Y ahí era donde por lo visto entrábamos nosotros. Prit era uno de los pilotos de helicóptero con más horas de vuelo que habían sobrevivido al caos, lo que lo convertía automáticamente en un elemento de un valor incalculable. Por mi parte, y a los ojos burocráticos del sistema, el hecho de haber pasado más de un año en «territorio apache» (así llamaban en el argot militar a las zonas infestadas de No Muertos) me convertía en un veterano experimentado, capacitado no sólo para sobrevivir en un entorno hostil, sino para cuidar de la gente menos experimentada de mi equipo.
Mientras Viena hablaba, notaba cómo la sangre se iba escapando paulatinamente de mi rostro. Aquel tipo no podía estar hablando en serio. ¿Yo, un «veterano experimentado»? ¿De qué demonios estaba hablando? ¡Si me había pasado la mayor parte de aquel año corriendo como un conejo de un lugar a otro, o escondido bajo tierra en el sótano bunker del hospital Meixoeiro! Desde luego, no era ningún Rambo, tal y como ellos parecían pensar.
Educadamente le hice todas estas observaciones al señor Viena (y de paso le comenté, por si no se había dado cuenta, que Viktor Pritchenko, aunque sin duda un excepcional piloto, había perdido media mano en una explosión). No éramos quienes ellos creían. Tan sólo éramos dos supervivientes, agotados y exhaustos, que pretendían comenzar una nueva vida allí, nada más. Haríamos cualquier trabajo que se nos encomendase, pero no éramos soldados, y ni por todo el oro del mundo volveríamos al llamado territorio apache. Dije todo esto en una larga parrafada y finalmente me arrellané en la silla, contemplando a mi interlocutor, muy satisfecho.
Viena se nos quedó mirando por unos instantes, totalmente inmóvil. A continuación carraspeó y se dirigió a ambos.
-Señores, creo que no lo han entendido bien. Lo que les estoy planteando no es una oferta, sino una orden, y no mía, sino de mucho más arriba. Si por alguna extraña casualidad pensasen que siguen instalados en su ordenada vida previa al Apocalipsis, es mejor que vayan abandonando esa idea cuanto antes. El mundo ha cambiado por completo, y ese cambio nos afecta a todos. A todos, señores. Y eso les incluye a ustedes. -Se giró hacia Prit y continuó-: El señor Pritchenko posiblemente no haya caído en que se encuentra en una situación muy delicada. Es cierto que, como dije antes, es posiblemente uno de los pilotos más experimentados que actualmente hay en las islas, y sólo Dios sabe lo necesitados que estamos de buenos pilotos. Pero también está ese feo asunto de la monja...
Agarré a Prit por el brazo, para evitar que saltase sobre la mesa, mientras el ucraniano barbotaba una ristra de palabrotas ininteligibles en ruso.
-Lo cual nos lleva a la siguiente situación. -Viena cabeceó con aire pensativo, indiferente a la reacción del eslavo-. Si el señor Pritchenko se alista voluntariamente en este cuerpo de intendencia, supongo que podríamos, ¿cómo decirlo?, buscar una solución amistosa y agradable para todas las partes en el incidente del Galicia, lo cual equivaldría sin duda a la retirada de cargos y a que no tuviese lugar un juicio.
»En cuanto a usted -esta vez se giró hacia mí-, no hace falta que le diga lo necesaria que es una persona dotada de su experiencia para enfrentarse a esas cosas. La mayoría de los miembros de nuestros grupos de incursión han estado como mucho tres o cuatro veces en territorio apache desde que huyeron de sus Puntos Seguros. Usted, sin embargo -se interrumpió para ojear mi expediente-, ha sobrevivido junto con sus amigos durante más de un año ahí fuera -sonrió- y eso es algo que no muchos pueden decir por aquí.
Me quedé en silencio por unos segundos. En su boca todo aquello tenía sentido, por más que supiese que no era del todo verdad. Y además sabía que Prit estaba cogido por las pelotas y no tendría más remedio que aceptar. La sola idea de dejar a mi único amigo en la estacada me revolvía el estómago. Además, por otra parte, si no aceptaba aquel puesto no sabía de qué demonios iba a vivir. No hacían falta muchos abogados en aquel momento, tal y como había tenido la oportunidad de comprobar. La decisión estaba clara.
Miré hacia Prit y tropecé con la mirada resignada del pequeño eslavo. «Qué le vamos a hacer», decían sus ojos.
-Por lo menos iremos juntos, ¿verdad? -me preguntó resignado, mientras me apoyaba la mano en el hombro.
-Por supuesto -respondí, ocultando mi angustia-. Iremos juntos, Prit, no lo dudes. -Sin embargo, mi mente no paraba de pensar a toda velocidad. Otra vez al lío. Joder.
-¡Estupendo, señores! -palmoteó alegre Viena, mientras sellaba rápidamente unos impresos y nos los ponía delante para su firma-. En cuanto salgan de aquí les llevarán al cuartel de su grupo. Si tienen algo que arreglar en casa, háganlo con urgencia. -Nos miró con seriedad sobre el cristal de sus gafas mientras cambiaba el tono de su voz-. Salen mañana mismo hacia la península. Y no hace falta que les diga qué es lo que se van a encontrar allí.
Era una mañana desacostumbradamente fría, para la temperatura que por lo general hacía en Canarias. Era temprano, muy temprano, y aún se podía ver a Venus titilando en el cielo mientras nuestro pequeño grupo se frotaba las manos y pateaba en el suelo de cemento del aeropuerto Reina Sofía tratando de combatir el intenso frío matutino.
Apenas habían pasado unas cuantas horas desde nuestra reunión con Luis Viena. Des-de entonces tan sólo tuvimos la oportunidad de volver a nuestro domicilio para recoger un puñado de efectos personales y despedirnos de nuestros familiares. Lo peor para mí fue sin duda cuando le dije a Lucía que nos habían «alistado» en una unidad de apoyo. Desde el momento en que le confesé que Prit y yo tendríamos que volver a la península, mi chica había pasado por varias fases: cabreo, indignación, llanto, furia... Y finalmente pareció aceptar la situación con resignación. Sin embargo, aquella mañana, al despedirse de mí, la noté más distante, más fría. No la culpaba.
No se podía decir que me responsabilizase de la situación, pero para mí estaba claro que había una barrera entre nosotros que antes no existía. No entendía nada, hasta que Prit me explicó lo que hasta el más ciego podría ver. Lucía había perdido a todos sus seres queridos en muy poco tiempo, e indudablemente fue una experiencia traumática. Todo lo que tenía en aquel momento, éramos Prit, sor Cecilia y yo.
Y mientras la monja se debatía entre la vida y la muerte, nosotros nos íbamos en una expedición de alto riesgo.
Lucía temía sufrir de nuevo la misma horrible experiencia de Vigo. Y lo único que yo había notado era que estaba distante. Pensaba que se había enfadado conmigo. ¡Maldito idiota!
Ardía en deseos de salir corriendo hacia nuestra casa, sujetarla entre mis brazos y decirle que no se preocupase, que por nada del mundo dejaría de volver, que todo iría bien... pero no lo hice en su momento y entonces ya era demasiado tarde para salir de allí.
Las últimas horas no habían sido mucho más fáciles para nosotros. Nos las habíamos pasado en una zona militar acotada en Los Rodeos, el otro aeropuerto de la isla. Allí tu-vimos tiempo para conocer personalmente al resto del equipo, así como para adiestrarnos en el uso del material que íbamos a utilizar en aquella misión.
Quince minutos antes, un oficial estirado se había acercado a nosotros y nos había conducido hasta un hangar vacío situado en un extremo del viejo aeropuerto. Allí, se subió al capó de un URO, de forma que todos pudiésemos verlo, y nos desveló el destino de nuestra misión. Cuando oí lo que salió de su boca sentí deseos de pellizcarme, para comprobar que estaba despierto. Aquello, pensé, tenía que ser una broma pesada.
Pero no. Era real. Jodida y tristemente real.
Nos mandaban de vuelta a la península. A Madrid, concretamente. Posiblemente uno de los veinte o treinta puntos más peligrosos de toda Europa en aquellos momentos. Y nos lanzaban allí de cabeza.
Madrid no era precisamente un rincón abandonado y tranquilo, un lugar donde fuese difícil encontrarse con un grupo de No Muertos. Antes del Apocalipsis vivían en la ciudad y en sus alrededores casi seis millones de personas. Según el censo de residentes y acogidos de Tenerife, no había en la isla más de quince mil personas que fuesen refugiados procedentes de esa zona. Así que era fácil suponer que nos íbamos a meter de cabeza en una zona por donde pulularían varios millones de No Muertos, esperándonos. Resultaba aterrador.
-¡Nuestro objetivo son los restos del Punto Seguro Tres, de los cinco que se crearon en la ciudad! -voceaba el oficial subido sobre el todoterreno-. Dicho punto resistió tan sólo cuatro días los asaltos de los No Muertos y se cree que más de tres cuartos de millón de personas perdieron la vida en su interior.
Paseó su mirada sobre el grupo, mientras aquella terrible cifra resonaba en nuestros oídos.
-¡Pero no van ustedes allí para contemplar el paisaje de después de la batalla! Dentro de ese punto estaba situado el complejo de edificios del hospital de La Paz. Era la estructura más grande de todo el Punto Seguro y en ella se instalaron oficinas, almacenes, comedores y dormitorios comunes... y justo a su lado se instaló el mayor almacén farmacéutico de toda la capital, con la misión de abastecer de medicamentos al resto de los Puntos Seguros por vía aérea. -Hizo una pausa antes de continuar-. Lamentablemente, la marea de No Muertos frustró desde el principio ese plan.
Miré al ucraniano, tan absorto como yo en las explicaciones del oficial. Si las cuentas no fallaban, dentro de ese almacén tenía que haber toneladas de medicamentos, decomisados de los almacenes que Bayer, Pfeizzer y el resto de las casas fabricantes tenían en los parques industriales cercanos durante los últimos días caóticos. Esas toneladas de medicamentos eran indispensables para nosotros, tanto o más que el combustible o las armas. Sin ellos, nuestra asistencia sanitaria, ya de por sí precaria por la falta de personal médico, retrocedería más o menos hasta el siglo XVIII. Por lo que nos contaba el oficial, la situación empezaba a ser angustiosa en los pocos hospitales abiertos en Tenerife. Hacían falta antibióticos, insulina, sueros, opiáceos, analgésicos, sedantes... la lista era infinita. Las reservas estaban bajo mínimos, y la producción propia era aún demasiado pequeña. Y eso sin contar que había determinados productos que era imposible fabricar en aquellas condiciones. Así que no quedaba otra opción que ir hasta allí.
Todos los hospitales de las otras islas, infestadas de No Muertos, ya habían sido saqueados por equipos parecidos al nuestro, y por desgracia, las bajas propias en cada uno de estos viajes habían sido muy altas. Así que habían decidido apostar por Madrid, el premio gordo. Pero al menos no íbamos a ciegas.
Hasta poco antes de que se desatase el caos, España y Francia compartían el uso de un satélite espía, el Helios II. Aunque su control central estaba en Francia, existía una subdivisión de control en algún lugar no revelado de la península.
Tras varios intentos fallidos por parte de los escasísimos técnicos e informáticos supervivientes, finalmente se logró crear una réplica de su base de control en Tenerife. En aquel momento el Helios II y sus cámaras eran nuestros ojos sobre el sur de Europa. El hecho de que no hubiesen tenido ningún problema para tomar el control del satélite me llevaba a pensar que en Francia, o no estaban interesados, o no quedaba nadie con capacidad para poder tomar decisiones de ese calibre. «En fin -me dije-, supongo que eso no es nuestro problema. Que cada uno cuide su culo.»
Las imágenes tomadas por el pájaro sobre Madrid no dejaban lugar a dudas. La ciudad estaba prácticamente intacta, salvo algún barrio que parecía haber ardido hasta los cimientos. Desde el espacio, el almacén estaba intacto, al menos aparentemente. Lo que nos encontrásemos allí en persona era una incógnita.
Despegamos entre la penumbra, coincidiendo con la salida del sol. Volamos directamente hasta la península en un Airbus A-320, al que le habían quitado prácticamente todos los asientos, menos los de primera clase, para transformarlo en un gigantesco carguero. Nuestro destino era el antiguo aeródromo militar de Cuatro Vientos, a ocho kilómetros de la capital. Alguien, meses antes, se había dado cuenta a través del satélite de que el perímetro del aeródromo, totalmente vallado, estaba intacto, y no se apreciaba ningún movimiento en las instalaciones. Tras varias semanas de observación, habían llegado a la conclusión de que las instalaciones estaban desiertas y que «probablemente» eran totalmente seguras (el «probablemente» era lo que más me mosqueaba).
El único acceso posible que podía estar abierto era el edificio principal, y los últimos informes fiables, obtenidos antes de que las comunicaciones cayesen junto con los Puntos Seguros, decían que el aeródromo había sido clausurado a cal y canto, así que si los cálculos no fallaban, el complejo debería estar cerrado, seguro... y vacío.
Por tanto, nuestro primer objetivo era asegurar el aeropuerto, y sellarlo herméticamente. Para eso nos acompañaba un pelotón de legionarios, de los pocos que habían sobrevivido al Apocalipsis, con uniforme completo de combate y armados hasta los dientes. Una vez hecho eso, ellos se quedarían allí, controlando el perímetro, y sería nuestro turno. Entonces las cosas se pondrían muy movidas, sin duda.
-¡Joder! -masculló Lucía mientras trataba de retirar apresuradamente el cazo de leche del hornillo para evitar que se desbordase. Con rapidez, lo retiró del pequeño fogón, sin poder impedir que la mitad del contenido se derramase sobre las llamas, esparciendo instantáneamente un olor acre a leche quemada por todo el cuartucho.
Sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos. Sólo se había despistado un instante, pero se sentía como una estúpida. Sabía de sobra que la leche estaba estrictamente racionada, un litro por persona cada dos semanas, y por su culpa se había derramado casi medio litro de manera irremediable... ¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿De dónde rayos iba a sacar nuevos cupones de racionamiento?
Desalentada, se dejó caer en una silla mientras echaba una ojeada a su alrededor. Des-de que habían llegado a Canarias todo había ido rematadamente mal. Primero, la cuarentena a bordo de aquel condenado barco, metida en aquella celda diminuta, sin saber qué iba a suceder. Durante un largo mes se había despertado por las noches, jadeando, cubierta de sudor, sintiendo cómo las paredes de aquel cubil la aplastaban, en medio de una rutina sólo alterada por las visitas regulares de aquellos médicos espectrales envueltos en sus trajes de aislamiento. Después, sin razón aparente, les habían soltado, e inmediatamente descubrió horrorizada que un sádico salido de un campo nazi había golpeado a sor Cecilia casi hasta la muerte.