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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (3 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Mallory asintió lentamente.

—¿El
Sybaris
? Creo que sí…

—Un crucero de cañones de ocho pulgadas que enviamos hace unos cuatro meses a entendérselas con los hunos. Una mera formalidad, un ejercicio de rutina, según creíamos entonces. Eliminaron al
Sybaris
del agua, y sólo quedaron diecisiete supervivientes.

—¡Santo Dios! —exclamó Mallory asombrado—. Yo no sabía…

—Hace dos meses montamos un ataque anfibio en gran escala contra Navarone. —Jensen ni siquiera había oído la interrupción—. Comandos, comandos de la Real Marina y el Servicio Especial de Barcos de Jellicoe. Había menos del cincuenta por ciento de posibilidades, lo sabíamos. Navarone es casi un sólido acantilado. Pero por otra parte nuestros hombres eran, probablemente, la mejor tropa de asalto que existe en el mundo hoy día. —Jensen guardó silencio durante casi un minuto, y luego continuó lentamente—. Los hicieron trizas. Los mataron a casi todos. Al fin, dos veces durante los diez últimos días (hemos visto venir este ataque sobre Kheros desde hace mucho tiempo) enviamos paracaidistas saboteadores: hombres del Servicio Especial de Barcos. —Se encogió de hombros con desaliento—. Los hicieron desaparecer.

—¿Sin más ni más?

—Sin más ni más. Y luego, esta noche, fue la jugada del jugador desesperado. —Jensen rió, brevemente y sin ganas—. En el cuarto de interrogatorios… no quise hablar mucho esta noche, se lo aseguro. Yo soy el «tipo» que Torrance y sus muchachos querían arrojar desde el aire encima de Navarone. Y con razón. Pero tuve que hacerlo. No había otro remedio. Sabía que era inútil, pero había que hacerlo.

El gigantesco
Humber
comenzaba ahora a reducir la velocidad, rodando silenciosamente entre las chozas y las cabañas alineadas a lo largo de la entrada occidental de Alejandría. El cielo que se extendía delante de ellos comenzaba a teñirse con los primeros grises de la falsa aurora.

—No creo que sea gran cosa como paracaidista —dijo Mallory con sinceridad—. Hablando con toda franqueza, ni siquiera he
visto
un paracaídas.

—No se preocupe —dijo Jensen con brevedad—. No tendrá que usarlo. Irá usted a Navarone por el camino más duro.

Mallory esperó una aclaración, pero Jensen enmudeció, y dedicó toda su atención a evitar los grandes hoyos que comenzaban a marcar el camino. Al cabo de un rato, Mallory preguntó:

—¿Y por qué yo, capitán Jensen?

La sonrisa de Jensen fue apenas perceptible en la gris oscuridad. Hizo girar el volante violentamente para evitar un gran boquete y volvió a enderezar la dirección.

—¿Tiene miedo?

—Claro que sí. No quiero ofenderle, señor, pero su forma de hablar es para asustar a cualquiera… Sin embargo, no es eso lo que quise decir.

—Ya sé que no. Es mi endiablado humor… ¿Por qué usted? Reúne usted condiciones especiales, joven, tal como antes le dije. Habla usted el griego como un griego. El alemán como un alemán, es un saboteador experto, un organizador de primera. Dieciocho meses sin tacha en las Montañas Blancas de Creta son una convincente demostración de su aptitud para sobrevivir en un territorio en poder del enemigo. —Jensen rió—. Le sorprendería saber la completísima ficha que tengo de usted.

—No, no me sorprendería —dijo Mallory con bastante sinceridad. Y agregó—: Sé, por lo menos, de otros tres oficiales que poseen las mismas condiciones.

—Hay otros, sí —convino Jensen—. Pero no hay otros Keith Mallory. Keith Mallory. —Repitió con énfasis—: ¿Quién no oyó hablar de Keith Mallory en los felices y tranquilos días de antes de la guerra? El mejor montañero, el mejor escalador que haya conocido Nueva Zelanda. Y decir Nueva Zelanda es decir el mundo. La mosca humana y el escalador de lo inescalable, de acantilados verticales y precipicios imposibles. Toda la costa sur de Navarone —prosiguió Jensen alegremente— consiste en un vasto precipicio inabordable. No hay un sitio donde agarrarse.

—Ya entiendo —murmuró Mallory—. «Irá a Navarone por el camino duro.» Es lo que dijo usted.

—Efectivamente —asintió Jensen—. Usted y su grupo, sólo otros cuatro. Los Alegres Montañeros de Mallory. Escogidos. Cada uno especialista en lo suyo. Los conocerá mañana… o, mejor dicho, esta tarde.

Continuaron avanzando en silencio durante diez minutos. Después viraron a la derecha del área de los muelles, traquetearon por los incómodos adoquines de la Rué Souers, giraron hacia la plaza de Mohamed Alí, pasaron por enfrente de la Bolsa y giraron a la derecha, hacia Sherif Pasha.

Mallory observó al hombre que llevaba el volante. La luz más intensa le permitía ver su rostro con más claridad.

—¿Adonde vamos, señor?

—A ver el único hombre de Oriente Medio que en estos momentos puede prestarle alguna ayuda. Monsieur Vlachos, de Navarone.

—Es usted un hombre valiente, capitán Mallory. —Eugene Vlachos se retorció nerviosamente las largas y puntiagudas guías del bigote—. Valiente y loco a la vez, diría yo; pero supongo que no puedo llamar loco a un hombre cuando se limita a obedecer órdenes.

Sus ojos abandonaron el amplio croquis que tenía encima de la mesa, y buscaron el rostro impasible de Jensen.

—¿No existe otro medio, capitán? —preguntó en son de súplica.

Jensen negó lentamente con la cabeza.

—Hay otros —dijo—. Los hemos probado todos, señor. Y todos fracasaron. Éste es el último,

—Entonces, ¿tiene que ir?

—Hay más de un millar de hombres en Kheros, señor.

Vlachos inclinó la cabeza en silenciosa aceptación y luego sonrió débilmente a Mallory.

—Me llama «señor». A mí, un pobre hotelero griego. El capitán Jensen, de la Real Armada, me llama «señor». Esto hace que un viejo se estremezca de gozo. —Dejó de hablar, y miró vagamente al espacio, sus ojos cansados y su rostro lleno de ternura por los recuerdos—. Un viejo, capitán Mallory, un viejo ahora, un hombre pobre y triste. Pero no siempre fui así, no. En otros tiempos fui de mediana edad, rico y feliz. Tenía una hermosa propiedad, cien millas cuadradas de la más hermosa tierra que Dios haya creado jamás para que los ojos de sus hijos se extasiaran. ¡Y cuánto amaba yo aquella tierra! —Rió abiertamente y se pasó una mano por los espesos cabellos grises—. Bah, como dicen ustedes, supongo que todo depende de los ojos de quien lo mira. «Una hermosa tierra», digo yo. «Esa maldita roca», como ha dicho Jensen cuando yo no le oía. —Sonrió ante el embarazo de Jensen—. Pero los dos le damos el mismo nombre… ¡Navarone!

Sobresaltado, Mallory miró a Jensen. Éste asintió.

—La familia de Vlachos ha sido la dueña de Navarone a través de generaciones. Hace dieciocho meses tuvimos que sacar de allí a Monsieur Vlachos a toda prisa. Los alemanes no estaban muy satisfechos de su bondadosa colaboración.

—Fue, como usted dice, a toda prisa —confirmó Vlachos—. Tenían preparados para mí y para mis dos hijos dos calabozos especiales en Navarone… Pero dejemos ya a mi familia. Sólo quería que supiese usted, joven, que me he pasado cuarenta años en Navarone y casi cuatro días —dijo señalando la mesa— haciendo ese mapa. Puede usted fiarse absolutamente de él y de mi información. Claro que pueden haber cambiado muchas cosas, pero las hay que no cambian jamás. Las montañas, las bahías, los puertos de la montaña, las cuevas, los caminos, las casas y, sobre todo, la fortaleza misma. Todo ello ha permanecido inalterable durante siglos, capitán Mallory.

—Le comprendo, señor —dijo Mallory doblando el mapa cuidadosamente y guardándolo en su túnica—. Esto siempre facilita las cosas. Muy agradecido.

—Poca cosa es, Dios lo sabe. —Los dedos de Vlachos tamborilearon un momento sobre la mesa. Luego posó sus ojos en Mallory—. El capitán Jensen me ha informado de que la mayoría de ustedes hablan el griego perfectamente, que se vestirán de labradores griegos y llevarán documentación falsa. Lo encuentro bien. Obrarán, ¿cómo dicen ustedes?, por cuenta propia.

El navaronés hizo una pausa, y luego continuó diciendo con gran sinceridad:

—Por favor, no trate de conseguir ayuda de la gente de Navarone. Debe evitarlo a toda costa. Los alemanes son crueles. Lo sé. Si alguien le ayuda a usted y lo averiguan, destruiríanle no sólo a él, sino al pueblo entero, con sus hombres, sus mujeres, sus niños. No sería la primera vez. Y volverá a suceder.

—Ocurrió en Creta —afirmó Mallory con calma—. Lo sé por experiencia.

—Exactamente —asintió Vlachos—. Y el pueblo de Navarone no tiene ni habilidad ni experiencia para hacer la guerrilla con éxito. No han tenido oportunidad de hacerla. En nuestra isla, la vigilancia alemana ha sido especialmente severa.

—Yo le prometo, señor… —comenzó a decir Mallory.

Vlachos levantó una mano.

—Un momento. Si se trata de un caso desesperado, realmente desesperado, hay dos personas a quienes puede acudir. Bajo el primer plátano de la plaza de la villa de Margaritha (en la embocadura del valle situado a unas tres millas al sur de la fortaleza) encontrará a un hombre llamado Louki. Ha sido el mayordomo de mi familia durante muchos años. Louki ha ayudado a los británicos antes de ahora (así se lo confirmará el capitán Jensen) y puede usted confiarle su propia vida. Tiene un amigo llamado Panayis que también ha sabido ser útil en algunas ocasiones.

—Gracias, señor. Lo tendré presente. Louki, Panayis y el primer plátano de la plaza en la villa de Margaritha.

—¿Rechazará usted cualquier otra ayuda, capitán? —preguntó Vlachos con ansiedad—. Louki y Panayis, sólo estos dos —repitió suplicante.

—Tiene usted mi palabra, señor. Además, cuantos menos lo sepan, más seguros estaremos nosotros.

Mallory se sorprendió de la vehemencia del viejo.

—Así lo espero.

Vlachos suspiró profundamente.

Mallory se levantó, y tendió su mano para despedirse.

—Se preocupa usted innecesariamente, señor. Nadie nos verá —prometió confiado—. Nadie nos verá y no veremos a nadie. Sólo vamos en busca de una cosa: los cañones.

—¡Ah, los cañones…, esos terribles cañones! —Vlachos movió la cabeza—. Pero supóngase usted…

—Por favor. No se preocupe —insistió Mallory con tranquilidad—. No causaremos daño a nadie, y menos aún a sus isleños.

—¡Que Dios le acompañe esta noche! —murmuró el viejo—. Que Dios le acompañe. ¡Sólo quisiera poder ir yo también!

C
APÍTULO
II
DOMINGO NOCHE

De las 19 a las 2 horas

—¿Café, señor?

Mallory se movió, gimió y pugnó por surgir del profundo sueño en que le había sumergido el agotamiento. Se incorporó con dificultad apoyándose contra el respaldo de su asiento de armazón metálica, y se preguntó malhumorado cuándo decidiría el Ejército del Aire el tapizado de tan diabólicos artefactos. Acabó de despertarse y sus ojos cansados enfocaron automáticamente la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Las siete en punto. Apenas había dormido un par de horas. ¿Por qué no le habían dejado continuar durmiendo?

—¿Café, señor?

El joven artillero aéreo esperaba pacientemente a su lado, sirviéndole de bandeja, para las tazas que llevaba, la tapa invertida de una caja de municiones.

—Perdona, muchacho, perdona. —Mallory pugnó por sentarse, cogió una de las tazas de humeante líquido y lo olió apreciativamente—. Gracias. Oye, esto huele a café café.

—Y lo es, señor. —El artillero sonrió con orgullo—. Tenemos una cafetera de filtro en la cocina.

—Tienen una cafetera de filtro en la cocina. —Mallory movió la cabeza con incredulidad—. ¡Los rigores de la guerra en las Reales Fuerzas Aéreas! —Volvió a reclinarse, sorbió el café como un sibarita y suspiró satisfecho. De pronto se puso en pie, y miró a través de la ventanilla que se hallaba a su lado, mientras el café salpicaba sin miramiento sus desnudas rodillas. Miró al artillero y gesticuló incrédulo ante el montañoso paisaje que se desplegaba hoscamente allá abajo.

—¿Qué rayos pasa aquí? Teníamos que llegar dos horas después de oscurecer… y apenas se ha puesto el sol. ¿Es que el piloto…?

—Eso es Chipre, señor. —El artillero sonrió—. En el horizonte se puede ver el monte Olimpo. Cuando vamos a Castelrosso, casi siempre hacemos una gran «L» sobre Chipre. Es por escapar a la observación, señor. Y eso nos aparta bastante de Rodas.

—¡Para escapar a la observación, dice! —El pesado acento transatlántico llegaba diagonalmente a través del pasillo. El que hablaba se hallaba desplomado (no existe palabra más adecuada) en su asiento, y sus huesudas rodillas sobrepasaban varias pulgadas el nivel del mentón—. ¡Dios Santo! ¡Para escapar a la observación! —repitió maravillado—. «Eles» sobre Chipre. Partir en avión, a veinte millas de Alejandría por barca, para que nadie pueda vernos desde tierra. Y luego ¿qué? —Se irguió con dificultad en su asiento, asomó un ojo por la base de la ventanilla, y se dejó caer de nuevo, visiblemente agotado por el esfuerzo—. Y luego ¿qué? Luego nos empaquetan en un trasto viejo pintado del color más blanco que se ha visto, con visibilidad garantizada a cien metros de distancia incluso para un ciego (sobre todo ahora que está oscureciendo).

—Protege contra el calor —aclaró el joven artillero, a la defensiva.

—No es el calor lo que me preocupa, hijo mío. —La voz sonaba más cansada, más lúgubre que nunca—. Me gusta el calor. Lo que no me gusta son esos antipáticos obuses y balas que pueden abrir la ventilación a un hombre en los sitios menos adecuados. —Aunque parecía imposible, dejó deslizar su espina dorsal una pulgada más por el respaldo, cerró los ojos cansinamente y pareció quedarse dormido un instante.

El joven artillero movió la cabeza con admiración y sonrió a Mallory.

—Está muy preocupado, ¿verdad, señor?

Mallory se rió mientras el joven desapareció en la cabina de control. Sorbió su café lentamente y volvió a contemplar la dormida figura al otro lado del pasillo. La feliz despreocupación era magnífica: el cabo Dusty Miller, de los Estados Unidos, y más recientemente de las Fuerzas de Largo Alcance del Desierto, podría ser un buen elemento para tenerlo a mano.

Miró a los demás y se sintió satisfecho. Todos podrían ser buenos elementos. Dieciocho meses en Creta habían desarrollado en él un sentido infalible para juzgar la capacidad de un hombre para sobrevivir en la clase peculiar de lucha en que él mismo había estado metido tanto tiempo. A simple vista hubiera apostado en favor de la capacidad de supervivencia de aquellos cuatro hombres. Al elegir un destacado capitán de equipo, el capitán Jensen le había llenado de orgullo. Aún no los conocía a todos, al menos personalmente. Pero conocía al dedillo la completísima ficha que Jensen tenía de cada uno de ellos. Eran tranquilizadoras, por no decir más.

BOOK: Los cañones de Navarone
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