Los clanes de la tierra helada (17 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Oh sí, era listo.

«Pero ahora ve que ha perdido —se dijo Snorri—. Se le nota en los ojos. La próxima vez que nos enfrentemos en este lugar no será tan fácil vencerlo. Sabe lo que he hecho, buscar el respaldo de otros jefes, y tomará ejemplo. Ahora me corresponde obrar como un hombre ponderado, para que nadie diga que Arnkel merece vengarse de mí y después me resulte más difícil conseguir aliados.»

—¿Hay aquí hombres dispuestos a presentarse para hacer de intermediarios y encontrar una vía por la que todos podamos pasar? —preguntó a la multitud—. ¿Quién hablará entre nosotros?

Aquellas palabras fueron saludadas con muchos gritos de aprobación, pues en ese momento podría haber impuesto fácilmente una dura sanción a Arnkel. También se vieron muchas caras de sorpresa, en especial entre los hombres de este.

Thorolf lo agarró del brazo, apretándolo con su manaza.

—¿Qué haces? ¡Hay que presionarlo! He ganado yo.

—No, Thorolf —contestó, volviéndose—. He sido yo quien ha ganado, no tú. Yo asumí esta querella por ti y ahora es mía y puedo darle la conclusión que quiera.

Zafó el brazo. Falcón se colocó entre ambos, pegado al pecho del Cojo, y con feroces susurros lo conminó a guardar silencio.

Aparecieron dos voluntarios llamados Vermund y Stir. Conocían a ambos jefes y no eran clientes ni de uno ni de otro, sino
bondar
independientes que esperaban forjarse un nombre ejerciendo de mediadores. Eran conocidos por tener un buen don de palabra. El
gothi
Hromund levantó un brazo a ambos lados para consultar si aceptaban a los candidatos. Una vez expresada la conformidad, estos fueron de un lado a otro para hablar primero con Arnkel y después con Snorri, negociando un precio justo por los esclavos mientras los espectadores apiñados alrededor transmitían los detalles a quienes se encontraban más atrás. Snorri solicitó treinta onzas por cabeza. Sabía que obtendría una negativa, pero así daba margen a Arnkel para rebajar la suma y salvar la cara.

Thorolf seguía echando chispas tras él, escupiendo y soltando exasperados bufidos cada vez que Stir y Vermund volvían con una oferta que apenas superaba la anterior.

—¡Paga un precio justo, condenado, por lo que me hiciste! —gritó en una ocasión al
gothi
Arnkel.

Los Hermanos Pescadores reaccionaron con amenazante actitud y Falcón y otros clientes de Snorri tuvieron que contener a Thorolf hasta que se calmó. Nunca quedaría satisfecho con una compensación económica: su objetivo había sido la humillación de su hijo y esa esperanza se había disipado.

El
gothi
Snorri permitió que el precio descendiera hasta doce onzas por esclavo. Aunque no sustituía ni de lejos a tres hombres adultos y el trabajo que eran capaces de hacer, no dejaba de constituir una cuantiosa suma de dinero. No podía bajar más y que la gente comenzara a poner en duda su dedicación al caso de Thorolf. Aun así, aquello le pareció demasiado a Arnkel, que había acudido ingenuamente a la asamblea esperando obtener una fácil victoria tan solo por la enormidad del crimen que había castigado al ahorcar a los esclavos. Con los labios comprimidos de rabia, golpeó a un espectador, un individuo que había bebido demasiada cerveza y se había ido de la lengua. Thorgils y Hafildi advirtieron con nerviosismo aquella pérdida de control y el primero musitó una advertencia al oído de su jefe. Arnkel lo apartó de un empujón. Thorgils miró airado al
gothi
, con cara de rabia, y después a Hafildi, que se mofaba con una media sonrisa de su situación. Los hombres del
gothi
Olaf, reunidos con los de Snorri, observaban con atención todo el proceso apoyados en sus lanzas. Detrás de Snorri había entonces doscientos hombres, que superaban con creces a los clientes de Arnkel.

Arnkel pareció calmarse de manera instantánea, como si el vapor se hubiera transformado de repente en hielo. Se volvió hacia Stir, que aguardaba una contestación al lado y, con un gesto de asentimiento, le habló en voz baja. Luego depositó en las manos del mediador una bolsa de monedas que este transportó muy ufano por el espacio central mientras todos callaban para escuchar la conclusión de las negociaciones. Stir colocó la bolsa en la mano de Snorri. El
gothi
se volvió y se la entregó a Thorolf.

—Aquí tienes el pago por tus esclavos, Thorolf de Hvammr. Has obtenido justicia y así yo he ganado mi tarifa. Puedes marcharte en paz.

Thorolf tendió despacio la mano para tomar la bolsa. Snorri rio para sus adentros viendo la pugna que se evidenciaba en su rostro. La codicia le hacía llevar los dedos a la cuerda que la cerraba. El viejo vikingo luchaba con los últimos restos de decoro que le quedaban en el alma y que lo retenían para no ponerse a contar las monedas como una ramera, a la vista de todos. Luego Thorolf lo miró, con ojos acuosos impregnados de repentina rabia.

—Doce onzas por cabeza —dijo con amargura, en voz bien alta que se propagó en el silencio de la asamblea—. Doce onzas. Eso también se lo podría haber sacado yo mismo a Arnkel. No sospeché cuando te cedí mi tierra que irías a pelear por mí con tan poca hombría, pelo blanco.

El insulto quedó flotando en el aire primaveral, de suerte que muchos lo oyeron. Lo relevó un murmullo de descontento y gritos de «¡Qué vergüenza!», que el Cojo no oyó. Falcón quiso interponerse, pero el
gothi
Snorri lo apartó para colocarse bien cerca del viejo. Alzó la voz para que se propagara más allá de las primeras filas, aunque no tanto como para que se pudiera pensar que hablaba a otra persona que no fuera el Cojo.

—Tú eres el que carece de hombría, Cojo, para venir a quejarte de falta de confianza. Yo he negociado bien por ti y ahora tienes un buen dinero en la mano que ha pagado alguien de tu propia sangre. No pienso volver a dar la cara por ti nunca más.

La voz del
gothi
Arnkel restalló entonces con lúgubre apremio.

—¿Qué tierras le cediste, padre? ¿Qué tierras, sin mi consentimiento como heredero?

El Cojo se volvió hacia su hijo, percibiendo con su vacua astucia zorruna la manera de asestarle un golpe definitivo.

—El bosque de Crowness —respondió con aire triunfal.

En derredor brotaron exclamaciones contenidas y la noticia de lo que se acababa de decir se propagó por los flancos de la colina. El bosque era conocido como uno de los terrenos más valiosos de la región. En Thorolf se centraron entonces muchas miradas de burla y desdén. A nadie se le escapaba entonces el verdadero meollo del caso, el simple orgullo de un hombre necio y obstinado. Observando las caras que lo circundaban, Thorolf torció el gesto con incertidumbre y después dio media vuelta para abrirse paso entre el gentío.

—De todas maneras no iba a pedirte más servicios, pelo blanco, sabiendo lo poco que iba a comprar con mi dinero —espetó, a modo de despedida, al
gothi
Snorri.

Luego se esfumó.

Hrafn se había situado en una de las rocas más altas, retirada del área central de juicio. Como gozaba de un excelente oído, había escuchado los casos de la asamblea con gran interés. Sus dos ayudantes permanecían cerca, aferrando con nerviosismo las armas. Él comprendía el porqué. Siendo daneses, estaban acostumbrados a una manera distinta de zanjar las disputas y, como él, habían previsto que los cientos de presentes armados con lanzas arremeterían unos contra otros ocasionando una matanza, sobre todo en el caso de la dote. Un solo herido en total era un milagroso balance.

Hrafn había pasado la vida comerciando en las aguas del sur contiguas al canal de la Mancha, por la vertiente de los sajones y el norte de Francia. Los piratas pululaban como piojos por aquellas rutas. Los sajones habían vuelto a cobrar fuerzas y estaban volviendo a recuperar las tierras que les habían arrebatado los normandos. Allá había una guerra inacabable que solo convenía a jóvenes aventureros. Dentro de diez años pensaba instalarse en una granja en Noruega, comprar la protección del señor de la zona y vivir una vejez pacífica.

Aunque tal vez se retiraría allí, en el Estado Libre, se dijo entonces.

A lo largo del invierno había escuchado muchas historias. Las más extrañas para su mentalidad eran las de los homicidios que quedaban sin venganza. Alguien mataba a alguien, después se acordaba un pago en ganado, tela o monedas, y todo el mundo se daba por satisfecho. Era increíble, como si la plata pudiera enjugar la sangre. En Noruega también se practicaba el
wergild
, el pago económico por derramar sangre, pero eso nunca hacía disipar el conflicto, solo lo alargaba. Allí los hombres necesitaban matar para vengar una muerte, pero en el Estado Libre parecía que todo acababa después de efectuado el pago.

Algunas de las claves para comprender aquel lugar las podía aprender de Onund. Había encontrado al muchacho en Londres, donde vendía su fuerza a cambio de comida y vivía como una bestia luchando con los puños y un garrote para uno de los ricos mercaderes del puerto a fin de impedir el acceso a sus muelles a los mendigos y ladrones. Londres era un lugar siniestro donde nunca se quedaba más de una noche si podía evitarlo. Por lo general procuraba vender la carga al primer postor, pero aun así conseguía mejores precios que en otros puertos de las tierras del sur. En su última escala allí, su cargamento de ámbar y grasa de ballena había desatado una riña y los soldados de la ciudad habían acudido a llevarse lo que podían. Onund se había roto una pierna en la pelea y Hrafn lo había tomado bajo su protección, apiadándose de él porque era también nórdico y porque el dios Cristo había dicho que había que ser bondadosos con las personas necesitadas. Hrafn era devoto, aunque efectuaba sus oraciones con discreción en aquellas tierras paganas, donde los elfos todavía correteaban por el suelo, y también dedicaba prudentes sacrificios a Thor cuando perdía de vista los territorios del dios cristiano. Había descubierto que el muchacho era de la Isla. Aquella era una tierra abundante en aceite, cuerda de cuero de morsa y excelentes tejidos que se podían comprar a unos habitantes ansiosos por permitirse pequeños artículos de lujo fáciles de transportar. Así se lo había asegurado Onund mientras se recuperaba en alta mar. Le había parecido una buena idea cambiar de ruta comercial. El joven era cruel y pendenciero y, en cuanto estuvo mejor, atemorizó con su fuerza y mal genio a los otros miembros de la tripulación hasta que acabaron aceptándolo como segundo de a bordo. Durante el verano en Helgafell, no obstante, había vuelto a recuperar poco a poco la que probablemente era su verdadera naturaleza, similar a la de los hombres de allí, parcos en el hablar, sensatos, suspicaces y generosos. Nunca decía una palabra sin medir sus consecuencias y siempre miraba a los demás antes de coger carne de la olla. Era como si lo hubieran envuelto con una manta que impedía aflorar su lado más innoble. No obstante, incluso allí tenía de vez en cuando estallidos de furia. La Isla solo lo había moderado.

El
gothi
Snorri se había echado a reír cuando se lo comentó una noche después de haber consumido muchos cuernos de cerveza.

—Nosotros somos personas como las otras, Hrafn —había asegurado—. En todos nosotros hay codicia, lujuria y egoísmo. Lo que ocurre es que aquí tenemos muy cerca los confines entre la vida y la muerte, mucho más que en la tierra de nuestros antepasados. Aquí no se puede desperdiciar nada ni acaparar con desmesura, porque si no todos moriríamos de hambre. Todo el mundo lo sabe. Los niños cogerán toda la comida de la escudilla si nadie los reprime, pero el hombre se contiene solo. Por eso cuando un hombre actúa como un niño lo miramos con mala cara como si fuera un niño, y le hablamos como a tal. —Esbozó una sonrisa mirando a Onund—. Este no es un sistema de vida destinado a perdurar en una tierra de abundancia, y hay algunas personas que no encajan bien en él.

Al oír aquello, Onund se ruborizó sobremanera y agachó la cabeza. Hrafn se había quedado estupefacto al observar tan humilde reacción en una persona tan violenta.

Bien sabía Cristo Jesús que estaba harto de comer leche cuajada todos los santos días, y carne correosa que sabía a cuajada, sin pan y sin apenas ninguna verdura para matizar su sabor, excepto algas y alguna que otra fétida vianda podrida para romper la monotonía. Estaba cansado de estar en oscuras salas de tepe, de la grasienta apretura del periodo invernal y del olor y el sabor del humo de turba que se prendía a la boca y a los ojos. De todas maneras, si aquel era el único modo de vida que generaba hombres que no se mataban entre sí por codicia a tontas y a locas, estaba dispuesto a pagar ese precio e instalar su hogar en la Isla.

La asamblea duró una semana. Después de que se juzgara el último caso, los asistentes emprendieron el regreso a sus granjas y a la rutina diaria. El
gothi
Snorri había pactado el compromiso de su hijo y este estaba excitado y nervioso. Falcón le estuvo tomando el pelo sin cesar durante el trayecto hacia Helgafell, asegurando que la cuantía de la dote estaba en relación proporcional con la fealdad de la novia. Lo cierto era que en el
handsal
se había detallado una copiosa dote compuesta de cien vacas. Con eso Oreakja iniciaría su vida de casado como un rico granjero, sin siquiera tomar en cuenta lo que heredaría de su padre un día.

—Ponía con las vacas, chico, y entonces podrás ver tu riqueza mientras la poseas por detrás. Eso te dará ánimos —bromeó Falcón, y todos se rieron.

El
gothi
Snorri guardó silencio, sonriendo por el buen humor que reinaba entre sus hombres, sabedores de que su jefe había ganado gran estatura y riqueza en la asamblea, con lo cual quedaba protegidos ellos también.

—Vaya, ¿esas son tus aficiones, Falcón? —replicó Oreakja sin arredrarse—. Ahora se entiende por qué se te parecen tanto muchos terneros nacidos este año.

Los demás se golpearon las rodillas, desternillados de risa.

Hrafn cabalgaba al lado de Snorri. La comitiva se componía de casi cien hombres cuando abandonaron la asamblea, pero al pasar cerca de las granjas muchos se iban desviando por grupos de dos o tres, prometiendo formalmente al
gothi
que acudirían a la reunión de otoño en Helgafell. Con cada despedida había muchos apretones de brazos. Era una bonita tarde de primavera con un cielo claro y despejado, tibia y agradable. Una viva brisa impulsaba las olas hacia el interior del mar y azotaba los bordes de las vestiduras confiriéndoles visos de estandartes.

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