Los almendros en flor (4 page)

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Authors: Chris Stewart

BOOK: Los almendros en flor
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Cercas para principiantes

No mucho después de mi regreso de Sevilla, mientras preparaba una tortilla de patatas y hacía acopio de valor para darle la vuelta a la sartén con un plato, sonó el teléfono.

—Teléfono... —anunció Chloé.

—Para mí no es, así que no pienso cogerlo —respondió Ana.

—Yo tampoco... Estoy ocupado —murmuré, al tiempo que devolvía al amorfo montón unos trocitos de patata.

—Bueno, pues para mí tampoco es, porque todo el mundo me llama al móvil —puntualizó Chloé, muy flamenca.

—Vale, pues que siga sonando y ya está —dije.

Y eso hizo, rezongando desde su aireado rincón junto a la puerta.

—A ver —comentó Ana—, si es algo realmente importante, quienquiera que sea volverá a llamar, ¿no os parece?

Al fin el teléfono dejó de sonar y, exhalando simultáneos suspiros, centramos nuestra atención en el perfecto disco de huevo y patata que yo acababa de poner en la mesa. Entonces volvió a sonar.

Nos dirigimos miradas acusadoras unos a otros. Por fin, Chloé rompió el silencio.

—Debe de ser importante: han vuelto a llamar.

—Ajá, pero ¿cómo podemos estar seguros de que se trata de la misma persona? Puede ser otro —sugerí.

Fue Ana quien cedió por fin. Mirándonos furibunda, echó atrás la silla y fue a contestar el teléfono.

—Hola, dígame —masculló con el tono gruñón que utiliza para intimidar a quienes hacen perder el tiempo a los demás.

Luego, volviéndose hacia el aparato con una sonrisa de sorpresa, se relajó y su voz destiló calidez. Gracias a aquel sutil cambio de tono, Chloé y yo dedujimos que se trataba de Antonia.

—Era Antonia —anunció cuando por fin volvió con nosotros—. Llamaba desde Holanda para decir que
Yacko
se ha escapado...

Antonia era la escultora holandesa que llevaba viviendo los últimos seis años con nuestro vecino Domingo, en la finca que había al otro lado del río.
Yacko
era su loro.

—Pero ¿cómo puede ser? —me interesé—. Pensaba que le había recortado las plumas.

—Vuelven a crecerles. Hay que cortarlas con regularidad. En cualquier caso, está desesperada. Por lo visto, Domingo lleva todo el día tratando de atrapar al pájaro, pero, cada vez que se le acerca,
Yacko
escapa volando al árbol siguiente. En parte ha sido idea de él que Antonia nos llamara. Creen que igual yo tengo más éxito.

Me costó imaginar a Domingo abandonando su rebaño de ovejas todo un día para vagar por la montaña detrás del loro de su novia; además, tenía entendido que los loros de Antonia no eran santo de su devoción. Pero era culpa de Domingo que
Yacko
se hubiese escapado, y Antonia estaba desesperada y decía que si no capturaban al loro tendría que adelantar su regreso de Holanda. Había ido allí para visitar la fundición de cerca de Utrecht donde hacía vaciar en bronce sus moldes; uno de ellos era un bonito centauro para el que Domingo había posado (de cintura para arriba, por supuesto).

—Se ha vuelto loca —aventuré—. Por el precio de un billete de avión podría comprarse media docena de loros grises africanos como ése, e incluso especímenes mucho mejores.

—No me parece que ésa sea la cuestión, Chris —respondió Ana con frialdad.

Y, como para corroborar sus palabras,
Porca
, que estaba instalado en mi hombro, se inclinó y bebió vino de mi copa. (Quienes hayan leído con anterioridad sobre mi pésima relación con el perico de Ana sabrán que hemos llegado a una precaria tregua: él está dispuesto a tolerarme a cambio de las comodidades que puedo ofrecerle, como unos hombros más anchos en los que posarse y un vaso de vino más fácilmente disponible, pues me lo lleno con mayor frecuencia que Ana.)

—Le he prometido intentarlo —prosiguió mi mujer—, pero vete a saber cómo voy a encontrar un loro gris entre los olivos de El Duque, por no hablar de capturarlo.

Tenía razón. Un loro gris se camuflaría muy bien entre aquellas hojas plateadas.

—En fin. Será mejor que nos vayamos a la cama pronto y empecemos al amanecer, antes de que se ponga nervioso —concluyó con cierta resignación.

No me pareció que valiese la pena comentarlo, pero en realidad no recordaba haberme ofrecido voluntario para la expedición.

A las nueve y cuarto, la hora más cercana al amanecer en que Ana se pone en marcha, encerramos a los perros en casa y echamos a andar valle abajo. No sabía muy bien cuál se suponía que era mi papel; como dirían los españoles, soy más cegato que un gato de escayola, así que era poco probable que viera al pájaro errante. Pero Ana parecía creer que otro par de manos y ojos, por miopes que éstos fueran, podían resultarle de utilidad.

Cuando cruzamos el río, alcé la vista hacia la gran ladera de bancales que se eleva desde El Duque hasta Cerro Negro; allí, entre la roca grisácea y la polvorienta y grisácea vegetación, deben de haber unos dos mil olivos de tonos gris plata. Encontrar un loro gris en ese lugar parecía de todo punto imposible. Además, en ese momento podía estar muy lejos de allí.

—No veo cómo vamos a encontrar a Domingo —musité cuando dejamos el sendero y empezamos a subir por la montaña—, mucho menos al loro.

—No seas borrico... Mira, Domingo está allí.

En efecto, allí estaba, paseando por el bosquecillo de olivos de Bernardo, una figura musculosa, con vaqueros viejos y camiseta raída, que observaba el horizonte haciéndose visera con la mano. Nos vio y nos hizo señas para que nos acercásemos; una sonrisa de alivio iluminó fugazmente su rostro.

—Hola, Domingo. ¿Qué tal va? ¿Ha habido suerte?

—Nada, nada... Cada vez que me acerco a él, da un brinco hasta el árbol siguiente. Ayer me pasé el día intentando cogerlo, y hoy aún no lo he visto. El problema es que no le caigo bien... bueno, a decir verdad él tampoco me cae bien. Qué queréis que os diga, estoy hasta las narices de loros. A lo mejor tú lo consigues, Ana —añadió volviéndose hacia ella—. Antonia y tú tenéis la voz parecida... Llámalo, con un poco de suerte volará hacia ti.

De modo que nos separamos y anduvimos de aquí para allá entre los olivos, Domingo y yo en silencio, y Ana gritando de vez en cuando «¡
Yacko
,
Yacko
!», imitando la peculiar forma de hablar de los holandeses, con la lengua ahuecada contra el paladar y sin mover los labios. Sonaba bastante auténtica.

Nos reagrupamos al cabo de unos diez minutos.

—Dime unas palabras en holandés, Chris —me pidió Ana.

Yo había vivido en Ámsterdam durante un disipado período de mi juventud y aún recordaba unas cuantas cosas en esa lengua. Obediente, solté una de las pocas frases que no sé por qué se me habían quedado grabadas.

—¿Y qué significa?

—No ponga mucha mayonesa en las patatas, por favor —traduje.

Ana arqueó una ceja.

—Chris —dijo con expresión exasperada—, ¿puedes intentar tomarte esto en serio?

La mañana siguió su curso y el sol fue elevándose sobre la sierra de la Contraviesa, proyectando profundas sombras entre los olivos y arrancando destellos al río Cádiar, que discurría por el tortuoso desfiladero más abajo. Me senté a la sombra y escuché adormilado la voz de mi mujer llamando al loro con acento afectado desde los bancales de más abajo.


Yacko, Yacko, kom hier, Yacko. Kom hier, alsjijblieft!
—(
Yacko
,
Yacko
, ven aquí, por favor) gritaba en un tono admonitorio aburrido pero cortés que al pájaro le pegaba bastante.

En realidad, Antonia tiene dos loros grises africanos. Uno es un pájaro más viejo que Carracuca, lleva treinta años en la familia y ya no puede volar porque ha perdido la mayor parte de las plumas. Parece contentarse con ocultarse detrás de la nevera, donde imita la radio, algo que hace asombrosamente bien, y murmura para sí, una y otra vez, la palabra «Yacko», pues así es como se llama,
Yacko
. Además hay otro más joven, el fugitivo que andábamos buscando y que también se llama
Yacko
. Por lo visto, en holandés
yacko
significa «loro gris africano». Por suerte, no era probable que ese hecho provocara confusión alguna, pues seguramente
Yacko
era el único loro gris africano que hablaba holandés y que andaba suelto en ese momento por nuestro valle.

Mientras esperaba a que el pájaro respondiera a su deslucido nombre, pensé que el criterio de los holandeses a la hora de bautizar a un animal no era muy distinto del de la España rural. Aquí, la gente utiliza una fórmula parecida:
Mulo
, por ejemplo, es el nombre favorito para un mulo, y
Burro
para un burro. Y si esos nombres ya están ocupados, siempre puede recurrirse al del color del bicho en cuestión:
Pardo
o
Negro
, por ejemplo.

Así ha sido al menos durante generaciones, aunque las cosas están cambiando poco a poco. Conozco a un arquitecto irlandés que vive en un pueblo de la Alpujarra Alta y tiene una mula llamada
Preciosa
. Me contó que a sus vecinos les había gustado tanto ese nombre que, siguiendo su ejemplo, empezaron a poner nombres más imaginativos a sus perros, mulas e incluso a una cabra. Y también está Manolo, que nos echa una mano con el trabajo del campo en El Valero. Me contó que estaba pensando comprarles una mula a una pareja inglesa del pueblo. «Se llama
Pinfloy
», me confió con expresión perpleja, preguntándose si yo podría arrojar luz sobre el asunto. No pude, aunque algún tiempo después conocí a la pareja, y me preguntaron cómo estaba su antigua mula
Pink Floyd
. Entonces Manolo ya le había cambiado el nombre por
Tordo
, que es el tradicional para las mulas blancas. «Es mucho más fácil gritar “tordo” que “
pinfloy
”», explicó.

En ese punto, mis cavilaciones se vieron interrumpidas por una llamada urgente de Ana. Acababa de ver a
Yacko
. Estaba posado, disfrutando de las mieles de la libertad, en la rama de un olivo a menos de un tiro de piedra de mí. Desde nuestros sitios respectivos, fuimos acercándonos con sigilo al árbol. Allí estaba, gris como el polvo, con un destello de rojo brillante en la cola... Había llegado el momento de atrapar a aquel cabrón. Me dijeron que no me moviera ni un pelo, siendo como era el más proclive a joder la operación, mientras Ana se apostaba debajo del condenado pajarraco y con su falso holandés empezaba a persuadirlo para que bajara del árbol.

La necia criatura pareció caer en la trampa, y se acercó a Ana para verla mejor. Entretanto, siguiendo el plan que habíamos trazado de antemano, Domingo se arrastró con sigilo por la rama hacia el loro. Bajo su peso, la rama descendió hacia Ana, que tendió el palo especial que Antonia utilizaba para adiestrar loros (no para pegarles, sino como percha portátil).
Yacko
se posó dócilmente en el palo, y de ahí pasó al hombro de Ana, donde la miró fijamente un instante, preguntándose si no habría cometido un error. Pero fue demasiado tarde: en ese instante, Domingo saltó y arrojó la chaqueta sobre el estúpido animal.

Lo habíamos conseguido. Pleno éxito de la misión. Con el furibundo loro graznando y chillando debajo de la chaqueta, descendimos hacia La Colmena, la casa de Domingo. Nos sentíamos bastante ufanos, y Domingo, habitualmente flemático, estaba eufórico de puro alivio. De pronto podía esperar la vuelta de su novia con ganas en lugar de aterrorizado. Advertí asimismo que Ana, que suele conducirse con modestia, se sentía orgullosa del papel que había desempeñado en la aventura.

—Hay que celebrarlo —declaré, aunque mi papel en el triunfo no estaba muy claro—. Un vaso de vino nos sentará muy bien.

—Antes debería sacar las ovejas. No me gusta que pasen demasiado tiempo en el redil —objetó Domingo. Pero al punto cambió de opinión, algo nada propio de él, y añadió—: Bueno, tampoco va a hacerme daño tomar un vasito de vino primero.

Domingo se pasa la mayor parte del tiempo recorriendo el valle y las montañas con sus ovejas. Es lo que hay que hacer cuando un rebaño se vuelve demasiado grande para pastar en la propia finca. Con sus trescientas cincuenta ovejas, el rebaño de Domingo se ha convertido en uno de los más numerosos de la zona. A veces —cuando tiene que ir en coche a Málaga a recoger a Antonia o a llevar una escultura a una galería—, deja las ovejas sueltas unas horas en un campo de sorgo y maíz de forraje que ha cercado para esas ocasiones. Pero son demasiadas para quedarse pastando mucho tiempo en el mismo sitio.

La verdad es que pasarse el santo día vagando con el rebaño por las montañas y conocer a fondo todas las rocas y los árboles tiene cierto romanticismo, y Domingo sabe disfrutar de la belleza del paisaje. Le encanta pasear entre las peñas de la loma de Campuzano y, en las noches de verano, cuando Antonia puede acompañarlo, dormir bajo las estrellas en las altas y agrestes praderas de El Picacho. Pero llevar a pastar las ovejas de esa manera tiene también sus inconvenientes. Cuando estás paseando al rebaño, prácticamente no puedes hacer nada más; no puedes quedarte en casa con tu pareja, leer, acabar una escultura o arreglar el tractor. Y aunque Domingo y Antonia rara vez se quejan de su suerte, sé que hay días, en especial cuando ella está a punto de marcharse a Holanda, en que ansían pasar más tiempo juntos.

Además, a Antonia le preocupa que Domingo esté desperdiciando su considerable talento artístico. Está convencida de que es un escultor magnífico por derecho propio; desde luego, es el único pastor que conocemos que expone bronces en prestigiosas galerías de Granada y en la costa, pero él insiste en que lo primero es el rebaño.

—Esta tierra en que vivimos no nos pertenece; estas ovejas son lo único seguro que tenemos —explica con su dulzura habitual, no exenta de firmeza—. Puede que la gente quiera esculturas de bronce, y puede que no, pero siempre habrá demanda de cordero.

Y no se hable más.

Aunque fui yo quien introdujo ovejas en nuestro valle, siempre había imaginado que tendría un rebaño modesto en un cercado. Después de todo, si no quieres que tu finca se convierta en un desierto polvoriento, debes limitar el número de ovejas; además, sabía que no iba a llevarlas a pastar; no tengo la fortaleza necesaria para hacerlo con constancia y olvidarme de las demás tentaciones. Sin embargo, de haber sabido hasta qué punto iba a convertirse en una tarea hercúlea cercar El Valero, es posible que hubiese aparcado definitivamente mis planes pastoriles.

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