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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (7 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Le dolían los antebrazos. Le habían relevado dos veces del timón, pero aun así, le dolían de modo espantoso. Sus enjutas y bronceadas manos dejaban ver los pálidos nudillos al apretar la resquebrajada rueda del timón. Trató de relajar repetidas veces sus músculos, la tensión que ataba la musculatura de sus brazos; pero como si poseyesen una voluntad independiente, volvían a apretar la rueda sus manos. También tenía un extraño sabor en su boca reseca, un sabor agrio y salado, y aunque bebiera una y otra vez del soleado jarro que tenía a su lado, el sabor y la sequedad persistían. No podía conjurarlo ni más ni menos que aquella bola retorcida, acalambrada, que parecía aprisionar su interior, justo sobre el plexo solar, o el extraño e incontrolable temblor que de vez en cuando se apoderaba de su pierna derecha.

El teniente Andy Stevens tenía miedo. Jamás había entrado en acción, pero no era esto el motivo de su temor. No era la primera vez que tenía miedo. Lo había tenido toda su vida, hasta donde le alcanzaba la memoria… Y podía recordar mucho tiempo atrás, hasta sus primeros días de preuniversitario cuando su padre el famoso Sir Cedric Stevens, el más célebre explorador y montañero de su tiempo, le había arrojado a la piscina de su casa, diciéndole que era la única forma de aprender a nadar. Aún podía recordar cómo había luchado y tragado agua para llegar a la orilla de la piscina, presa de pánico y desesperación, con la boca y la nariz atragantadas por el agua, y la boca del estómago anudada y agarrotada por aquel desconocido dolor aterrador que había de llegar a conocer tan bien al correr de los años; cómo su padre y sus dos hermanos mayores, corpulentos, joviales, enervados como el mismo Sir Cedric, habían enjugado las lágrimas de risa de sus ojos y le habían vuelto a empujar…

Su padre y hermanos… Durante su vida escolar siempre había sido igual. Los tres habían convertido su vida en algo insoportable. Eran tipos fuertes, robustos, que gozaban del aire libre, que adoraban el templo del atletismo y de la forma física, que no podían comprender que hubiese alguien en el mundo que no disfrutara zambulléndose desde un trampolín a cinco metros de altura, escalando los riscos de un distrito o maniobrando un barco en una tormenta. Le habían obligado a hacer todas estas cosas, y había fallado con frecuencia, y ni su padre ni sus hermanos pudieron entender jamás que temiera estos violentos deportes en que ellos sobresalían, pues no eran crueles, ni siquiera duros, sino sencillamente estúpidos. Y así, al simple miedo físico que a veces sentía, se añadía el miedo al fracaso y a la burla, con el consiguiente ridículo. Y como había sido un chico muy sensible y temía el ridículo sobre todas las cosas, había llegado a temer todo lo que pudiera provocarlo. Por fin, había llegado a temer al mismo miedo, y fue precisamente un desesperado esfuerzo por dominar este doble miedo lo que le indujo a dedicarse —entre los quince y los veinte años— a escalar riscos y montañas. Al fin, había llegado a ser diestro en ello, adquiriendo tal reputación que padre y hermanos llegaron a respetarle como a un igual, cesando así el ridículo.

Pero no así el miedo; antes bien, había aumentado por aquello que lo nutría, y, con frecuencia, en una escalada especialmente difícil, había estado a punto de matarse a causa de un incontrolable e irrazonado terror. Sin embargo, había tratado siempre, y con éxito, de disimularlo o de ocultarlo. Como ahora. Estaba tratando de dominar, de ocultar aquel miedo. Temía fallar —no estaba muy seguro en qué—, no corresponder a lo que de él se esperaba; tenía miedo al miedo y, sobre todas las cosas, a que los demás lo descubrieran.

El sorprendente, el increíble azul del Egeo, la suave, brumosa silueta de las montañas de Anatolia sobre el desvaído cerúleo del cielo; la enternecedora y mágica mezcla de azules y violetas, de púrpuras y añiles de las soleadas islas que pasaban perezosamente al lado, ahora casi en el bao; el iridiscente rizado del agua acariciada por la suave brisa que, cargada de aromas, acababa de surgir del Sudeste; la pacífica escena del puente, el tranquilizador, interminable runrún del viejo
Kelvin
… Todo era paz y quietud, satisfacción, calor y languidez, y parecía imposible que nadie pudiera tener miedo. Aquella tarde, el mundo y la guerra estaban muy lejos.

Aunque era posible, después de todo, que la guerra ni se hallara tan lejos. Les llegaban algunas salpicaduras, además de constantes recuerdos. Por dos veces un
Arado
alemán había volado sobre ellos, describiendo círculos, y un
Saboya
y un
Fiat
, volando en compañía, habían modificado su curso, y descendido para examinarlos, alejándose de nuevo, satisfechos al parecer: tratándose de aviones italianos, y probablemente con base en Rodas, había muchas posibilidades de que fueran pilotados por alemanes que habían recogido a sus hasta ahora aliados, en Rodas, metiéndoles en campos de concentración tras haberse entregado el Gobierno italiano. Por la mañana habían pasado a media milla de un caique alemán, llevaba la bandera alemana e iba cuajado de cañones que se elevaban sobre proa y popa. A primera hora de la tarde, una lancha rápida alemana había pasado tan cerca de ellos que el caique se había mecido violentamente en las ondas que la lancha había producido. Mallory y Andrea habían levantado los puños y maldecido abundantemente y en voz alta a los sonrientes marineros que iban sobre cubierta. Pero no habían tratado de molestarles ni de detenerlos. Ni los británicos ni los alemanes habían vacilado nunca en violar la neutralidad de las aguas turcas, pero, en cumplimiento de un convenio tácito entre caballeros, las hostilidades entre buques y aviones que pasaban eran casi desconocidas. Como los representantes de países en guerra en una capital neutral, su comportamiento pasaba de una rígida e impecable cortesía a una marcada indiferencia.

Éstos eran, pues, los alfilerazos —las visitas y pasadas—, inofensivas en efecto, de barcos y aviones enemigos. Los otros recordatorios de que aquello no era la paz sino sólo una ilusión, algo efímero y quebradizo, eran más permanentes. Las manecillas de sus relojes se movían lentamente, y cada tictac les acercaba más y más al gran acantilado, apenas a ocho horas de distancia que, fuera como fuese, habían de escalar. Y en aquel momento, casi en línea recta y a menos de cincuenta millas de distancia, podían verse los hostiles y dentados picos de Navarone destacándose del horizonte nebuloso y elevándose, oscuros, sobre el cielo de zafiro, desolado, remoto y extrañamente amenazador.

A las dos y media de la tarde se paró la máquina. Lo hizo bruscamente sin el aviso previo de interrupciones o fallos del pistón. Un momento antes, el rumor acompasado y tranquilizador; al siguiente, el silencio más repentino, más inesperado y opresivo.

Mallory fue el primero en llegar a la escotilla.

—¿Qué ocurre, Brown? —preguntó. La ansiedad agudizaba su voz—. ¿Se ha estropeado la máquina?

—No del todo, señor. —Brown se hallaba aún inclinado sobre la máquina y su voz sonaba apagada—. Acabo de pararla yo mismo. —Se irguió, se elevó pesadamente por la escotilla, y se sentó en la cubierta con los pies colgando, aspirando grandes bocanadas de aire fresco. Bajo la piel tostada se advertía una gran palidez.

Mallory le miró detenidamente.

—Parece que has tenido el mayor susto de toda tu vida.

—No es eso. —Brown movió la cabeza apesadumbrado—. Durante el último par de horas me he ido envenenando en ese maldito agujero. Ahora me doy cuenta. —Se pasó la mano por la frente y gimió—. Parece que se me levanta la tapa de los sesos, señor. El monóxido de carbono no es muy saludable.

—¿Un escape?

—Sí. Pero es algo más que un escape. —Y señaló el motor—. ¿Ve aquel tubo que sujeta la bola de hierro que hay sobre el motor…, el refrigerador de agua? Es fino como un papel; debe de hacer horas que viene perdiendo por encima de la brida inferior. Hace un minuto se hizo un gran boquete, con chispas, humo y llamas de seis pulgadas de longitud. Tuve que parar el motor al instante, señor. Mallory movió la cabeza con lenta comprensión.

—¿Y ahora, qué? ¿Puedes repararlo, Brown?

—Ni hablar, señor. —Su movimiento de cabeza era muy significativo—. Habría que soldarlo. Sin embargo, entre la chatarra hay un repuesto. Está muy oxidado y es tan endeble como el que está puesto… Intentaré utilizarlo, señor.

—Yo le ayudaré —ofreció Miller.

—Gracias, cabo. ¿Cuánto cree que tardará en repararlo, Brown?

—Sólo Dios lo sabe, señor. Dos horas, o cuatro quizás. Casi todos los tornillos y tuercas están agarrotados por el óxido. Tendré que lijarlos o cortarlos y buscar otros para remplazados.

Mallory no dijo nada. Se volvió pesadamente, y alcanzó a Stevens que había abandonado la timonera y se hallaba inclinado sobre el pañol de velas. Miró inquisitivamente a Mallory cuando éste llegó a su lado.

Mallory hizo un gesto afirmativo.

—Sácalas. Dice Brown que quizá tardará cuatro horas en reparar la avería. Andrea y yo haremos cuanto podamos por ayudarle.

Dos horas después, con la máquina averiada aún, se hallaban a bastante distancia de las aguas territoriales, cerca de una gran isla situada a unas ocho millas al Oeste Noroeste. El viento, cálido y sofocante, había retrocedido y soplaba hacia un Este que se oscurecía, tormentoso; y sólo con trinquete y foque —las dos únicas velas que encontraron— ajustadas al palo mayor, no podían meterse en el viento. Mallory había decidido dirigirse a la isla. El riesgo de que les vieran era mucho menor allí que en mar abierto. Miró su reloj con ansiedad y fijó su mirada malhumorada en la costa turca que se alejaba, y escudriñó la oscura línea formada por mar, tierra y cielo hacia el Este.

—¡Andrea! —exclamó—. ¿Ves acaso…?

—Lo veo, capitán. —Andrea se hallaba a su lado—. Un caique. A tres millas. Viene directamente hacia nosotros —añadió por lo bajo.

—Directamente hacia nosotros —repitió Mallory—. Díselo a Miller y a Brown. Que vengan aquí.

Cuando les tuvo a todos reunidos, Mallory fue directamente al grano.

—Nos detendrán y van a hacer una inspección —dijo con rapidez—. Si no me equivoco, es el caique grande que nos pasó esta mañana. Sólo el cielo sabe cómo les han informado. Vendrán llenos de sospechas. Y no va a ser una inspección de pacotilla. Estarán armados hasta los dientes, y dispuestos a armarla. No habrá medias tintas. Quiero que atiendan bien a eso. O nos hunden o les hundimos. No podemos resistir una inspección sobre todo con el equipo que llevamos a bordo. —Y añadió con suavidad—: No vamos a echar ese equipo por la borda. —Explicó rápidamente sus planes. Stevens, asomado a la ventanilla de la timonera, sintió el antiguo retortijón en la boca del estómago, y notó que la sangre huía de su cara. Agradeció la protección de la timonera, que ocultaba la parte inferior de su cuerpo; volvía el acostumbrado temblor de su pierna. Hasta su voz flaqueaba. —Pero, señor, señor…

—Sí, sí, ¿qué ocurre, Stevens? —Incluso apurado como estaba, Mallory se detuvo al ver la cara pálida, asustada, las uñas sin color clavadas en el antepecho de la ventana.

—¡No… no puede hacer eso, señor! —La voz sonó ásperamente gutural bajo el filo cortante de la tensión. Durante unos instantes su boca se movió sin articular sonido. Luego se apresuró a decir—: Será una matanza, señor… ¡un asesinato!

—¡Cállate, muchacho! —gruñó Miller.

—¡Basta, cabo! —ordenó Mallory con voz cortante. Miró largamente al americano, luego su mirada fría cayó sobre Stevens—. Teniente, para dirigir una guerra con éxito hay que colocar al enemigo en desventaja, no dándole siquiera una oportunidad de salvarse. O los matamos o nos matan. O los hundimos o nos hunden… con nuestros mil y pico de hombres en Kheros. La cosa es así de sencilla, teniente. No es siquiera cuestión de conciencia.

Durante algunos segundos Stevens permaneció mirando a Mallory en absoluto silencio. Se daba cuenta vagamente de que todo el mundo tenía los ojos puestos en él. En aquel instante odiaba a Mallory y le hubiera matado. Lo odiaba porque… Advirtió que le odiaba por la despiadada lógica de sus palabras. Bajó la vista a sus apretados puños. Mallory, el ídolo de todo joven montañero y escalador de la Inglaterra de la anteguerra, cuyas fantásticas hazañas habían sido titulares de primera página en todos los diarios en 1938 y 39; Mallory, que había fracasado dos veces, por una mala suerte atroz, en sorprender a Rommel en su cuartel general del desierto; Mallory, que por dos veces había rechazado un ascenso para continuar con sus amados cretenses, cuya adoración rayaba en la idolatría. Estos pensamientos pasaban tumultuosamente por su mente. Levantó la vista, miró la cara enjuta, bronceada por el sol, la boca sensitiva y bien dibujada, las espesas, oscuras y rectas cejas sobre los ojos pardos entre arrugados párpados, que podían ser tan fríos o tan compasivos, y de pronto se sintió avergonzado. Sabía que el capitán Mallory se hallaba muy lejos de su comprensión y de su juicio.

—Lo siento mucho, señor —dijo sonriendo débilmente—. Como diría el cabo Miller, hablaba fuera de turno. —Miró al caique que les enfilaba por el sudeste. Y volvió a sentir aquel miedo enfermizo, aunque su voz sonó bastante firme—. No le fallaré, señor.

—Me basta eso. Jamás creí que me fallases. —Mallory sonrió a su vez y miró a Miller y a Brown—. Sacad las cosas y tenedlas dispuestas. Hacedlo con calma, manteniéndolo todo oculto. Estarán observándonos con los prismáticos.

Y, dando media vuelta, se dirigió hacia proa. Andrea le siguió.

—Has sido duro con el joven. Sus palabras no eran ni una crítica ni un reproche, sino la sencilla exposición de un hecho.

—Ya lo sé. —Mallory se encogió de hombros—. Tampoco a mí me gustó hacerlo… No tuve otro remedio.

—También lo creo yo así —dijo Andrea lentamente—. Sí, creo que tuviste que hacerlo. Pero resultó duro… ¿Crees que emplearán el cañón grande para detenernos?

—Es posible. No hubieran vuelto sobre nosotros si no estuvieran seguros de que nos proponemos algo raro. Pero eso del cañonazo ante la proa… Por regla general no suelen ser tan suaves.

Andrea arrugó el entrecejo.

—¿Tan suaves?

—Dejémoslo —dijo Mallory sonriendo—. Es hora de que tomemos posiciones. Recuérdalo. Espera a oír mi señal. No tendrás dificultad en oírla —terminó secamente.

La onda espumosa se convirtió en un suave rizo, el rumor del gran motor Diesel se hizo distante al arrimarse el barco alemán al costado, quedando apenas a seis pies de distancia. Desde donde se hallaba, sentado en una caja de pescado en el castillo de proa, cosiendo con aplicación un botón de la vieja zamarra que sostenía sobre las piernas, Mallory podía ver seis hombres vestidos con el uniforme normal de la Armada alemana…: uno agachado detrás de una ametralladora
Spandau
montada sobre su trípode tras el cañón de dos libras; otros tres agrupados en medio del barco, cada uno de ellos armado de la correspondiente metralleta —
Schmeissers
, al menos se lo pareció—; el capitán, un joven teniente de rostro duro y frío, con la Cruz de Hierro sobre el pecho, mirando por la abierta puerta de la timonera: y, por fin, una cabeza curiosa que se asomaba por encima de la escotilla de máquinas. Desde su sitio Mallory no podía ver la cubierta de popa; el trinquete, intermitentemente hinchado por el incierto viento, le ocultaba la vista; pero por el movimiento lateral restringido de proa a popa de la
Spandau
, cubriendo ávidamente sólo la mitad delantera de su propio caique, pudo deducir que había otra ametralladora servida del mismo modo en la popa del barco alemán.

BOOK: Los cañones de Navarone
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