La decisión la tomó alguna parte de mi subconsciente antes de que me diese cuenta de lo que estaba haciendo. Cuando el Doctor Mentiroso se agachó para coger a Lúculo, que estaba enroscado a mis pies, empujé con mis brazos su nuca, al tiempo que levantaba rápidamente mi rodilla, estampándola contra su nariz.
Mentiroso pegó un alarido de dolor, mientras un chorretón de sangre de color rojo intenso que manaba de su nariz rota manchaba la parte interior de su máscara de plexiglás. Mientras se retorcía angustiado en el suelo, aproveché que la sorpresa había dejado paralizados a los otros dos tipos y salté sobre ellos.
Cogí el brazo derecho del más alto y tiré de él con fuerza hacia mí. El Doctor Alto tropezó con Mentiroso, que seguía en el suelo, y acabó estrellándose contra la pileta del lavabo. Apenas tenía sitio para moverme, así que cuando Mentiroso se levantó del suelo le propiné una patada en la espalda que le hizo chocar de nuevo con Alto.
El brazo izquierdo de éste había quedado atrapado entre el inodoro y la pileta, así que cuando Mentiroso chocó contra él, el hombro de Alto trazó un ángulo imposible, al tiempo que un crujido espantoso salía de su extremidad. Aquello sonaba a fractura múltiple.
Me giré hacia el tercero, que ya estaba en el pasillo dando la voz de alarma. Súbitamente fui consciente de lo que había hecho. Me quedé de pie, paralizado, en medio de la celda, mientras Mentiroso y Alto, profiriendo gemidos de dolor, salían de la celda apoyándose entre ellos. Alguien cerró la puerta a sus espaldas y apagó la luz, dejándome a oscuras.
Temblando, cogí a Lúculo entre mis brazos y me acurruqué en la litera, mirando fijamente hacia la puerta. «Ya está -me dije-, ahora la has jodido de verdad. En cualquier momento alguien va a abrir esa puerta y te van a dar la del pulpo, o algo peor. Puede que hayas firmado tu sentencia de muerte, gilipollas.» En fin, por lo menos que no te vean suplicar, pensé para animarme. El orgullo es algo absurdo, pero cuando es lo único que te queda en una situación desesperada, se convierte en tu mayor valor.
Así que allí me quedé, acurrucado y expectante, tenso como la cuerda de un laúd, esperando que en cualquier momento entrasen tres o cuatro animales en la celda y me diesen una (merecida) paliza de campeonato o un tiro en la frente.
Sin embargo, nada sucedió en la siguiente hora. Ni en el siguiente día.
De hecho, nada sucedió.
El único cambio, desde ese día, fue que se acabaron las revisiones médicas. Me seguían llegando la comida a diario, a través de la portilla, y estoy seguro de que me examinaban a través de la mirilla de la puerta, pero nadie volvió a entrar en mi celda en las dos siguientes semanas, ni a hablar conmigo. Aquella situación, en aquel diminuto cuarto, era desquiciante. Recordaba las historias que había leído sobre los internos de las prisiones de máxima seguridad de Estados Unidos, que encerrados de por vida en diminutas celdas, acababan por perder la razón. Me preguntaba si mi destino iba a ser el mismo.
Esos pensamientos ocupaban mi mente aquella mañana, mientras me rascaba pensativamente la incipiente barba. De repente, unos pasos sonaron en el pasillo, junto con unas voces que no pude distinguir. Los pasos se detuvieron repentinamente frente a mi puerta. A continuación, sonó un tintineo de llaves y la cerradura giró ruidosamente. Me levanté de la cama, poniendo a Lúculo a mi espalda. Ahora sí que vienen a por mí, pensé, mientras tensaba todos los músculos de mi cuerpo, preparado para lo que fuera.
Una figura femenina se recortó en el claroscuro de la puerta, con los brazos en jarras. Bizqueé, tratando de adaptar mi vista a la luz que entraba por la puerta. La figura dio un paso y entró dentro de la celda, y entonces pude distinguirla perfectamente. Por un instante, ambos nos contemplamos en silencio. De pronto, la mujer habló.
-Soy la comandante Alicia Pons, responsable del cuerpo médico. -Su voz sonaba firme, pero suave al mismo tiempo-. Ha superado el período de cuarentena, no sin algunos problemas. -Notaba el sarcasmo que teñía su voz, que enseguida se transformó en un tono mucho más serio-. De hecho, no es usted el único miembro de su grupo que ha sufrido algún incidente. De cualquier forma, déjeme decirle que lo han logrado. Estoy aquí para darles la bienvenida formal al Área Segura de Tenerife.
Salimos al pasillo. Después de un mes encerrado dentro de aquel cubículo, los primeros metros se me hicieron un tanto incómodos para caminar. Con Lúculo colgado del brazo, tuve que detenerme un momento, apoyado en la pared, para recuperar el equilibrio. Tan sólo nos acompañaba un guardia, que era, aunque él no lo sabía, del todo punto innecesario. Estaba tan débil, que no hubiese podido correr ni cincuenta metros y ya no digo escapar del barco o llegar a nado a la costa.
Finalmente desembocamos en un luminoso cuarto, con unos amplios ventanales sobre la cubierta de vuelo. En medio del mismo, un oficial del ejército estaba sentado a una mesa, con un ordenador (el primero que veía funcionando desde hacía más de un año), una impresora y varios aparatos más.
Una amable civil me sacó un par de fotos, mientras otro funcionario me pedía educadamente mi colaboración para tomar mis huellas. No pude evitar la extraña sensación de que, después de un año viviendo como un forajido del salvaje oeste, estaba entrando de nuevo en el sistema (sin tener muy claro, eso sí, de qué demonios iba aquel sistema).
-En pocos minutos tendremos su documentación lista, caballero -me dijo el oficial sentado al ordenador, mientras tecleaba rápidamente-. Documento de identidad, pases de control, cartilla de racionamiento... -enumeró rápidamente-. Todo lo que necesita para poder vivir en Tenerife. Mientras tanto...
-Mientras tanto podríamos aprovechar para tener una breve conversación -le interrumpió Alicia Pons-. Y ponernos al día mutuamente de todas las circunstancias. ¿Qué le parece?
-Una idea brillante -repliqué, con cierta ironía-. Nada me gustaría más que saber qué demonios está sucediendo a mi alrededor.
-Sígame -dijo Pons-. En el cuarto de al lado podremos hablar con más tranquilidad. Además, si no me equivoco, creo que nos han servido un pequeño refrigerio, que hará más ligera la espera.
Cuando pasamos al cuarto contiguo mis ojos se abrieron como platos. Sobre una mesa, ordenadamente dispuestas, había varias fuentes repletas de fruta fresca, emparedados, pan recién horneado, una tortilla de patatas y hasta una cafetera humeante que inundaba toda la estancia de un embriagador aroma a café. Después de varios meses comiendo sólo comida enlatada, aquello me parecía el mejor menú del mundo. Tuve que hacer gala de toda mi fuerza de voluntad para no abalanzarme sobre la mesa como un huno enloquecido.
-Por favor, siéntese y sírvase lo que le apetezca -me dijo Alicia Pons, mientras cogía una taza y la llenaba de un café espeso e hirviente-. Supongo que estará hambriento, y deseando probar algunas de estas cosas.
Agradeciendo su invitación, ataqué las fuentes de emparedados, mientras Pons me observaba atentamente, sentada en una silla. Aproveché para echarle un vistazo. De unos treinta años, mediana altura, tirando a pelirroja, delgada y de facciones menudas, se podía decir que era una mujer guapa. Iba ataviada con un uniforme de paseo de la marina, aunque sin el gorro, y llevaba su abundante melena recogida en un moño sobre la nuca. En su mano derecha lucía una alianza de oro y con la izquierda jugueteaba inconscientemente con un bolígrafo azul. Aunque aparentaba un aire frágil, una breve mirada a sus ojos bastaba para darse cuenta de que aquella mujer debía de tener un carácter resuelto y decidido. Me había fijado en el extremo respeto con el que la habían tratado todos los soldados, oficiales y personal civil que nos habíamos cruzado por el camino. Evidentemente, era una persona de peso allí y, lo que es más importante, se sabía hacer respetar.
-Entonces... -comenzó a hablar, mirando un papel que tenía sobre la mesa-. Un médico con fractura de tabique nasal y otro con una fractura abierta en el brazo y luxación de hombro. ¿Me quiere explicar qué demonios le pasaba por la cabeza?
-Fue un accidente -respondí, con la boca medio llena, mientras agarraba otro emparedado-. Lo del brazo, quiero decir. Lo de la nariz, pues bueno... supongo que no pensé que le iba a dar tan fuerte. -Me callé, un tanto avergonzado, mientras notaba sus penetrantes ojos claros taladrándome.
-Usted y sus amigos nos han contado un relato auténticamente sorprendente -me dijo, mientras ojeaba una pila de folios que tenía sobre la mesa-. Un barco ruso, un maletín explosivo, un refugio en un hospital, un bosque en llamas, un vuelo en helicóptero de dos mil kilómetros... -Levantó la vista de los papeles y esbozó una sonrisa-. Veo que no han tenido tiempo para aburrirse en los últimos meses.
-La verdad es que ha sido una temporada bastante agitada -respondí, con la boca llena de emparedado y los ojos bailando sobre todos los platos de la mesa, incapaz de decidirme por alguno.
-Todos vivimos tiempos agitados -replicó, mientras pasaba más papeles. Pude ver, en medio de aquella montaña de folios, varias fotos mías, de Prit, Lucía, sor Cecilia e incluso de Lúculo. En una de ellas, sacada desde el aire, se nos veía corriendo apresuradamente por la pista del aeropuerto de Lanzarote, perseguidos por una multitud de No Muertos.
-Casi todo el mundo que vive aquí tiene alguna historia fascinante que contar. Algunas son divertidas, la mayor parte son dramáticas, pero lo suyo supera con creces a la mayoría, créame.
-Únicamente tratamos de mantenernos con vida -respondí mientras tendía la mano hacia la jarra de café-. Como todo el mundo, supongo.
-Créame, lo hicieron notablemente bien -replicó la pelirroja-. De hecho, son los primeros supervivientes que llegan de la península desde la Operación Juicio, y por sus propios medios, lo que tiene aún más mérito.
-¿Operación Juicio? -le pregunté, algo confundido.
-La evacuación de los Puntos Seguros que quedaban en la península, hace diez meses. -Me miró extrañada-. ¿De verdad que no sabe nada de lo que ha sucedido en todo este tiempo?
-No he comprado muchos periódicos últimamente, teniente Pons -repliqué mientras mordía una jugosa manzana y su zumo me resbalaba por la barbilla-. Por donde he estado durante este tiempo no había quioscos abiertos.
-Capitán.
-¿Disculpe?
-Capitán. Soy la capitana Pons, aunque si se siente más cómodo puede llamarme señora Pons, como hacen muchos civiles. ¿Qué me decía?
-Le decía, capitán Pons -dije, remarcando lo de «capitán»-, que no he tenido acceso a ninguna fuente externa de información desde hace casi un año. No tengo ni idea de qué pasa en el mundo, qué coño es lo que queda en pie y qué parte se ha ido al infierno. No sé dónde estoy, qué estatus tengo, dónde están mis amigos o quién demonios es usted y a quién o a qué representa.
A medida que iba hablando me iba acelerando. Sin dejar que me interrumpiese, cogí carrerilla y continué.
-Lo único que sé es que desde hace un año venimos recorriendo un paisaje salido del infierno y plagado de No Muertos, y que cuando finalmente llegamos a un sitio donde no están vagando esas cosas, nos tratan como criminales y nos meten en prisión por un mes. También sé que ahora estoy sentado delante de usted, que me han tomado las huellas como a un vulgar ratero y que no es usted teniente, sino capitán, como ha tenido la delicadeza de aclararme hace un instante... mi capitán -concluí, dejando salir de forma brusca toda mi indignación contenida-. Así que usted dirá si estoy informado.
Alicia Pons se quedó petrificada por un momento, sorprendida por mi repentino estallido. Súbitamente, echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa incontenible. Por un instante me enfurecí con ella por lo que consideraba una falta de respeto, pero su risa era tan fresca y contagiosa que finalmente hasta consiguió que esbozase una sonrisa.
-Oh, lo siento, lo siento de veras, por favor, discúlpeme -me dijo, aún con una sonrisa temblorosa en la boca, mientras intentaba recuperar la compostura-. Pero es que las circunstancias actuales son tan complicadas que a veces me olvido de lo ridículo y estirado que puede llegar a ser el procedimiento. Comprendo su indignación -añadió-, pero por favor, relájese. Somos amigos, créame. Comencemos de nuevo -continuó, mientras me tendía la mano por encima de la mesa-. Soy la capitana Alicia Pons, pero puede llamarme Alicia, si lo prefiere.
-Encantado de conocerla, Alicia -respondí, visiblemente más relajado-. Ahora que ya sabe mi historia, ¿le importaría contarme qué demonios ha pasado en el resto del mundo mientras tanto?
-Por supuesto -respondió Alicia, pero esta vez con un semblante mucho más serio-. Pero le advierto que no es un relato agradable, ni mucho menos. El mundo que usted conocía ha desaparecido y ahora tenemos... bueno, será mejor que espere a que acabe de contarle todo.
Por un instante consideré, divertido, que en los últimos tiempos mi vida parecía haberse convertido en un ciclo. No hacía muchos meses había mantenido una conversación similar en otro barco, y con otro «capitán», conversación que había sido el inicio de un largo camino que me había conducido casi al borde de la muerte. Esperaba que ésta, al menos, me llevase a un final más agradable.
-Al principio nadie se lo tomó en serio -comenzó a explicar Alicia, mientras se levantaba a servirse otra taza de café-. Durante la primera semana, de hecho, ni siquiera existía información fiable al respecto. Putin se dejó llevar por la tradicional paranoia rusa del secreto de Estado y decretó un bloqueo total sobre el asunto. Si usted veía la televisión aquellos días recordará que todos los informativos estaban llenos de... nada. Ésa era más o menos la misma situación en la que se encontraban todos los gobiernos del mundo. Nadie sabía nada. De hecho, los gobiernos occidentales sabían poco más o menos lo mismo que la CNN, tal era el grado de control ruso sobre la información.
-¿Cómo es posible eso? Hay satélites y...
-Los satélites sólo son máquinas que sacan fotos. Son los humanos que interpretan esas fotos los que «ven» en ellas, para que me entienda. Y para encontrar algo, primero hay que saber qué es lo que se busca. Evidentemente, nadie en aquel momento buscaba No Muertos en las fotos de satélite, más que nada porque nadie sospechaba de su existencia. Y no se olvide que Daguestán era... es -se corrigió- un lugar auténticamente remoto. No fluía demasiada información en aquellos momentos. Finalmente, tan sólo al cabo de ocho días el gobierno estadounidense, a través de una fuente de la CIA dentro del Kremlin, tuvo un informe completo de la situación.