–¿Alguien listo se burlaría de mí si te pregunto en qué piensas?
–He estado… -Se interrumpe, luego continúa lentamente-. He estado pensando en lo terrible que fue cuando perdí la virginidad. – Hace una pausa-. Llevo pensando en eso todo el día.
–Normalmente eso se piensa cuando la pierdes con un camión ero. – Una larga y odiosa pausa. Me doy la vuelta-. Fue una estupidez, perdona. – Me apetece volver a tocarle pero en lugar de eso doy un trago al Chardonnay.
–¿Qué es lo que te hace tan jodidamente perfecta? – Entrecierra los ojos, aprieta la mandíbula. Se levanta, se agacha, agarra la sábana, entra en el dormitorio. Salgo de la bañera y me seco y, un poco borracha, entro desnuda en la habitación, agarrando la botella de vino y mi copa, y me meto con él debajo de la sábana. Cambia de canal. No sé por qué está aquí Danny ni dónde nos conocimos y está tumbado a mi lado, desnudo, viendo vídeos.
–¿Sabe tu marido algo de esto? – pregunta, con un tono falso de diversión-. Dice que todavía no os habéis divorciado del todo. Dice que todavía no es tu ex.
Yo no me muevo, ni contesto, y durante unos momentos no veo ni a Danny ni a nada de lo que hay en la habitación.
–¿Qué dices?
Necesito otra copa de vino, pero me obligo a esperar unos cuantos minutos antes de servírmela. Otro vídeo. Danny tararea la canción. Recuerdo estar sentada dentro de un coche en el aparcamiento de la Galleria y a William cogiéndome la mano.
–¿Importa algo? – digo yo una vez que termina el vídeo. Cierro los ojos, haciendo como si no estuviera aquí. Cuando los abro, la habitación ya está a oscuras y miro a Danny y él sigue con la vista clavada en la televisión. En la pantalla hay una foto de Los Ángeles de noche. Una raya roja sobrevuela el paisaje de neón. Aparece el nombre de una emisora de radio de la ciudad.
–¿Todavía te gusta? – pregunta Danny.
–No, la verdad es que no. – Doy un sorbo al vino-. Y a ti, ¿te gusta él?
–¿Quién? ¿Tu marido?
–No -le digo yo-. Biff, Boff, Buff, como se llame.
–¿Qué?
–Que si te gusta -vuelvo a preguntar-. ¿Más que yo?
Danny no dice nada.
–No tienes que responder ahora mismo. – Podría haberlo dicho con más acritud pero me contengo-. Cuando te apetezca.
–No me preguntes esas cosas -dice él, con sus ojos gris azulado inexpresivos, medio cerrados-. No me preguntes esas cosas. No me las preguntes nunca.
–Es todo tan absurdo… -Suelto unas risitas.
–¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban la colina? – pregunta, bostezando.
–¿Qué?
Todavía suelto risitas, con los ojos cerrados.
–Ahí vienen los elefantes bajando las colinas.
–Creo que ya me lo habían contado. – Pienso en los largos dedos morenos de Danny y luego, con menos ganas, en donde le termina el moreno de la piel, donde le empieza otra vez, en sus labios que no sonríen.
–¿Qué dijo Tarzán cuando vio que los elefantes bajaban de la colina con unos impermeables puestos? – pregunta.
Termino el vino y pongo la copa en la mesilla de noche, junto a la botella vacía.
–¿Qué dijo?
–Ahí vienen los elefantes bajando de la colina con unos impermeables puestos. – Espera mi respuesta.
–¿Dijo eso? – pregunto al fin.
–¿ Qué dijo Tarzán cuando vio a los elefantes bajar de la colina con unas gafas de sol puestas?
–Me parece que no me apetece saberlo, Danny -digo yo, con la lengua espesa, volviendo a cerrar los ojos.
–Nada. No dijo nada -dice Danny, sin interés-. No los reconoció.
–¿Por qué me estás contando eso?
–No lo sé. – Pausa-. Para divertirme, supongo.
–¿Qué? – digo, aunque me patina la lengua-. ¿Qué dijiste?
–Para divertirme.
Me quedo dormida a su lado durante unos momentos y luego me despierto pero no abro los ojos. Respiro de modo regular, noto que dos o tres dedos se me deslizan por la pierna. Quedo perfectamente quieta, con los ojos cerrados, y Danny me toca, sin ningún calor en su tacto, y luego salta suavemente encima de mí y yo sigo quieta pero tengo que abrir los ojos porque estoy respirando toda agitada. En el momento en que los abro, se le pone blanda, se le baja. Cuando despierto en plena noche, se ha ido. Su encendedor, que parece una pistolita de oro, está en la mesilla de noche al lado de la botella de vino vacía y la copa y recuerdo que cuando me lo enseñó por primera vez pensé que iba a disparar de verdad y cuando no disparó sentí que mi vida se convertía en un anticlimax y le miré a los ojos, y su mirada lo volvió todo sin sentido, con aquellos ojos incapaces de recordar nada. Me hundí más profundamente en ellos hasta que me sentí cómoda.
A las once me despierta una música desde abajo. Me levanto rápidamente, me echo una bata por encima, bajo las escaleras, pero sólo es la muchacha, que limpia los cristales de las ventanas del estudio, mientras oye a Culture Club. Le digo
gracias
y miro por la ventana que está limpiando la muchacha y me fijo en que los dos hijos pequeños de la muchacha se están bañando en uno de los extremos de la pequeña piscina. Me visto y espero dando vueltas por la casa a que vuelva Danny. Salgo, miro el sitio donde estaba aparcado su coche, y luego busco con la vista al jardinero, que por algún motivo no ha aparecido en tres semanas.
Me reúno con Liz para almorzar en Beverly Hills y nada más pedir agua veo a William, que lleva una chaqueta sport de lino beige, unos pantalones blancos con pinzas y unas gafas de sol muy caras, parado junto a la barra. Se acerca a nuestra mesa. Me disculpo y voy a los servicios. William me sigue y yo me detengo a la puerta y le pregunto qué hace aquí y él dice que siempre viene a almorzar a este sitio y yo le digo que vaya coincidencia y él dice, admite, que a lo mejor había hablado con Liz, que a lo mejor ella le mencionó algo sobre que hoy iba a almorzar conmigo en Bistro Gardens. Le digo a William que no me apetece verle, que la separación había sido idea suya, que quien conoció a Linda fue él. William responde a mis acusaciones diciéndome que sólo quiere hablar y me coge de la mano y me la aprieta y yo me aparto y vuelvo a la mesa y me siento. William me sigue y se pone en cuclillas junto a mi silla y después de pedirme por tres veces que vaya a su casa con él para hablar y de que yo no diga nada se marcha y Liz murmura unas disculpas y de repente, inexplicablemente, siento tanta hambre que pido dos entrantes, una ensalada grande y una tarta de naranjas amargas, y me las como enseguida, vorazmente.
Después del almuerzo echo a caminar sin rumbo fijo por Rodeo Drive y entro en Gucci, donde estoy a punto de comprarle una cartera a Danny, y luego salgo de Gucci y me apoyo en una de las columnas doradas del exterior de la tienda bajo un calor achicharrante y un helicóptero baja en picado y vuelve a elevarse y un Mercedes hace sonar el claxon en dirección a otro Mercedes y me acuerdo de que tengo que salir en la edición de las once de los jueves y me protejo los ojos del sol con la mano y me equivoco de aparcamiento y, después de recorrer otro bloque entero, recuerdo donde dejé el coche.
Salgo de la emisora después de que termine el noticiario de las cinco, diciéndole a Jerry que estaré de vuelta para el noticiario de las once, a eso de las diez y media, y que Cliff puede ocuparse de los adelantos y me subo al coche y salgo del aparcamiento de la emisora, y me encuentro circulando en dirección al aeropuerto de Los Ángeles. Aparco y me dirijo a la terminal de American Airlines y voy a la cafetería, asegurándome de que hay una mesa libre junto a la ventana, y pido café y contemplo cómo despegan los aviones, echando ocasionalmente una ojeada a un ejemplar de
L.A.
Weekly
que traje conmigo del coche, y luego esnifo un poco de la cocaína que me dio Simón esta tarde y me entra diarrea y luego recorro el aeropuerto y espero que me siga alguien y camino de una terminal a otra, mirando por encima del hombro con expectación, y dejo la terminal de American Airlines y me dirijo al aparcamiento y me acerco a mi coche, cuyos cristales están ahumados, y los limpiaparabrisas siguen arrancados, y tengo la sensación de que hay alguien esperando, agazapado en el asiento de atrás, y me acerco más al coche, miro dentro, y no tengo total certeza, pero estoy casi segura de que no hay nadie dentro y me subo y salgo del aeropuerto y paso junto a los moteles de uno y otro lado del Century Boulevard, que lleva al aeropuerto. Siento la tentación, brevemente, de entrar en uno de ellos, sólo para tener la pasajera sensación de estar en otra parte, y las Go-Go's cantan
Head Over Heels
por la radio y desde el aeropuerto conduzco a West Hollywood y me encuentro en un cine de reestreno del Beverly Boulevard donde ponen una antigua película de Robert Altman y aparco el Jaguar, saco la entrada y entro en la pequeña y vacía sala bañada por una luz roja, y me siento sola, delante, y hojeo el
L.A.
Weekly
y el cine está en silencio si se exceptúa un álbum de los Eagles que suena en alguna parte y alguien enciende un canuto y el dulzón e intenso olor a marihuana me distrae del
L.A. Weekly,
que se me cae al suelo después de ver un anuncio del Danny's Okie Dog, un despacho de perritos calientes de Santa Barbara Boulevard, y las luces se apagan y alguien bosteza detrás y los Eagles dejan de oírse, se levanta un telón deslucido y después de terminar la película salgo y me subo al coche y cuando el coche se detiene delante de un bar gay de Santa Monica decido no ir a la emisora para el noticiario de las once y vuelvo a arrancar y me alejo del bar y paso junto a dos jóvenes que se gritan algo uno al otro a la puerta.
Canter's. Entro en la enorme tienda de alimentos precocinados iluminada por fluorescentes para conseguir algo de comer y comprar un paquete de tabaco y así tener algo que hacer con las manos, pues echo en falta el
L.A.
Weekly
que se me cayó al suelo en el cine de reestreno. Me siento a una mesa junto a la ventana y examino el paquete de Benson Hedges, luego miro por la ventana y veo que los semáforos cambian del rojo al verde al amarillo al rojo y que nadie pasa por el cruce y que las luces siguen cambiando y pido un sandwich y una Coca Light y sigue sin pasar nadie, ni coches ni personas, no pasa nadie por el cruce durante veinte minutos. Me traen el sandwich y lo miro sin interés.
Un grupo de punkies se sienta en una mesa de enfrente de la mía y no dejan de mirarme, susurrando. Una de las chicas, que lleva un viejo vestido negro y el pelo muy corto y en punta, teñido de rojo, le da un codazo al chico que tiene al lado y el chico, probablemente distraído, alto y desgarbado, que lleva el pelo a lo mohicano, me mira y se levanta y se dirige a mi mesa. De repente, los punkies quedan en silencio y miran al chico, expectantes.
–¿No sale usted en los noticiarios o algo así? – pregunta en un tono de voz tan alto que me sobresalta.
–Sí.
–Es usted Cheryl Laine, ¿verdad? – pregunta.
–Sí. – Levanto la vista, tratando de sonreír-. Quisiera encender un pitillo, pero no tengo fuego.
El chico me mira, hace un breve gesto de impotencia ante lo que he dicho, pero se recupera y dice:
–No tengo fuego pero, oiga, ¿podría firmarme un autógrafo? – Me mira descontrolado y añade-: Soy un gran admirador suyo. – Agarra una servilleta de papel y se rasca la cabeza-. Es usted mi presentadora favorita.
Los punkies se ríen histéricamente. La chica con el pelo rojo en punta se tapa la cara con unas manos menudas y da patadas en el suelo.
–Claro -digo yo, humillada-. ¿Tienes algo con qué escribir?
El chico se vuelve y grita:
–Oye, David, ¿tienes algo con qué escribir?
David niega con la cabeza, con los ojos cerrados y la cara contraída por la risa.
–Creo que tengo yo -digo, abriendo mi bolso. Saco una pluma y él me tiende la servilleta de papel-. ¿Qué quieres que ponga?
El chico me mira inexpresivo y luego mira hacia la otra mesa y empieza a reírse y se encoge de hombros. – No sé.
–Bien, ¿cómo te llamas? – pregunto, apretando la pluma con tanta fuerza que temo partirla.
–Spaz. – Se vuelve a rascar su pelo a lo mohicano.
–¿Spaz?
–Sí. Con una ese.
Yo escribo: «Para Spaz, con mis mejores deseos, Cheryl Laine.»
–Oye, muchísimas gracias, Cheryl -dice Spaz.
Vuelve a la mesa donde se ríen los punkies, ahora con más fuerza. Una de las chicas le quita el autógrafo a Spaz y lo mira y se ríe, enterrando la cabeza entre las manos y volviendo a patear el suelo.
Dejo con mucho cuidado un billete de veinte dólares encima de la mesa y tomo un sorbo de Coca Light y luego intento levantarme de la mesa sin llamar la atención y me dirijo a los servicios. Los punkies gritan:
–Hasta luego, Cheryl -y se ríen todavía con más ganas.
Una vez en el servicio de señoras me encierro en un retrete y me apoyo en una puerta que está llena de grafitis mexicanos y contengo la respiración. Encuentro el encendedor de Danny en el fondo del bolso y enciendo un pitillo pero me sabe amargo y lo arrojo en la taza del retrete y luego vuelvo a atravesar Canter's, que está casi vacío, evitando la mesa de los punkies, y luego estoy dentro de mi coche mirando mi reflejo en el retrovisor: ojos enrojecidos, una mancha negra en la barbilla, que trato de quitarme. Arranco el coche, dirigiéndome hacia una cabina telefónica de Sunset. Aparco el coche, dejando el motor en marcha, la radio encendida, y marco mi número y me quedo dentro de la cabina a la espera de que conteste alguien y el teléfono suena y suena y cuelgo y vuelvo al coche y arranco en busca de un café o una estación de servicio porque necesito utilizar el servicio pero todo parece cerrado y me dirijo al Hollywood Boulevard, buscando un cine, y por fin termino de vuelta a Sunset y conduciendo hacia Brentwood.
Llamo con los nudillos a la puerta de William. Le lleva un tiempo acudir. Pregunta:
–¿Quién es?
Yo no digo nada, me limito a volver a llamar con los nudillos.
–¿Quién es? – pregunta él. Parece preocupado.
–Soy yo -digo, y luego-: Cheryl.
Hace girar la cerradura y abre la puerta. Lleva puesto un traje de baño Polo y una camiseta que tiene escrito CALIFORNIA en brillantes letras azules, una camiseta que le compré yo el año pasado, y lleva puestas las gafas y no parece sorprendido de verme a su puerta.
–Estaba a punto de meterme en el Jacuzzi -dice William.