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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (129 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Lo de mosén Alberto fue distinto, porque a todos les cupo la esperanza de que la presa no se había escapado. Lo que ocurrió que el Museo lo custodiaban guardias de Asalto, respaldados por los arquitectos Massana y Ribas, delegados de Cultura de la Generalidad. Ni una sola de las patrullas dio crédito a las palabras del oficial: «Mosén Alberto no está». Pero no era cosa de empezar a tiros con ellos. Así que tiempo habría; bastaba con situar centinelas en la Plaza, bajo los arcos.

Algunas personas se inhibieron, no participaron en la matanza, como se hubiera podido esperar. Víctor trabajó toda la noche en
El Proletario
; el catedrático Morales estaba tan cansado de hablar por radio, que se había ido a dormir.

Lo mismo que Casal. Casal sabía que ocurriría aquello, pero nada podía hacer. Estaba intranquilo porque su combate interior no había terminado. De un lado, la medida le parecía monstruosa; de otro se decía: «Tal vez sea necesario». De todos modos, le confesó a su mujer que por primera vez en su vida había oído unas cifras que le daban vértigo.

Con las cifras se refería «a lo que quedaba por hacer». Porque era evidente que aquella noche no era sino el comienzo, y que sus grandes triunfadores, sus triunfadores indiscutibles —Cosme Vila y el Responsable— tenían en el meollo otros planes que se irían llevando a cabo en etapas sucesivas. La diferencia entre los dos jefes estribaba en que Cosme Vila aceptaba de buen grado los plazos. Comprendía que nada en el mundo, ni siquiera una bala disparada a sangre fría, puede atravesar de un golpe más de un corazón, tal vez dos. De modo que admitía como un hecho necesario que, dado el número de corazones, harían falta muchas noches y muchas balas; en cambio, el Responsable vio que se le escurrían las horas por entre los dedos, como le había ocurrido con la sangre, y se rebelaba contra este hecho. Llegó el alba y no se había avanzado casi nada en la labor. Ahora ya despertaba la ciudad, en las carreteras pasaban bicicletas, seria preciso esperar la noche próxima. ¿Por qué no podría detenerse el tiempo?

Sus hijas repitieron la frase del sepulturero: «Ya está bien, ya está bien».

El Responsable comprendió que tenían razón. Él era un triunfador. El fracasado era el sargento, el novio de su hija mayor, al que se le atascó el fusil tres veces, como si una maldición le impidiera disparar.

La fracasada era su mujer, que en el Manicomio continuaba rezando el Rosario todo el día y a la que el Comité Revolucionario de Salt había arrancado ¡por fin! las cuentas de las manos. Los fracasados eran los treinta y seis que habían sentido en sus carnes la justicia del pueblo.

El Responsable hablaba de los muertos, de su mujer y del sargento porque no conocía el verdadero fracasado de la noche, el que más raquítico se sintió, más hundido y poca cosa, más avergonzado de ser hombre: Teo.

Teo fue el gran fracasado de la noche. Porque, al fin y al cabo, los que murieron, no fueron abandonados por el hecho de morir, sino que se llevaron de los vivos, y dejaron entre ellos, algo consubstancial. Por otra parte, ni uno solo, entre los treinta y seis, murió sin compañía, excepción hecha de don Pedro Oriol.

En cambio, Teo se encontró solo, absolutamente solo. Sin coche, sin patrulla, sin objetivo fijo. Murillo le había seguido las bromas mientras llevó alba, casulla, bonete, encuadrando sus feroces bigotes; pero llegada la noche se había separado de él.

Teo había hecho mil cálculos y todos le fallaron. Imaginó que le bastaría un gesto para que la valenciana acudiera a su lado, y no fue así. La vio un momento y ella volvió la cabeza, con coquetería, y prosiguió su marcha. También había supuesto que los murcianos le pedirían que les capitanease, como en el incendio de San Félix; tampoco fue así. Los murcianos, desde la requisa de coches, habían cambiado mucho, y parecían valerse por sí mismos.

De modo que Teo se encontró solo. Se había dirigido a su casa para cenar algo, pensando que tal vez a última hora, cuando las operaciones empezaran, encontraría el apoyo de alguien, tal vez de algún taxista. De modo que se decía: «¡Claro que sí!» Pero… no contaba con San Narciso. Al abrir la puerta del piso se encontró, inesperadamente, con la urna que contenía el cuerpo de San Narciso. La impresión que recibió fue extraordinaria, porque la posición del Santo, con las manos cruzadas sobre el pecho, era de un patetismo insólito, a pesar de que, de niño, Teo había oído que su madre decía: «Parece que duerme».

Teo quiso sobreponerse aún, vencer el miedo atacándole de frente, acercarse al santo y contemplarle sin ambages, de tú a tú, con lo cual se cercioraría de que era de madera y todo aquello desaparecería. Pero entonces le ocurrió lo doblemente singular. No sólo le pareció que el rostro no era de madera, que era realmente de carne, sino que aquella carne no estaba muerta. Le pareció que era un rostro vivo, que los labios balbuceaban algo. Algo así como «ba, bo…» Entonces, quien sintió que sus músculos se agarrotaban fue él. La gorra impidió que se le erizaran visiblemente los cabellos. No pudo cenar. Salió dando un portazo. Le pareció que soñaba. Y pasó toda la noche vagando solo, sin atreverse a hablar con ningún taxista ni participar en ninguna operación. Ello le permitió ser testigo y fiscalizar muchas cosas. El guiño constante de las estrellas, la impenetrabilidad de las piedras, las llamas lentas y pobres de todos los edificios desmoronados por los incendios, convertidos en solares. Teo recorrió toda la ciudad. Veía cómo los coches se detenían y por las siluetas reconocía a los ocupantes. «Éste es Blasco, éste es Santi.» A Santi le reconocía porque entraba en las escaleras dando un salto, al Cojo por su cojera, a la valenciana porque su escote brillaba… Se ocultaba en los portales, en las esquinas. Vio que trasladaban alguien al Hospital, procedente del domicilie de don Jorge. No comprendió. Vio los esqueletos ante el convento del Corazón de María. ¡De repente, en el río, alguien erecto, con los brazos en cruz! Era el Cristo de la iglesia de los jesuitas, que continuaba cabeza abajo. La soledad de Cristo en el río fangoso era indescriptible. Teo se apoyó en la barandilla y lo contempló. También le pareció que balbuceaba algunas sílabas. Entonces temió volverse loco. Escupió. Finalmente, agotado, se fue a la cuadra donde dormitaban sus dos caballos y el carro. Allá encontró respiraciones amigas y consiguió dormir.

Capítulo XCII

A media mañana, el fantasma de la muerte recorría la ciudad. Una sensación colectiva de responsabilidad flotaba a ras de las cabezas. En realidad, los treinta y seis no se habían ido: estaban presentes, tanto más cuanto que su marcha se produjo con tanta sencillez.

La gente se daba cuenta de que los enemigos contaban en la ciudad y en la vida de cada uno. Seccionados, quedaba un vacío. Las mujeres de los milicianos se sentían incompletas sin don Santiago Estrada.

Fue una mañana lenta, en la que las heridas de la víspera se abrieron a plena luz. Los edificios incendiados, los pianos en el río, un pez dormitando en las teclas de uno de ellos, la horrible mancha negra de las imágenes en la Rambla, con la torpe circunferencia trazada por Santi; una bandera roja coronando la Catedral; cerca de la estación, dos coches flamantes convertidos en chatarra.

A las once el decorado cambió. Los milicianos volvieron a salir. Habían dormido unas horas, empezaba otra jornada. Con ellos reaparecieron los coches, en los que se veían, excitadas, muchas mujeres llevando también mono azul. De pronto, las mujeres se apeaban y detenían a los transeúntes clavándoles una banderita. «Socorro Rojo Internacional.» «Para la Milicia Popular.» Los dos confesonarios del Carmen habían sido colocados a ambos lados del Puente de Piedra, a modo de garitas de arbitrios, y dos milicianas sentadas en ellos admitían donativos.

La ciudad volvió a llenarse de ruidos, en tanto que la gente iba de prisa, excepto aquellas personas que se regocijaban de lo que había ocurrido o lo juzgaban natural. Entre estas personas se contaban muchas de las que nunca se hubiera sospechado. Uno de los carteros, amigo de Matías, le cortó a éste la respiración cuando le dijo: «¡Bueno, por fin habrá pisos que se alquilen!» Otras habían comprado
El Proletario
y leían con sorprendente fruición las listas de las personas consideradas facciosas de la ciudad.

Los cafés y barberías habían abierto y se llenaron de milicianos, algunos de los cuales aseguraban que los militares no habían sido derrotados, ni mucho menos, en todas partes. Que en muchos lugares de España dominaban la situación y que en otros el pueblo continuaba combatiendo. Aquello ponía furiosos a los oyentes, pensando que el comandante Martínez de Soria y los demás oficiales continuaban protegidos por las autoridades. No se hacían a la idea de que pudieran matar curas, pero no a los principales responsables. ¡Y no sólo eso, sino que los familiares de éstos gozaban también de protección oficial! La esposa del comandante Martínez de Soria, Marta… Todo el mundo creía que Marta continuaba tranquilamente en su casa.

Un hecho era evidente: la gente quería pensar en los rostros conocidos que no volverían a ser vistos nunca más, y no podía. Leyes imperiosas, de defensa propia, se imponían a todo otro pensamiento. Los coches volvían a constituir una obsesión —muchos de ellos ya bautizados con nombres parecidos a los del Comité de Salt—. Y más aún que los coches, las órdenes que continuamente salían del Comité Revolucionario Antifascista. Prohibido llevar luto, prohibido preguntar por un desaparecido, prohibido investigar en las carreteras, prohibido salir de Gerona sin un salvoconducto con el sello del Comité. Acababan de constituirse los controles. A cada salida de la ciudad, centinelas armados vigilarían el paso de los vehículos y personas, pidiéndoles este salvoconducto. Bandos pegados en los muros informaban que el Comité Revolucionario Antifascista había instalado las oficinas necesarias para asegurar el funcionamiento de este servicio. «¿Sabéis si está permitido ir a tal barrio…?» «Parece que no.» Todo el mundo, instintivamente, dejó de llevar sombrero. El sombrero desentonaba en medio de los monos azules de los milicianos. Acaso los únicos sombreros que quedaran en la ciudad fueron el de Julio García, ladeado, y el de Matías Alvear.

En seguida fue localizado uno de los grandes peligros: las criadas. Las criadas eran las que se dedicaban a denunciar quiénes escondían a quién. Salían, detenían a un miliciano por la calle y le decían: «En el tercer piso se esconde un cura».

Ello ocasionó un pánico indescriptible. Las personas flotantes, en busca de refugio, se contaban por docenas. Llegaban monjas de fuera, de pueblos lejanos, disfrazadas como podían, y llamaban a la puerta de los parientes. «¡Santo Dios! ¿Tú aquí…?» Las criadas, las criadas habían observado su entrada.

La criada de don Emilio Santos denunció ante Salvio a tres fabricantes procedentes de Barcelona, que con bigote postizo y cazadora de cuero habían entrado en el inmueble vecino.

Continuamente pasaban milicianos conduciendo detenidos hacia el Seminario, convertido en cárcel. Por ello muchas personas abandonaron sus pisos, que eran ocupados por los milicianos o para instalar algún servicio revolucionario. Blasco y el Cojo se instalaron en el domicilio del notario Noguer, donde se enteraron con estupor, gracias a unos papeles que había encima de la mesa, de que don Jorge había desheredado a su hijo, Jorge, por haber ingresado éste en Falange.

Todo el mundo estaba convencido de que los detenidos iban a ser fusilados a la noche. De modo que los allegados, en cuanto se les llevaban el padre o el hermano, comprendían que sólo existía una posibilidad de salvar al ausente: conseguir que uno de los milicianos se interesara por él y tomara personalmente su defensa, alegando que le debía algún favor.

Ello originó una gran conmoción. Todo el mundo hurgaba en la memoria para recordar si en alguna ocasión había hecho un favor a éste o a aquél, a un obrero, al Cojo, a un pobre… En muchos casos, el desconsuelo era absoluto, pues el examen revelaba que no; en otros se oía un grito de esperanza. «¡Un día se había dado una propina crecida a Blasco, se había conseguido que la mujer de Alfredo, el andaluz, fuera operada gratis de apendicitis!»

Los milicianos, al recibir la visita, tiraban la colilla al suelo y la aplastaban con la punta del pie. Algunos hinchaban el pecho para meditar y luego contestaban: «De acuerdo. Estad tranquilos. Salid lo menos posible». Otros, de pronto, reaccionaban con violencia inaudita «¿Qué os habéis creído? Si algo habéis hecho, allá vosotros». Alfredo, el andaluz, repitió a todos la misma frase: «Lo siento, pero la mitad tiene que pringar para que la otra mitad viva».

Doña Amparo Campo recibía muchas visitas, a las que contestaba: «Hija mía, vamos a ver, vamos a ver lo que puede hacerse. A Julio voluntad no le falta. De lo que nosotros dependa…» También Olga fue asaltada por toda suerte de personas, que suponían que David había aceptado formar parte del Comité, lo cual no era cierto. Olga las desengañaba: «De todos modos —decía al final—, no hay por qué alarmarse tanto. Los primeros momentos son duros, en todas las revoluciones. Pero todo esto se despejará pronto». La preocupación de Olga era que alguien sospechara la presencia de Marta en la cocina de la Escuela. Marta permanecía inmóvil, absolutamente inmóvil; pero una tos inoportuna, un accidente… Por eso Olga decía a todo el mundo: «Otra vez, id a verme a la UGT y no aquí».

* * *

Entre las familias que buscaban un protector… se contaba la familia Alvear. Julio les había mandado un aviso: «Tomad precauciones. Se busca a Mateo y a Marta, y os harán un registro. Cuidado con Ignacio, cuidado con César».

Era de esperar. Carmen Elgazu sintió en el pecho que la cosa se acercaba. Y se dispuso a defender a los suyos con las uñas. No le dio por lloriquear. Estaba dispuesta a salvar a sus hijos y decidió ir en persona a ver a Julio y decirle: «Tiene usted ocasión de lavar un poco su alma. Guárdelos usted mismo en la Jefatura de Policía». La humillación que esto representaba no le importaba. Las vidas de Ignacio y César valían más que todo. Por otra parte, estaba con ellos don Emilio Santos, el cual decía: «Yo me iré, me iré, no quiero comprometerlos».

Carmen Elgazu se disponía a salir cuando Matías Alvear la detuvo. El hombre, al recibir la nota de Julio, se había concentrado de tal modo que le pareció haber dado con la solución, con el punto luminoso que le esperaba al otro confín de la memoria… ¡Ignacio había dado un día sangre en el Hospital! Matías no recordaba a quién… Pero estaba seguro de que era alguien… extraño… alguien que sin duda alguna ahora…

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