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Authors: Chris Stewart

Los almendros en flor (3 page)

BOOK: Los almendros en flor
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—Yo que tú no haría eso —sugirió uno de los tipos trajeados, que habían formado un corro alrededor, impacientes por ver qué pasaba.

—¿Y por qué no? —respondí belicoso, sosteniendo en alto la paloma para que todos pudiesen verla. —Me sentí bien, como una especie de héroe entre aquella reunión de gángsters.

—Tienen enfermedades... y pulgas. Son como ratas aéreas, esas palomas. Y las pequeñitas son igual de malas.

—Qué tontería —respondí, pero bajé la vista hacia la criatura con cierta aprensión.

En efecto, en cada muñeca tenía un ejército de los insectos más infinitesimales que quepa imaginar, cientos de bichos que se encaminaban hacia los puños de mi camisa y la calidez de mi cuerpo. Supuse que imaginaban que su anfitriona tenía las horas contadas y que había llegado el momento de cambiar de barco. Solté un grito y corrí hacia el jardín, donde dejé caer la paloma en un arriate de flores. Sin duda allí sería pasto de los gatos, pero al fin y al cabo no era más que una rata aérea, y yo tenía que hacer algo respecto a aquellos piojos, y rápido.

Me abrí paso a empujones entre los matones, que reían por lo bajo, y subí los peldaños de mármol de tres en tres. Ahora los piojos avanzaban más deprisa. Pasé en tromba ante el lacayo con su sombrero de copa, entré como una exhalación por la puerta giratoria e irrumpí a toda pastilla en el vestíbulo. Allí, dispuestos en fila como los invitados a una boda, exquisitamente acicalados, serenos y relucientes por los caros ungüentos que llevaban, me esperaban mis bostonianos. Me detuve en seco, levanté las manos con su hervidero de bichos y abrí la boca, pero no conseguí articular palabra. Con un grito ahogado, reanudé mi precipitada carrera hacia el lavabo.

Una vez dentro, traté de recobrar la calma concentrándome en la tarea que tenía entre manos. El primer paso consistía en mojar las mangas de la camisa y restregarlas bien, para luego secarlas de algún modo. Y, para finalizar, debía mentalizarme para meterme en el personaje infinitamente culto y académico de Michael Jacobs.

Como mínimo me las apañé con el fregoteo, y salí del lavabo más o menos desprovisto de vida pedicular. Les sonreí a los bostonianos reunidos, que se volvieron hacia mí con una mirada de sorpresa aunque no exenta de cordialidad. Decidí no ofrecerles ninguna explicación de mi poco ortodoxa entrada y mis puños empapados.

—Y usted debe de ser... —aventuró una alta dama al frente del grupo, ladeando un poco su bien peinada cabeza.

—Soy... esto... ejem...

Había ensayado esa parte del papel cientos de veces, pero en lugar de contestar me quedé allí plantado, boqueando como un bacalao moribundo. La visión de un hombre alto, de cabello rizado y gafas, que cruzaba a grandes zancadas el vestíbulo en mi dirección me había provocado esa aparente crisis de identidad. Tenía un parecido asombroso con Michael Jacobs.

—Ah... ¡Chris! —exclamó Michael cuando le quedaban por recorrer unos metros de moqueta, y anunció a viva voz—: ¡Éste es Chris Stewart, señores! Qué maravilla que hayas venido tan pronto. Chris será el guía del grupo esta tarde, y yo me reuniré con todos ustedes durante la cena en la Torre del Oro... La comida es exquisita. —Afables sonrisas de aprobación—. Sólo una cosa, Chris —añadió Michael llevándome a un aparte.

El cuerpo se me aflojó de puro alivio.

—Todavía no te habías presentado, ¿verdad? ¡Gracias a Dios! Jeremy se puso como una mo... moto cuando le conté nuestro plan, pero ha conseguido organizarlo todo, y la buena noticia es que podrás hacerles de guía siendo tú mismo. Todos lo han comprendido de maravilla, aparte de que sienten curiosidad porque les he pasado tu libro.

—¿Quieres decir que los llevo a visitar la Giralda y el Museo de Bellas Artes como yo mismo? —pregunté, asombrado de que estuvieran de acuerdo en que los guiara un diletante como yo.

—Bueno... no del todo. Jeremy se las ha arreglado para cambiar el programa. Vas a llevarlos al museo de carruajes. —Y repentinamente inquieto otra vez, añadió—: Puedes hablar de carros y caballos, ¿no?

Podía, pero, por retorcido que pudiera parecer, me sentí un poco defraudado ante la idea.

Regresamos a la recepción. Aparecían bostonianos por todas partes: un murmullo de cultos acentos americanos llenaba la habitación junto con el frufrú de ropa cara y el tintinear del hielo en los vasos. En todo el día no pararon de llegar bostonianos; en aviones privados que aterrizaban en el aeropuerto de Sevilla; en largas limusinas que irrumpían veloces en la ciudad.

Un autocar de lujo, del tamaño de un avión encogido, llegó a las doce para llevarnos al museo de carruajes. No creo haber estado antes en un vehículo tan fastuoso y bien tapizado, o con un aire acondicionado tan brutal. Ese día de verano, para viajar por Sevilla en aquel medio de transporte, no había que llevar chaquetas de punto, sino forros polares.

Jeremy se unió al grupo justo antes de que nos pusiéramos en marcha. Esperó a un par de respetuosos pasos de distancia, comprobando furtivamente que no hubiesen secuestrado a nadie en el recorrido desde la acera, y a continuación se sentó a mi lado. Bronceado y con el pelo blanco impecable, llevaba una americana oscura y una discreta corbata de seda y lucía una sonrisa relajada. Pero se lo notaba nervioso.

—Las cosas tienen que hacerse como Dios manda —musitó cuando el autocar se incorporó suavemente a la circulación—. Una sola llamada a un abogado y se nos habría acabado el chollo. ¡Imagínate que llegan a enterarse de la farsa que planeaba montar Michael! —Y se inclinó hacia delante con los ojos cerrados para frotarse las sienes. Por lo visto va bien para las patas de gallo.

En el museo, la idea consistía en beber vino espumoso, tomar unas tapas, escuchar los discursos de los dignatarios locales y, si daba tiempo, echar un vistazo a los objetos expuestos antes de marcharnos otra vez a comer.

—Sólo tienes que ocuparte de una cosa, Chris —me explicó Jeremy—: de conseguir que pasen un rato agradable, y si quieren saber algo sobre España y los españoles, pues se lo cuentas. ¿De acuerdo? Ah, y por Dios, ¿no puedes hacer algo con los puños de tu camisa?

Puños aparte, fue un cometido bastante fácil. Aquella gente se había criado en el refinamiento y la distinción de la clase patricia de Boston, y hacerles pasar un rato agradable era tan fácil como mantener a un grupo de adolescentes de mal humor. Hasta sonreían con amabilidad cuando yo parafraseaba y embellecía las leyendas de los objetos cuyos nombres ellos ya habían traducido sin ningún problema. Para ser franco, no conseguí despertar demasiado entusiasmo por los carruajes; estaba bien que los conservasen tan lustrosos, pero lo cierto es que en esos menesteres nadie supera a los americanos.

Unas horas más tarde, el autocar de lujo ronroneaba otra vez ante el hotel: iba a llevarnos al destino fijado para la cena, a media docena de manzanas de distancia. Sugerí que fuéramos andando, pues así aprovecharíamos la preciosa noche para abrir el apetito con un poco de ejercicio. Todos se mostraron de acuerdo entusiasmados, y emprendimos la marcha, formando uno de los desfiles más inverosímiles en que he participado nunca, por la ribera flanqueada por palmeras del Guadalquivir, maravillándonos por el resplandor de las hojas a la luz de las farolas.

—Esto me preocupa un poco —susurró Jeremy torciendo la boca para que sólo lo oyese yo—. Si alguien pierde un tacón o pisa caca de burro, nos veremos en serios problemas, ¿sabes?

Pero noté que él también, con la chaqueta al hombro y meciéndola al caminar, empezaba a relajarse.

Michael consiguió reunirse con nosotros en un palacete del siglo XVI magníficamente amueblado antes de que terminara la cena. Los camareros circulaban con bandejas de
petit fours
cuando Michael irrumpió en el patio y, tras rondar por las mesas siguiendo la trayectoria de una abeja en una mata de lavanda, aterrizó en una silla a mi lado.

—Vaya, Chris —entonó estirando el cuello para examinar las fuentes de mármol bellamente talladas y los restos del festín—, ¡menudo sibarita te has vuelto!

Resultó que acababa de salir corriendo de una cena con los estudiantes universitarios. De hecho, llevaba el día entero en una bacanal de compromisos por duplicado: se había atizado dos comilonas y todas las copas matemáticamente posibles antes y después de ellas. Un hombre más débil habría sucumbido, pero Michael estaba en su elemento. De hecho, en cuanto dejamos a los bostonianos a buen recaudo en el Alfonso XIII, saltó a la vista que a su entender la noche no había hecho más que empezar.

—Lo q... que necesitamos, Chris, es relaj... jarnos un poco. Un par de copitas más nos ayudarán.

Michael conocía bien Sevilla: llevaba años viviendo en la ciudad y tenía muchos amigos. Esa noche tomamos copas con muchos de ellos, en los típicos bares que normalmente uno no encontraría, por no hablar de pisar. De vuelta en el Alfonso XIII a las cinco de la mañana, me encontré de pie en el baño, meciéndome un poco y tratando de enfocar el rostro demacrado que me miraba con ojos legañosos desde el espejo. Parecía necesitar urgentemente un poco de sencilla vida campestre.

A la mañana siguiente, si algo parecía Michael era rejuvenecido, y cuando llegamos al Museo de Bellas Artes volvió a asumir el papel de experto en arte. Lo seguimos en tropel, un grupo de veinte personas con las zapatillas deportivas arrancando chirridos al suelo de mármol, mientras nos llevaba a toda velocidad de sala en sala («No vale la pena entrete... tenerse con ninguna de estas cosas... Es arte estreñido, adulador, deprimente de puro convencional»), hasta que por fin se paró ante una escultura que creía merecedora de nuestra atención.

Era san Jerónimo de rodillas, tallado por Torrigiani. Michael se embarcó en una virtuosa exposición de saber popular y cotilleos artísticos («¡Y pensar que el hombre que esculpió estas delicadas facciones pudo haberle roto la nariz a Miguel Ángel y fue expulsado de Florencia!») tras la cual fuimos volando al piso superior para admirar una tabla de Zurbarán que representaba a san Hugo presentando una pata de cordero a los monjes cartujos.

—Se trata del primer icono mundial del vegetarianismo —declaró Michael, señalando cómo el cordero había experimentado una combustión espontánea para evitar que los monjes rompieran su voto de abstención de comer carne.

Constituyó un auténtico
tour de force
, y me sentí privilegiado por formar parte de él. La visita vespertina a la gran catedral de Sevilla puso la guinda a aquel recorrido turístico. Sus constructores alardeaban de que las generaciones venideras los considerarían locos debido a la ambiciosa escala que habían empleado. Sin embargo, no podían imaginar la absoluta extravagancia de la escena que estaba a punto de desarrollarse. Cuando llegamos a la entrada noroeste, donde de las vigas cuelga un cocodrilo disecado conocido como el Lagarto del Boticario, tardamos en comprender que los uniformados guardias de seguridad estaban haciendo salir al público general del edificio. Poco después, un guardia se dirigió a nosotros en un inglés respetuoso:

—Si son tan amables de pasar por aquí, por favor...

Las autoridades de la catedral habían decidido vaciar el edificio, la iglesia más grande de Europa después de San Pedro en Roma, para una visita privada de menos de dos docenas de personas. Me pregunté qué donativo habría dejado Jeremy en el cepillo.

El espacio vacío nos desorientó todavía más cuando nos condujeron a la sillería del coro y el organista de la catedral, vestido con un traje gris impecable, avanzó por el suelo de mármol para enseñarnos su instrumento.

—Ésa es la nota más aguda, ese tubo pequeño de ahí —nos explicó, señalando un tubito minúsculo encajado entre al menos otros cuatro mil kilómetros por encima de nuestra cabeza.

Pulsó la tecla correspondiente y el tubito emitió un pitido tan agudo y leve que costaba imaginar que alguien que no fuera el murciélago de oído más fino pudiese captarlo.

—Y éste es el más grave...

Los abismos de la tierra parecieron estremecerse en algún lugar por debajo de la cripta.

Entonces, el organista interpretó unas piezas, sin duda llenas de matices y emoción, aunque en realidad no conseguí disfrutarlas. No puedo evitar que los recitales de órgano me recuerden al colegio: primero me deprimen y luego me sumen en un sueño intranquilo. Los bostonianos empezaron a dar cabezadas, de uno en uno y por parejas, y fue un alivio que nos despertaran de golpe las últimas y estremecedoras notas bajas del instrumento y que a continuación saliéramos al aire fresco y la luz por nuestro acceso exclusivo. Al mirar atrás, advertí que los feligreses reanudaban sus devociones personales, mientras los turistas irrumpían por la nave central. Era maravilloso encontrarnos de nuevo en el bullicio de las calles sevillanas, en busca de placeres para la velada.

Contra todo pronóstico y pese a mis temores, mi papel como guía turístico había resultado fácil, pues Michael aparecía milagrosamente para encargarse de las partes difíciles y se las apañaba para hacer acto de presencia en todas las cenas. Sin embargo, la última velada elevó tanto el listón que ni siquiera él pudo superarlo. Teníamos reservados los mejores asientos de la Ópera de Sevilla, donde iba a representarse
La Traviata
. Pero los músicos se declararon en huelga en el último momento, de modo que allí estábamos, con los bostonianos vestidos de gala y acicalados, y sin ningún sitio adonde ir.

—Bu... bueno, esto es toda una oportunidad —afirmó Michael dirigiéndose a todos—. No podemos ir a la Ópera, pero podemos disfrutar de la literatura. Chris ha accedido amablemente a leerles fragmentos de su ma... maravilloso libro.

No creía estar a la altura de Verdi, la verdad, y el papel de esquirol tampoco me parecía correcto. Pero nos dirigimos a un bar en el barrio de Santa Cruz, pedimos una docena de botellas del vino de la casa y lo pasamos muy bien.

Al día siguiente, nos enteramos de que, exasperado por la intransigencia de los músicos, el director de orquesta había subido al escenario, se había sentado en la banqueta del piano tras sacudirse las colas del frac y había ejecutado la partitura de
La Traviata
hasta el final como si se tratara de un recital de piano. El público había quedado embelesado y, según los periódicos, había sido uno de los acontecimientos culturales más destacados de la ciudad. No creo haber sido el único en sentirse un poco defraudado.

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