–¿Cómo cojones lo voy a saber?
–Bien, colega -se ríe-, será mejor que le encuentres. – Me mira y dice-: ¿Sabes por qué?
–No. ¿Por qué?
–¿De verdad que lo quieres saber?
–Sí. Dije que quería saber por qué -digo-. Venga, tío, no seas tímido. He pasado una semana espantosa. Podemos ser amigos si…
–Te diré por qué. – Me interrumpe dramáticamente y, en una voz muy baja a la que empiezo a acostumbrarme, dice-: Porque Peter está… -Se interrumpe, luego-: Está -y otra pausa, luego-: Metido en la mierda hasta el cuello.
–¿Es eso verdad? ¿Sí? – pregunto como quien no quiere la cosa.
–Sí, es verdad -dice el tipo bronceado-.
Señor.
–Sí, bien, le diré que apareciste por aquí y todo eso. – Abro la puerta para que salga y pasa junto a mí-. Y no soy mexicano.
–Sólo es un aviso -dice el tipo-. Volveré y si Peter no tiene eso, daos todos por muertos. – Me mira fijamente durante mucho tiempo este chico de dieciocho, diecinueve años, labios gruesos y rasgos inexpresivos que son tan comunes que no seré capaz de recordarlos, ni podré hablarle a Peter de alguna característica especial.
–¿Sí? – Me atraganto, cerrando la puerta-. ¿Qué vas a hacer? ¿Pegarnos una paliza de muerte?
Él sonríe de modo amable mientras cierro dando un portazo.
Me quedo en casa esperando a que aparezcan Peter o Mary y ni siquiera sé si van a aparecer y ni siquiera estoy seguro de lo que es «eso» de lo que hablaba el surfista, y me siento en el sofá mirando la calle por la ventana sin ver nada. Ni siquiera puedo pensar en que Peter vino y lo jodió todo, porque para empezar ya estaba jodido todo y si Peter no aparece esta semana se habría jodido la siguiente o el año que viene y al final resulta difícil pensar que suponga alguna diferencia porque uno siempre sabe qué va a pasar y por eso se queda sentado mirando por la ventana esperando a que entren Peter y Mary para rendirse.
Les hablo del surfista que vino.
Peter pasea por el apartamento.
–Creo que la he cagado o algo.
Mary empieza a decir:
–Te lo dije, te lo dije.
–Vete a la mierda -le dice Peter-. Tenemos que largarnos de aquí enseguida.
Mary está llorando.
–Yo no tengo nada que llevarme -le digo a Peter. Miro cómo pasea nervioso.
Mary va a la habitación del fondo, se deja caer en el colchón, se mete una mano en la boca, se la muerde.
–¿Qué cojones estás haciendo? – grita Peter.
–Yéndome a la mierda -dice ella sollozando, retorciéndose en el colchón.
Mientras ella sigue allí Peter se me acerca y busca en su bolsillo de atrás y me tiende una navaja automática y yo pregunto:
–¿Para qué es, colega?
–Para el niño.
Me había olvidado del niño y miro hacia la puerta del cuarto de baño, sintiéndome cansado.
–Si dejamos libre al niño -dice Peter-, le encontrará alguien y se lo contará y la habremos jodido.
–Podemos dejarle morir de hambre -susurro, mirando la navaja.
–No, tío, no -dice Peter, poniéndome la navaja en la mano.
La aprieto y se abre con un clic y tiene un aspecto espantoso, larga, pesada.
–Está tan jodidamente afilada -digo mirando la hoja, y luego miro a Peter para que me dé instrucciones y él aparta la vista.
–A esto tenemos que llegar, tío -dice.
Nos quedamos allí durante no sé cuánto tiempo y cuando empiezo a decir algo, Peter dice:
–Hazlo.
Le agarro y, estrechándole, le digo:
–Pero yo no protesto, ¿ves?
Me dirijo a la puerta del cuarto de baño y Mary me ve y corre, cojeando hacia mí, pero Peter le pega un par de veces, tumbándola de espaldas, y yo entro en el cuarto de baño.
El niño es pálido y guapo y parece débil y ve la navaja y se pone a llorar y escurre el cuerpo, tratando de escapar, yo no lo quiero hacer con la luz encendida de modo que la apago y trato de acuchillar al niño a oscuras pero me asusta mucho pensar en darle puñaladas a oscuras, de modo que enciendo la luz y me pongo de rodillas y hundo la navaja en su estómago, pero no lo bastante fuerte, conque se la hundo otra vez con más fuerza y él arquea la espalda y yo le vuelvo a apuñalar, tratando de desgarrarle pero el chico sigue sacando el estómago como si no lo pudiera evitar y yo le sigo apuñalando el estómago y luego el pecho pero la navaja se atasca en los huesos y el niño no muere de modo que trato de degollarle pero él baja el cuello y termino haciéndole un corte en la barbilla, abriéndosela, y por fin le agarro por el pelo y le echo la cabeza atrás y él todavía llora y sigue arqueando la espalda, tratando de liberarse, manchando de sangre toda la bañera debido a las heridas superficiales y Mary grita en el cuarto de estar y yo hundo la navaja en la garganta del niño, abriéndosela, y abre mucho los ojos y un gran surtidor de sangre caliente me golpea en la cara y noto su sabor y me limpio los ojos con la mano que todavía sujeta la navaja y la sangre brota por todas partes y al niño le lleva mucho tiempo dejar de moverse y yo estoy de rodillas, lleno de sangre, en parte púrpura, más oscura que las demás, y el niño se mueve con unos espasmos tranquilos y ya no llegan sonidos del cuarto de estar, sólo se oye el sonido de la sangre que entra en el desagüe de la bañera, y poco después entra Peter y me seca y susurra:
–Todo saldrá bien, tío, nos vamos al desierto, tío, todo irá bien, tío, chiss.
Y nos subimos a la furgoneta y nos alejamos del apartamento, de Van Nuys, y convenzo a Peter de que estoy bien.
Peter detiene la furgoneta en el aparcamiento de un Taco Bell del valle y Mary se queda al fondo de la furgoneta porque tiene temblores, y Peter es duro con ella cuando le dice que se calle y ella se encoge como un niño, arañándose la cara.
–Ha perdido la cabeza -dice Peter, mientras le pega un par de veces para que se calle.
–Y tú que lo digas -le digo.
Ahora estarnos sentados en una mesita debajo de una sombrilla rota y hace calor y mis pantalones con peto están empapados de sangre, y hacen ruido cada vez que muevo los brazos, me levanto, me siento.
–¿Sientes algo? – pregunta Peter.
–¿Cómo qué?
Peter me mira, piensa en algo, se encoge de hombros.
–En realidad no necesitábamos cepillarnos a ese chico -murmuro.
–No. No tenías por qué hacerlo -dice Peter.
–Me contaron que hiciste algo horrible en el desierto, tío.
Peter está comiendo un burrito y dice:
–Estoy pensando en Las Vegas. – Se encoge de hombros-. ¿Qué es eso tan horrible?
Miro el taco que me compró.
–No lo encontrará nadie -dice, con la boca llena.
–Hiciste algo horrible -digo-. Me lo contó Mary.
–¿Algo horrible? – pregunta, confuso, sin fingir.
–Eso es lo que me contó Mary. – Me estremezco.
–Define «horrible» -dice, terminando el burrito muy deprisa, y luego, una vez más-: Las Vegas.
Agarro el taco y me lo voy a comer cuando veo sangre en mi mano y dejo el taco y me la quito y Peter come parte de mi taco y yo como algo y él lo termina y nos subimos a la furgoneta y nos largamos al desierto.
EN LA PLAYA
–Imagina cómo sueña un ciego -dice.
Yo estoy sentado junto a ella en la playa de Malibú, y aunque se está haciendo tarde de verdad los dos tenemos puestas las Wayfarer y aunque llevo tumbado al sol, en la playa, junto a ella, desde las doce del mediodía (ella ha estado en la playa desde las ocho), todavía tengo algo así como resaca debido a la fiesta a la que fuimos ayer por la noche. No consigo recordar la fiesta demasiado bien pero creo que fue en Santa Mónica, aunque podría haber sido más lejos, a lo mejor en Venice. Las únicas cosas que se me pasan por la cabeza son tres depósitos de óxido nitroso en una terraza, el estar sentado en el suelo junto al estéreo, a Wang Chung sonando, una botella de Cuervo Gold en la mano, un mar de peludas piernas bronceadas, alguien diciendo a gritos «Vamos a Spago, vamos a Spago» con una falsa voz aguda, una y otra vez.
Suspiro, no digo nada, me estremezco un poco y le doy la vuelta a la cinta de los Cars. Distingo a Mona y a Griffin en la playa, más abajo, caminando lentamente por la orilla. Ya ha oscurecido excesivamente para llevar puestas las gafas de sol. Me las quito. La vuelvo a mirar. La peluca ya no está ladeada, la enderezó mientras yo tenía los ojos cerrados. Luego levanto la vista hacia la casa, luego vuelvo a mirar a Mona y a Griffin, que parece que se acercan aunque puede que no. Me apuesto diez dólares a que evitarán dirigirse hacia aquí. Ella no se mueve.
–Tú no puedes entenderlo, no puedes comprender el dolor -dice, pero sus labios apenas se mueven.
Vuelvo a mirar fijamente la playa, la puesta de sol rosa que va a la deriva. Trata de imaginar a una persona ciega soñando.
Me lo dijo por primera vez en el concierto.
Fui con ella y con Andrew, que iba con Mona, y teníamos a aquel extraño conductor de la limusina que se parecía a Anthony Geary, y yo y Andrew habíamos alquilado unos esmóquines que venían con unas pajaritas que eran demasiado grandes y tuvimos que pararnos en el Beverly Center a comprar unas nuevas y teníamos unos seis gramos que llevábamos Andrew y yo y un par de cajas metálicas de cigarrillos Djarum y ella parecía muy delgada cuando yo le sujeté con un alfiler el ramillete de flores al vestido, y sus manos, huesudas, temblaban cuando me sujetó con un alfiler una rosa en la manga. Muy colocado, evité sugerirle que la podría sujetar en otra parte. El concierto se celebraba en el Beverly Hills Hotel. Yo coqueteaba con Mona. Andrew coqueteaba conmigo. Nos detuvimos en el Polo Lounge y esnifamos coca en el cuarto de baño. Ella no dijo nada entonces. Fue más tarde, en la fiesta de después del concierto, en el yate de Michael Landon, después de que se nos terminase la coca, mientras salíamos de la cabina de abajo, cuando dijo que había un problema. Subimos a la cubierta de arriba y yo encendí un pitillo y ella no dijo nada más y yo no pregunté, porque la verdad es que no lo quería saber. La mañana era fría y todo parecía gris y triste y yo volví a casa muy salido, cansado, tenía la boca reseca.
Me pide, de hecho lo susurra, que quite a los Cars y ponga la cinta de Madonna. Hemos venido a la playa todos los días durante las tres últimas semanas. Es lo único que quiere hacer. Tumbarse en la playa, al sol, lejos de la casa de su madre. Su madre está rodando exteriores en Italia, luego en Nueva York, luego en Burbank. Yo he pasado las tres últimas semanas en Malibú con ella y con Mona y uno de los novios de Mona. Hoy le toca a Griffin, un playboy con mucho dinero y muy simpático y que es dueño de un club gay del oeste de Los Ángeles. Mona y sus novios a veces se quedan en la playa con nosotros pero no mucho. Desde luego, no tanto como ella.
–Pero si ni siquiera se pone morena -tuve que hacer notar una noche.
Mona abanicó una mano delante de mi cara, encendió velas, se ofreció a leerme la palma de la mano, se colocó mucho. Ella incluso parece más pálida cuando yo o Mona le echamos aceite solar por el cuerpo, que está empezando a parecer consumido de verdad, un bikini mínimo que ya empieza a sobrarle le cubre una carne que tiene el mismo color que la leche. Dejó de depilarse las piernas porque ya no tenía fuerzas y todos se niegan a depilárselas y los pelitos negros se notan demasiado, grasientos debido al aceite solar, y sobresaliéndole de las piernas.
–Antes era tremenda de verdad -le grité a Mona cuando estaba llenando una bolsa, disponiéndome a irme el domingo pasado. Alta (todavía parece alta, pero más que nada un esqueleto alto) y rubia (por alguna extraña razón ha comprado una peluca negra cuando se le empezó a caer el pelo) y su cuerpo era flexible, cuidadosamente musculado, aerobizado, y ahora en realidad parece una mierda. Y todos lo saben. Un amigo mío y suyo, Derf, de la USC, que vino el miércoles a follar con Mona, me dijo mientras enceraba su tabla de surf, señalando con la cabeza hacia ella, que estaba sola, en la misma posición, bajo el cielo nublado, sin sol:
–Tiene una pinta de mierda, colega.
–Pero se está muriendo -dije yo, comprendiendo adonde quería ir.
–Sí, pero sigue teniendo una pinta de mierda -dijo Derf, encerando la tabla mientras yo la miraba, asintiendo con la cabeza.
Saludo con la mano a Mona y Griffin cuando pasan cerca de vuelta a casa, luego miro el paquete de Benson Hedges mentolados que hay junto a ella, al lado de un cenicero de La Scala y el casete. Empezó a fumar cuando se enteró. Yo me tumbo en su cama viendo la MTV o algo en el vídeo y ella enciende pitillos sin parar, tratando de tragar el humo, con náuseas, o cerrando los ojos. A veces ni siquiera lo puede tragar. A veces deja el pitillo en el cenicero, que normalmente ya tiene cinco o seis pitillos aplastados sin fumar, y enciende otro. No puede soportarlo, el olor, la primera chupada, el encenderlo, pero quiere fumar. Las reservas de mesa en Trumps o en Ivy o en Morton's terminan inevitablemente con la indicación: «Sección de fumadores, por favor», y dice que ahora ya no importa, mirándome, como esperando a que yo diga algo pero sólo digo sí, sin perder la calma, espero. Conque lo enciende, da una chupada, tose, cierra los ojos, toma un pequeño sorbo de Coca Cola Light («No hay problema -protesta-. Que le den por el culo a la sacarina») que seguramente estaba caliente encima de su tocador. A veces se queda sentada allí durante dos horas y mira cómo se convierten en ceniza los pitillos y luego enciende otro y me dice que antes o después aprenderá o que ya se le quitarán las ganas, que eso me eliminaría cualquier fastidio, y veo que abre un nuevo paquete y Mona mira también y a veces lleva puestas las gafas de sol para que nadie se dé cuenta de que ha estado llorando y dice que el sol le molesta, o de noche dice que le molestan las luces de la casa, que por eso se pone las Wayfarer, o que le molesta el resplandor de la gran pantalla de la tele, que de todos modos miraba, que por eso le duelen los ojos, pero yo sé que está muy fastidiada, que ha llorado mucho.
No hay nada que hacer aparte de sentarse aquí al sol, en la playa. Ella no dice nada, apenas se mueve. Me apetece un pitillo pero aborrezco el mentol. Me pregunto si Mona ha dejado algo de costo. Ahora el sol está bajo, el océano se oscurece. Una noche de la semana pasada, mientras ella recibía tratamiento en Cedars, Mona y yo fuimos al Beverly Center, vimos una película mala y tomamos unas margaritas en el Hard Rock y luego volvimos a la casa de Malibú y follamos en el cuarto de estar, mirando el vapor que se alzaba del Jacuzzi durante lo que pudieran haber sido horas. Pasa un jinete a caballo por delante de nosotros y alguien le saluda con la mano pero el sol se pone detrás del jinete y tengo que entrecerrar los ojos para ver quién es y sigo sin saberlo. Estoy empezando a tener un fuerte dolor de cabeza, que sólo calmará el costo.