pasan a engrosar tu rebaño. También pueden regresar ovejas pródigas: una hembra que ha parido sola en la montaña y meses después vuelve al rebaño con su cordero a la zaga. De todo ello se deduce que lo de contar ovejas está lejos de ser una ciencia exacta.
Dejé la máquina en la mesa y me volví hacia Paco.
—Sabes qué, dividiremos la diferencia —dije.
Cualquier otro día le habría ofrecido el descuento completo, pero el calor, el agotamiento y el truco de la cabra y la oveja trasquilada habían acabado con mi paciencia. Al menos por ese día, había tenido más que suficiente.
Normalmente, al final de una sesión de esquileo, te dejas caer sobre el montón de lana y te quedas allí tendido, exhausto, contemplando el trabajo bien hecho. Pero en aquel sitio, con la lana infestada de garrapatas, no podíamos hacerlo, así que nos sentamos en una piedra al ardiente sol del atardecer. Paco nos ofreció a regañadientes una cerveza tibia, que bebimos mientras lo observábamos contar, con manos temblorosas, los billetes que iba a pagarnos.
Con la cerveza entre pecho y espalda, me repuse lo suficiente para desmontar las herramientas y guardarlas, mientras José limpiaba los peines y cuchillas y armaba la rueda de afilar. En ese momento, un hombrecillo fuerte y atildado, de corto cabello cano, salió del bosque jadeando, seguido por un par de perros del Pirineo preciosos y muy lanudos.
—¿Sois vosotros... los esquiladores? —preguntó casi sin aliento, enjugándose la cara con un pañuelo blanco recién planchado.
Vi lo que se nos venía encima. Cabras, ovejas trasquiladas, perros: se estaba convirtiendo en la tónica del día.
—Sí —contestamos sin comprometernos.
—Cuánto... cuánto me alegro de haberos encontrado —dijo, todavía jadeante—. ¿Podríais hacerme el favor de... cortarles el pelo... a estos perros?
—Lo siento —respondió José—, pero ya hemos recogido las herramientas y...
—Pero me he pegado la subida desde el pueblo para que me esquilarais a los perros...
—No esquilamos perros —informé como si tal cosa.
—¿Qué quieres decir con que no esquiláis perros? —Estaba acalorándose y poniéndose un poco agresivo—. Sois los esquiladores, ¿no? Estos perros necesitan un corte de pelo y casi me hernio subiendo hasta aquí. ¡Cómo te atreves a decirme que no esquiláis perros!
José recogía sus bártulos, inclinado sobre la caja.
—Mira, es muy sencillo —expliqué—. Lamento que tengas problemas, pero no son culpa nuestra y, como ya te he dicho, no esquilamos perros. Estas máquinas no están diseñadas para...
—Eh, tú —espetó, mirándome con los ojos entornados—. Tú no eres de los nuestros. ¿De dónde eres? ¿Qué haces aquí?
—Soy inglés, pero vivo aquí —respondí de buen humor, desenroscando el cabezal de mi aparato.
—¡Ah! Así que eres uno de esos malditos extranjeros, ¿no?
—Bueno —contesté alegremente—, llevo mucho tiempo en España, pero no nací aquí, por lo que supongo que soy extranjero; pero mi hija sí ha nacido aquí, de modo que es española...
—Los extranjeros venís aquí y contamináis nuestra cultura... Deberías hacer vuestro trabajo y luego volver al agujero del que hayáis salido, joder. ¡No necesitamos que les quitéis los hogares y las tierras a honestos granjeros!
Esas palabras me resultaron tan irresistibles que me metí de lleno en la disputa.
—¿Que contaminamos vuestra cultura? Si supieras algo de tu propia cultura, sabrías que los extranjeros llevan siglos enriqueciéndola, y que sin ellos no sería más que una birria llena de mamarrachos.
Al oír eso, a nuestro nuevo amigo casi se le salieron los ojos de las órbitas y estuvo a punto de levitar de rabia. Se volvió hacia José, que seguía con la cabeza gacha, inclinado sobre la rueda de afilar.
—¿Quién es... este... este individuo? —farfulló.
—Oh —respondió José sin desatender la rueda, que giraba rápidamente—. Trabajo con él, es un amigo mío.
El hombrecillo se quedó plantado entre los dos, respirando con dificultad, y su mirada fue de mí, sentado al sol con la máquina de esquilar en el regazo, a José, agachado sobre la rueda. Por fin se calmó un poco y dijo con un tono levemente quejumbroso:
—Mirad, estos perros necesitan un corte de pelo y...
—Ya he dicho que no esquilamos perros —lo interrumpí.
—¡No estoy hablando contigo! —me espetó.
—Lo siento —intervino José, incorporándose y estirándose—. Pero el extranjero es el jefe. Yo hago lo que me dice, y por lo visto no quiere que trasquilemos tus perros. —Esbozó una sonrisa simpática, tratando de quitarle hierro a la discusión.
—Muy bien —gruñó el hombrecillo alejándose con paso airado en dirección al bosque—. No lo olvidaré. Tendréis noticias mías. —Dicho lo cual, desapareció entre los árboles.
—Qué tipo tan divertido, ¿eh? —le comenté a José cuando desapareció de la vista.
—No tiene nada de divertido... Hablaba en serio. Lo conozco un poco, y desde luego conozco muy bien a los de su calaña. Es uno de esos magnates del jamón hijoputas de Trevélez. Esa gente siempre espera conseguir lo que quiere; y cuando no lo consigue se pone de lo más desagradable.
—Madre mía, y yo que pensaba que sólo estaba tomándonos el pelo...
—No, qué va; esa gente es así. Aquí son los amos del cotarro. Hacen lo que les da la gana y no permiten que nadie se interponga en su camino, en especial los extranjeros. Son los cabrones que arrojan la sal usada al río en lugar de llevarla al mar.
—Bueno, un poco de sal en el agua no supone una gran amenaza. No va a quitarme el sueño, te lo aseguro.
—Pues debería quitártelo. Arrojan docenas de toneladas, y el agua del río Trevélez ya es alta en sales de por sí. Mi padre perdió un huerto entero de albaricoques porque esos cabrones tiraron al río su sal sobrante. Una bromita como ésa podría echar a perder tu finca.
En general, no había sido una jornada como para tirar cohetes.
El calor de julio se volvió más y más intenso; las breves noches apenas refrescaban el aire abrasador, y a un día sofocante le sucedía otro. Julio y agosto son los meses más difíciles de sobrellevar en la Alpujarra; el calor aumenta al compás de los incesantes chirridos de las cigarras y cualquier mínimo esfuerzo lo deja a uno sin una gota de energía. Es una época en que la gente con dos dedos de frente se tumba después de comer y echa una larga y profunda siesta.
Sin embargo, ese simple placer no es tan fácil de lograr como cabría pensar, pues en pleno verano suelen aparecer visitas imprevistas. Por alguna razón, a la gente del hemisferio norte le encanta atravesar montañas bajo el furibundo sol del mediodía, acercarse al
tinao
de un desconocido y frustrar sus esperanzas de despertar de una siesta por sí solo. Este último mes me he visto arrancado de mis apacibles sueños por, entre otros, un excursionista danés, un ornitólogo alemán y un hombre de Dorset que me contó que había sacado mi último libro de la biblioteca y lo había leído casi entero; luego me pidió que le firmara el mapa y posara para una fotografía.
Así pues, una tarde de agosto que me hallaba ahíto de gazpacho, tortilla y ensalada, agradablemente adormecido por el vino, me acosté con la esperanza de echar un sueñecito sin ser molestado. Me tendí boca arriba —la mejor forma de luchar contra el calor (por eso los perros se tumban panza arriba en verano)— y, con los párpados cerrados, me puse a escudriñar los pensamientos que me rondaban por la cabeza. Se trata de un truco que he descubierto para sumirme más deprisa en un sueño ligero. No debes seguir el hilo de tus pensamientos de un modo consciente sino tan sólo verlos pasar. Poco a poco, mientras estás tendido y bañado en sudor, los pensamientos se vuelven más inconexos, su racionalidad se disuelve, aparecen elementos solitarios y te encuentras rozando las altas cumbres del sueño antes de descender hacia los valles. El instante anterior a sumirte en el sueño es de lo más delicioso. Te dices: «Debo de estar dormido, porque ese último pensamiento no tenía sentido», y te encuentras de pronto con que has vencido la maldición del calor y estás en brazos de Morfeo, acunado por un sueño absurdo.
En ese instante, la mayor parte de las veces una mosca intentará metérsete por la nariz, lanzándote de sopetón a un estado de irritable vigilia. Te levantas y cierras los postigos, pues las moscas domésticas no vuelan en la oscuridad, pero, una vez interrumpida, no es fácil volver a esa dulce inconsciencia. Cuando al fin te las apañas para conseguirlo, ah, qué placer, de pronto penetra en tu conciencia un sonido de pasos, ruidos humanos procedentes del tinao, quizá un «¡Hola, los de la casa!» o una voz que susurra «¿Tú crees que hay alguien?». Ha llegado un visitante.
Gruñendo por lo bajo, agarro algo con que tapar mi pálida desnudez y salgo a trompicones a la luz cegadora para enfrentarme a la inoportuna visita. «Oh», me saluda, con cierta desilusión si se trata de alguien que lleva mi libro, al descubrir una versión más vieja y menos simpática del autor que aparece en la sobrecubierta. Suelo ofrecer una taza de té, que es lo que la gente, por incomprensible que sea, parece querer en una tórrida tarde de verano, sobre todo si son ingleses.
Sin embargo, aquella vez las cosas parecían distintas. Los visitantes no dijeron nada y su silencio me puso nervioso. Entonces capté unos susurros sigilosos y urgentes, y se me ocurrió que podía tratarse de los esbirros del magnate del jamón, que venían a darme una lección.
Desperté a Ana con un suave codazo, llevándome un dedo a los labios. A continuación me puse unos pantalones cortos y me encaminé con cautela hacia la puerta principal. Me asomé... Nada. Entonces divisé unas figuras al pie de los peldaños que conducían a la casa. Aliviado, advertí que no parecían matones, sino sólo cuatro jóvenes a los que se veía tan nerviosos como yo. El portavoz era un chico flaco de tez morena y pelo enmarañado. Se acercó al tinao y, con voz ronca y vacilante, pidió agua. Los otros esperaron a la sombra de un granado para observar mi reacción.
—Claro. Ahora os la traigo —respondí con la mejor de mis sonrisas para tranquilizarlos.
Les hice señas de que se acercaran y se sentaran en el patio.
El joven retrocedió y pareció celebrar una conferencia gestual con los demás, que a continuación se acercaron con paso vacilante. Si su condición de inmigrantes marroquíes («sin papeles», como dicen por aquí) no hubiera resultado evidente por sus facciones, sus maltrechas bolsas de deporte los habrían delatado. Traté de recordar las poquísimas palabras de árabe que conocía.
—
Salaam alekum
—les dije: «Bienvenidos.»
—
Alekum salaam
—respondieron titubeando.
El intercambio de saludos animó un poco a los tres rezagados, que, cubiertos de polvo y despeinados como el primero, se dirigieron a la mesa y las sillas del parral.
Entré en casa en busca de una jarra de agua. Cuando volví a salir, seguían de pie, inquietos y aferrando las bolsas.
—Vamos, sentaos —les dije al tiempo que depositaba la bandeja con la jarra y los vasos sobre la mesa.
Recelosos, se sentaron en el borde de las sillas, como si no acabaran de fiarse. Por la cara de agotamiento que tenían deduje que habían hecho un viaje largo y penoso. Y obviamente tenían miedo de que alguien pudiera denunciarlos a la policía y acabaran deportados. Y ya podían tenerlo, pues, al ofrecerles asiento y un vaso de agua a esos jóvenes indigentes, yo estaba infringiendo la ley.
—¿Habláis español? —pregunté, queriendo tranquilizarlos.
Los tres jóvenes miraron perplejos al portavoz, que se encogió de hombros como pidiendo perdón.
—
Ah, parlez-vous français?
—probé.
—
Oui, un peu...
—contestó el muchacho, y apuró el vaso de agua.
Volví a llenarles los vasos.
—
Je m’appelle Christophe
—me presenté, tendiéndole la mano al que hablaba francés.
Hizo una leve inclinación y me la estrechó, para luego llevarse la suya al corazón de esa forma tan cálida típica de los marroquíes.
—Yo soy Hamid, y éstos son mis amigos Mustafá, Aziz y también Hamid.
Estreché la mano a los otros tres, y todos nos inclinamos y nos llevamos la mano al corazón. De repente, Ana salió de la casa en sombras. Todos se pusieron en pie y repitieron la operación de estrechar las manos. Por lo visto, sólo el primer Hamid hablaba otra lengua aparte del árabe o bereber, de modo que nos comunicamos en francés a través de él.
—Venimos de Algeciras.
—¿Cómo viajáis?
—A pie, a través de las montañas. Así evitamos a la policía.