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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (2 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—¿Por…?

—Porque no creo en el suicidio. Porque me parece estúpido sacrificar inútilmente gente que vale. Porque yo no soy Dios y no puedo hacer lo imposible. —En la voz de Torrance había una rotunda negativa que convencía, que no toleraba argumentación alguna.

—¿Dice usted que es imposible? —insistió Jensen—. Esto es muy importante.

—Mi vida también lo es. Y las vidas de estos otros compañeros. —Torrance los señaló agitando el pulgar sobre el hombro—. Es imposible, señor. Al menos, imposible para nosotros. —Se pasó una mano cansada por la cara—. Quizá pueda hacerlo un hidro
Dornier
con una de esas bombas deslizantes equipadas con radio-control. Lo ignoro. Pero sí sé que es imposible conseguirlo con el material de que disponemos nosotros. No —añadió con amargura—, a no ser que se pueda rellenar un
Mosquito
de T.N.T. y nos ordenen lanzarnos en picado a cuatrocientos pies de altura sobre la boca de la cueva donde están emplazados los cañones. Así siempre hay posibilidad de conseguirlo.

—Gracias, Torrance…, y a todos ustedes. —Jensen se puso de pie—. Sé que han hecho cuanto han podido, y que nadie podía haber hecho más. Y lo lamento… ¿Capitán de grupo?

—Soy con ustedes, señores. —Hizo seña al oficial de la Inteligencia que había estado sentado detrás de ellos de que ocupara su lugar y se dirigió por la puerta lateral hacia sus propias habitaciones.

—Bueno, ahí queda eso. —Rompió el lacre de una botella de
Talisker
y sacó unos vasos—. Tendrá que aceptarlo como final, Jensen. La escuadrilla de Bill Torrance es la más antigua, la de más experiencia que nos queda en África hoy día. Machacar el pozo de petróleo de Ploesti era para él la gran juerga. Si alguien podía haber llevado a cabo felizmente la misión de esta noche, era Bill Torrance, y si dice que es imposible, créame, capitán Jensen, no hay que darle vueltas al asunto.

—Sí —dijo Jensen mirando sombrío el líquido ambarino que contenía el vaso que sostenía en su mano—. Sí, ya lo sé. Casi lo sabía antes, pero no podía darme por vencido ni arriesgarme a un error… Es una lástima que haya costado la vida de una docena de hombres el demostrar que yo tenía razón… Ahora sólo nos queda ese medio.

—Sólo ése —repitió el capitán de grupo. Levantó el vaso y con un movimiento de cabeza agregó—: ¡Buena suerte a Kheros!

—¡Suerte a Kheros! —repitió a su vez Jensen, con rostro ceñudo.

—¡Oiga! —rogó Mallory—. Me encuentro completamente despistado. ¿Podría decirme alguien por favor…?

—Kheros —interrumpió Jensen—. Ése es el pie que se le dio, joven. El mundo es un escenario, hijo, y aquí es donde usted pisa el tablado de esa pequeña comedia. —La sonrisa de Jensen no era alegre—. Lamento que se haya perdido los dos primeros actos, pero no pierda el sueño por ello. No se trata de un mero partiquino. Será usted la estrella, le guste o no. Atienda: Kheros, acto tercero, escena primera. Entra el capitán Keith Mallory.

Ninguno de los dos había pronunciado palabra en los últimos diez minutos. Jensen llevaba el gran
Humber
oficial con la misma seguridad, la misma tranquila suficiencia que ponía un sello a todo cuanto hacía: Mallory se hallaba aún inclinado sobre el mapa que tenía en las rodillas, una carta del Almirantazgo a gran escala del Egeo Meridional, iluminado por una luz de guardafango con caperuza, estudiando el área de las Esporadas y Dodecaneso del Norte fuertemente encuadradas con lápiz rojo. Al fin, se incorporó y sintió un escalofrío. Incluso en Egipto las noches de noviembre podían ser demasiado frías para resultar confortables. Miró a Jensen.

—Creo que ya lo tengo, señor.

—¡Espléndido! —exclamó Jensen con los ojos fijos en la serpenteante cinta gris del polvoriento camino, a lo largo del blanco haz de los focos que perforaban la oscuridad del desierto. Los haces subían y bajaban constante, hipnóticamente, al compás de las ballestas, sobre el carcomido camino—. ¡Espléndido! —repitió—. Ahora vuelva a examinarlo e imagínese plantado en la población de Navarone; en aquella bahía casi circular al norte de la isla. Dígame, ¿qué vería usted desde allí?

Mallory sonrió.

—No tengo que volver a mirarlo, señor. A unas cuatro millas hacia el Este, vería la costa turca curvándose hacia el Norte y Oeste en un punto casi al norte de Navarone, un agudísimo promontorio, pues la costa superior se curva hacia el Este. Luego, a unas dieciséis millas de distancia, hacia el norte de ese promontorio, el cabo Demirci, ¿no?; y casi paralela a ella, vería la isla de Kheros. Finalmente, seis millas al Oeste, está la isla de Maídos, la primera del grupo de las Leradas, que se extienden unas cincuenta millas hacia el Noroeste.

—Sesenta —asintió Jensen—. Tiene usted vista, amigo Y valor y experiencia. Una persona no sobrevive dieciocho meses en Creta sin ambas cosas. Y tiene un par de atributos más que mencionaré con el tiempo —hizo una breve pausa, y movió la cabeza lentamente—. Sólo confío en que le acompañe la suerte… toda la suerte. Sabe Dios que va a necesitarla.

Mallory esperó expectante, pero Jensen se había quedado ensimismado. Pasaron tres minutos, cinco quizás, y sólo se oía el crujir de las cubiertas, el apagado rumor del potente motor. De pronto Jensen se movió y empezó a hablar lentamente, aunque sin apartar la vista del camino.

—Hoy es sábado; es decir, el amanecer del domingo. Hay mil doscientos hombres en la isla de Kheros, mil doscientos soldados británicos que perecerán, serán heridos o hechos prisioneros para el sábado. La mayoría morirá, desde luego. —Por primera vez miró a Mallory y sonrió, con una sonrisa breve, una mueca más bien—. ¿Qué se experimenta cuando se tienen mil vidas en las manos de uno, capitán Mallory?

Durante unos segundos Mallory contempló el impasible rostro de Jensen. Después apartó la vista, y volvió a examinar la carta. Mil doscientos hombres en Kheros. Mil doscientos hombres que esperaban la muerte. Kheros y Navarone, Kheros y Navarone. ¿Cómo era aquel verso, aquella aleluya pueril que había aprendido durante sus largos años de estancia en aquel villorrio de pastos de ovejas de Queenstown? Chimborazo, eso era. «Chimborazo y Cotopaxi, habéis robado mi corazón…» Kheros y Navarone tenían el mismo sonido, el mismo resplandor indefinible, el mismo hechizo novelesco que se apodera de un hombre y se incrusta en él. Kheros y… Furioso, movió nerviosamente la cabeza y trató de concentrarse. Las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar, pero muy poco a poco.

Jensen rompió el silencio.

—Recordará usted que dieciocho meses después de la caída de Grecia, los alemanes se habían apoderado de casi todas las Esporadas: los italianos, claro está, tenían ya en su poder casi todo el Dodecaneso. Entonces, comenzamos a establecer gradualmente misiones en esas islas, por lo general con vuestra gente de avanzada, o sea el Grupo de Largo Alcance del Desierto, o el Servicio Marítimo Especial. En setiembre último, habíamos vuelto a conquistar casi todas las islas mayores, excepto Navarone. Era una posición demasiado difícil de tomar, y la pasamos de largo.

Y trajimos algunas guarniciones con fuerza de batallón y mayores aún. —Sonrió mirando a Mallory—. Estaba usted entonces en su cueva de las Montañas Blancas, pero recordará cómo reaccionaron los alemanes, ¿verdad?

—¿Violentamente?

Jensen asintió.

—Exacto. Muy violentamente, a decir verdad. Por mucho que se diga de la importancia política de Turquía en esta parte del mundo, nunca es bastante.

Y siempre ha sido un socio en potencia, ya del Eje, ya de los aliados. La mayoría de estas islas sólo está a unas millas de la costa turca. La cuestión de prestigio, de restaurar la confianza en Alemania, era imperativa y urgente.

—¿Y qué hicieron?

—Pusieron todo su peso en la balanza. Tropas paracaidistas, tropas transportadas por vía aérea, brigadas de montaña escogidas, hordas de
Stukas
. Me han dicho que dejaron la costa italiana limpia de bombarderos en picado para dedicarlos a estas operaciones. Sea como sea, se lo jugaron todo. En pocas semanas habíamos perdido más de diez mil hombres y todas las islas reconquistadas excepto la de Kheros.

—¿Y ahora le llega el turno a Kheros?

—Sí. —Jensen sacó de su cajetilla un par de cigarrillos y permaneció silencioso hasta que Mallory los encendió y tiró el fósforo por la ventanilla hacia el pálido reflejo del Mediterráneo, al norte del camino costero—. Sí, la isla de Kheros será destruida. Nada de lo que hagamos puede salvarla. Los alemanes tienen superioridad absoluta en el Egeo.

—Pero…, pero ¿cómo sabe usted que será esta semana?

Jensen suspiró.

—Hijo mío, Grecia es un hervidero de agentes aliados. Sólo en el área de Atenas-Pireo tenemos más de doscientos, y…

—¡Doscientos! —interrumpió Mallory incrédulo—. ¿Ha dicho usted…?

—Lo dije —dijo Jensen sonriente—. Una mera bagatela, se lo aseguro, comparado con las vastas hordas de espías que circulan libremente entre nuestros nobles anfitriones en El Cairo y Alejandría. —Se quedó serio nuevamente—. De todos modos, nuestra información es exacta. Una armada de caiques zarpará del Pireo el jueves al amanecer e irá de isla en isla a través de las Cicladas, guareciéndose en las islas durante la noche. —Y agregó sonriendo—: Una situación intrigante, ¿no le parece? No nos atrevemos a movernos en el Egeo durante el día, porque pueden hacernos trizas los bombarderos. Los alemanes no se atreven a moverse de noche. Verdaderas manadas de destructores y cañoneros nuestros patrullan por el Egeo al oscurecer. Los destructores se retiran al Sur antes de amanecer, y los barcos pequeños suelen guarecerse en los ríos isleños. Pero no podemos evitar que crucen. Allí estarán el sábado o el domingo, y sincronizarán su desembarco con las primeras tropas transportadas por vía aérea. Tienen montones de
Junkers 52
esperando en las afueras de Atenas. Kheros no durará ni dos días. —Nadie que hubiera escuchado la voz grave de Jensen, y su acento de absoluta sinceridad, hubiera podido dudar de sus palabras.

Y Mallory le creyó. Durante casi un minuto, mantuvo la vista fija en el reflejo del agua, en las plateadas huellas de las estrellas que temblaban en la oscura y tranquila superficie. De pronto se volvió hacia Jensen.

—Pero ¿y la Armada, señor? Que los rescate la Armada…

—La Armada —interrumpió gravemente— no está muy animada. Está ya harta del Mediterráneo oriental y del Egeo, y de meter el castigado cuello día tras día para que se lo corten… y todo para nada. Nos han destrozado dos acorazados, ocho cruceros —cuatro de ellos echados a pique— y nos han hundido más de una docena de destructores… Sin hablar del incalculable número de barcos menores que hemos perdido. ¿Y para qué? Ya se lo he dicho… ¡absolutamente para nada! Para que nuestro Alto Mando se divierta jugando al escondite entre las rocas con sus oponentes de Berlín. Una gran juerga para los interesados; excepto, claro está, para los miles de soldados y marinos que se han ahogado en el curso de ese juego, los diez mil o más soldados ingleses, australianos e hindúes que han sufrido y muerto en estas malditas islas… y que murieron sin saber por qué.

La presión que las manos de Jensen ejercían sobre el volante era tal que sus nudillos estaban pálidos. Tenía los labios apretados. Mallory quedó sorprendido, sobrecogido casi, ante la vehemencia, ante la profundidad del sentir de Jensen. Lo veía completamente fuera de carácter… O quizás estuviera en carácter. Quizá Jensen supiera aún muchísimo más sobre lo que estaba sucediendo…

—¿Mil doscientos hombres dijo usted, señor? —preguntó Mallory en voz baja—. ¿Ha dicho usted que había mil doscientos hombres en Kheros?

Jensen le dirigió una rápida mirada y apartó nuevamente la vista.

—Sí. Mil doscientos hombres. —Suspiró—. Tiene usted razón, hijo, tiene usted razón, naturalmente. Estoy hablando demasiado. Claro que no podemos abandonarlos allí. La Armada hará cuanto pueda. ¿Qué representan dos o tres destructores más…? Perdone, amigo, perdone, vuelvo a hablar de más… Escuche, escuche con atención…

Hizo una pausa y continuó:

—Sacarlos de allí requiere una operación nocturna. Durante el día no existe la más remota posibilidad, con dos o trescientos
Stukas
esperando echar la vista encima a un destructor de la Real Armada. Tendrán que ser destructores. Los transportes y los otros barcos son demasiado lentos. Y de ningún modo pueden ir al Norte por la punta septentrional de las Leradas. No podrían regresar antes del alba. Es un viaje demasiado largo.

—Pero las Leradas están compuestas por una larga franja de islas —dijo Mallory—. ¿No podrían los destructores ir…?

—¿Entre dos de ellas? Imposible —contestó Jensen moviendo la cabeza negativamente—. Todas aquellas aguas están minadas. Todos los canales. No podría pasar ni un bote salvavidas.

—¿Y el canal de Maidos-Navarone? También estará lleno de minas, ¿no?

—No, éste está limpio. Es de aguas profundas. Y las aguas profundas no se pueden minar.

—Así, pues, ésta es la ruta que hay que seguir, ¿verdad, señor? Es decir, del otro lado son aguas territoriales turcas, y nosotros…

—Iríamos a través de aguas territoriales turcas mañana, y a la luz del día, si nos reportase alguna ventaja —dijo Jensen con franqueza—. Los turcos lo saben, lo mismo que los alemanes. Pero siendo igual todo lo demás, tomaremos el canal occidental. Es un canal más limpio, una ruta más corta… y no representa ninguna complicación internacional.

—¿Siendo igual todo lo demás, dice?

—Me refiero a los cañones de Navarone. —Jensen hizo una larga pausa, y luego repitió lentamente, con expresión indefinida, con la misma expresión que se emplearía para repetir el nombre de un antiguo y temido enemigo—: Los cañones de Navarone. Lo igualan todo, lo equilibran todo. Cubren las entradas del Norte de los canales. Podríamos sacar los mil doscientos hombres de Kheros esta noche… si pudiéramos hacer callar los cañones de Navarone.

Mallory permaneció callado. «Ahora lo va a soltar», se dijo para sí.

—No son cañones corrientes —continuó diciendo Jensen con tranquilidad—. Nuestros expertos navales dicen que son como cañones tipo rifle de nueve pulgadas. Yo creo que son más bien una versión del 210 mm. que los alemanes están utilizando en Italia. Nuestros soldados los detestan y los temen más que a nada en el mundo. Es un arma detestable; un obús muy lento y terriblemente eficaz. De todos modos —continuó con determinación—, fueran lo que fuesen, no tardarían más de cinco minutos en eliminar al
Sybaris
.

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