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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

Los crímenes del balneario (24 page)

BOOK: Los crímenes del balneario
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—De manera que hará ricos a sus herederos, tía Rina. Qué pena que no sea de verdad sobrino suyo —empezó a tontear Korotkov.

—Huuuy —se rió la anciana—, después de mi muerte lo único que quedará será el piano de cola, aunque eso sí, es muy caro, no digo que no. Tengo muchos gastos, sobrinito querido, así que no te ilusiones con la fortuna de la tía. De tres a cuatro veces al año vengo a curarme aquí y pago por cada chuminada, si no, todo iría manga por hombro. Me cuesta caminar, por lo que en la Ciudad me desplazo exclusivamente en taxi. La compra, la colada, la limpieza, la cocina, no tengo ni tiempo ni salud para ocuparme de nada de esto. Tengo que pagarlo también, y en esto soy espléndida. En el país no hay paro de momento, por lo que los servicios de una asistenta no son baratos. Gasto todo cuanto gano. Así que ya lo ves, sobrinito de mi alma.

Yura oyó chasquear la cerradura de la puerta de al lado y miró interrogativamente a Reguina Arkádievna. Ésta asintió con la cabeza.

—Nástenka ha vuelto. Si quieres verla, ve ahora, si no, se te escapará porque tiene que ir a la piscina.

Al salir de la habitación 515, donde se alojaba Reguina Arkádievna, Korotkov dio un paso hacia la puerta de Nastia y, nada más tender la mano para llamar, vio acercarse a la habitación 513 a un hombre con un enorme ramo de flores en la mano. Yura pasó a su lado dirigiéndose hacia la escalera y de reojo le vio llamar y entrar en la habitación de Nastia. Acto seguido, Korotkov volvió sobre sus pasos en volandas e irrumpió en la habitación 515.

—¡Reguina Arkádievna, necesito abrir la ventana!

—Pero si fuera estamos a cinco grados bajo cero, Yúrochka, me voy a congelar —dijo la anciana encogiéndose dé hombros perpleja—. ¿Qué ocurre?

—¡Reguina Arkádievna!

—Está bien, está bien, ábrala. Voy a coger el abrigo.

A Yura le daba vergüenza molestarla pero necesitaba averiguar como fuese quién había venido a ver a Nastia y para qué le traía aquellas rosas imponentes. Con mucho cuidado descorrió el pestillo de la balconera y se apostó en el umbral.

—Permítame que me presente, Anastasia Pávlovna, me llamo Repkin Lev Mijáilovich, soy asesor del alcalde de la Ciudad y presido la Comisión de Coordinación del Trabajo de las Fuerzas del Orden Público.

Nastia se quedó de una pieza. La visita era tan inesperada como inoportuna, acababa de volver de la sala de masajes y había abierto la puerta luciendo un pantalón deportivo, una camiseta holgada y larga, que le llegaba hasta las rodillas, y el pelo recogido sin cuidado en un moño. No se podía imaginar un aspecto menos adecuado para mantener conversación con un asesor del alcalde.

—Es para usted —Repkin le tendió las rosas.

—Gracias. Siéntese. —Nastia señaló el sillón con un gesto de la mano—. ¿A qué debo el gusto?

—Anastasia Pávlovna, le hablaré sin rodeos. Entre usted y nuestros funcionarios de policía se ha producido un penoso malentendido. En primer lugar, quería pedirle disculpas por su comportamiento.

—¿Y en segundo?

—Vamos a terminar antes con el primer asunto. Es de capital importancia para el segundo. ¿Acepta mis disculpas?

—No —respondió obsequiándole con una sonrisa encantadora.

A veces, hablar con Nastia podía ser increíblemente difícil. Si el interlocutor no le caía bien, se limitaba a responderle lacónicamente sin darle la menor oportunidad de entablar conversación y forzándolo a hacer muchas preguntas circunstanciales que acababan por extenuarlo. La base de una conversación amable era la ayuda recíproca de los interlocutores, Nastia lo tenía firmemente asumido.

—¿Por qué? ¿Tan profundamente la han ofendido?

—No tan profundamente pero hubo roces sobre ciertos aspectos que para mí representan cuestiones de principio. Tengo que dejarle sólo un momento, hay que poner las flores en agua.

Nastia cogió el ramo, entró en el cuarto de baño, abrió el grifo y se miró en el espejo. Hum, qué careto, se rió de sí misma reprobadora. ¿Qué podía significar la visita de ese tal Repkin? ¿De verdad necesitaban ayuda? No parecía muy probable. Un simple asesinato de un simple chofer. ¿A qué venía recurrir a la mediación del Ayuntamiento para contar con la participación de un investigador más? Le faltaban datos para llegar a una conclusión… ¿Iba a arreglarse el pelo o no? Para qué.

Regresó a la habitación, se sentó en la silla, cruzó las piernas y miró expectante a la visita.

Repkin se aclaró la garganta e intentó retomar el hilo.

—Su respuesta sugiere que no desea colaborar con la policía de la Ciudad bajo ningún concepto. ¿La he entendido bien?

—No. —Volvió a sonreírle y se acomodó en la silla.

—En este caso no la entiendo, Anastasia Pávlovna —en la voz de Repkin resonó algo parecido al enfado.

—Yo tampoco le entiendo a usted. Una persona tan ocupada, un cargo público, compra las rosas y se desplaza hasta el balneario para indagar sobre la gravedad de las diferencias entre la policía criminal y una simple huésped. ¿No le hace sentirse ridículo?

—Me hace sentirme triste. Me hace sentirme triste, Anastasia Pávlovna, el verla tan hostil. ¿Tiene una impresión negativa de nuestra policía en su conjunto?

—No.

—¿Considera que nuestros funcionarios no están suficientemente cualificados y carecen de competencia profesional?

—No, nada de eso.

—¿Puede darme los nombres de aquellos contra los que tiene alguna queja?

—No.

—¿Por qué?

—No quiero.

—Las cosas claras —se rió Repkin—. Cree que sus relaciones con nuestros funcionarios son asunto estrictamente personal y desea evitar la injerencia de terceros que podrían tomar medidas disciplinarias. ¿Estoy en lo cierto ahora?

—Ahora sí —respondió Nastia asintiendo con la cabeza.

—Entonces, pasaré a la cuestión número dos. Anastasia Pávlovna, se la aprecia por su capacidad para trabajar con la información, por su mente analítica. Soy consciente de que ha venido aquí a descansar pero la administración municipal quiere pedirle un favor. Subrayo, un favor. ¿Podría prestarnos ayuda en forma de unas consultas? Le proporcionaremos todos los datos necesarios y usted nos comunicará sus conclusiones.

—¿Se trata del asesinato de Alferov?

—No, no, qué va, el asesinato de Alferov ya está resuelto. Se trata de ciertas cosas más serias.

Nastia tuvo que hacer un esfuerzo para retener sobre su rostro la careta de inmutabilidad. ¿Cuándo lo habían resuelto? ¿Lo habían hecho durante la noche? Qué mala suerte no haber podido hablar con Korotkov.

Entretanto, Lev Mijáilovich proseguía:

—Tenemos razones para pensar que en la Ciudad se ha instalado un grupo criminal que ha logrado atraer por medio de sobornos a algunos trabajadores de las fuerzas del orden público. Le estaríamos enormemente agradecidos si accediera a discutir este problema con nosotros y nos sugiriera una línea de actuación con tal de detectar y neutralizar dicho grupo.

¡Ahí es nada! ¿Será posible que me haya equivocado de cabo a rabo? Creí que en la Ciudad sólo había una mafia que manejaba todos los hilos. Si así fuera, la Administración, empezando por el propio Repkin, estaría relacionada con ella de una forma u otra. Variante número uno: no me he equivocado pero Repkin representa a una agrupación de los descontentos con sus amos, que buscan un modo de derrocarlos con manos ajenas, las de Moscú. Para esto necesitan a un consultor que les diga dónde, cómo y qué pruebas tienen que aportar para proporcionar a los organismos centrales de la defensa de la ley un motivo para abrir el expediente. Variante número dos: en la Ciudad no hay esa mafia principal que me había inventado. La Administración es honrada y recta, y todo lo que me está contando Repkin es cierto. Variante número tres: la mafia principal y al mismo tiempo única sí existe pero le han salido rivales y no consigue echarles guante. Por ejemplo, aquellos que han matado a Alferov. Por cierto, ¿quién ha matado a ese pobre diablo?

—Dígame una cosa, Lev Mijáilovich, ¿por qué se empeña en resolver sus problemas por vías extraoficiales? Diríjase al MI de Rusia o a la Comisión Interministerial de la Lucha Contra la Corrupción, ellos les ayudarán. Tienen especialistas de primer orden, amplios poderes, y sus fuerzas y medios están muy por encima de los míos.

—Preferiríamos evitarlo —respondió Repkin de prisa, y su corpulenta mole se inclinó levemente hacia adelante.

—Pero ¿por qué?

—Porque no tenemos más que sospechas, y pueden resultar erróneas. Alertaríamos a toda la Ciudad, la duda mancharía a personas que no están implicadas en nada. Por eso le pedimos que por favor nos indique el modo de comprobar nuestras sospechas.

Así que la tercera variante. Ya es de agradecer. Al menos no se trata de nada político. Vaya papeleta, la mafia me contrata en calidad de detective privado para que la ayude a eliminar la competencia.

—Siento mucho, Lev Mijáilovich, haberle hecho perder el tiempo. Tengo otros planes para las vacaciones. Además de para curarme, también he venido aquí a trabajar —Nastia señaló con la cabeza la mesa donde se amontonaban papeles y diccionarios—, y me temo que no dispondré de tiempo libre. Además, las vacaciones son las vacaciones, están hechas para descansar, no para ocuparse de asuntos de trabajo. ¿No le parece?

—Entonces, ¿se niega?

—Sí.

—Anastasia Pávlovna, no se apresure con esta decisión. Sus consultas serán valoradas en su justa medida. Piénselo.

—Está bien —aceptó ella con inesperada facilidad—. Lo pensaré. Pero tengo una serie de condiciones. Primero, sólo hablaré con la persona que tiene el interés más vivo y sangrante por mi ayuda. No juguemos al escondite, Lev Mijáilovich. Es absolutamente evidente que esa persona no es usted. Pensaré en sus palabras y daré la respuesta mañana a esta misma hora. Pero tenga en cuenta que si mañana vuelvo a verle aquí, volveré a decirle que no, pero esta vez de forma definitiva. Segundo, no me pida que detecte a funcionarios del Interior corruptos. Esto es algo que no haría de ninguna de las maneras. No voy ni a discutirlo siquiera. Tercero, no me ofrezca dinero. Encuentre otra cosa para interesarme. Si mañana no viene nadie aquí, consideraré que esta conversación nunca ha tenido lugar y la olvidaré para siempre. Pongamos que mis condiciones no le han parecido aceptables, nos hemos dicho adiós, y en paz.

Yura Korotkov estaba desfalleciendo de angustia y preocupación. Al abrir el balcón y colocarse en el umbral escuchó el comienzo de la conversación y comprendió que el visitante de Anastasia había acudido a ella como funcionaria de la policía criminal. Por más que le gustase seguir escuchando, temió que también oyera la conversación Reguina Arkádievna, que, bien envuelta en su abrigo, se había sentado en el sillón de al lado. Entonces la tapadera de Nastia como traductora bajo sospecha se iría al garete. Por supuesto, el asesinato de Alferov estaba aparentemente resuelto y ya no necesitaba usar a Nastia como cebo para atrapar al asesino. Pero por otro lado, Yura no estaba tranquilo con ese «aparentemente». Si la solución del crimen había sido falsificada aquí, en la Ciudad, entonces podía dar por sentado que no se trataba de un encargo hecho desde Moscú, sino que era un trabajito de artistas locales. Un caso así necesitaba de demasiados participantes lugareños: un experto en criminología de aquí se pronunciaría sobre la presencia y la atribución de las huellas digitales en la carta y la fotografía, así como sobre la identificación de los tipos de las máquinas de escribir, una situada en la tienda que Janín vigilaba y la otra utilizada por él para escribir su misiva de arrepentido; unos testigos de aquí presenciarían la toma de muestras y el registro del piso de Janín; un juez de instrucción de aquí amasaría toda esta porquería para producir un precioso hojaldre que nadie iba a poder saborear por causa del fallecimiento de la persona que debería sentarse en el banquillo de los acusados. Criminales venidos desde fuera no podían ni soñar con organizar semejante montaje, de incumbencia exclusiva de las «autoridades criminales» de la Ciudad. Si de veras lo de Janín era puro pasteleo, los verdaderos asesinos andaban por aquí cerca. El problema era saber a quién obedecían, y siempre que no fueran unos mandados de la mafia principal, tendría sentido mantener a Nastia en su papel de traductora durante algún tiempo más. En caso contrario, sería tonto empeñarse en preservar esta tapadera: la mafia que tenía agentes infiltrados en la DI sabría de todos modos quién era Kaménskaya en realidad.

Por qué demonios no puedo estarme quieto, se reprochó Yura a sí mismo mientras cerraba la balconera. Mi misión ha terminado, el asesinato de Alferov no lo va a investigar nadie, mañana por la mañana me iré. Nastia se quedará aquí para seguir su tratamiento, nadie le va a tocar un pelo. Que Reguina Arkádievna escuche todo lo que quiera, ahora ya esto no tiene la menor importancia. ¿Pero si…? No, no se pueden correr riesgos. Hay que esperar.

—¿Recuerdas el cuento de los tres ositos? —dijo Nastia de pronto cogiendo a Korotkov del brazo.

Caminaban despacio por la Ciudad, nocturna, limpia, llena de luces brillantes, acogedora.

—¿Por qué lo preguntas? Claro que recuerdo.

—En aquel cuento lo más importante es el
leitmotiv
del amo. ¿Quién se ha sentado en mi silla? ¿Quién ha bebido de mi taza? ¿Quién ha dormido en mi cama? Aunque ni la silla, ni la taza, ni la cama habían sufrido el menor daño. ¿Lo has cogido?

—De momento, no del todo.

—Si Janín es un camelo bien montado, se trata de una obra de los mandamases de la Ciudad. Si los verdaderos asesinos son ellos, ¿para qué puñetas me necesitan? Seguramente no es para conocer mis análisis. Lo más probable es que tengan miedo a que me haya enterado de algo y pueda causar un daño irreparable a la trama que han organizado en torno a Alferov con tal de sepultar en ella sus restos mortales. En este caso no tengo nada que temer. Pero si no son ellos quienes han matado a Alferov, su invitación me suena a bramido del oso enfurecido: ¿quién se ha atrevido a andar por mi territorio? Evidentemente, no son responsables de todos los asesinatos, hay crímenes tradicionales, «de diario», como también hay toda clase de accidentes. No van a deslomarse para que la Ciudad se parezca al cuento de hadas sobre el socialismo real. De diez a quince por ciento de homicidios sin resolver es algo completamente natural, un pelín mejor, un pelín peor que en otros sitios, el ciento por ciento nadie lo consigue. ¿Por qué se toman tantas molestias con Alferov? ¿A qué viene meterse en problemas a propósito del desgraciado de Janín y las pasiones sodomitas?

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