Los crímenes del balneario (25 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: Los crímenes del balneario
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—¿A mí me lo preguntas? —sonrió Korotkov irónico—. Anda, pero si yo creía que ibas a explicármelo tú, llevo casi dos horas paseándote por la Ciudad, esperando a que contestes a todas las preguntas.

—Las contestaré. La historia de Janín es lo mismo que acercar la silla a la mesa o alisar las sábanas de una cama deshecha, no hay más. ¿Quién se ha sentado aquí? ¿Quién ha dormido aquí? Vale, primero colocaremos la silla en su sitio, pasaremos la mano por las sábanas, y luego miraremos a ver quién anda aquí. No vamos a dejar la casa revuelta. Les interesa de verdad saber quién y por qué asesinaron a Alferov. Sospecho que ésta es la razón por la que intentan seducirme. Al parecer, este asesinato tiene algo que lo diferencia de otros que ocurren en la Ciudad. Para ellos esto resulta evidente, para mí no. De aquí que yo me pierda en conjeturas descabelladas. Alguien, probablemente, ya ha informado a esa gente de que he concebido algunas ideas sobre el asesinato pero la policía y la instrucción metieron la pata y mis opiniones no han alcanzado sus oídos. ¿Qué te parece, tiene visos de verosimilitud?

—Los tiene. Lo único que no me gusta es esa misma verosimilitud, Asenka. Mañana me voy, y tú ¿cómo piensas salir de ésta? Mañana te toca darles una respuesta. ¿Has decidido ya qué les responderás?

—Depende de quién venga mañana y de cómo se presente. Lo que me está rondando en la cabeza es lo de menos. Por supuesto, si viene un tío que me dice: «Hola, soy el mafioso principal», le daré con la puerta en las narices. Me es del todo imposible trabajar para los criminales, aunque sea con fines nobles. Pero te diré la verdad, Yura, para mí sería una pena si ocurriese así. Me encantaría intentar resolver un problema tan interesante. Pero sólo a condición de mantener limpia mi conciencia. ¿Qué me dices, soy un bicho, me doy barata?

—Allá tú, Asia. Yo de ti no me arriesgaría.

—Quizá no me arriesgue. Esta noche lo pensaré bien. En realidad soy una miedica terrible. Esa mafia me asusta tanto que me entra el tembleque. ¿Te imaginas qué será de mí si me secuestran?

—Lagarto, lagarto, deja eso, ni lo pienses. Quién te mandaba meterte en este lío.

—Me aburro, Yura, detesto cuando no tengo con qué calentarme las meninges. La traducción no es muy complicada, no me ocupa de pleno.

—Enamórate —le recomendó Korotkov—. Entonces, te tirarás días enteros analizando las palabras y los actos de tu noviete: cómo ha mirado, qué ha dicho. ¿Te parece poco?

—Lo he intentado —confesó Nastia—. No me sale. Se diría que es fácil pero me fallan las emociones, están a cero. Quizá soy un monstruo moral. ¿Qué calle es ésta?

Korotkov levantó la cabeza, buscó con los ojos un letrero cercano donde ponía el número de la casa y el nombre de la calle.

—La calle Chaikovsky.

—Vamos al locutorio interurbano, no estará lejos.

Al volver a su habitación, lo primero que hizo Nastia fue ponerla en orden. Tenía que tomar una decisión nada fácil y necesitaba prepararse bien.

Recogió las hojas mecanografiadas y las ordenó en un pulcro montoncito. Cerró los diccionarios y el libro inglés, cubrió la máquina con la funda de plástico y lo empujó todo hacia un extremo de la mesa para despejar un sitio donde trabajar. Recogió la ropa tirada sobre las dos camas, la colgó en el armario, vació en el cubo de basura el cenicero que luego lavó con esmero, corrió las cortinas, apagó la lámpara de mesa. La habitación había adquirido un aspecto que podía recordar su despacho de Petrovka: todo estaba ordenado, sobrio e impersonal.

Nastia se dio una larga ducha caliente, necesitaba entrar en calor después de tomar el fresco, luego se envolvió en el largo albornoz, se sentó a la mesa y se puso manos a la obra.

Un rato más tarde se decepcionó al comprender que en realidad no tenía elección. O bien alguien temía que ella se enterase de algo y pudiese descubrir la verdad sobre el asesinato de Alferov, y no la dejarían en paz tanto si les dijera que sí como si se negara, porque lo que esa gente se proponía era sorberle el seso, meterle miedo o sobornarla. O bien ese alguien de veras necesitaba sus análisis, en cuyo caso tenía sentido aceptar, porque podía tratarse de un crimen grave y esto hacía imposible desentenderse del asunto por motivos puramente personales. Es decir, claro que era posible pero también tonto y vergonzoso. Al fin y al cabo, daba lo mismo quién era el que estaba interesado en resolver el crimen, la mafia o la policía, lo que importaba era que se había cometido un crimen grave, los implicados eran gente peligrosa y podía haber nuevas víctimas inocentes. No hay que confundir los gustos con los principios se dijo Nastia. Si puedo hacer algo por neutralizar a unos criminales peligrosos y proteger a sus futuras víctimas, debo hacer cuanto esté en mi mano. Pero tengo que ser rotunda al imponerles como condición que, si encuentran a los criminales con mi ayuda, no serán objeto de un «repaso» sino que se los pondrá a disposición de la ley. Sí, creo que ésta será la condición principal. No vendría mal pensar un modo de asegurar que cumplan esta condición.

Nastia hizo trizas las hojas cubiertas de esquemas que nadie más que ella sería capaz de comprender, las tiró al váter y se acostó. Sentía escalofríos, tal vez porque hacía frío, tal vez porque sus nervios no daban más de sí. Recordó su llamada a Liosa y volvió a extrañarse de su propia indiferencia. Se había puesto una mujer, que con voz de timbre agradable le comunicó que «Alexei Mijáilovich estaba paseando al perro». Nastia sabía que su amigo adolecía de ramalazos de pasión repentina que solían despertar en él mozas estupendas, de piernas largas y pechos generosos. Tales raptos duraban dos o tres días, después Liosa iba a verla y le describía horrorizado lo «aburridas que eran todas ellas, la naturaleza les había dado el intelecto pero eran incapaces de utilizarlo», y añadía que ella, Nastia, era la única en el mundo con quien se podía hablar. Todas las demás representantes del sexo femenino cansaban a Liosa al cabo de media hora. Estaba absolutamente claro que la dama del timbre de voz agradable se disponía a pasar la noche en casa de Lioska, de otra forma éste habría aprovechado el paseo del perro para acompañar a la invitada hasta la parada de autobús más cercana. Ni tan siquiera siento celos, pensó Nastia con resignación. Dios mío, ¿será verdad que tengo sentimientos? ¡Pero por qué soy más dura que las piedras! ¿Es que sólo soy capaz de sentir dos cosas, el enfado y el miedo? Soy una máquina analítica desprovista de toda emoción normal de los humanos.

Svetlana Kolomíets y su ángel de la guarda, Vlad el pequeñajo, estaban calentitos en el chalet, propiedad de Denísov, que estaba bien acondicionado para soportar el invierno y donde los custodiaban dos vigilantes. Sveta disfrutaba con ese descanso de gorra, dormía mucho, paseaba por la finca, extensa y espléndidamente arbolada. No le apetecía pensar en nada, aparte de que pensar, en general, le gustaba poco.

A Vlad le habían proporcionado todo cuanto necesitaba para sentirse a gusto. Pero, a diferencia de Sveta, Vlad no dejaba de preocuparse.

—Lo esencial —no se cansaba de repetirle— es no decir ni una palabra de las películas. ¿Recuerdas? Mientras no estemos absolutamente seguros de que no hemos caído en las garras de nuestros cineastas o de sus amigos, debemos callar. En caso contrario nos convertiremos de inmediato en testigos peligrosos.

—Vale, vale ya —agitaba la mano Sveta aburrida.

No acababa de comprender dónde estaba el peligro pero Vlad tenía su plena confianza, por lo que contestaba, como un disco rayado, a todas las preguntas de Starkov, que los visitaba a diario, con el mismo cuento: había leído el anuncio, había acudido a la entrevista, dejó que la filmaran en la piscina y estaba a la espera del veredicto, a saber, si había gustado al sultán turco. La noche en que se produjo el incendio, al apartamento trajeron a Vlad, le dijeron que no tenía dónde pasar la noche y que se quedaría hasta la mañana. No sabía nada más.

Vlad, a su vez, se empeñaba en dar siempre el mismo mitin sobre un desconocido que le había encontrado, dijo llamarse Semión y le ofreció una oportunidad de ganar pasta gansa pero sin explicarle qué tendría que hacer. Él, Vlad, era drogadicto, un drogata y un pobre vergonzante, por lo que se puso contento y no creyó necesario hacer preguntas, vino a la Ciudad sin más, y aquí le recogieron, le llevaron al apartamento de Svetlana y le prometieron darle todos los detalles a la mañana siguiente. Pero desafortunadamente, el incendio se interpuso. Eso era todo. Vlad podía ver que Starkov no le creía. Pero decir la verdad le daba miedo.

El alcalde de la Ciudad solía pasar sus ratos de ocio jugando a las cartas con su mujer y su cuñado. El alcalde era un hombre guapo, apuesto, de mediana edad, con la carrera de Filosofía y el título académico de doctor en Ciencias. Antes de ponerse a la cabeza de la administración municipal había sido catedrático de la universidad, daba clases, escribía libros y artículos y vivía en armonía con todo el mundo. También después de acceder a la alcaldía siguió siendo un ratón de biblioteca, alejado de las riñas políticas, y una persona afable, honrada y a menudo muy ingenua. Desde el primer día creyó a pies juntillas en la reforma política, de aquí que, cuando le ofrecieron por sorpresa tomar parte en la campaña electoral, aceptó confiando sinceramente en que un gobierno sabio y fiel a los buenos principios podía cambiar muchas cosas para mejor. Redactó y meditó concienzuda y minuciosamente su programa electoral, consultando la opinión del cuñado, en quien confiaba y cuya sagacidad y clarividencia política admiraba. Ganó las elecciones.

—¡Gracias, estoy en deuda contigo! —dijo el flamante alcalde a su pariente.

—Me alegra oírlo —el cuñado esbozó una tenue sonrisa—. Espero que no se te olvide.

Hoy el alcalde estaba de buenas y ni siquiera recriminaba a su legítima cuando ésta hacía jugadas sin pensar o francamente estúpidas.

—¿Alguna novedad en el mundo del crimen? —se interesó en broma el alcalde mientras barajaba y procedía a repartir.

—Lo de siempre —contestó el cuñado, remolón, levantando los naipes y ordenándolos por los palos—. Matan, atracan, violan, roban. De momento la humanidad no ha inventado nada nuevo. Todos los inventos geniales han sido hechos hace muchísimo tiempo y ahora sólo son objeto de leves retoques. Tú mismo sabes que la Ciudad es un sitio tranquilo por definición. Ni punto de comparación con Moscú. Allí hay de tres a cuatro asesinatos cada día, aquí, uno por semana. Paso.

—¡Cómo puedes compararnos con ellos! —se indignó el alcalde—. Tienen veinte veces nuestra población. Yo paso también. Encarta con la más alta.

—La población puede ser veinte veces más grande pero el número de homicidios lo es treinta y cinco veces. Echa cuentas y verás dónde se está más tranquilo. Vaya un filósofo, no puedes ni sumar dos y dos —incidió la esposa, que había sido maestra de matemáticas de colegio.

En silencio, el alcalde recontó y anotó los envites. Unos minutos más tarde retornó al asunto que le interesaba.

—Oye, ¿es cierto que en la Ciudad la situación criminal está mejor que en Moscú?

—Claro —contestó con aplomo el cuñado, quien trabajaba en la DI de la Ciudad en calidad de jefe del Estado Mayor—. Si quieres números, mañana mismo te mandaré los resúmenes estadísticos de nuestro ministerio, tienen datos de todas las regiones de Rusia, podrás hacer comparaciones. Pero para decirlo con palabras, es cierto que aquí vivimos en calma. Eres buen alcalde, y por consiguiente tenemos más orden en la Ciudad. Allí donde hay más orden, hay menos animosidad e irritación. Es una verdad de Perogrullo. Lógicamente, un asesinato es un asesinato, a decir verdad, muchos asesinatos no son crímenes sino una desgracia para el propio asesino. Los celos, la envidia, la incapacidad de tragarse un insulto, todo esto son sentimientos humanos, no se pueden ocultar bajo la alfombra ni abolirlos, por mucho orden que haya. Los hubo, los hay y siempre los habrá. Pero en lo que se refiere a los robos y atracos a mano armada aquí en la Ciudad estamos incomparablemente mejor que en otros sitios, créeme.

—¿Y qué tal nos va en el apartado de crimen organizado?

—¡Huy, qué palabras sabes! —se rió de todo corazón el cuñado, quitándose las gafas oscuras para enjugar las lágrimas que le habían saltado con las carcajadas—. Piensa un poco, ¿cómo vamos a tener el crimen organizado en la Ciudad? Mira, aquí tienes un ejemplo. En el balneario El Valle han matado a un huésped originario de Moscú. La verdad: nos hemos alarmado, pensamos que los mafiosos de Moscú pudieron haber elegido la Ciudad para ajustar aquí sus cuentas. Nos pusimos en comunicación con la policía criminal de Moscú, nos enviaron a un funcionario, empezaron a buscar en todas las direcciones. Pensamos que, en efecto, habíamos dado con el crimen organizado. Bueno, ¿y qué crees que era? Un simple asesinato provocado por celos, el crimen organizado no tenía nada que ver ni por asomo. Cierto, los celos tenían un colorido, por así decirlo, de actualidad. La víctima resultó ser homosexual, y el asesino, su amante despechado.

—Oye, ¿ese funcionario de la policía de Moscú sigue aquí todavía? —preguntó de pronto el alcalde.

—Sigue aquí pero se marchará un día de éstos. El homicidio está resuelto; ya no tiene nada que hacer en la Ciudad.

—Escucha, tengo una idea. ¿Y si la televisión local prepara un programa dedicado a problemas de la delincuencia? Invitaremos a Repkin, a ti y a ese tipo de Moscú. Hablaréis sobre lo mal que lo pasan en Moscú y lo bien que lo pasamos nosotros. ¿Eh? ¿Qué te parece mi proposición?

—Interesante —contestó el cuñado con cautela, volvió a quitarse las gafas y las limpió despacio para ganar tiempo y pensar una respuesta—. Pero me temo que no va a ser posible. El detective de Moscú se irá de un día para otro, y nadie nos autorizará a retenerlo en la Ciudad; además él tampoco lo aceptará. Por otra parte, para realizar el programa hace falta escribir un guión, hay toda una serie de preparativos. Estas cosas no se organizan en un par de horas. El guión, el rodaje, el montaje… es mucha historia.

—Lástima —se disgustó sinceramente el alcalde—. El programa sin el moscovita no sería lo mismo, tiene que contar cómo está la delincuencia en Moscú y explicar sus impresiones de nuestra situación en este aspecto. ¿Por qué no lo hacemos en directo? Hablaré con los de la televisión, no me dirán que no, soy el alcalde, ¿no? Al camarada de Moscú le pediremos que se quede aquí un día más, organizaremos el programa en un periquete, es perfectamente factible. ¿Qué opinas?

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