Los clanes de la tierra helada (7 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Después se puso en pie y tras recoger su propia espada y el escudo, se quedó mirando tranquilamente a su padre. A punto de saltársele los ojos de las cuencas, el Cojo apuntó un dedo trémulo hacia su hijo, demasiado enfurecido para preocuparse por la presencia de otras personas.

—Me has traicionado. Dijiste que te valdrías de tu posición para protegerme cuando le quitara el heno a ese desgraciado de Ulfar. Por una vaca. Por una. Y ahora resulta que solo me querías estafar.

—El heno valía mucho más que una vaca, viejo —respondió Arnkel. Thorolf se volvió a ruborizar ante el insultante tratamiento—. Mis hombres vieron el bulto que formaba en tu pajar. Ulfar tiene mucha mejor mano con la tierra que tú, y tenía que pagarle lo que valía en dinero. Era mi obligación como
gothi
, y necesitaba recuperar lo que había perdido. ¿Dónde está la traición?

—Todo lo que tienes ahora es gracias a mí, muchacho —señaló, volviendo a apuntarlo con el dedo—. No serías jefe si yo no hubiera aportado el dinero para ello comprando el apoyo del
gothi
Snorri hace ocho años.

Arnkel se levantó de repente, enseñando los dientes. La repentina transformación sobresaltó a sus hombres, e incluso Thorolf dio un paso atrás.

—Snorri te engañó, viejo. Te hizo vender la mitad de mi herencia a los esclavos de otro hombre como condición para prestar ese apoyo. Ulfarsfell y Orlygstead son mis tierras. ¡Mías!

—Es ese Ulfar —decretó el Cojo, mirándolo con fijeza—, te ha seducido con esas malditas canciones suyas. He oído como los otros lo contaban. Lo tienes aquí cada noche, como un pájaro en una jaula.

El
gothi
Arnkel lo miró con enojo, despreciándolo por su estupidez y lo predecible de sus reacciones.

—Él es mejor persona que tú, Thorolf
el Cojo
—replicó.

—Se lo contaré a todos —dijo con súbita frialdad el Cojo—. Les contaré lo de nuestro pacto.

—Sí, propaga falsas acusaciones sin testigos que las confirmen —espetó Arnkel—. Como hagas eso, te denunciaré en la asamblea por falsas palabras y me quedaré el resto de tu ganado como multa. Un
bondi
solo, sin amigos, acusando a su único hijo que es jefe. Se burlarán de ti, viejo.

Los Hermanos Pescadores, que habían estado yendo entre ambos hombres con las lanzas prestas, se prepararon para intervenir si el Cojo atacaba.

Thorolf no añadió nada más. Dio media vuelta y abandonó la sala.

El
gothi
Arnkel también salió al cabo de un momento, dirigiendo una seña a los Hermanos Pescadores, para ver adónde iba su padre, pero este se encaminó hacia su propia granja.

«Tanto mejor», pensó Arnkel. Todavía era demasiado pronto para que su padre llevara a cabo la última acción útil de su vida. Cada cosa a su debido tiempo. Su abuelo se lo había dicho muchas veces y, por fin, ya de mayor, había comprendido el sentido.

Arnkel aguardaba mientras sus hombres se deleitaban con la última vaca de Thorolf.

Había enviado a los Hermanos Pescadores, con sus afiladas lenguas, a Hvammr hacía un rato. No les había gustado tener que abandonar el calor y la cerveza de la sala por la nieve de fuera. Menos gracia les había hecho aún cuando supieron que tenían que ir a casa de Thorolf a invitarlo, y a hablar de la media canal de buey espetada que todos podían compartir y de los inacabables pellejos de cerveza colgados aquí y allá.

En la puerta de la sala, lejos de los otros, añadió algo más:

—Y decidle también que Ulfar está aquí, cantando canciones a mi derecha. No os olvidéis.

Al oír aquello se miraron el uno al otro con semblante grave. Se fueron provistos de lanza y escudo.

Poco después, por la puerta principal llegó una ráfaga de aire frío, acompañada de un retumbar de pies recubiertos de nieve. Thorolf entró tambaleante, envuelto en piel de cordero y lana. Vacilante por el efecto de la bebida, se quedó mirando un instante a Arnkel y Ulfar y después se dirigió al espetón del fuego. Con el cuchillo cortó un pedazo de carne del tamaño de su cabeza y se lo metió en la bolsa que llevaba colgada de la cintura. Luego se echó un par de pellejos de cerveza al hombro.

—¿Ya te vas, padre? ¿Es así como pagas mi hospitalidad, viniendo como un ladrón a robar en mi fiesta? —La voz de Arnkel acalló los murmullos de indignación que se habían levantado entre sus clientes—. ¿Mientras honro a mi buen amigo y cliente, Ulfar? —Entonces, como si venciera un gran enojo haciendo prueba de varonil contención, se puso en pie y bajó de su sitial para posar una mano en el hombro de Ulfar—. Ven y escucha a mi buen amigo, que es cantor de gran talento. Que no haya rencillas entre nosotros, padre.

Mantenía un semblante franco y afable, aunque en el fondo tenía ganas de echarse a reír por la rabia que había hecho que el Cojo abriese los ojos con desmesura. El viejo guerrero se quedó mirando mucho tiempo la cabeza de Ulfar.

—Tu mala cara ensombrece mi banquete, Thorolf
el Cojo
—advirtió Arnkel, acercándose a él—. No creas que puedes hacerle daño a mi buen amigo Ulfar. Te falta fuerza para eso.

El Cojo retrocedió, con la cara desencajada de ira, y se marchó.

Solo se detuvo una vez, para cargarse otro pellejo al hombro, de hidromiel en aquella ocasión, y apartar de un empellón al cliente que intentó disputárselo. Luego se esfumó. Hafildi mantuvo abierta la puerta recompuesta a su paso, para impedir que le diera otro puntapié. Hacía demasiado frío para tener boquetes en las puertas.

Thorgils cruzó un instante la vista con la mirada alarmada de Ulfar y enseguida se volvió hacia otro lado.

Sacaron afuera los huesos de la vaca cuando solo quedaron restos aprovechables para los perros. La mayoría de los comensales habían encontrado un lugar donde acostarse en los bancos o en el suelo cuando, después de cantar la última canción, Ulfar se fue cargando los regalos que le había dado el
gothi.

—Esta noche va a echar el cerrojo en la puerta —dijo Hafildi en voz alta cuando Ulfar pasó a su lado.

Arnkel se levantó y lo acompañó afuera.

—No te preocupes, Ulfar —le dijo con calma—. El Cojo está durmiendo debajo de dos pellejos de cerveza a estas horas.

Unos cuantos hombres permanecieron de pie.

La masa de brasas del fuego, que se mantendrían encendidas hasta el amanecer, caldeaba demasiado la sala para mantener puestos los abrigos y las botas. El
gothi
había insistido en que permanecieran vestidos y a punto. Se sentaron en la entrada para refrescarse, pero como todavía tenían calor salieron afuera para acompañar a Thorgils, que montaba guardia. El frío y nítido aire les escoció la piel y resaltó el intenso brillo de las estrellas incluso a través de la luz de la luna.

Arnkel miró con gesto aprobador a sus hombres. Eran ocho en total, los mejores clientes que tenía cuando se trataba de luchar. Tenía la certeza de que Gizur, los Hermanos Pescadores, Thorgils y Hafildi no iban a huir. Los otros tres eran granjeros, invitados a pasar la noche, y no sabían nada salvo lo que les habían dicho los otros, pero parecían valientes.

—¿Cómo sabes que vendrá esta noche? —preguntó en voz queda Thorgils a Arnkel, para que los demás no lo pudieran oír—. Semejante cantidad de bebida bastaría para derribar incluso al Cojo.

—Se ha llevado hidromiel —repuso escuetamente Arnkel—. Thorolf detesta el hidromiel. Su mujer no bebe nada. Quería una bebida fuerte.

—¿Y qué?

Arnkel se dio un golpecito en la sien.

—Mi padre no intentará matar a Ulfar por sí mismo. Sabe que quedaría desterrado por un año como mínimo y probablemente tres, y es demasiado viejo para seguir vagando por esos mundos. Por eso enviará a sus esclavos. —Se encogió de hombros—. Claro que todo es posible. Si no ocurre nada en cuestión de una hora, vigilaremos por turnos. Necesito saber que me vas a secundar, viejo amigo —pidió a Thorgils con tono grave e íntimo—. Las cosas se van a precipitar pronto.

Thorgils lo miró y luego apartó la vista. La tendió por la cuesta, hacia la granja de Ulfar, como si se debatiera con sus pensamientos. La oscuridad de la noche le oprimió como una fría sábana el corazón. Imaginó a Auln con el cabello agitado por la brisa.

—Puedes contar conmigo —contestó por fin, con voz tensa.

—¿Estás seguro?

—¿Acaso no te lo he dicho? —espetó Thorgils.

Los demás se volvieron, sorprendidos de oír la aspereza con que había hablado al
gothi
. Arnkel guardó la calma, no obstante, y asintió, satisfecho. Hafildi se acercó a ellos.

—¿Creéis que el Cojo les ofrecerá la libertad a cambio? —preguntó con recia voz, impregnada de cerveza.

Arnkel se llevó un dedo a los labios, ceñudo.

—Mirad —dijo Thorgils, señalando.

Una gran mancha negra se movía sobre el fondo blanco de la nieve. Entornaron los ojos para distinguirla mejor. Se desplazaba en dirección a la granja de Ulfar.

El
gothi
Arnkel cogió el escudo y la espada y saltó por encima de la pared de piedra, seguido de sus hombres. Bajaron corriendo la larga pendiente que mediaba hasta la granja de Ulfar.

Asaltado por el temor a los fantasmas o a los elfos, uno de los campesinos quiso parar, pero los demás lo urgieron a proseguir. Luego se agazaparon detrás de la pared del campo de Ulfar y se asomaron a mirar.

Tres hombres arrastraban una enmarañada masa de troncos y broza por el prado, provenientes de la dirección de Hvammr. Les costó bastante hacerla pasar por encima de la pared, pero al final lo lograron y después cogieron las cuerdas que mantenían sujeto el bulto y siguieron tirando de ellas hacia la vivienda de Ulfar. Llegaron jadeantes al reducido espacio despejado de delante de la casa de tepe.

—Son los esclavos del Cojo —dijo al oído de Arnkel Hafildi, maravillado por la sabiduría de su jefe—. ¿Vamos a por ellos?

—Esperad.

Los esclavos se agacharon, susurrando algo. Tras un breve entrechocar de metal y pedernal, una lluvia de chispas alumbró la oscuridad. Una llamita fue cobrando tamaño hasta consumir el montón de broza, que los esclavos acercaron a la casa.

—¿Ahora? —musitó Hafildi.

Los hombres miraron con ansiedad a Arnkel, que negó con la cabeza. La seca hierba de la pared y el techo de tepe se iban a incendiar de un momento a otro y la vivienda ardería enseguida. Las llamas iluminaron a los esclavos mientras se situaban a ambos lados de la puerta empuñando las lanzas, a esperar.

En el interior sonaron voces. Eran Ulfar y su esposa, confusos y soñolientos, y luego alarmados. El fuego alcanzaba ya la altura de una persona y la luz que despedía era perceptible por la entrada. A la altura del techo se iba acumulando una densa capa de humo.

El
gothi
Arnkel hincó una rodilla en el suelo, levantando el escudo.

—Preparaos —indicó.

La puerta de la casa se abrió bruscamente. En ese preciso momento Arnkel saltó por la pared.

—¡Asesinos! —gritó—. ¡Bajad las lanzas!

Sus hombres lo secundaron, lanzando estridentes gritos.

Ante la acometida, los esclavos arrojaron las lanzas al suelo y se arrodillaron en la nieve con las manos encima de la cabeza, aterrorizados, sin restos del arrojo que les había insuflado el hidromiel.

Ulfar permanecía en el umbral de la puerta. Descalzo y con la ropa de dormir, observó con ojos desorbitados como Arnkel derribaba a los esclavos con el asta de la lanza y después se ponía a dar instrucciones a sus hombres para que alejaran de la casa la ardiente maraña de broza, que seguía ardiendo, despidiendo un fuerte resplandor.

Ulfar salió hollando con paso vacilante la nieve y se hincó de rodillas ante Arnkel. Auln miraba desde la puerta, con las manos pegadas a los labios.

—Gracias,
gothi
, gracias —balbució Ulfar, casi incapaz de hablar.

El
gothi
Arnkel le tendió una mano y lo ayudó a ponerse en pie. Detestaba tener que tocar a aquel cobarde, pues temía que una parte de su medroso sudor pudiera infiltrarse en su propia carne.

—Por esta noche estás a salvo, Ulfar
el Liberto
, pero ha sido solo una casualidad que yo notara el olor que había en el aire con mis hombres antes de acostarnos, porque si no, tú y tu mujer estaríais muertos ahora. Tu vida corre un gran peligro aquí.

—¿Qué puedo hacer? —dijo, desesperado, Ulfar.

Dos días más tarde, después de que una prolongada tempestad de nieve hubiera mantenido a todo el mundo confinado en su casa, los hijos de Thorbrand volvieron a recibir una invitación para actuar de testigos de un acto en la mansión del
gothi
Arnkel. El mensajero, Hafildi, fue parco en detalles, aduciendo que tenía prisa para ir a invitar a otra gente. Mientras volvía grupas, les sonrió aconsejándoles que fueran con el estómago vacío. Los hermanos pensaron que habría un banquete regado con bebida y que las cordiales palabras que había dirigido Arnkel a Thorleif en la anterior ocasión eran preludio de muchas comidas gratuitas y ratos de diversión. Era mejor llevarse bien con los vecinos que pelear, se decían unos a otros, y más cuando el vecino era un jefe, de modo que dejaron a un lado el disgusto que les había causado el que Ulfar fuera a pedir ayuda a Arnkel en lugar de al
gothi
Snorri, su propio jefe. Solo su padre, Thorbrand, manifestó reparos.

—Tened cuidado —les advirtió, agitando un dedo.

Ellos se burlaron de sus recelos.

Thorleif encabezó la marcha. Tras él cabalgaba Snorri, que llevaba el mismo nombre de su hermano adoptivo, el
gothi
Snorri, porque tenía el mismo cabello rubio platino. Después iba Thorodd, el herrero de recio torso. A este lo seguían Thormod
el Callado
, que nunca pronunciaba más de una o dos palabras seguidas, y Thorfinn
el Sagrado
, que advertía los fantasmas y elfos en cuanto aparecían y era capaz de indicar a sus hermanos dónde debían depositar sus sacrificios a fin de obtener mejores efectos. El último era Illugi, tan rebosante de ardor como siempre. Se negaba a mantenerse al final de la hilera pese a la mala cara y las reconvenciones que le dirigían sus hermanos, conscientes de la formalidad de la ocasión. Bajo las túnicas y abrigos de piel de cordero, vestían sus camisas de colores y llevaban puestas sus mejores botas.

Al pasar junto a la granja de Ulfar, en el centro del campo vieron una masa de leña quemada medio cubierta por la nieve y el borde chamuscado del tejado de la casa. Los animales bramaban de hambre. Desmontaron, llamando a Ulfar, y después dieron de comer y beber al ganado y limpiaron un poco el estiércol, procurando no ensuciarse la ropa. Thorleif entró en la casa, temiendo encontrar al Liberto muerto en medio de un charco de sangre. No obtuvo respuesta, pero al no ver ningún cadáver, exhaló un suspiro de alivio. Después fue a ver a Orlyg, pero el anciano yacía en su camastro, más enfermo de lo habitual, y no sabía nada. Thorleif lo ayudó a levantarse y después le llevó agua y queso.

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