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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (128 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Las gestiones de Julio, que, al igual que David, había temido aquella noche como ninguna en su vida; el optimismo del general, que creía que juzgando pronto a los militares no pasaría nada; los interrogatorios que Casal se hacía a sí mismo, poniendo en un plato de la balanza su indignación por «el alzamiento contra la República» y en el otro el verdadero valor de una vida humana, no sirvieron para impedir que se abriera para la ciudad la gran puerta del cementerio. Tampoco las gestiones de los Costa ni de la Junta en pleno de Izquierda Republicana, que acudieron a Comisaría y luego al local del Comité Revolucionario Antifascista, diciendo que la defensa de la República no tenía nada que ver con todo aquello. Nada se consiguió. Los arquitectos Massana y Ribas habían salvado la Catedral, pero no pudieron salvar los hombres, los cuerpos. Los cuerpos de don Santiago Estrada y su mujer; los del subdirector del Banco y el hermano Juan; el de don Pedro Oriol; los de don Jorge, su esposa, todos sus hijos y sirvientas, excepto Jorge, que se hallaba en los Pirineos; el del capitán Roberto, de la Guardia Civil; los de Padilla y Rodríguez, reconocidos por un camarero como atacantes del doctor Relken juntamente con Mateo; el del cura párroco de San Félix y los tres sacerdotes de la ciudad; los de tres médicos y el del abogado de la Enciclopedia Espasa; el de Benito, hijo del profesor Civil, y los Roca y Haro: un total de treinta y seis cuerpos fueron convertidos en pasto de gusanos, porque no podían ser utilizados, como la Catedral, para Museo, ni contener nada útil al pueblo.

Fueron los coches, los fusiles que salían de éstos, los militantes que había dentro, el Partido Comunista y CNT-FAI. Cosme Vila y el Responsable habían planeado la operación desde el despacho presidencial de Liga Catalana, desde el sillón que había ocupado el notario Noguer. A las tres en punto el primer coche se detuvo ante el domicilio de don Santiago Estrada. Subieron al piso, llamaron; como nadie abría, volvieron a llamar; por fin salió el jefe de la CEDA y en el acto fue invitado a que se entregara, con la esposa y los hijos.

—¿De parte de quién?

—Del Comité Revolucionario Antifascista.

Los hijos no estaban. Don Santiago Estrada comprendió. Su esposa estaba en cama; no le dio tiempo a vestirse. Sintió unos brazos forzudos, los de Blasco, que la empujaban hacia el pasillo, escaleras abajo, que la introducían en un coche junto a su esposo. Don Santiago Estrada y ella se miraron y cada uno leyó en el otro el miedo absoluto. Todo ocurría con sencillez abrumadora, en el silencio de la noche: el chirriar de los neumáticos, la sensación de frío, los empujones hacia la pared en la que adivinaban nichos, el vago temblor de unos cipreses, pisadas, ruido de cerrojos, el abrazo mutuo, una descarga y la muerte.

La mujer de don Pedro Oriol quería que la llevaran con éste. Porvenir dijo: «Tú no, tú no has hecho nada». Don Pedro le dijo a su esposa: «¡Quédate, y reza por mí!»

Don Jorge los recibió con solemnidad. Nadie se había acostado aquella noche. Una de las sirvientas abrió al oír los golpes y preguntó: «¿Qué desean?» «Hablar un momento con tu amo». Cuatro murcianos y Cosme Vila en persona entraron y siguieron a la sirvienta. A Cosme Vila le extrañó tanta ceremonia y empujó a los murcianos por delante. La sirvienta abrió una puerta y en el acto sonó un disparo, y luego otro y luego otro. Tres de los murcianos cayeron gritando. Cosme Vila vio a don Jorge con un fusil en la mano, guantes, botines, en actitud tranquila. A su lado toda la familia en pie, la esposa con unos rosarios colgándole de los dedos. Cosme Vila se arrimó a una pared y puso en marcha su fusil ametrallador. «Ta-ta-ta-ta.» La familia fue cayendo. Las sirvientas hicieron un movimiento para arrodillarse o huir, y fueron alcanzadas a su vez. Cosme Vila entró en la habitación y el murciano remató los cuerpos, que yacían unos sobre otros. Cosme Vila le ordenó: «Quédate aquí de guardia. Voy a buscar gente para llevar ésos al Hospital». Dos de los murcianos gemían en el suelo, el tercero estaba inmóvil.

Treinta y seis cuerpos fueron arrancados de sus casas y llevados al cementerio. Unos murieron con pánico, otros valientemente. Roca y Haro gritando «¡Arriba España!» Benito Civil llamando a su mujer; los tres médicos con el estupor retratado en el semblante; el cura de San Félix deseando perdonar a sus agresores, sin conseguirlo; el abogado de la Enciclopedia Espasa pidiendo de rodillas que le respetaran la vida; Padilla despidiéndose de su mujer con las palabras: «Que la pequeña se deje crecer las trenzas otra vez»; Rodríguez diciéndoles a los milicianos: «Pero España ganará, no os hagáis ilusiones»; el subdirector convencido de que quien había decretado su muerte era la Logia de la calle del Pavo.

La mitad de la ciudad se enteró, durante la noche, de lo que ocurría. Los vecinos de los que eran sacados de sus casas, los que se asomaban secretamente a las ventanas al oír frenar los coches, los que oían los gritos de las víctimas en la escalera, los que percibían algo doloroso, insólito, en los portazos, los que sin moverse de la cama reconocían en las pisadas de la acera algo duro, bélico, de sentencia inapelable. La otra mitad no se enteró de nada. Supuso que los registros continuaban, que los milicianos se emborrachaban del placer de conducir un Fiat o un Cadillac, que andaban mujeres de por medio.

La mayor parte de los milicianos quedaron sorprendidos al ver que matar un hombre, o cinco, era tan fácil. Pensar en la palabra «fascista», apuntar al corazón o a la cabeza y disparar, nada más. Por lo demás, la noche, a pesar de las estrellas, velaba muchas cosas en el cementerio. No se veían los ojos del condenado; eso era lo principal. Se veía un bulto pegado a los nichos, y algunas cosas que brillaban, casi siempre objetos: un botón, la pulsera, la pluma estilográfica. Pero lo principal era no ver los ojos; los ojos de don Pedro Oriol, por ejemplo.

Lo que la oscuridad no conseguía velar, sin embargo, eran las palabras. Las palabras brotaban con claridad perfecta. Invocaciones a Dios —¿quién había visto a Dios?—, amenazas como las de Rodríguez, gritos de ¡Viva España!, peticiones de clemencia. Pero, sobre todo, el tono de las voces… Alguna voz había sonado de una manera particular entre los nichos y los cipreses. Por ejemplo, la del hermano Juan. El hermano Juan era francés y exclamó:
«Mon Seigneur et mon Dieu»
. Ideal no comprendió el significado de aquellas palabras, pero el timbre de la voz le dio, por un momento, escalofrío. Porque le pareció que el Hermano había hablado cuando ya estaba muerto, cuando él mismo y Santi se le habían acercado y le habían rematado a boca de jarro. Mucho rato después, cuando se detuvieron con el coche en el Puente de Piedra y Santi dijo: «Tengo sed», todavía Ideal oía:
«Mon Seigneur et mon Dieu»
, y pensaba preguntar a las hijas del Responsable qué significaba aquello. No lo preguntaría en seguida, pero sí al cabo de unos días.

Quien no tuvo miedo fue el Responsable. El Responsable, por el contrario, hubiera deseado que hubiese luz, y no oscuridad. A él le molestaba no ver los ojos, aunque estaba seguro de que los hombres alineados en la pared veían los suyos. En el tercer viaje que hizo, al acercarse a tres hombres del Partido Tradicionalista para darles el golpe de gracia, de pronto sintió ganas de hundir su mano en la sangre. Fue algo más fuerte que él. Se agachó, vio una herida, no sabía en qué parte del cuerpo, no sabía de quién, y aplicó la palma de su mano deseando oír: ¡chap! No lo oyó, y aquello le enfureció.

Los que más se exaltaron fueron los que cumplieron su misión cuando ya amanecía. Entonces no había trampa ni líneas difusas ni vaguedad. Aquello que tenían enfrente no era un bulto: era una persona. Con toda su pequeñez y toda su grandiosidad. La inminencia de la muerte daba a los gestos de los condenados un inusitado relieve, una rara importancia. Algunos se arrastraban como lagartijas, daban asco. Por el contrario, otros mostraban una calma insondable y una extraña precisión en cada movimiento. Como si cada uno de sus gestos hubiera sido meditado durante años. Especialmente la manera de avanzar el pie al dirigirse al lugar elegido, y la inclinación de la cabeza. Algo como el instante de la absoluta concentración.

El amanecer ponía al descubierto todos aquellos detalles agravados por el hecho de que el decorado también era otro. En efecto, con la llegada de la luz nadie se atrevió a continuar esperando en el cementerio. Estaban tan llenas las vías a derecha e izquierda, que el espectáculo era nauseabundo, además de que el sepulturero decía: «Ya está bien, ya está bien».

Por ello decidieron —Blasco fue el primero— no detenerse allí, seguir carretera adelante y cumplir su misión en las cunetas, o en un árbol que de repente asomara en un viraje y se mostrara propicio, irguiéndose en un terraplén adecuado.

Todo ello hizo que el significado de la acción cambiara. En el cementerio había un punto de lógica en la siega de las vidas. ¡Todo aquello olía a muerto, la tierra contenía sus jugos, allá estaban Joaquín Santaló y Jaime Arias! Pero en pleno paisaje, en un árbol o en un bosquecillo…

Carretera adelante se encontraban bosquecillos alados y poéticos a la luz del amanecer. En ellos los pasos de los condenados cobraban más solemnidad aún, al dirigirse al tronco elegido. La naturaleza entera despertaba con la jornada, empezaba a vivir y he aquí que había que matar a aquellos hombres. Entonces costaba un poco más apretar el gatillo, excepto contra aquellos que se arrastraban como lagartijas y se mordían el puño.

Hubo casos en que el decorado impresionó de tal suerte a los milicianos que les entró una especie de terror y no consiguieron dominarse. Así Blasco y Porvenir, después de frenar el coche en su último viaje y obligar al abogado de la Enciclopedia Espasa y a dos curas que habían sorprendido en casa de una vieja beata a que se apearan, no pudieron esperar los instantes que se requerían para que los condenados cruzaran la cuneta y se situaran al otro lado. Algo que había en el ambiente los cegó. Y entonces les dispararon por la espalda desde el interior del coche, sin bajarse siquiera de él. Y acto seguido dieron media vuelta rápida, en dos maniobras escalofriantes, y se volvieron sin acordarse de los tiros de gracia.

Así ocurrió. A partir del alba todos los demás, hasta llegar a treinta y seis, fueron asesinados en las cunetas o en los árboles de la carretera, y dejados allá sin enterrar. Lo cual no era agradable, pues en los caseríos la vida continuaba y transitaban cerca muchachas con cántaros de leche, y algún pequeñuelo con vacas o cabras. Alguno de ellos quedó horrorizado al descubrir aquellos cuerpos y echó a correr, dándoles inconscientes bastonazos a los animales. Fue a avisar a los suyos. La gente mayor había oído los disparos. Algunos habían supuesto que eran cazadores, otros habían adivinado. En todo caso, nadie se atrevió a acercarse a aquellos lugares, pues la llegada de los coches continuaba.

No hubo dos milicianos que experimentaran sensaciones idénticas. Hubo personas, como el Cojo, que, al tiempo que sentían un gusto amargo en el paladar, se molestaban porque los cuerpos se caían. Hubieran deseado que continuaran en pie, que pudiera continuarse disparando, como en las ferias. Otros intentaban recordar los motivos por los cuales cometían aquello, y no conseguían dar con ellos. No recordaban sino motivos fútiles, como le ocurrió a Porvenir al disparar contra don Pedro Oriol. No recordó sino que un día le vio en una acera recogiendo un pedazo de papel que se le había caído. ¡Imposible recordar nada más, ni
El Tradicionalista
ni los bosques de su propiedad! Lo mismo que le ocurrió a Cosme Vila en casa de don Jorge. Al ver a don Jorge tranquilo, con guantes, botines y un fusil en la mano, a pesar de la rabia que este fusil le dio y del sabor a caciquismo de toda aquella casa, en el momento de disparar —ta-ta-ta-ta-ta— la imagen que vio como un relámpago que le cruzó la mente, fue simplemente la de don Jorge preguntándole un día, en el Banco Arús, dónde estaban los lavabos.

Hubo impresiones cambiantes, que se sucedieron como olas en el mar. Murillo fue pasto de ellas, en forma extraña. Murillo, por su cuenta y riesgo, en unión de Salvio y camaradas, había llevado a la cuneta a un agente de Bolsa y a dos abogados, todos de la CEDA. Y en el momento de disparar descubrió que el agente de Bolsa se parecía extraordinariamente a Cosme Vila. Enorme cabeza, calvicie prematura, delgada boca horizontal. Entonces, sin saber por qué, en vez de apuntar al corazón apuntó a la cabeza.

La única mujer que intervino en todo aquello fue la valenciana. Sólo en dos viajes. Cosme Vila, antes de ir por don Jorge, había ordenado a dos patrullas de la Milicia Popular que se encargaran de los tres médicos. La valenciana quiso seguirlos porque odiaba a los médicos. Nunca la habían curado cuando los necesitó; y en sus cinco partos tuvo que arreglárselas ella sola, jamás la ayudaron.

La valenciana no disparó, porque contrariamente a lo que suponían Gorki y Teo no sabía manejar un fusil; pero en cada viaje abrió la portezuela a los médicos y los invitó galantemente a apearse. Todo el rato los trató con extrema cortesía, a veces con refinamiento, y en el último viaje reconoció que uno y otro médico tenían aspecto venerable, de hombres con los que de joven tal vez hubiera deseado casarse.

Luego se rió, y tuvo valor después para llevarse los relojes de pulsera y los anillos; de lo cual no fue capaz nunca Blasco, ni Gorki tampoco en la vez en que intervino. En realidad, sólo saquearon objetos personales la valenciana, Porvenir, el Cojo, Santi, los murcianos y Cosme Vila. Cosme Vila, en el piso de don Jorge, al marcharse, y un momento después de haber cruzado el umbral, retrocedió y se llevó el mapa genealógico, pues recordó que se lo había prometido al Museo del Pueblo.

Los murcianos fueron, acaso, los más espontáneos. Realizaron su labor con una especie de alegría primitiva y animal. Estaban convencidos de que cumplían un deber, una importante operación quirúrgica en beneficio del obrero y la sociedad. Las calaveras de los parabrisas les parecían símbolos del bienestar futuro, la muerte de la miseria. Para ellos no contaban ni las palabras, ni los ojos, ni las frases en francés, ni los bultos ni los cambios de luz y decorado. Lo hubieran hecho todo, siempre de idéntica manera, a cualquier hora y en cualquier lugar. Y no sólo les parecía lógico quedarse con las carteras, sino con las muelas de oro.

Por eso les dolió no encontrar en su domicilio a «La Voz de Alerta». Fue el gran fracaso de la noche estrellada y revolucionaria, sin nubarrones. Todos habían imaginado que la muerte de «La Voz de Alerta», con sus lentes de oro, su sonrisita de oro, su reloj de oro, sería verdaderamente sensacional, y encontraron el piso vacío. Fue la gran decepción. Lo mismo les ocurrió a Cosme Vila, al Responsable, al Cojo y a todos. El piso de «La Voz de Alerta» fue visitado por todas las patrullas, una tras otra; y a todas les sucedió lo mismo. Puerta abierta, clínica, instrumentos de tortura. Los murcianos encontraron en la pared un retrato de un general carlista; los que llegaron después, lo encontraron, roto, en un rincón.

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