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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (23 page)

BOOK: Los confidentes
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Me levanto, tomo las vitaminas, hago ejercicio con pesas mientras oigo un CD de Madonna, tomo una ducha, me examino el pelo, rubio y abundante, y se me ocurre que debería llamar a Attila, mi peluquero, y concertar una cita para mañana por la tarde y luego llamo y le dejo un mensaje. Ha venido la asistenta y ha limpiado, que es lo que debe hacer, y le he especificado que si alguna vez intenta abrir mi ataúd cogeré a sus dos hijos pequeños y los convertiré en tostadas humanas con lechuga y salsa y me los comeré,
muchas gracias.
Me visto: Levi's, mocasines sin calcetines, una camiseta blanca de Maxfield's, un chaleco Armani.

Voy en coche al Sun 'n' Fun, un salón de rayos UVA abierto las veinticuatro horas, en Woodman, y me doy una sesión de diez minutos, luego me dirijo a Hollywood puede que a ver a Dirk, que se dedica fundamentalmente a los chicos guapos, a los chaperos de Santa Mónica, en bares y gimnasios. Le gustan las sierras mecánicas, que están muy bien si tienes un sitio insonorizado como lo tiene Dirk. Paso junto a un callejón, cuatro aparcamientos, un 7-Eleven, numerosos coches de la policía.

Es una noche cálida y llevo el techo abierto y la radio muy alta. Me detengo en Tower Records y compro un par de cintas, luego entro en el Hughes que está abierto las veinticuatro horas en la esquina de Beverly con Doheny y compro muchos filetes por si la semana que viene no me apetece salir porque la carne cruda está bien aunque el jugo sea demasiado líquido y no lo bastante salado. La chica gorda de la caja coquetea conmigo mientras relleno un cheque de setecientos cuarenta dólares, sólo he comprado solomillo. Paso por un par de clubs, locales donde entro gratis o conozco a los porteros, echo un ojo al ambiente, luego ando un poco más en coche. Pienso en la chica que me ligué en Powertools, en el modo en que la llevé en coche a una parada de autobús de Ventura Boulevard, y la dejé allí, esperando que no se acuerde. Paso en coche delante de una tienda de artículos deportivos y pienso en lo que le pasó a Roderick y me estremezco, siento náuseas. Pero tomo un Valium y enseguida me siento bastante bien, y paso delante del mural de Sunset que dice DESAPAREZCA AQUÍ y en un semáforo en rojo en el que estamos parados les guiño el ojo a dos chicas rubias, las dos con walkman, que van en un 450SL descapotable, y les sonrío y ellas sueltan unas risitas y yo me pongo a seguirlas por Sunset, pensando en detenerme y a lo mejor tomar un sushi con ellas, y estoy a punto de proponerles que se detengan cuando de repente veo aparecer ese rótulo del drugstore Thrifty, con la enorme
t
minúscula de neón azul que se enciende y se apaga, por encima de edificios y murales, y la Luna está muy baja, justo encima, y me voy acercando a ella, y me siento débil y hago un giro totalmente ilegal cambiando de sentido y todavía me siento como enfermo pero algo mejor cuanto más me alejo de la Luna, con el espejo retrovisor bajado, y me dirijo a casa de Dirk.

Dirk vive en una casa enorme de viejo estilo español que construyeron hace mucho tiempo en las colinas; entro por la puerta de atrás y me dirijo a la cocina. Oigo la tele atronando arriba. Hay dos sierras para metal en un fregadero lleno de agua color rosa y unas cervezas y sonrío para mí mismo, hambriento. Siempre que oigo en las noticias que encontraron muerto cerca de la playa a un joven, o a parte de su cuerpo, un brazo o una pierna o un torso, metido en una bolsa cerca del paso subterráneo de la autopista, tengo que susurrarme «Dirk». Saco dos Coronitas de la nevera y subo a su habitación, que tiene la puerta abierta y está a oscuras. Dirk está sentado en el sofá, con una camiseta de PHIL COLLINS y vaqueros, un
sombrero
en la cabeza y hecho un brazo de mar, viendo
Chicos malos
en el vídeo, liando un canuto y con aspecto de estar ahíto; una toalla ensangrentada en el rincón.

–Hola, Dirk -digo.

–Hola, colega. – Se vuelve.

–¿Pasa algo?

–Nada. ¿Y a ti?

–Se me ocurrió pasar por aquí, a ver cómo van las cosas. – Le tiendo una de las Coronitas. La abre. Me siento a su lado, abro la mía, tiro la chapa encima de la toalla ensangrentada, debajo de un poster de las Go-Go's y de un estéreo nuevo. Un montón de huesos mancha el fieltro de una mesa de billar, debajo de ella hay un revoltijo de calzoncillos mojados, salpicados con puntos violeta y negros y rojos.

–Gracias, tío. – Dirk toma un trago-. Oye… -sonríe-, ¿qué es algo marrón y lleno de telas de araña?

–El ojo del culo de un etíope -digo yo.

–Muy bien. – Intercambiamos una palmada.

En el patio, una bolsa con carne, pesada debido a la sangre, cuelga de una viga de madera y las moscas revolotean alrededor, y cuando gotea se dispersan y luego se vuelven a agrupar. Debajo han puesto luces de Navidad en torno a un gran espinardo rodante. Un murciélago rubio bate las alas, y se pone cómodo en las vigas de encima de la bolsa de carne y las moscas.

–¿Quién es? – pregunto.

–Es Andre.

–Hola, Andre. – Le saludo con la mano.

El murciélago contesta con un chillido.

–Andre tiene resaca -Dirk bosteza.

–Las drogas.

–Es que cuesta mucho tiempo sacarle a alguien el cráneo por la boca -dice Dirk.

–Eso parece. – Asiento con la cabeza-. ¿Tienes alka-seltzer?

–¿Quieres?

–Bonito tucán -digo, fijándome en un pájaro comatoso metido en una jaula que cuelga cerca de las puertas que llevan a la terraza-. ¿Cómo se llama?

–Bok Choy -dice Dirk-. Oye, si vas a por ese alka-seltzer prepárame una mimosa, ¿quieres?

–Dios santo -susurro-. La de cosas que ha visto este tucán.

–El tucán no se entera -dice Dirk.

Hay bolsas para cuerpos junto al Jacuzzi, unas velas encendidas rodean el agua humeante, un recuerdo de los parientes que no estarán tan angustiados como deberían estar, una prueba que no pasarán.

Bajo la escalera, encuentro el alka-seltzer, le preparo una mimosa a Dirk, luego vemos una película, tomamos más cerveza, hojeamos unos ejemplares de GQ,
Vanity Fair, True Life Atrocities,
fumamos hash, y es entonces cuando huelo la sangre, un olor procedente de la habitación de al lado.

–Creo que tengo síndrome de carencia -digo-. Creo que me voy a volver loco.

Dirk rebobina la película y empezamos a verla otra vez. Pero no consigo concentrarme. Pegan sin parar a Sean Penn y yo cada vez tengo más hambre pero no digo nada y luego termina la película y Dirk cambia al canal de la HBO, donde ponen
Chicos malos,
de modo que nos ponemos a verla otra vez y fumamos algo más de hash y por fin me tengo que levantar y paseo por la habitación.

–Marsha está con uno de los Beach Boys -dice Dirk-. Me llamó Walter.

–Sí -digo yo-. Estuve cenando con Miranda en el Ivy la otra noche. ¿No te parece increíble?

–Es fabuloso. Y lo entiendo. – Se encoge de hombros-. No he llamado a Marsha desde… -Se interrumpe, piensa en algo, dice, dubitativo-: Desde lo de Roderick. – Cambia de canal, luego vuelve al mismo.

Ya nadie menciona demasiado a Roderick. El año pasado, al parecer, Marsha y Dirk iban a cenar con Roderick a Chinois y cuando se pasaron por su casa de Brentwood encontraron en el fondo de la piscina vacía de Roderick un estaca de madera (que en realidad era un bate de béisbol Wilson 5 que alguien había afilado toscamente), en el cemento cerca del desagüe, que estaba todo arañado (Roderick presumía de sus garras, en las que se hacía la manicura), y arena gris-negruzca y polvo y montones de ceniza estaban esparcidos en una esquina. Marsha y Dirk habían cogido la estaca, que estaba impregnada de salsa de ajo Lawry, y la quemaron en la casa vacía de Roderick y nadie ha visto a Roderick desde entonces.

–Lo siento, tío -dice Dirk-. Eso me mete el miedo en el cuerpo.

–Venga, colega, no hablemos de eso -digo yo.

–Como quiera, profesor. – Dirk imita a Félix el Gato, se pone sus Wayfarer y sonríe.

Ahora paseo por la habitación a oscuras, llegan gritos procedentes de la tele, avanzo hacia la puerta, el olor es rico y muy intenso, y respiro nuevamente a fondo y es dulce también y decididamente masculino. Espero que él me ofrezca algo pero no quiero comportarme como un ansioso y me apoyo en la pared y Dirk habla de conseguir unas cervezas en Cedars y yo avanzo hacia la puerta, pasando por encima de la toalla empapada de sangre, tratando de abrirla como quien no quiere la cosa.

–No abras esa puerta, colega -dice Dirk, en voz baja, con las gafas de sol todavía puestas-. No entres ahí.

Aparto la mano muy deprisa, me la meto en el bolsillo, haciendo como si nunca hubiera intentado abrir la puerta, silbo una canción de Billy Idol que no me puedo quitar de la cabeza.

–No iba a entrar ahí, colega. Tranquilo.

Dirk asiente lentamente, se quita el
sombrero,
cambia a otro canal, luego de nuevo a
Chicos malos.
Suspira y se quita algo de una de sus botas de vaquero.

–Todavía no está muerto.

–No, no, si lo entiendo, colega -le digo-. No te preocupes.

Bajo la escalera, traigo más cervezas, y fumamos más hash, contamos más chistes, uno sobre un oso koala y otro sobre negros, otro sobre un accidente de aviación, y luego vemos el resto de la película, prácticamente sin hablar, con largas pausas entre las frases, incluso entre las palabras, salen los títulos de crédito y Dirk se quita las gafas de sol, luego se las vuelve a poner, y yo estoy muy colocado. Él me mira y dice:

–Ally Sheedy queda muy guapo cuando le pegan -y luego ahí fuera, como en un rito, empieza una tormenta.

Estoy en Phases, en Studio City, y se hace tarde y estoy con una chica de pelo rubio largo que puede que tenga veinte años a la que vi por primera vez bailando
Material
Girl
con un idiota y está aburrida y está conmigo y yo estoy aburrido y quiero irme de aquí y terminamos nuestras copas y vamos a mi coche y nos subimos y yo estoy algo borracho y no enciendo la radio y el coche está en silencio cuando la chica baja su ventanilla y Ventura está tan desierto que todo sigue en silencio, si se exceptúa el aire acondicionado, y ella no dice ni palabra sobre lo bonito que es mi coche y finalmente le pregunto a la muy puta, mientras abro tontamente el techo para impresionarla, al acercarnos a Encino:

–¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? – y saco un Marlboro de mi chaqueta, empujo el encendedor, sonriendo.

–Todos -dice ella.

Detengo el coche en el arcén de la carretera, los neumáticos chirrían, y paro el motor. Quedo allí sentado, esperando. De algún modo se ha encendido la radio y suena una canción pero no sé de qué canción se trata y salta el encendedor. Me tiembla la mano y miro fijamente a la chica, apartándome, con el pitillo todavía en la mano. Creo que pregunta qué pasa pero yo ni siquiera la oigo y trato de calmarme y estoy a punto de seguir hacia Ventura pero entonces tengo que parar y mirar una vez más a la chica que, aburrida, pregunta que qué estoy haciendo y yo la sigo mirando y luego, muy despacio, con el pitillo todavía en la mano, vuelvo a empujar el encendedor, espero hasta que se calienta, salta, enciendo el pitillo, suelto el humo mirándola, me aparto, y luego le pregunto con mucha tranquilidad, desconfiadamente, puede que un poco confuso.

–Vale -respiro a fondo-. ¿Cuántos etíopes entran en un Volkswagen? – No respiro hasta que la oigo contestar. Me fijo en un espinardo rodante que sale de algún sitio y oigo que roza el parachoques del Porsche.

–Ya te dije que todos -dice la chica-. ¿Vamos a tu casa o qué?

Me recuesto en el asiento, fumo un poco más, y pregunto:

–¿Cuántos años tienes?

–Veinte.

–No. De verdad -digo yo-. Venga. Quedará entre nosotros. Y ahora estamos solos. No soy policía. Dime la verdad. No tendrás el menor problema si me dices la verdad.

Piensa en ello, luego pregunta:

–¿Me darás un gramo?

–Medio.

Enciende un canuto que confundo con un pitillo y dirige el humo hacia el techo y dice:

–Vale. Tengo catorce. Tengo catorce. ¿Qué te parece? – Me ofrece el canuto.

–No -digo, sin cogerlo.

La chica se encoge de hombros.

–Sí -dice. Otra calada.

–No -vuelvo a decir yo.

–Sí. Tengo catorce. Celebré mi
bar-mitzvah
en el Beverly Hills Hotel y fue terrible y cumpliré quince en octubre -dice, aspirando humo.

–¿Cómo te las arreglaste para entrar en el club?

–Con un carné de identidad falso. – Busca en su bolso.

–¿Confundes Hello Kitty con Louis Vuitton? – murmuro en voz alta, agarrando su bolso y oliéndolo.

Ella me enseña el falso carné de identidad.

–Adivina quién lo hizo, genio.

–¿Cómo sé yo que es falso? – pregunto-. ¿Cómo sé yo que no me estás engañando?

–Examínalo con cuidado. Sí. Nací hace veinte años, en 1964, muy bien. – Se ríe.

Se lo devuelvo.

Luego vuelvo a arrancar el coche y mirándola todavía enfilo Ventura Boulevard y me dirijo hacia la oscuridad de Encino.

–Todos. – Me estremezco-. Fiú.

–¿Dónde está mi gramo? – pregunta ella entonces-. Oh, mira, rebajas en Robinson's.

Enciendo otro pitillo.

–Normalmente no fumo -le digo-. Pero tú me afectas de un modo raro.

–No deberías fumar. – Bosteza-. Esas cosas matan. Por lo menos eso es lo que siempre decía mi odiosa madre.

–¿La mataron los pitillos a ella? – pregunto.

–No, la degolló un maniaco -dice-. No fumaba. – Pausa-. Me han criado unos mexicanos. – Otra pausa-. Deja que te diga una cosa, no lo estoy pasando demasiado bien.

–¿No? – Sonrío macabramente-. ¿Crees que me van a matar los pitillos?

Da otra calada a su canuto y lo termina y entro en mi garaje y luego nos dirigimos al dormitorio y todo se acelera, está claro adonde lleva la noche, y ella examina la casa y pide un vodka doble con hielo. Le digo que hay cerveza en la nevera y que, joder, la coja ella misma. Suelta una especie de silbido y se dirige a la cocina, murmurando:

–Dios santo, mi padre era más educado.

–No puedes tener catorce años -digo yo-. Para nada. – Me quito la corbata y la chaqueta, y de una patada tiro los mocasines.

La chica vuelve con una Coronita en una mano y un canuto nuevo en la otra. Va demasiado maquillada y lleva unos espantosos pantalones vaqueros blancos Guess, pero tiene pinta de artificial, como la mayoría de las chicas.

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