—Anastasia Pávlovna, empezaré con un preámbulo para contestar a todas las preguntas que le puedan surgir. Soy comerciante, un comerciante muy próspero, por cierto. Pronto hará siete años que invierto dinero y obtengo beneficios elevados y absolutamente legales. Aunque esto le parezca extraño, no fundo mis ganancias en banquetes o alhajas para mis queridas. Me ocupo en traer bienestar y desarrollo a mi Ciudad, donde he nacido y donde moriré. Por supuesto, no lo hago yo solo. Tenemos aquí una asociación de empresarios formada por mis partidarios, es decir, por gente que está de acuerdo con mi política de desarrollo de la Ciudad y de apoyo social a la población. Así unidos, representamos una fuerza económica de gran poderío, que presta su ayuda tanto al alcalde como a los habitantes de la Ciudad. También esta fiesta, dicho sea de paso, la financiamos nosotros, por eso los precios de los chiringuitos son mucho más bajos de lo habitual.
—Me he dado cuenta —asintió Nastia.
—He dedicado toda mi vida a hacer dinero —continuaba Eduard Petróvich—, hubo una época en que para hacerlo estuve bordeando la ilegalidad y alguna vez rebasé sus lindes, pero ha llovido mucho desde entonces. Ahora soy un capitalista que se mantiene dentro de la más estricta legalidad. Supongo que usted, como jurista, no lo pondrá en duda. Soy muy rico. Pero ahora que voy para viejo me he vuelto sentimental. Me han entrado las ganas de hacer el bien, que es lo que estoy haciendo.
—Entiendo —volvió a asentir ella.
—Entonces, también entenderá otra cosa, Anastasia Pávlovna. No me deja indiferente nada de lo que ocurre en la Ciudad. Entre otras cosas, lo que ocurre en el ámbito de la ley. Tengo razones para creer que a la Ciudad han llegado criminales que comercian con «mercancía viva», que se aprovechan de la ingenuidad de las jovencitas para enviarlas a los prostíbulos del Próximo y Medio Oriente. Los esfuerzos de la policía local no han tenido éxito. De aquí que he acudido a usted para pedirle ayuda.
—¿Por qué a mí precisamente? —Nastia colocó la taza vacía sobre el platillo y sacó el tabaco—. ¿Por qué cree que voy a tener éxito donde su policía ha fracasado? Mi competencia profesional no es de las más amplias, le aseguro que entre nuestros investigadores hay gente más experta y mejor informada sobre la situación en su Ciudad.
—Por la sencilla razón, Anastasia Pávlovna, de que la banda de marras está de algún modo relacionada con el balneario El Valle. Además, justamente ahora, en estos mismos días, algo se está cociendo allí. Nadie mejor que usted para enterarse de lo que pasa. Tenemos ciertas informaciones curiosas, y si acepta echarnos una mano, las pondremos a su disposición. ¿Quiere pensarlo o me dará la respuesta ahora?
—Quiero pensarlo.
—En este caso… —echó una ojeada al reloj—. Son las trece y quince. ¿Cuánto tiempo necesita para reflexionar?
—Una hora como mínimo.
—¿Me comunicará su decisión a las catorce treinta?
—Sí —dijo Nastia con firmeza.
—¿Se queda aquí o quiere que la lleve a alguna parte?
—Me quedo. Hacen buen café y está relativamente tranquilo.
—Bien. Volveré a las catorce y treinta en punto. Una cosa más, Anastasia Pávlovna: sea cual sea su respuesta, ¿puedo contar con que acepte mi invitación a comer en mi casa?
—No, Eduard Petróvich. Le ruego que no me malinterprete. Si mi respuesta es negativa, será mejor que vuelva al balneario. Pero si le digo que sí, la cosa cambia. En este caso haré uso de su invitación encantada.
Denísov se levantó, se puso la chaqueta y se inclinó sobre la mano de Nastia.
—Hasta ahora, Anastasia Pávlovna.
Piensa, pequeña, piensa de prisa, se dijo Nastia Kaménskaya, dispones de una hora nada más. Ese hombre no oculta que es el verdadero amo de la Ciudad. Es buena señal, esto significa que no me cree demasiado tonta. Me ha servido este plato bajo la dulce salsa de ricachón sentimental y caritativo, para evitarme una situación comprometida. Es otra buena señal, significa que no quiere asustarme. ¿Se puede deducir de esto que quiere comprar mi silencio a propósito de Alferov? ¿O la historia de la trata de blancas es cierta? De ser así, reconozco que la tarea es interesante. ¿Y si a pesar de todo se trata de Alferov? ¿Cómo puedo averiguarlo? Piensa, Nastasia.
Nadie más que él pudo haber apañado la «solución» del asesinato de Alferov. ¿Para qué lo haría? Si consigo comprenderlo, podré adoptar una decisión. ¿Y si pruebo empezar por el otro lado? ¿Qué soy para él? ¿Alguien que tal vez conoce la verdad sobre el asesinato y por eso representa un peligro? Si es así, tengo que salir por pies si quiero salvar la vida. ¿Cómo puedo averiguarlo?
Nastia se tomó tres cafés y cuajó de garabatos y asteriscos una pila de servilletas hasta que encontró la solución. Se había acalorado con la tensión, le sudaban las manos, el corazón parecía latirle en la garganta, los dedos le temblaban como a una alcohólica. Aquí hacen un café muy fuerte, pensó. Tengo que intentar relajarme.
La solución era tan simple como sencilla pero permitía contestar a todas las preguntas de una vez y valorar la situación correctamente. Nastia miró el reloj: las catorce y veinte. Sacó del bolso el periódico que había comprado esa mañana en el quiosco del balneario, lo colocó delante y empezó a estudiar detenidamente la primera página. Su «patrono» no tardaría en volver. ¿Cuál sería su reacción al ver el periódico? Diría: «Por cierto, en la ultima página hay un artículo muy interesante. ¿Lo ha leído? Resulta que el asesinato de su balneario tenía los celos como móvil.» Entonces se habría acabado todo. No le quedaría más remedio que inventarse una excusa de una solidez inquebrantable para decirle que no y poner tierra por medio a toda prisa. Sería una pena. Le gustaría intentar resolver el problema de la «mercancía viva». Su triquiñuela del periódico tenía, además, otro propósito: si Denísov mencionaba el artículo, siempre tendría el recurso de deshacerse en ayes, mostrarle su asombro y dar a entender que no se le ocurría ni por asomo poner en duda la noticia, lo cual le serviría de protección.
Con el rabillo del ojo Nastia advirtió un movimiento del jersey blanco en el extremo opuesto de la sala pero no levantó la cabeza. Sobre el periódico se proyectó una sombra.
Oyó la voz de Eduard Petróvich:
—No lea estas bobadas, Anastasia Pávlovna. Están escritas para otra clase de gente.
Nastia se puso en pie con agilidad. El tembleque había abandonado sus rodillas y sintió que un agradable calor se expandía por su pecho. Tuvo ganas de cubrirle la cara de besos.
Alán se había despedido sin pena de su empleo de chef de un caro restaurante situado en un suburbio de Moscú. Un hombre activo como él, que disfrutaba haciéndolo todo con sus propias manos, se aburría en un trabajo que consistía en controlar y dar instrucciones. Además, en la mayoría de los casos los ejecutores de sus instrucciones eran todo menos brillantes. Al igual que lo eran, a juicio del escrupuloso Alán, los resultados de sus desempeños. Una verdadera cocina era un mundo, un universo de olores, colores y sensaciones en el paladar, regido por sus propias leyes de armonía, tradiciones, ritos y etiqueta. Eran estas leyes a las que deseaba servir.
La invitación de Denísov a trabajar para él le proporcionó a Alán justo aquello que perseguía. Ahora lo tenía todo a su disposición: dinero, equipos costosos, pero lo más importante era que únicamente aquí, en casa de Eduard Petróvich, podía celebrar sus mágicos oficios elaborando los platos tradicionales de cocinas nacionales exóticas. Su colección de cacharros necesarios para producir esos guisos, afanosamente reunida, últimamente iba enriqueciéndose a un ritmo acelerado: al hacer un obsequio a Alán, los «comilitones» y los «colegas» de Denísov sabían que Eduard Petróvich agradecería que tuviesen esos detalles con su cocinero. Aquí, en lo que había sido un pequeño apartamento de una sola habitación y era ahora el reino de Alán, todos estos asadores, calderos, moldes, pucheros, parrillas y otros muchos e ingeniosos utensilios estaban al servicio, así como el propio Alán, de las leyes de la cocina. A su vez, la razón de ser de la cocina eran los banquetes.
Los banquetes se repartían, desde el punto de vista de Alán, entre los rituales y los individuales. Los primeros estaban cortados por el mismo patrón casi siempre y exigían, antes que fantasía, minuciosidad. Las comidas de los sábados de toda la familia, los aniversarios, homenajes y cenas de negocios se circunscribían a la cocina corriente y moliente, aunque de alta categoría.
Las otras, las individuales, eran las que hacían que Alán se sintiera en su elemento. Hacía mucho tiempo ya que se había percatado de lo corto que quedaba el socorrido dicho que proclamaba que el camino hacia el corazón de un hombre pasaba por su estómago. Aquel camino no conducía hacia el corazón solamente sino hacia la inteligencia, hacia la esencia misma de su humanidad. Y no solamente del hombre sino del ser humano en general. Cualquier ser humano se dejaba atraer o repeler, era susceptible de sentirse importante o infinitamente despreciable aunque en realidad no existieran ni tal importancia ni tal motivo de desprecio. Era posible llegar a comprender a una persona y al mismo tiempo ayudarla a comprender a uno mismo simplemente pasando un tiempo sentados juntos alrededor de una mesa sabiamente puesta y servida con platos juiciosamente seleccionados y puntillosamente elaborados. Hoy en día, muy pocos estaban familiarizados con los pequeños detalles en el manejo de los cubiertos, platos, copas y vasos. Incluso la carne guisada en una escudilla, en la simple escudilla tradicional rusa, desorientaba a algunos: ¿qué hacer con la escudilla?, ¿dónde colocarla?, ¿meter dentro la cuchara o el tenedor?, ¿o no se debía meterlos dentro? ¿Por dónde abordar esta estructura de pinchos erigida encima de una parrilla y brasas? ¿Cómo proceder con esta ostra, descerrajarla con un cuchillo o emplear otra herramienta? ¿Los dedos tal vez? Incluso un simple tomate, atractivamente situado sobre una hoja de lechuga al lado de algo misterioso podía dar una sorpresa indeseable si se lo pinchaba a lo bruto con el tenedor o se pretendía abrirlo en canal con el cuchillo: si el invitado sólo le salpica a uno, pase, pero ¿y si le da al amo? En todos estos casos el amo se comportaba como un auténtico «amo del cotarro». Desenganchaba el pincho del asador… y lo pasaba al invitado. Se acercaba la primera escudilla, cogía la cuchara, con delicadeza extraía el contenido colocándolo sobre el plato y sólo entonces se armaba de tenedor y cuchillo. Y no tocaba el tomate para nada, dando a entender ostensiblemente que no era más que una mancha de color, un entretenimiento para la vista. Previsor, también sería el primero en utilizar las pinzas para ostras. No buscaba causarle al invitado ni humillación ni bochorno, trataba al comensal con respeto. Cuando le venía en gana, claro está.
Como consecuencia de las reuniones que mantenía con Denísov sobre las cuestiones de los banquetes individuales, Alán sabía mucho tanto sobre sus relaciones con los «comilitones» y «colegas», como sobre sus adversarios que, subyugados gracias a los trabajos de Alán, una vez sentados a la mesa «tragaban», pasando de la categoría de adversarios a la de «colegas» y a veces incluso a la de «comilitones». Pero estos conocimientos suyos no eran más que una información a tener en cuenta a la hora de poner la mesa y preparar platos convenientes. Los negocios del amo no le interesaban en absoluto.
Denísov había tomado los preparativos del festín de hoy muy en serio. Las condiciones impuestas eran muchas: dolores de espalda, preferencia por la verdura, supresión de lo picante, de lo salado y de la carne… Ésta fue la razón por la que Alán había escogido con tanto esmero el pescado, esturión fresquísimo, y la verdura, coliflor, lechuga iceberg, berenjenas morunas, hierbas. Nada de ajos ni cebollas. También compró varios paquetes de cigarrillos mentolados de diferentes marcas (cualquiera sabía cuál era la preferida de esa visita tan quisquillosa), Martini blanco y el mejor café. Alán decidió preparar el esturión a la parrilla. En el asador, las brasas del carbón de abedul ya estaban al rojo, al lado esperaban su turno unas ramitas de fresno, que desgajaría para echar al asador en el último momento, antes de servir a la mesa el esturión, al que su humillo teñiría de un color dorado admirable, precioso…
Hasta que terminaron con el esturión, la conversación en la mesa tuvo un carácter marcadamente mundano y consumieron parte de ella los esfuerzos de Nastia por convencer a Denísov para que la llamase por su nombre de pila y apeando el patronímico. Cuando Eduard Petróvich tuvo la certidumbre de que su invitada se encontraba a gusto y en buena disposición de ánimo, abordó el asunto central:
—¿Puedo hacerle una pregunta, Anastasia Pávlovna?
—Inténtelo —sonrió Nastia comprobando sorprendida que se sentía ligera y tranquila.
El miedo que había estado abrasándole las entrañas a lo largo de las últimas veinticuatro horas se había desvanecido como si nunca hubiese existido.
—¿Cuál fue el criterio que la guió a la hora de reflexionar sobre mi proposición? Me gustaría saber por qué podría haberla rechazado y por qué la ha aceptado a pesar de todo. Esto no va a cambiar nada en cuanto a nuestro acuerdo pero me ayudará a comprender su modo de ser. Si le resulta molesto, no hace falta que conteste —se apresuró a añadir.
—No, no hay inconveniente, la respuesta es Janín.
—¿Se ha dado cuenta? ¿Cómo?
—Por la foto. Entre los objetos personales del fallecido se encontraba la misma camisa que aparece en la fotografía. La camisa era completamente nueva, ni siquiera había sido lavada. Ni siquiera, perdóneme el detalle, tenía el cuello sucio. La habían usado dos o tres días como máximo. Janín simplemente no pudo haber tenido aquella foto en su poder, fue hecha en uno de los pocos días que Alferov estuvo en el balneario. Lo ve, es así de sencillo.
—En efecto, es muy sencillo. Pero ¿de qué manera ha influido esto sobre su decisión?
—Tenía miedo a que estuviera interesado en encubrir al verdadero asesino. Si éste hubiera sido el caso, le habría dicho que no. Además, temía que creyese que yo representaba un peligro para usted por no creerme el cuento de Janín. En este caso yo simplemente huiría de la Ciudad, no tengo capacidad para enfrentarme con usted. Pero me ha dado a entender con toda claridad que no se trataba de eso.
—Y ¿cuándo se lo he dado a entender?
—Es lo de menos. ¿Ha oído hablar de Charlotte Armstrong?