Los clanes de la tierra helada (12 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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—Necesitamos tu consejo y tu ayuda, hermano adoptivo —respondió Thorleif. El
gothi
Snorri frunció apenas el entrecejo ante aquella mención formal de su relación—. Primero te ofrezco un presente de
vathmal
, de seis buenos rollos de tejido de primera calidad.

—Qué extraño —intervino Oreakja con ironía—. Falcón debe de haber imaginado que había más caballos, porque ha dicho que llevabais mucho más.

Todos se echaron a reír y el
gothi
Snorri acarició con afecto la cabeza de su hijo. Después se inclinó para hablar al oído a Thorleif.

—Cededme una tercera parte de la lana de los otros caballos y yo me encargaré de negociar el trato por las mercancías que queráis.

Thorleif asintió sin ganas. Le interesaba tener una buena disposición por parte de Snorri y si para ello debía renunciar a unos cuantos rollos de tela, estaba dispuesto a pagar ese precio.

Se abrió la puerta y en la intensa luz del gélido exterior se dibujaron las siluetas de otras personas. El barco de Hrafn había atraído las miradas y eran muchos los campesinos y pescadores que habían acudido a ver al mercader. Sam y Klaenger se encontraban entre ellos. Thorleif los saludó con la mano y después todos los hijos de Thorbrand se levantaron para darles la bienvenida y hablar de lo que había ocurrido el otro día, aunque estuvieron algo fríos con Klaenger por haberle prestado ayuda a Arnkel. Estaban al corriente de su actuación por uno de los clientes de este, un tal Kili, que se había casado con una sobrina de Thorbrand hacía años. En el estuario de Swan contó que Sam había desobedecido al
gothi
Arnkel, quien había estafado a Klaenger. Pese a que dejó clara su desaprobación, Kili también manifestaba nerviosismo y, cuando se fue, tomó el camino más largo, dando un rodeo para evitar el terreno de Arnkel en Bolstathr.

«De modo que lo sabe —pensó Thorleif, mirando al
gothi
de blancos cabellos—. Tiene que saber lo que ocurrió.»

Aquello representaba cierto alivio: Thorleif no tendría que ser elocuente si ya alguien le había expuesto los hechos. El
gothi
estaría sin duda indignado por lo sucedido y les prestaría ayuda. Más tranquilo, se tomó otro cuerno de cerveza y advirtió que el mercader ya llevaba sus buenos tragos. Así era la vida de un comerciante. Parecía magnífico aquello de viajar por el mundo y cenar con jefes.

Hrafn bebía para distender los nervios. Esa mañana, al amanecer, se había encontrado perdido en la niebla mientras la primera marea de recio hielo desgajado pasaba flotando junto a la proa. Su tripulación estaba aterrorizada. Sabían que el mero roce de uno de aquellos aserrados bloques podía destrozar el casco. Entre la niebla se oían extraños ruidos, que no eran voces de ballenas. Algún monstruo debía de merodear por allí. Los otros mercaderes lo tacharon de loco cuando zarpó de Trondheim, pero el primero que regresara con el aceite de foca obtendría los mejores precios, lo cual podía representar la construcción de otro barco que capitanearía su hermano. De este modo habrían sido una flota. Allí se encontraba atrapado, sin embargo. A resguardo del frío y con vida, pero atrapado, en la sala del más astuto jefe de Islandia occidental. Por la primavera tendría un cargamento de
vathmal
, en lugar del valorado aceite de foca, y habría pagado bien caro por él. Aparte, estaría el coste del alojamiento para él, sus hombres y sus mercancías durante el invierno. Podría considerarse afortunado si acababa no teniendo pérdidas aquella temporada. Aquel era su segundo viaje a Islandia y ya lo lamentaba.

Sacaron un plato y retuvo el aliento, atemorizado, aunque disimuló sonriendo con los demás mientras saludaban con aplausos la llegada del manjar. El hedor se expandía por toda la sala. Una gran sopera de madera contenía la carne de ballena podrida, que había permanecido enterrada en arena y algas durante uno o dos años. Les encantaba exhibirla delante de los extranjeros. La mejor táctica de defensa era dar pie a un desafío de comida y elogiar a los demás, para no tener así necesidad de comer él. El
gothi
Snorri insistió, sin embargo, de modo que engulló un bocado sabiendo que al día siguiente pasaría horas visitando las letrinas. Procuró hacer muecas de asco, que fueron recibidas con grandes carcajadas.

Ojalá se fueran al infierno todos.

Del paquete que tenía a sus pies sacó entonces los bulbos que había traído del barco. Peló uno con el cuchillo y al cortarlo, vio que Snorri echaba atrás la cabeza al percibir su olor.

—Esto es ajo,
gothi
. Entre los francos se dice que solo los hombres más fuertes pueden comerlo crudo.

—Sí, lo conozco —dijo Snorri con mala cara, antes de tomar uno con desgana.

Ah, qué dulce era la venganza, se regocijó Hrafn.

El mercader bebía un cuerno tras otro, disfrutando de la vida que había estado a punto de perder, convencido de que ese día no iba a hacer negocios. Tenía la cabeza demasiado distraída. La bonita mujer que traía la cerveza le sonreía y no parecía estar casada con ninguno de los presentes, así que estuvo charlando con ella hasta que a través de la neblina de la bebida se dio cuenta de que las risas habían disminuido y que los seis hermanos que había conocido en el establo se hallaban entonces de pie ante el
gothi
. Ya estaban otra vez en las mismas, después de la interrupción.

¡Cómo eran aquellos islandeses! Siempre estaban negociando, maniobrando, chismorreando, constantemente inmersos en los asuntos de sus vecinos, incansables hasta haberse embolsado todo el dinero que uno tenía. Aquel
gothi
intentaría desgastarlo a lo largo de todo el invierno a fin de incrementar su impuesto sobre la transacción. Entornó los ojos, esforzándose por escuchar lo que decían entre los vapores del alcohol.

Al parecer, aquellos hermanos de fornida apariencia tenían un conflicto con un jefe de la zona sur de donde eran ellos, un hombre que había puesto en entredicho sus derechos sobre unos terrenos. En voz baja, indicó a uno de sus marineros que fuera a buscar al establo uno de los fajos de armas, previendo que se le presentaba una gran oportunidad de efectuar una venta.

El
gothi
Snorri no parecía, empero, tan dispuesto a ayudarlos como ellos habían previsto. Su calmada respuesta suscitó murmullos y caras largas. Hrafn, que estaba muy borracho, los miraba a unos y a otros, tratando de serenarse lo más posible para captar el sentido de las palabras. Aquello era más interesante que acostarse con la mujer. Reclamó con un gesto la presencia de Onund, que se agachó a su lado.

—Es poco lo que yo voy a hacer en este caso —replicó el
gothi
Snorri, extendiendo las manos.

—Gothi
, nos han arrebatado los derechos sobre la tierra de Ulfar —reiteró Thorleif con prudencia, mirando a Thorodd en busca de apoyo—. Es un caso evidente de
arfskot
. Puesto que Ulfar no tiene hijos, su tierra debería pasar a nuestras manos cuando él muera. El
handsal
que hubo entre Ulfar y el
gothi
Arnkel no fue legal, pero necesitamos que tú así lo argumentes por nosotros en la asamblea de Thorsnes cuando acabe el invierno. Nosotros solo somos
bondi
y tú tienes fama de ser un hábil abogado de los derechos de la gente. Tú eres nuestro jefe.

Snorri, que escuchaba con comprensiva atención y benévola mirada, inclinó la cabeza en señal de agradecimiento ante el halago.

—¿Y ese Arnkel es un poderoso señor? —susurró Hrafn a Onund.

—No que yo sepa. El
gothi
Snorri tiene más clientes. Aunque puede que las cosas hayan cambiado desde la última vez que estuve aquí. Sí es una mala persona, eso me consta.

—¿Y por qué no van a por él simplemente, se lo quitan todo y se reparten sus tierras?

Onund lo miró como si propusiera arrojarse al fuego, pero como no era ducho con las palabras, no supo explicarle por qué era tan descabellada la idea. En ese momento llegó el otro ayudante de Hrafn y depositó el paquete a sus pies. Los
bondar
concentraron las miradas en él, aun hallándose en medio de la discusión.

—A mí me parece que vuestro problema tiene fácil solución, Thorleif, hijo de Thorbrand —anunció con ceremoniosa actitud, antes de retirar la tela que cubría la colección de espadas y hachas, a razón de media docena de cada.

No obstante, aparte de la avidez y el deseo que había previsto, en sus caras había un evidente desprecio cuando lo miraron a él.

—Es… bastante complicado, Hrafn —dijo el
gothi
Snorri, con una tenue sonrisa—. Esto no es Noruega.

—Un hombre te ha quitado lo que es tuyo —argumentó Hrafn, dirigiéndose a Thorleif, al tiempo que abarcaba con el gesto las armas—. Aquí tienes la manera de recuperarlo. Y solo por dos onzas legales por la espada y una por el hacha.

Las unánimes carcajadas que se produjeron le causaron sonrojo. No obstante, apelando a sus viejos instintos, se echó a reír aún con más potencia que los demás, dispuesto a hacer el payaso si con ello iba a vender unos cuantos artículos.

—La guerra es para los reyes y no para simples personas como nosotros —explicó, volviendo a sonreír, el
gothi
Snorri—. ¿Veis a Falcón? Él es el más fuerte de mis clientes, capaz de enfrentarse a quien sea. —Falcón sonrió, asintiendo—. ¿Cómo va a luchar bien, sin embargo, sabiendo que dos de los clientes del
gothi
Arnkel son los hermanos de su esposa y que el cliente principal es su propio primo? En el Estado Libre estamos demasiado interrelacionados para emprender combates y matarnos unos a otros en filas, empuñando escudos. Nuestro enemigo es a menudo primo, o tío, de nuestro mejor aliado. Es cosa buena, sabia y varonil protegerse a uno mismo con la ley, dejando que otros argumenten por uno, y buscar una solución que sea honorable para todos.

Los presentes manifestaron su conformidad con gestos de asentimiento, con la impresión de haber escuchado lo que ellos no habrían podido expresar tan bien. Un verdadero hombre era moderado en todo, en especial en la manifestación de su ira.

—¿Lo has oído, necio noruego? —gritó Sam. Era un hombre de apariencia adusta, espesas cejas y piel curtida por el viento—. Eso es sabiduría.

Hrafn levantó su cuerno en son de burla.

—Un brindis por la tierra de las mujeres, donde ningún hombre lucha. —Un silencio casi instantáneo acogió el insulto—. Sin embargo todos lleváis lanzas.

El
gothi
Snorri efectuó un gesto apaciguador para acallar los enojados murmullos de sus hombres.

—Los hombres son hombres, Hrafn, y es sabio reconocerlo. Los hombres siempre discutirán y acabarán peleándose porque es algo que va con su naturaleza. La sangre derramada reclama más sangre: eso es lo que exige el honor, y el honor forma en sí mismo parte de la riqueza de un hombre. No obstante, como el
vathmal
en relación a las monedas, una clase de riqueza puede convertirse en otra, de tal forma que toda clase de riqueza reporta honor. No es algo destinado solo a los que poseen armas y fuerza en los brazos. La sangre puede enjugarse con riqueza; todo hombre ponderado lo puede entender. Aquí tenemos un dicho que reza que nadie debería asesinar a más personas de las que se puede permitir. —Bajó la mirada hacia el montón de armas y señaló una—. Me quedaré con esa hacha de mango largo de ahí, la de doble hoja.

Thorleif dio un paso al frente en medio de las risas desatadas. Se había mantenido calmado durante la interrupción de Hrafn, pero ahora estaba impaciente. Esa vez habló solo para que lo oyera el
gothi
Snorri, porque los demás se pusieron a hablar unos con otros de las armas y había bastante ruido.

—¿No nos vas a ayudar,
gothi
? ¿No puedes dejar claro en la asamblea que nos han robado?

Snorri inclinó el torso, ensombreciendo la expresión.

—No está claro. Tanto Sam como Klaenger me han contado que fuisteis todos vestidos con ropa formal a hacer de testigos del
handsal
de la tierra de Ulfar.

—¡No hicimos tal cosa! —masculló Thorleif, indignado—. Nos invitaron a una fiesta y a una actuación de testimonio, pero no nos dijeron nada de lo que iba a pasar.

Snorri frunció el entrecejo, formando una torre con los dedos.

—Sin embargo mis propios clientes, que estuvieron presentes en el
handsal
, me explicaron lo ocurrido tal como te lo cuento a ti. Si ellos fueron tan poco claros solo unos días después, ¿qué verdad esperas poder esclarecer después de todo un invierno, delante de testigos preparados por Arnkel? ¿No se os señalará entonces como personas que se echaron atrás en la palabra dada y que fueron con justicia golpeadas por ello? —Thorleif pestañeó con ira, confuso, incapaz de responder—. ¿No se vería entonces menoscabada mi reputación, asociada con personas de esa clase?

Aunque hablaba despacio y con calma, Snorri había abandonado el tono cortés de antes, dejando aflorar cierta dureza, para que Thorleif mantuviera el respeto pese a su rabia.

Falcón se acercó, sorteando el gran fuego y rozando las rodillas de los que charlaban y bebían sentados en los bancos.

—El
handsal
de Ulfar y vuestros derechos darán pie a una reñida disputa. Por una parte hay
arfskot
, pero por la otra hay una transferencia legal de tierra. Arnkel tiene cierto margen en eso y lo aprovechará. Para él será más sencillo cuando pueda dar a entender que vosotros cedisteis vuestros derechos al estar presentes por voluntad propia en la ceremonia.

La mirada del
gothi
era implacable. Para él era evidente que Thorleif no tenía ni de lejos la astucia de su padre. Thorbrand nunca se habría dejado engañar de esa manera, y así lo dijo Snorri, no por malicia, sino para ver la reacción de Thorleif.

«Sí, efectivamente —pensó—. Rabia, pero también preocupación y falta de aplomo.»

Thorbrand todavía ejercía pues una gran influencia sobre sus hijos, dedujo Snorri. Aquel era un detalle que tener en cuenta. Thorleif era una buena persona, pero se había dejado burlar y era posible que volviera a hacerlo.

A Snorri le tenía preocupado el
gothi
Arnkel. Aquel hombre le complicaba la vida, pensó. En su alma había una locura que lo volvía imprevisible. Así había sido desde que Einar Gufurd cayó a manos del Cojo, muchos años atrás.

Einar había sido uno de los antiguos líderes que participaron en la Apropiación de la Tierra, el Landnam que tuvo lugar una generación atrás, junto con el padre del
gothi
Snorri y Thorbrand. A la recién descubierta isla llegaron, procedentes de Noruega, familias enteras que se dispersaron por los fiordos y zonas costeras de Islandia en una oleada de migración, como paja diseminada por la brisa. Ante sí tenían una vasta tierra a su disposición, sin reyes ni señores que la reclamaran como propia y exigieran impuestos a un hombre solo por vivir.

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