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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (16 page)

BOOK: Los días oscuros
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-Entiendo que puedan necesitar de los servicios de Viktor -dije cautelosamente-. Aunque dudo mucho de que después de todo lo que hemos pasado nos apetezca salir a él o a mí de la isla en una temporada muy, muy larga. Estamos mental y físicamente exhaustos y lo único que queremos es un lugar seguro donde vivir y trabajar, lejos de esos seres de ahí afuera. Y además -añadí, haciéndome el tonto-, no tengo aún muy claro para qué necesitan ustedes los servicios de un abogado...

-¡Oh! -Alicia pareció sorprenderse de veras. Meneó la cabeza y me dijo suavemente-: Creo que está usted en un error. No es el gobierno quien necesita de los servicios de un abogado.

-¿Cómo dice? Entonces, ¿quién demonios...?

-Es el señor Pritchenko quien precisa de usted -dijo Alicia, pronunciando lentamente las palabras-. Y si me permite añadir algo, espero que sea usted realmente bueno en su trabajo, porque le va a hacer falta de verdad.

Por unos instantes me quedé tan atónito que no fui capaz de hablar. Si me hubiesen pedido que me comiese a mordiscos la antena de radar del Galicia no me habría parecido más sorprendente. En pocas palabras, no entendía nada.

-¿Viktor? ¿Mis servicios profesionales? Pero ¿de qué coño me está...?

-Esta mañana -me interrumpió la capitana Pons, súbitamente seria-, a las diez menos cuarto, el señor Viktor Pritchenko fue conducido de su celda a la sala de reconocimiento en la que hemos estado hasta hace un momento, para darle el alta de cuarentena y facilitarle su documentación de residente, como a usted. -Alicia me miraba ahora con una expresión muy seria en la cara-. Cuando iba por uno de los pasillos se cruzó con otro miembro de su grupo, la hermana Cecilia Iglesias, que se dirigía al mismo punto de reconocimiento para recoger su documentación. De repente, y sin mediar palabra, el señor Pritchenko le arrebató la porra a uno de los guardias que le escoltaban y comenzó a golpear en la cabeza a la hermana Cecilia hasta dejarla sin sentido en el suelo, antes de poder ser reducido por los agentes.

Me tambaleé como si me hubiesen dado un puñetazo en el estómago. Aquello era imposible. ¿Viktor agrediendo a sor Cecilia? No, de ninguna manera, aquello no podía ser real, tenía que haber una equivocación en alguna parte. El pequeño eslavo sentía auténtica veneración por aquella monja risueña, resuelta y vivaracha, que había sacado al ucraniano del profundo pozo de la crisis nerviosa a base de largas charlas y toneladas de consuelo y comprensión. ¿Atacarla, Viktor? ¿Por qué? Aquello era totalmente ridículo.

-La hermana Cecilia se encuentra ahora en estado de coma en la enfermería de a bordo y puede que muera en las próximas setenta y dos horas a causa de sus heridas -continuó Alicia Pons-. Lamento tener que comunicarle esto.

-Tiene que ser un error -dije, en el tono más calmado que pude encontrar dentro mí-. Viktor quiere a esa mujer como si fuese su madre. No es posible que lo que me está contando sea cierto.

-Parece difícil de aceptar, pero lamentablemente, no hay ninguna duda sobre cómo fueron los hechos -me respondió Alicia, con una nota triste en la voz-. Hay tres testigos de los hechos, los agentes de seguridad que les acompañaban en aquel instante, y uno de ellos es el jefe de guardias, un hombre de nuestra plena confianza -concluyó-. No existe la menor discrepancia en sus relatos.

Viktor, un asesino. No, aquello era imposible. Necesitaba verle. Tenía que hablar con él, saber qué demonios había pasado. Una vez más volvía a tener la asfixiante sensación de estar atrapado en las mandíbulas de algo que se me escapaba totalmente de control. La última vez que había tenido esa angustiosa sensación había sido a bordo de otro buque, el Zaren Kibish, y parecía haber pasado un milenio desde entonces. Notaba la mirada de Alicia Pons clavada en mí, mientras mi mente no dejaba de girar a toda velocidad. Tenía que tomar las riendas de aquello antes de que fuese demasiado tarde. Tenía que trazar un plan. Eso era.

-Quiere mi ayuda y la de Viktor, ¿verdad? -interpelé a Alicia Pons, que me observaba expectante-. Pues, para empezar, necesito que me lleve junto a él ahora mismo. No mañana, ni dentro de diez minutos, ni cuando lo tengan planeado. Necesito ver a mi amigo, y tiene que ser ya, si realmente quieren que colaboremos. ¿Puedo contar con usted?

-Por supuesto -respondió Alicia, un tanto apocada por mi reacción-. Sígame por aquí, por favor.

Bajamos por unas escaleras estrechas hasta una sala cerrada. En la puerta, dos agentes de expresión torva montaban guardia. Nada más traspasar el umbral me quedé petrificado. Mi amigo yacía en una esquina, desnudo de cintura para arriba, con un montón de hematomas en todo el cuerpo. Prit tenía el ojo derecho totalmente cerrado a causa de la hinchazón, y un enorme labio abultado se adivinaba debajo de su bigote manchado de sangre reseca.

Al verme, el pequeño ucraniano se incorporó, renqueante. Parecía estar molido.

-Prit, ¿pero qué demonios te han hecho? ¿Estás bien? -Las preguntas se agolpaban en mi boca, mientras mis manos palpaban rápidamente las costillas de Viktor, tratando de adivinar si tenía algún hueso roto.

-Escúchame -respondió entre toses el eslavo-, no sé qué historia te habrán contado, pero yo no he sido. ¿Me oyes? ¡Yo no he hecho nada! -Me agarró la manga, casi con desesperación-. ¡No les creas!

-Prit -respondí con calma, mientras le pasaba un brazo por encima del hombro-. No tengo la más mínima duda de que me dices la verdad. Si lo dudase, aunque sólo fuese por un segundo, no merecería ser tu amigo. No te preocupes, viejo. Te sacaré de este embrollo.

-Espero que seas mejor abogado que enfermero -me respondió Viktor con sorna, mientras levantaba su mano izquierda para mostrarme sus dos dedos amputados.

El recuerdo de mis penosos esfuerzos para hacerle una cura de urgencia en un lejano concesionario de Mercedes consiguió arrancarme una amarga sonrisa. Aquel pequeño y condenado ucraniano y yo habíamos pasado muchas aventuras juntos. No pensaba dejar-le en la estacada.

-Soy lo mejor que puedes permitirte, así que sería conveniente que no fueses muy exigente -le respondí bromeando, mientras le pegaba un puñetazo amistoso en el brazo-. Y para empezar no me importaría que a partir de ahora te dirigieses a mí con la corrección y el respeto que merece tu abogado.

Ante esto, Prit me respondió con algo poco decoroso referido a la honradez de mi madre, mientras esbozaba una sonrisa que le arrancó un ramalazo de dolor al agrietarse de nuevo su labio partido.

-Bien, por lo visto nos tiene usted a su disposición, señora Pons -me volví hacia la militar que nos observaba atentamente-. Ahora dígame, ¿dónde diablos está Lucía? ¿Y Lúculo?

Antes de que pudiese darme una respuesta vi cómo se recortaba en la puerta de aquel camarote una silueta femenina terriblemente familiar, ágil y alta. Por un instante pareció dudar en la entrada, como si temiese dar un paso adelante. A la luz que se filtraba por el ojo de buey podía adivinar la piel de sus brazos, cubiertos de pecas, de las que podría hacer un mapa con los ojos cerrados, de tantas veces que las había contemplado en silencio. En medio de aquellos brazos que yo sabía suaves como el terciopelo, una enorme bola de pelo naranja se removía inquieta, pugnando por librarse del abrazo y saltar al suelo. Finalmente, con un maullido de indignación, Lúculo consiguió zafarse y en cuatro rápidos saltos lo tenía ronroneando en mi regazo, contento por reunirse de nuevo conmigo.

Antes de que me diese tiempo a hacer cualquier clase de comentario ingenioso, Lucía ya había cruzado la sala. Mis labios la buscaron, sedientos de su sabor, mientras nos fundíamos en un prolongado e intenso abrazo. Finalmente, cuando nos separamos, pude ver con más claridad a mi chica. Tenía un feo moratón en la sien izquierda, y parecía estar visiblemente más delgada y algo pálida, pero por lo demás estaba tan guapa como siempre. Un brillo de furia titilaba en sus ojos verdes, arrasados por las lágrimas.

-¿Sabes lo que han hecho esos... esos...? -La ira apenas le permitía articular palabra, pero captaba perfectamente el mensaje.

La sujeté por los hombros, mientras le susurraba palabras tranquilizadoras al oído. Mientras lo hacía, notaba cómo una corriente de determinación me iba invadiendo lentamente. Por primera vez en meses me sentía de nuevo con las pilas cargadas. Volvía a sentirme inundado del extraño valor que me había permitido sobrevivir cuando el mundo se había ido al infierno un año antes.

La capitana Pons dijo algo en aquel momento referido a «bajar a tierra de una vez», pero ni siquiera fui capaz de prestarle atención. Tenía prácticamente a toda mi «familia» a mi alrededor y me sentía enormemente aliviado. La ausencia de sor Cecilia me pesaba como una losa, pero estaba convencido de que la monja, dotada de un espíritu inquebrantable, saldría adelante. Del resto, incluido el problema de Prit, nos encargaríamos en su momento. A mayores retos nos habíamos enfrentado, y habíamos sido capaces de salir adelante.

Sujetando a un maltrecho Prit entre Lucía y yo, salimos de aquel pequeño camarote sin mirar atrás, íbamos a bajar a tierra. Por fin íbamos a saber cómo era el nuevo mundo de los escasos supervivientes. Por fin sabríamos qué era lo que quedaba de la raza humana.

Y estábamos preparados para ello. Fuera lo que fuese. Y al diablo con las consecuencias.

17

Tenerife

Estábamos en tierra. Antes de salir del barco nos habían facilitado un enorme fajo de documentación: pasaportes, certificados de cuarentena, cartillas de racionamiento, permisos de circulación y una pequeña tarjeta plastificada que nos identificaba a Prit y a mí como «personal auxiliar de la Armada Clase B». A Lucía sin embargo le habían dado otra distinta, de color anaranjado, que simplemente la clasificaba como residente civil. No sabíamos si eso iba a suponer algún problema.

Para Lúculo no me habían dado nada, excepto el consejo de que lo vigilase bien. Por lo visto, no habían sobrevivido muchos gatos, y «estaban bastante solicitados». No sé qué habían querido decir con eso, pero me mosqueaba.

El trayecto hasta el puerto fue bastante corto, algo menos de diez minutos. Lo hicimos en un pequeño buque auxiliar de la Marina que aparentaba tener al menos cien años, empujado por un petardeante motor de dos tiempos. Aquella antigualla tenía un motor tan primitivo que aceptaba gasóleo de la peor calidad, inaceptable para un motor más moderno, así que la habían puesto de nuevo en servicio. Yo, por mi parte, no me sentí seguro del todo hasta que tocamos el muelle. Me daba la sensación de que nos íbamos a ir al fondo de la bahía en cualquier momento, acompañando a aquel cascarón que debía datar de las guerras de África, por lo menos.

El puerto de Tenerife estaba abarrotado. Cientos de personas se afanaban de un lado a otro, ocupadas en sus quehaceres. Por regla general todo el mundo parecía tranquilo, no muy bien alimentado, pero bien vestido y sano. No podía decir que viese a la gente inmensamente feliz, pero al menos estaban bastante serenos. Supuse que la mayoría aún se pellizcaba para estar seguros de que habían sobrevivido al infierno.

El patrón del barco que nos llevó a tierra, un tipo dicharachero y expansivo, nos dijo que en la isla vivían cerca de un millón y medio de personas. Puede que pareciese mucho, pero es que antes de la epidemia vivían en Tenerife más de ochocientas mil. Cuando llegaron las interminables oleadas de refugiados de Europa y América en los primeros días del Apocalipsis, la cifra total de habitantes debió de alcanzar en algún momento una cifra superior a varios millones de personas, con toda seguridad.

¿Qué demonios había ocurrido con toda esa masa? ¿Dónde se habían metido? No sabía qué diablos pasaba, pero de ser cierto lo que contaba aquel hombre, faltaba gente. Mucha gente.

Un tipo de uniforme estaba en el muelle, esperándonos para comprobar nuestra documentación. Ligeramente sorprendido, observé que había banderas por todas partes, como si a los supervivientes les hubiese dado un repentino ataque de patriotismo. Incluso en el autobús que nos tenía que llevar a nuestro nuevo domicilio ondeaban banderas, no sólo la española, sino aquella curiosa insignia azul que había visto en el tope del mástil del Galicia.

Había algo que se me escapaba. Y nadie parecía tener ganas de contarnos qué diablos pasaba exactamente.

18

Fue un fin de semana realmente sorprendente. La última vez que había estado en Canarias había sido en unas vacaciones, antes del Apocalipsis. Siempre había tenido ganas de volver a las islas, pero ni en mis pesadillas más salvajes hubiese imaginado una vuelta en aquellas condiciones tan... especiales.

Una vez que el oficial del puerto (un tipo sudoroso y estresado, que estaba atendiendo cinco cosas a la vez) revisó nuestra documentación, nos dio un apresurado apretón de manos y se alejó velozmente para atender algún asunto urgente que le reclamaba en otra parte. Prit, Lucía y yo nos quedamos de pie en el muelle, con todo nuestro equipaje a los pies, esperando el autobús sin saber muy bien qué hacer.

Me sentía intranquilo. Algo en todo aquello hacía que estuviese con los nervios a punto de estallar, y por la expresión de Prit y Lucía supe que a ellos les ocurría exactamente lo mismo. El ucraniano se pasaba nerviosamente la lengua por su labio partido, mirando con ansiedad hacia todas partes, mientras sus manos buscaban de forma inconsciente un arma que no tenía. Lucía, por su parte, se había ido pegando imperceptiblemente a mi cuerpo y sostenía a Lúculo contra su pecho, buscando refugio. Hasta el gato vibraba de nerviosismo.

Tardé un buen rato en darme cuenta. Era la gente. Tan sólo eso. Había más personas allí. Estábamos rodeados por una multitud de gente que iba y venía a nuestro alrededor, ocupados en sus asuntos, gente que pasaba rozándonos, sin apenas echar un vistazo a aquel curioso trío atemorizado sobre el cemento del puerto de Tenerife. Cerré los ojos, mareado. El rumor de la muchedumbre nos envolvía por todas partes. Gritos, retazos de conversaciones, risas, el lloro de un niño, el murmullo de fondo de cientos de bocas hablando a la vez, el relincho de un caballo... Después de más de un año rodeado del silencio del cementerio, aquel gentío resultaba sorprendente.

Fue Lucía quien nos hizo notar otro pequeño detalle. Allí, por primera vez desde hacía meses, no olía a podredumbre. Mil y un aromas flotaban en el ambiente, algunos agradables y otros desagradables (estábamos en un puerto, al fin y al cabo), pero todos ellos eran decididamente humanos.

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