—Nunca. ¿Quién es?
—Una escritora, autora de novelas policíacas. Tiene una novela corta absolutamente genial,
Salva la cara
, cuenta la historia de una joven que por accidente se encontró en la órbita de unos criminales y, sin proponérselo, les desbarató todos sus planes. ¿Sabe por qué? Porque era absolutamente incapaz de disimular y mentir, y con su franqueza y sinceridad los puso en un atolladero. Se lo cuento, Eduard Petróvich, porque creo que será mejor que aclaremos nuestras relaciones de una vez para que ninguno de los dos trate de engañar al otro. Usted y yo estamos en una situación en que el camino más corto es el recto.
—Estoy dispuesto.
Denísov dejó la copa en la mesa, colocó sobre el plato de Nastia un gajo de pomelo y cogió una manzana para sí.
—Eduard Petróvich, sé que la resolución del asesinato de Alferov es obra suya. Esto significa que tiene en sus manos a toda la Ciudad, sin excluir a las fuerzas del orden público. Tengo una remota idea sobre la envergadura de la corrupción que aquí campa por sus respetos y no acabo de creerme su generosidad y sentimentalismo. Soy consciente de lo que es y acepto colaborar con usted asumiendo el hecho. La única razón por la que lo hago es porque todo lo que me ha contado está preñado de consecuencias muy graves y puede haber nuevas víctimas. Éstas son las consideraciones que dictan mi conformidad. De ahí que, si no me ha dicho la verdad, me iré de la Ciudad mañana mismo, y pasado mañana tendrá aquí a gente del MI estudiando el falso caso del suicidio de Janín. Como ve, soy sincera con usted y no le oculto mis intenciones.
—Pero Janín se suicidó, es cierto. No hemos hecho más que aprovechar la ocasión.
—¿Y las conclusiones peritales? ¿Qué hará con ellas? ¿Organizar un incendio en la sede de la DI para que desaparezcan todas las pruebas materiales y los documentos procesales? Eduard Petróvich, compréndame bien, no estoy amenazándole. Prométame que si se llega a identificar al asesino de Alferov, el caso será reabierto basándose en las nuevas circunstancias. Déme su palabra, con esto me basta para prestarle mi ayuda y tener la conciencia limpia.
—¿Y si le doy mi palabra pero luego no la cumplo?
—Entonces, soy una tonta y pagaré por ello. Pero éste será mi problema. No voy a ajustar mis cuentas con usted. En esta situación en que nos encontramos, el engañado es tan culpable como el que le engaña. Que cada uno responda de sus propios errores.
—De acuerdo, Anastasia, franqueza por franqueza. Teníamos que cerrar la investigación del asesinato a cualquier precio para evitar espantar a la gente que se había instalado en El Valle. He organizado y pagado la resolución del caso, en esto tiene razón. Teníamos diferentes variantes para hacerlo. Un suicida fue sólo una de ellas. Para esto uno de mis hombres estuvo montando guardia en la sala de urgencias del hospital, esperando que se presentase un caso idóneo. Pero también había otras variantes, ésta simplemente la primera que dio resultado.
—¿Y la fotografía? Sin dudarlo, fue hecha cuando Alferov estaba vivo. ¿Para qué?
—Sigue sin confiar en mí… En los últimos cuatro meses uno de mis hombres ha fotografiado a todos los huéspedes del balneario, a todos sin excepción. Hacemos las cosas a conciencia, téngalo presente.
—¿También tienen mi foto?
—Faltaría más. ¿Quiere echarle una ojeada?
—Sí, quiero.
Denísov entró en el despacho situado al lado del comedor y unos minutos más tarde regresó con la fotografía. Nastia había sido inmortalizada el día de su llegada, demacrada, con los ojos hundidos y mordiéndose los labios del dolor. ¡La víctima de un campo de concentración antes que una mujer joven!
—Eduard Petróvich, ¿quién escribió la carta?
—¿Qué más le da? —dijo sirviéndole más Martini en el vaso y añadiendo un cubito de hielo y una rodaja de limón—. Son labores propias de nuestro proceso de producción.
—No me diga —Nastia sonrió con picardía—. Es un hombre que ya ha cumplido los treinta y cinco pero si es más joven, vive todavía con sus padres. Le gusta la poesía aunque él mismo no es poeta. Tampoco su imaginación da mucho de sí. ¿Qué tal, encuentra algún parecido?
—Voy a preguntar quién se hizo cargo de la carta. Pero quiero oír sus explicaciones.
—¿Ha leído la carta?
Denísov asintió con la cabeza. Nastia dio un largo trago y declamó lentamente;
—«Ese hombre que tanto se ha esforzado por olvidarte y en cuyo recuerdo, por este preciso motivo, volvías a irrumpir una y otra vez, tal una cancioncilla pegadiza o la frase redonda de un anuncio que uno no para de repetir a pesar suyo, ese hombre hoy, ahora mismo, sin darse cuenta todavía, por fin ha empezado a olvidarte. ¡Qué gran pérdida la tuya, la de este instante!»
—¿Qué es esto? —se asombró Denísov.
—Un poema de algún poeta español. Fue publicado a finales de los años sesenta en la revista
Literatura extranjera
.
—¡Qué memoria! —no ocultó su admiración Eduard Petróvich.
—No me quejo. Pero su hombre es un chapuzas. Naderías como ésta pueden ser mortales.
—Bah, no diga estas cosas —rompió a reír—. ¡Quién aparte de usted va a acordarse de una publicación de hace casi treinta años! Es pura casualidad que usted misma la recuerde.
—No se sabe, Eduard Petróvich. Es un buen poema, pudo haberse grabado en la memoria de muchos amantes de la poesía de aquel entonces. Otra cosa es que en la policía ya no quede gente de esta clase. Pero puede todavía haberla entre los veteranos de la abogacía. A diferencia de los inspectores de policía y jueces de instrucción, los abogados trabajan hasta una edad bien avanzada. Por lo que le recomiendo evitar riesgos gratuitos.
—Me voy a encargar del asunto —dijo Denísov, de repente serio—. Bueno, Anastasia, ¿qué tal si vamos al grano?
Alán no había esperado que la visita se prolongase tanto. Eran ya las siete y pico pero Eduard Petróvich y su invitada seguían enzarzados en la conversación. Tal vez también debería preparar la cena contando con la asistencia de la mujer.
Alán consultó sus apuntes, se mesó las barbas y se puso a pelar las berenjenas. Si dentro de media hora aún seguía aquí, ¡se iba a poner morada de verduras!
—Tiene un cocinero impresionante —dijo Nastia con sinceridad dando cuenta del ragú vegetal—, guisa exactamente como a mí me gusta. Bien, pues, Eduard Petróvich, nuestra situación no es nada halagüeña. Esta noche pensaré qué se puede hacer con sus refugiados.
—¿Quiere hablar con ellos? Daré la orden para que los traigan a la Ciudad. ¿O prefiere que la acompañe al chalet?
—No lo he decidido todavía. Sabe usted, si le están ocultando algo, no es nada seguro que quieran sincerarse conmigo. Si esta noche no se me ocurre alguna idea para saber cómo orientar la conversación, el encuentro no tendrá sentido. Pero habrá que llevar a la chica a la piscina, quiero averiguar algunas cosas en el lugar de los hechos.
—Entendido. Tenemos que decidir cómo vamos a comunicarnos. No quiero que en el balneario empiecen a verla con la gente con la que antes no se la ha visto, esto alertaría a los criminales. En su habitación hay un enchufe telefónico…
—Sí, lo he visto.
—Hoy mismo tendrá un número de teléfono. Le proporcionarán un aparato, lo único que tendrá que hacer es desenchufarlo y ponerlo a buen recaudo cuando no lo use. Ajuste también el volumen del timbre al mínimo. ¿A qué hora puedo llamarle?
—A las once menos cuarto. Es cuando vuelvo de los tratamientos.
—Le llamaré a las once menos cuarto.
Denísov acompañó a Nastia hasta el coche, le dio las buenas noches y sin prisas subió a su habitación. No, no se había equivocado con la chica. Si ella no podía con el asunto, ¿quién entonces? ¿Qué edad tendría? Tolia había dicho que treinta y tres. Ya no era una niña… Ésta debía de ser su arma principal: aparentaba ser una chavala y nadie la tomaba en serio. No, su arma principal era su cabeza. La memoria, el razonamiento, la lógica, el cálculo. Todo lo demás era un velo, para que nadie se percatara de que iba armada. Eres lista, pensó casi con cariño, pero qué lista eres.
Yuri Fiódorovich Mártsev estaba tumbado en el sofá de su apartamento secreto, las rodillas apretadas contra el pecho, los brazos rodeándolas. Acababa de ver la película. Había llegado el momento horrendo que tanto había temido: la película no le había traído alivio. Desde el último ataque apenas había transcurrido un mes y medio. ¿Qué iba a pasar ahora? ¿Cuándo le proporcionarían la nueva medicina?
Es tonta. Se mete conmigo aposta, se deslizó este pensamiento por su mente. La personalidad de Mártsev estaba empezando a desdoblarse, Yúrochka se ponía a dar alaridos con creciente desparpajo y seguridad en sí mismo pero Mártsev ya no tenía fuerzas para oponer resistencia. Antes se las aportaba la confianza en la «medicina», la esperanza de que iba a surtir un efecto seguro. Pero ahora el valor necesario para llevarle la contraria a Yúrochka se le había agotado.
Soy Yuri Fiódorovich Mártsev, director docente de un colegio, profesor de lengua y literatura inglesas, tengo mujer y una hija casi adulta, masculló entre dientes por enésima vez tratando de elevar su susurro por encima de la voz enojadiza del chavalote de ocho años, que protestaba contra el exceso de protección y exigencias de la madre, a la que odiaba. Mártsev tuvo la impresión de que su cerebro se iba ablandando, cambiaba de forma y se rompía en dos pedazos: uno, más pequeño, le pertenecería a él mientras que el otro, mayor, a Yúrochka. ¡Cielos, qué mal estaba, pero qué mal!
Dejó de murmurar su conjuro y cerró los ojos bien cerrados. En el mismo instante un grito histérico estalló en su cabeza: ¡La odio! ¡Quiero que se muera! ¡Que se muera! ¡Ahora, ya! ¡Que muera!
De un salto Mártsev bajó del sofá y empezó a correr, dando vueltas por el apartamento. Los pensamientos que nacían en «su» mitad del cerebro se enlazaban con los de Yúrochka.
«¿Por qué no han hecho la película? Si habían prometido…»
«¡La odio! ¡Quiero que muera!…»
«¿Dónde está esa chica? Tengo que encontrarla cueste lo que cueste…»
«Me riñe incluso cuando saco notables, siempre tiene que poner reparos…»
«… encontrarla y llevarla allí, que se pongan de inmediato a…»
«Sin ella estaré mejor. ¡Que desaparezca!»
«… de inmediato a preparar la medicina, antes de que suceda…»
«¡Que desaparezca para siempre, del todo! ¡La mataré!»
«… antes de que suceda lo peor, antes de que mate a alguien más…»
«¡Quiero que muera!»
«… será mejor que mate a aquella chica, nadie lo sabrá, necesito matarla…»
«… ¡La mataré!»
«… ¡Necesito matarla!»
Las dos voces se confundieron en un solo alarido, apremiante y exigente. Mártsev se detuvo, estaba sudando hielo. Sabía lo que tenía que hacer. Tenía que cortar el ataque a cualquier precio, si no, esto sería el fin. Para conseguirlo, lo único que tenía que hacer era matar a su madre. O a alguien que se le pareciera mucho. En la Ciudad había una mujer, asesinarla le traería el descanso. Él, Mártsev, la había visto con sus propios ojos, se la habían mostrado como una de las seleccionadas para el rodaje. Simplemente faltaba encontrarla. Empezaría por buscarla en el plató donde habían rodado las dos películas que les había encargado anteriormente. Todo iba a ser muy sencillo…
Desconcertado, el alcalde colgó el teléfono. Jamás habría pensado que le fueran a decir que no. Es decir, no le habían dicho que no directamente, ni en la televisión ni en la radio e incluso en el diario municipal al que había sugerido entrevistar al policía de Moscú, su idea fue acogida con interés pero acto seguido a todo el mundo le salían dificultades de última hora, obstáculos invencibles que hacían la propuesta del alcalde inviable. El cual se sentía un perfecto idiota, puesto que al principio se había creído de veras que tales dificultades existían y se había lanzado con gran entusiasmo a recomendar modos de solucionar los problemas. Pero cuanto más insistía, más evidente era que no iba a conseguir nada.
El alcalde era inteligente pero demasiado confiado. Su carácter recordaba al de un elefante que aguantaba largamente las penalidades al negarse a creer en la mala intención, pero luego montaba en cólera y arrasaba con todo cuanto encontraba en su camino. La absurda situación con su idea de emitir un programa o cuando menos publicar un reportaje sobre la delincuencia en la Ciudad dio paso a terribles sospechas. Hizo venir a su despacho a Lev Mijáilovich Repkin, responsable de las fuerzas del orden público de la Ciudad.
—Lev Mijáilovich, por favor, dígame una cosa, ¿puedo invitar a cualquier habitante de la Ciudad para mantener con él una charla en privado?
—Por supuesto.
—¿Y a un forastero que se encuentra en la Ciudad de paso?
—¿Qué preguntas son éstas? Vivimos en un país libre, nadie puede prohibirle hablar con quien quiera. ¿Se refiere a alguien en particular?
—Así es, Lev Mijáilovich. Quiero ver al funcionario de la policía criminal de Moscú que se encuentra aquí en comisión de servicio. ¿Puede arreglarlo?
—¿Para qué?
—¿Tengo que explicárselo? —se enfureció el alcalde—. Acaba de decirme que nadie puede impedirme hablar con quien me dé la gana. Lo que le pido, Lev Mijáilovich, es que encuentre a ese hombre y concierte una cita.
—¿Por qué no se lo pide a su cuñado? Le será mucho más fácil hacerlo.
—Porque mi cuñado, por causas que no acabo de comprender, no desea que tal entrevista tenga lugar. Y yo quiero enterarme de qué causas son éstas.
—Verá usted —vaciló Repkin—, a la dirección de la DI no le gusta cuando nos metemos en sus asuntos, y mucho menos cuando se trata de comunicarse con sus funcionarios. Lo interpretan como un intento de presionarlos. Es fácil entenderlos…
—A mí, mi estimado Lev Mijáilovich, tampoco me gusta cuando se meten en mis asuntos y tratan de presionarme. He tenido una idea y, en mi calidad de alcalde, quiero llevarla a la práctica. Pero alguien se ha entrometido, alguien ha levantado un muro de piedra en mi camino e intenta presionarme para que abandone mi idea. Y a mí tampoco me gusta esto. De ahí que, o bien me trae aquí al policía moscovita, me lo trae de inmediato y sin ninguna clase de reparos, o bien me declara oficialmente que está directamente relacionado con ese muro de piedra y a continuación me presenta su dimisión por escrito. ¿Me he expresado claramente?