Ella se limita a mirarme sin expresión, como si no hubiera oído ni una palabra, luego se retoca los labios en el espejito de una polvera y me mira un poco más, me pregunta lo que significa la palabra «invisible».
Estoy completamente empeñado en llevarme a esta puta a mi casa de Encino y casi me empalmo mientras la espero cuando va al servicio de señoras y les dice a sus amigas que se marcha con el chico más guapo del local mientras yo sigo en la barra tomando vino tinto espumoso casi totalmente empalmado.
–¿Cómo se llama esto? – le pregunto al barman, un tipo de buen aspecto de mi edad, señalando la copa.
–Vino tinto espumoso -dice él.
–No me quiero emborrachar mucho -le digo mientras sirve otra ronda a un grupo de estudiantes-. Nada de eso. Esta noche no.
Me vuelvo y miro a toda esa gente que baila en la pista y creo que me he follado a la disc-jockey hace como un millón de años pero no estoy seguro y ha puesto una tremenda canción de
rap
negro y yo siento hambre y me quiero largar y entonces llega la chica, lista para que nos vayamos.
–Es el Porsche color antracita -le digo al aparcacoches y la chica queda impresionada-. Va a ser estupendo -digo-. Estoy muy salido -le digo, pero tratando de no parecer demasiado ansioso.
La chica pone una cinta de Bowie mientras nos dirigimos en coche hacia el Valley. Le cuento un chiste de etíopes.
–¿Qué es un etíope con semillas de sésamo en la cabeza?
–¿Qué es un etíope? – pregunta ella.
–Una hamburguesa de un cuarto de libra -digo-. Es que me parto de risa, de verdad.
Llegamos a Encino. Abro la puerta del garaje con el mando a distancia.
–Uau -dice ella-. Tienes una casa muy grande. – Y luego-: ¿Me llevarás a casa después?
–Sí, claro que sí -digo yo, abriendo una botella de fumé blanco-. Algunas chicas son estúpidas pero eso me gusta cuando folio.
Entramos en el dormitorio y la chica se pregunta dónde están los muebles.
–¿Dónde están los muebles? – se queja.
–Me los comí. Cierra la boca, ponte un esterilete y túmbate -murmuro, señalando hacia el cuarto de baño, y añado-: Luego te daré algo de coca -aunque no le digo qué significa luego, ni siquiera lo insinúo.
–¿Qué quieres decir? ¿Un esterilete?
–No querrás quedarte embarazada, ¿verdad? Terminarías pariendo algún espanto. Un monstruo. Una especie de bestia. ¿Eso es lo que quieres? – pregunto-. Dios santo, hasta el que te practicara el aborto perdería la cabeza.
La chica mira la cama y luego me mira a mí y luego trata de abrir la puerta de la otra habitación.
–Nada de eso. – Se lo impido-. Esa habitación no. – La empujo hacia la puerta del cuarto de baño. Ella me mira, haciendo como que está borracha, luego entra, cierra la puerta. De hecho la oigo tirarse un pedo.
Apago las luces y, con un Bic, enciendo las velas que compré ayer por la noche en la Pottery Barn. Me quito la ropa, tocándome, ya empalmado, me tumbo en la cama, esperando, muerto de hambre.
–Ven de una vez. Ven.
Se oye la cisterna del retrete, la chica utiliza el bidé y sale, con los zapatos en la mano, y parece sorprendida al encontrarme tumbado en la cama con una erección gigante, pero hace como si nada. No le apetece hacerlo, pero sabe que ya es demasiado tarde y eso me excita más y suelto unas risitas y ella se quita a ropa, preguntando:
–¿Dónde está la coca? ¿Dónde está la coca?
–Después, después -le digo, y la atraigo hacia mí.
A ella en realidad no le apetece follar de modo que trata de chupármela y yo dejo que lo haga durante un rato aunque no sienta nada, con que luego me pongo a follármela a fondo, mirándola a la cara cuando me corro, como siempre, y ella pierde la cabeza cuando ve mis ojos, negros y brillantes y ve los terribles dientes, la boca desgarradora (lo que Dirk piensa que parece «el ano de un pulpo»), y me desgañito encima de ella, el colchón debajo de nosotros se empapa con su sangre y ella también se pone a gritar y entonces le pego con fuerza, dándole puñetazos en la cara hasta que queda sin sentido y la llevo fuera, hasta la piscina, y junto a la luz que llega de debajo del agua y la Luna, esta noche, en Encino, le chupo la sangre.
Me reúno con Miranda en el Ivy de Robertson para cenar a última hora y ella tiene una pinta, dicho con sus propias palabras, «absolutamente fabulosa». Miranda es «cuarentona», lleva el pelo negro peinado liso hacia atrás, una mecha blanca cayéndole a un lado, un cutis moreno pálido, y unos pómulos altos y marcados, dientes del color del relámpago, y lleva puesto un original vestido de terciopelo de Lagerfeld, de Bergdorf Goodman, que compró cuando estuvo en Nueva York la semana pasada a pujar en Sotheby's por una botella de agua que al final subió a un millón de dólares y a asistir a una fiesta privada con objeto de recoger fondos para George Bush, que, según Miranda, está «arrasando».
–Aunque seas mayor que yo, unos veinte años o así, siempre pareces increíblemente joven -le digo-. Eres sin ninguna duda una de mis personas favoritas de Los Ángeles.
Esta noche estamos en el patio y hace calor y hablamos tranquilamente de que a Donald le utilizan de un modo bastante promiscuo en una serie de fotos sobre trajes de lino del número de agosto de GQ y que si uno mira con mucho cuidado al modelo que está junto a él se distinguen cuatro pequeños puntitos rojos en su cuello bronceado, en los que no se fijó el maquillador.
–Donald es perverso de verdad -dice Miranda.
Estoy de acuerdo y pregunto:
–¿Qué es algo superfluo? Chocolatinas de menta para etíopes después de cenar.
Miranda se ríe y dice que yo también soy perverso y se echa hacia atrás en su asiento, dando un sorbo a mi Stoli con lima, encantada.
–Oh, mira, ahí está Walter -dice Miranda, incorporándose un poco-. Walter, Walter -le llama, agitando la mano.
Yo desprecio a Walter -cincuentón, maricona, agente de ICM-, cuyo mayor logro, en algunos círculos, es que les chupó la sangre a todos los actores del Grupo de los Mocosos excepto a Emilio Estévez, que me dijo una noche en On the Rox que a él no le interesaba «lo de Drácula y mierdas así». Walter avanza hasta nuestra mesa, con un esmoquin de Versace absolutamente hortera, y habla del estreno de Paramount de esta noche y de que la película recaudará 110 millones de dólares sólo en el país y que se ligó a una de las estrellas de la película aunque la película sea una mierda, y coquetea sin ninguna vergüenza conmigo y yo no quedo nada impresionado. Se larga.
–Valiente mierdoso, un maricón total -murmuro yo… y luego sólo quedamos Miranda y yo.
–Cuéntame lo que has estado leyendo últimamente, cariño -pregunta ella, después de que nos traen unos filetes Nueva York muy poco hechos, sanguinolentos y
au jus,
y les hacemos los honores-. A propósito, esto es… -echa hacia atrás la cabeza, masticando- delicioso. – Y luego-: Oh, pero qué dolor de cabeza.
–A Tolstoi -miento-. Nunca leo. Es aburrido. ¿Y tú?
–Yo adoro absolutamente a Jackie Collins. Una porquería maravillosa -dice ella, mientras mastica, y una línea oscura de jugo se le desliza por la pálida barbilla cuando toma dos Advil, que traga con un poco de
au
jus.
Se limpia la barbilla y sonríe, pestañeando con rapidez.
–¿Cómo está Marsha? – digo, dando un sorbo de vino tinto espumoso.
–Todavía está en Malibú con… -y ahora Miranda baja la voz y menciona a uno de los Beach Boys.
–No puede ser, colega -exclamo yo, riéndome.
–¿Iba a mentirte a ti, cariño? – dice Miranda, abriendo mucho los ojos, pasándose la lengua por los labios.
–A Marsha durante mucho tiempo sólo le interesaban los animales, ¿verdad? – pregunto-. ¿Vacas? Caballos, pájaros, perros, ¿verdad?
–¿Qué opinas tú del control de la población de coyotes del verano pasado? – pregunta Miranda.
–Ya me han hablado de ello -murmuro.
–Cariño, debería ir a Calabasas, a los establos, y chuparle toda la sangre a un jodido caballo en sólo media hora -dice Miranda-. Quiero decir, mierda, cariño, las cosas llevan un tiempo siendo totalmente absurdas.
–Personalmente no soporto la sangre de caballo -digo yo-. Es como demasiado líquida, demasiado dulce. Aparte de eso, soy capaz de hacérmelo con cualquiera, pero sólo cuando me siento deprimido.
–El único animal al que no puedo soportar es el gato -dice Miranda, masticando-. Y eso porque muchos de ellos tienen leucemia y montones de otras enfermedades espantosas.
–Unas criaturas asquerosas. – Me estremezco.
Pedimos otras copas y compartimos otro filete antes de que cierren la cocina y luego Miranda me confía que la otra noche casi se dedica a hacer sexo en grupo en casa de Tuesday con varios estudiantes de la USC.
–Me dejas de piedra, Miranda -digo-. ¿Cómo puedes ser tan mala? – Tomo lo que queda del vino espumoso, que esta noche tiene demasiadas burbujas.
–Cariño, créeme, fue una especie de accidente. Una fiesta. Muchos jóvenes atractivos. – Guiña el ojo, pasando el dedo por una copa de Moët-. Estoy segura de que puedes imaginar lo que pasó.
–Eres perversa de verdad -le digo, soltando una risita-. ¿Cómo conseguiste salir del… embrollo?
–¿Qué crees tú que hice? – dice ella, burlonamente, terminando el resto de champán-. Les chupé todo lo que tenían vivo. – Pasea la vista por el patio casi vacío, despide con la mano a Walter cuando éste se sube a su limusina con una chica con pinta de colegiala de seis años, y Miranda dice, en voz bastante baja-: Semen y sangre son una combinación deliciosa, y ¿sabes qué?
–Estoy fascinado.
–A esos absurdos chicos de la USC les encantó mucho. – Miranda se ríe, echando la cabeza hacia atrás-. Volvieron a hacer cola y, claro, me gustó mucho volverles a satisfacer y todos se desmayaron. – Se ríe con más ganas y yo también me río y luego ella se interrumpe, mirando el helicóptero que cruza el cielo y que despide un cono de luz-. El que me gustaba entró en coma. – Mira tristemente hacia Robertson, donde hay un espinardo rodante pequeño con el que los aparcacoches juegan al fútbol-. Se le partió el cuello.
–No te pongas triste -digo yo-. Ha sido una velada deliciosa.
–Vamos a ver una película porno barata a la sesión de medianoche de Westwood -sugiere ella, con los ojos que le brillan ante su propia sugerencia.
Vamos al cine después de cenar, pero antes compramos dos enormes filetes crudos en un Westward Ho y los comemos en la primera fila y yo coqueteo con una pareja de estudiantes, una de las cuales me pregunta dónde compré el chaleco, con la carne colgándome de la boca, y Miranda ha comprado incluso servilletas de papel.
–Te adoro -le digo, una vez que empieza la película-. Porque has tenido la idea perfecta.
Estoy en otro club, Rampage (pero hay que pronunciarlo en francés) y encuentro a una puta del Valley con falsa pinta de cachonda que parece retrasada y estúpida de verdad, como si estuviera completamente pasada o borracha o algo pero tiene tetas grandes y un buen cuerpo, no demasiado, puede que un poco delgado, y su vacuidad me excita.
–Normalmente no me gustan las chicas delgadas -le digo-. Pero tú eres estupenda.
–¿Es que las chicas delgadas no la chupan bien? – pregunta ella.
–Oye… eso está muy bien -le digo.
–¿Tú crees? – pregunta ella, tranquila, como sin ganas.
Subimos a mi coche y nos dirigimos al Valley, a Encino. Le cuento un chiste.
–¿Qué es un etíope con un turbante?
–¿Es un chiste?
–Un alfiler -digo-. Es que me parto de risa. Aunque debes admitir que es una barbaridad.
La chica está demasiado pasada para reaccionar ante el chiste pero se las arregla para preguntar:
–¿No vive por aquí Michael Jackson?
–Sí -digo yo-. Es vecino mío.
–Estoy impresionada de verdad -dice ella, la muy ingrata.
–Sólo fui a una fiesta después de la gira Victory y fue una mierda de verdad -le digo-. Y de todos modos, odio a los negros.
–No es precisamente lo más agradable que podrías decir.
–Muy amable -gruño.
Una vez en mi habitación follamos salvajemente y cuando se empieza a correr empiezo a chuparle y morderle la piel del cuello, jadeando, babeando, y encuentro la yugular con la lengua y me pongo a chuparle la sangre y ella se ríe y gime y se corre con más intensidad y tengo la boca llena de sangre que salpica el techo, y entonces empieza a pasar algo raro y me noto cansado de verdad y con náuseas y tengo que quitarme de encima de ella y entonces me doy cuenta de que la chica no está borracha ni ha fumado maría sino que ha tomado algo, como ahora dice ella:
–… las jodidas drogas.
–¿Éxtasis? ¿LSD? ¿Caballo? – apunto.
La chica sigue tumbada en silencio.
–Oh, Dios santo, no -digo, dándome cuenta-. Es heroína -protesto-. Mierda. Ahora me está pegando a mí.
Me dejo caer al suelo, desnudo, me duele mucho la cabeza, este jodido veneno se me agarra al estómago, y voy a cuatro patas hacia el cuarto de baño, y esta jodida puta drogada que ha salido de su sopor, anda a cuatro patas a mi lado, chillando:
–Vamos a jugar vamos a jugar vamos a jugar a que tú eres un vaquero y yo una mujer india, ¿lo entiendes?
Yo le suelto un gruñido, tratando de asustarla, le enseño los dientes, las encías, mi espantosa boca, mis ojos negros, sin párpados. Pero ella no pierde la cabeza, sólo se ríe, totalmente colocada. Por fin llego al retrete y vomito su sangre y luego me desmayo con la puerta cerrada, en el suelo. Me despierto a la noche siguiente, fuera de combate, con sangre seca de la chica por la cara y el cuello y el pecho. Me la limpio con una larga ducha caliente y una esponja y luego paso al dormitorio. Sobre la cama, escrito en un sobre de cerillas de California Pizza Kitchen, está el nombre de la chica y un número de teléfono y debajo de eso: «Fue algo tremendo.» Voy a la otra habitación, tomo unos Valium, abro mi ataúd y duermo una pequeña siesta.
Me despierto más tarde, inquieto, todavía un poco débil, contento con el nuevo ataúd guateado que me hizo ese tipo de Burbank: con FM, casete, despertador digital, sábanas de Perry Ellis, teléfono, un pequeño televisor en color con vídeo incorporado y cadenas por cable (MTV, HBO). Elvira es la mujer de aspecto más cachondo de la tele y presenta ese programa sobre películas de terror los domingos por la noche que es mi programa favorito y me gustaría conocer a Elvira y a lo mejor algún día la conozco.