Los almendros en flor (6 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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Continuamos río abajo hasta las curiosas llanuras de cieno que los ríos han transportado desde las montañas para depositarlo detrás de la presa. Recordé con cuánta amargura nos habíamos opuesto a la construcción de esa presa unos años antes, convencidos de que nos acarrearía la pérdida de la finca. Nuestros temores se habían visto alimentados por la perspectiva de una construcción enorme, de cuarenta y cinco metros de altura, que habría enterrado en cieno nuestra casa y la mayor parte del valle. Pese a la enorme oposición, la voluntad popular no logró imponerse, de modo que la confederación siguió adelante y construyó la presa. Por suerte, al final fue de quince metros de altura, y nuestra casa y finca siguen estando en tierra seca; y encima tuvieron el buen gusto de revestir la presa de piedra.

Aunque, la gran sorpresa ha sido descubrir que el ecosistema pantanoso que se está desarrollando por encima de la presa nos proporciona un placer inmenso. Hay mucha vegetación muerta —plantas de secano ahogadas que sobresalen tristemente del barro, la arena y los guijarros— pero, poco a poco, están arraigando plantas resistentes al agua. Se han formado curiosas lagunas, verdes o rojas según el color de sus respectivas algas, que han atraído una rica variedad de seres: ranas y sapos de todas las creencias, tortugas minúsculas, bancos de pececitos de agua dulce, feroces libélulas de diversos tonos, chinches barqueras, zapateros. Y, a una escala más pequeña, estoy seguro de que con un tarro de mermelada y un microscopio encontraríamos huestes de dafnias, hidras, paramecios y demás monstruos diminutos que habitan un medio acuático salubre. A medida que pasa el tiempo, las aves migratorias también descubren el lugar, y cada año hay más garzas y patos, y una curiosa criatura que nadie ha visto y que sólo oímos cuando cae la noche, momento en que grazna en el lecho del río de una forma bastante graciosa.

Pero volvamos a la caza de ranas. Avanzamos vadeando el río hasta llegar a las lagunas. Quedó claro que
Big
y
Bumble
no iban a sernos de mucha ayuda, pues en cuanto olieron el primer bicho infinitesimal se pusieron a ladrar histéricos y saltaron al agua, donde levantaron grandes salpicaduras de barro negro y fétido. A partir de entonces, ver las ranas se volvió un asunto peliagudo, así que dejamos a los perros en una laguna y Chloé y yo nos concentramos en otra.

Las ranas son criaturas extrañas. Se sitúan en rocas calientes al lado del agua, y en apariencia son inescrutables, pues resulta difícil discernir hacia dónde dirigen la mirada. Parecen no hacerte caso y de pronto, en el último momento, saltan al agua y se esconden en el lodo del fondo. En cuanto se meten en el barro cuesta mucho cogerlas, así que tuvimos que recurrir al método de acercarnos sigilosamente por la orilla y, tras decidirnos por una, arremeter con el cazamariposas justo cuando saltaba, a fin de cazarla en el aire. Era muy divertido, y enseguida nos pusimos a chillar de emoción y, en cuanto le pillamos el tranquillo, no paramos de arrojar ranas al cubo.

Los renacuajos eran más fáciles de coger, y seguramente más adecuados, ya que probablemente se adaptarían mejor al hábitat de alta montaña al que íbamos a llevarlos. De manera que pescamos huevas de rana y no tardamos en tener montones de impetuosos renacuajos en el cubo. Una vez se nos despertó la sed de sangre, ya no hubo quien nos parara. No es que matáramos a las ranas, por supuesto; aun así, entendí un poco lo que lleva al cazador a cometer sus horripilantes excesos.

A regañadientes, nos obligamos a parar y anduvimos río arriba hacia casa, cogiendo pececitos por el camino para luego arrojarlos al agua otra vez, sólo por diversión. Teníamos un cubo entero de ranas y renacuajos, que alegrarían las noches de John y Giuliana con su croar. Pero el verdadero gozo había consistido en compartir una hora de tonta euforia.

Cuando los niños se vuelven adolescentes, es inevitable sentir la suave pero firme presión con que intentan romper el cascarón para dejar el nido y volar con los de su misma edad. Antes de que se le hubiera secado el barro de los zapatos, Chloé ya estaba hablando por teléfono con sus dos mejores amigas para invitarlas a cazar ranas antes de que aumentara el caudal del río. Normalmente se envían mensajes con el móvil, pero no creo que en ese formato pueda expresarse todo el atractivo que entraña semejante expedición.

Hubo un tiempo, una época que cada vez me resulta más duro recordar, en que mi hija me consideraba algo parecido a un intelectual, o al menos alguien a quien valía la pena tener cerca a la hora de enfrentarse a los deberes escolares. Ahora ya no es así; las tareas de Chloé se han desplazado a una dimensión desconocida que apenas me atrevo a pisar. Aunque parezca increíble, no sólo soy incapaz de ayudar a mi hija con las matemáticas, la física y la química, sino que he aprendido a desconfiar de las mismísimas cuestiones que esas disciplinas plantean.

—¿Papá? —me preguntó la otra noche—. ¿Sabes qué es X?

Por su tono, deduje que, más que buscar respuesta, me estaba poniendo a prueba. Parecía simple, sé por experiencia que las cosas simples son, de hecho, las más endiabladas, y no sólo en lo que respecta a las mates. De manera rutinaria, se me plantean preguntas aparentemente inocentes como «¿Qué pasa cuando tosemos?» o «¿Por qué vemos reflejos en los colores?» o «¿Por qué es tan salado el mar?», esos acertijos de sabiondo que nunca fui capaz de dominar lo suficiente para recordarlos de mayor.

Traté de salir airoso del envite.

—Bueno, para empezar es la vigésimo cuarta letra del alfabeto... y suena parecido a «ks»... —Pero la cosa no iba por ahí.

—No, papá, me refiero al absoluto matemático. Puedes descubrir su valor mediante esta ecuación... —Y puso manos a la obra, garabateando con el lápiz, para llenar el papel cuadriculado con una serie de números y letras que, elevados al cuadrado y mediante raíces cuadradas y no sé qué más, parecían encajar pulcramente en su sitio a ambos lados de un signo de igual.

Me quedé mudo de asombro.

—Ah, ya veo —dije cuando hubo terminado.

—En realidad no lo entiendes, ¿verdad, papá?

—Pues... no, supongo que no —admití, sintiendo nostalgia de la última vez que le había sido de utilidad con los deberes.

Lo recordaba con claridad, porque fue divertido. También se trataba de algo relacionado con las matemáticas, pero me había parecido más propio de las artes plásticas.

La tarea consistía en dibujar una serie de heptágonos —estrellas de siete puntas— y luego colorearlos. Pero nada más empezar, Chloé vio que iba a pasarse seis horas trabajando.

—Papá, debes ayudarme con los deberes —ordenó.

—Ese «debes» no me gusta mucho —respondí en tono distraído—. Estoy ocupado.

Pero si algo soy, es una persona dócil, y antes de que pudiera darme cuenta, me encontré armado de compás y lápiz y sentado junto a mi hija, que me explicaba la técnica. No tardé en quedar cautivado por la belleza de la tarea, de modo que, por si no saben hacerlo y les apetece intentarlo, voy a explicarles cómo dibujar una estrella de siete puntas como Dios manda. Hace falta un compás decente, un lápiz y al menos una hoja papel din-A4. ¿Están preparados? Vamos allá.

En primer lugar hay que dibujar un círculo con el compás, amplio y bien trazado, y marcar el punto central: O. Luego, a través de O, se traza una línea recta que divida el círculo en dos, y se llama a las intersecciones A y B. Después se sitúa el compás a poco más de media distancia entre O y A y, con la punta en A, se dibuja un arco dentro del círculo. Entonces se pone la punta del compás en O y se dibuja otro arco del mismo tamaño. Los dos arcos deberían cortarse en dos puntos, uno a cada lado de la línea A-B. Ahora hay que trazar una línea que conecte esas dos intersecciones (háganlo con mucha precisión); advertirán que cruza la línea A-B en ángulos rectos exactamente a medio camino entre O y A: a ese punto lo llamaremos R. Continúen esa línea hasta que cruce la circunferencia en un punto que llamaremos C.

Esta última parte es crucial, pues la medida que se quiere encontrar desde el principio es la distancia de R a C (o la distancia desde el punto medio en el radio hasta su punto correspondiente en la circunferencia). Tomen esa medida con el compás y a continuación márquenla a intervalos en torno a la circunferencia... y, oh milagro, lo harán exactamente siete veces si han sido precisos con los trazos. Ahora hay que unir cada punto en la circunferencia con sus dos puntos opuestos y, como por arte de magia, esa forma tan escurridiza y exquisita que es la estrella de siete puntas hará su aparición. Si se asemeja más a una oreja de cerdo, empiecen otra vez desde el principio.

Según la ciencia de la numerología, el siete es el número perfecto, pero ¿cómo demonios se divide con precisión una cosa en siete? Ahora lo sé, y ustedes también. Y si alguna vez, igual que yo, se han preguntado cómo puede haber gente que adore las matemáticas, este simple ejercicio les ayudará a comprenderlo. En todo caso, el proceso de realizar esas bonitas estrellas fue fascinante. Ana se nos unió, y pasamos una hora o más sentados, con la lengua entre los dientes, absortos y concentrados en las figuras que se estaban formando. Chloé, para quien aquello era más un deber que un placer, se ocupaba de colorearlas en el otro extremo de la página.

De pronto, advertí lo que tomaba forma ante nuestros ojos: un techo de madera policromada que podría haber salido de la Alhambra, sólo que aquellos artesanos habían creado sus heptágonos y estrellas hacía casi mil años, tallándolos con precisión en la madera. La mera idea de hacer lo que estábamos haciendo pero en madera me dejó pasmado.

Cuando fui con el coche a Órgiva al cabo de un par de días, de la escuela salían hordas de jóvenes ciudadanos, futuro y esperanza del género humano. Grupos de chavales desaliñados, charlatanes y con pitillos colgando de los labios se repantigaban en actitud nihilista junto a las puertas. «Dios mío —me dije cuando aminoré la marcha para evitar a unos chicos que se cruzaban delante del coche en respuesta a algún reto—. Y pensar que esta gente no sólo sabe el valor de X sino que conoce a la perfección el secreto del heptágono.»

Los saludé respetuosamente al pasar.

Pese a esta visión deprimente de la inutilidad de los padres, aun contamos con un as de conocimientos y experiencia al que podemos recurrir. Así pues, dado que desde el puente el camino de la finca tiene un tramo llano, me ofrecí a darle clases de conducir a Chloé.

Se trataba de un nuevo plan que había ideado para aprovechar el trayecto de vuelta del autocar escolar. Aunque Chloé acababa de cumplir trece años, era lo bastante alta para llegar a los pedales y estaba más que dispuesta a dar aquel nuevo paso hacia la independencia. Si estaba un poco cansada después de la larga mañana en el colegio, tanto mejor: la clase de conducir le despejaría la cabeza.

Di comienzo a la primera clase con deliberada despreocupación. Tras recorrer paseando la distancia desde el puente, me acomodé en el asiento del acompañante del viejo Land Rover, que estacionamos junto al río, y le lancé las llaves.

—Bueno, Chloé —dije, fingiendo estar más relajado de lo que en realidad estaba—. Pon el pie en el embrague y dale al contacto hasta la mitad y...

—¿Qué es el contacto?

—La llave. Hazla girar hasta que se enciendan las luces en el salpicadero, y entonces espera a que la luz amarilla se apague. Bueno, ahora embraga...

—¿Qué es embragar?

—El pedal de la izquierda, ése es el embrague. Písalo a fondo y gira la llave hasta el final.

Chloé dio un brinco cuando el coche se puso en marcha entre los chirridos y gemidos del motor de arranque.

—¿Y ahora qué hago?

—Deja que la llave retroceda un poco... Bien. Ahora no sueltes el embrague y pon la primera.

Ella forcejeó con el cambio hasta que al fin entró la primera.
Big
y
Bumble
, en la parte de atrás, nos dirigieron una mirada de desaprobación; no estaban acostumbrados a esperar tanto para que el coche se moviera.

—¿Y ahora qué? —Chloé me lanzó una mirada inquieta, asiendo con fuerza el volante.

—Bueno, ya es hora de llegar a casa a comer. Dale una punta de gas y al mismo tiempo suelta suavemente el embrague. Luego condúcelo por el camino, ¿vale?

Me volví para sofocar los primeros indicios de amotinamiento en los preocupados perros de atrás.

—Un poco más de gas y adelante...

Chloé soltó el embrague y pisó a fondo el acelerador. El coche dio una sacudida y se caló. Los perros se cayeron del asiento.

—¿Qué he hecho mal? —preguntó con voz levemente temblorosa.

—Demasiado brusca, demasiado impetuosa. Tienes que dar un poquito de gas y soltar el embrague con suavidad. Has de sentir el tacto en el pie...

Cuando enseñas a alguien a conducir, te das cuenta de lo increíblemente complicado que es. Sin embargo, uno llega a conducir con la misma naturalidad con que da cada paso, de manera automática... Ah, qué obra maestra es el hombre.

Por fin, para alivio de los pobres y perplejos perros, Chloé consiguió poner en movimiento el viejo y destartalado Land Rover.

—¡¡¡Controla el volante!!! Cuidado, por el centro del camino... Así, eso es...

Nos dirigimos hacia la casa por el camino lleno de baches, con Chloé aferrando el volante con expresión de huraña determinación mientras yo, con fingida despreocupación, apoyaba los pies en el polvoriento salpicadero y miraba por la ventanilla.

La idea es que la aparente despreocupación del maestro contagie al alumno y le relaje: es un truco que descubrí cuando aprendí a volar, hace muchos años, en Texas, siguiendo las instrucciones de Gary, un hawaiano chiflado e impredecible. Lo cierto es que, en términos generales, los aviones no suponen ningún peligro siempre y cuando estén en el aire. En las alturas hay un montón de aire, y la posibilidad de colisionar con alguno de los pocos objetos capaces de subir hasta ahí es ínfima. Los problemas sólo empiezan cuando uno decide volver a la tierra. Es cuando el avión toma contacto con el suelo cuando... bueno, cuando la cosa se pone fea de verdad.

El caso es que ahí estaba yo, en el asiento del piloto y al lado de Gary, que miraba por la ventanilla y se concentraba en pensamientos impuros, mientras descendíamos para tomar tierra en el aeropuerto de Red Bird, en Dallas. Era la primera vez en mi vida que intentaba aterrizar un avión, y me moría de miedo. Tenía los nudillos blancos de tanto apretar la palanca de mando y dirigía la atención de un lado a otro desesperadamente: del altímetro al indicador de la velocidad del aire, del indicador de virajes al inclinómetro, y luego al parabrisas, que me mostraba la superficie del planeta precipitándose hacia nosotros. Presa de la tensión y la angustia, me temblaba todo el cuerpo y rogaba salir bien parado de la experiencia. En cambio, Gary se hurgaba los dientes con un palillo y miraba por la ventanilla. De pronto, volvió la cabeza, sopesó la situación, abrió la portezuela e hizo ademán de saltar al vacío.

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