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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (21 page)

BOOK: Los días oscuros
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Eso era bueno, sin duda alguna, pero la situación distaba mucho de ser la ideal. Había miles de personas que pasaban un hambre atroz, ya que pese a los esfuerzos del gobierno, las reservas de alimentos eran ridículamente escasas. Todos los días, una flota de pesqueros, muchos de ellos a vela, salía a faenar tratando de volver con las bodegas llenas para una multitud expectante, pero las capturas eran siempre demasiado cortas. Además, grandes zonas de la isla habían sido despejadas para organizar granjas de agricultura intensiva, pero el rendimiento de las mismas aún era muy pobre. Los técnicos que se esforzaban en ponerlas en marcha decían que la carestía de abonos químicos y de plaguicidas impedía obtener buenas cosechas, pero el sentir general era que aquella tierra volcánica era demasiado débil para alimentar a la multitud que correteaba de aquí para allá. El comer carne fresca era, por otra parte, algo al alcance de sólo unos pocos afortunados. Era habitual cruzarse con gente muy delgada, con los pómulos salientes y con los ojos brillantes de hambre. No, definitivamente, no había mucha gente que lo estuviese pasando bien, pero sin duda alguna, muy pocos querían abandonar la relativa seguridad de la isla. No, ni en broma.

Y luego estaba el asunto de los froilos, por supuesto.

Lucía recordaba la confusión que su pequeño grupo había sentido al principio, nada más tomar tierra en Canarias, cuando todo el mundo les hablaba con total naturalidad de los Otros o, más corrientemente, de los froilos. Al principio habían pensado erróneamente que era la manera que tenía aquella gente de referirse a los No Muertos que infestaban el resto del mundo, pero pronto los sacaron de su error.

Cuando los supervivientes comenzaron a hacinarse en las Canarias pronto fueron conscientes de una dolorosa realidad. El sistema, tal y como lo habían conocido en el viejo mundo, había saltado por los aires. Durante una corta temporada, la gente había tratado de actuar con naturalidad, como si las circunstancias no hubiesen cambiado, pero aquello no tenía ningún sentido.

La mayor parte del gobierno había desaparecido en el marasmo que precedió a la caída, y tan sólo un grupo de ministros, junto con algún presidente autonómico, habían conseguido ponerse a salvo. Del presidente del gobierno no había la menor noticia. Algunos rumores apuntaban a que la caravana presidencial se había perdido en algún punto del camino entre la Moncloa y Torrejón de Ardoz, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. El jefe del partido de la oposición, por su parte, había alcanzado la seguridad de las islas gracias a un viejo amigo, propietario de una línea aérea, que lo había evacuado in extremis a él y a su familia, pero su destino había sido cruel, ya que falleció a las pocas semanas de tomar tierra en un estúpido accidente de circulación. Con respecto a la Familia Real, todos ellos habían logrado alcanzar la seguridad de las Canarias excepto el príncipe de Asturias y los duques de Palma. Su destino era todo un misterio, pero nadie apostaba un duro por su supervivencia.

Al principio el rey había tratado de formar un gobierno de concentración nacional para hacer frente a la situación (no faltaron los escépticos que apuntaron cínicamente que, perdida la península, no quedaba mucha nación por concentrar). Aquello funcionó tan sólo unos meses, hasta que una mañana el cuerpo de Juan Carlos I de Borbón apareció tirado en el suelo del baño de su residencia, fulminado por un derrame cerebral. El rey Juan Carlos tuvo el dudoso honor de disfrutar probablemente del último funeral de Estado que iba a ver aquella parte del mundo, pero la situación provocada por su desaparición fue casi más caótica que la provocada por los No Muertos.

Sin un gobierno legítimo, descabezada la Casa Real, los militares se agitaban inquietos, sin saber a qué autoridad deberle obediencia y abrumados con la pesada responsabilidad de proteger y alimentar a una muchedumbre humana de más de un millón de personas, sin apenas estructura administrativa ni sanitaria.

Finalmente, un grupo de generales decidió tomar el toro por los cuernos. Siendo la siguiente en la sucesión la infanta Elena, ésta fue llevada al cabildo de Tenerife y proclamada reina de España en una atropellada ceremonia de la que muchos supervivientes apenas tuvieron noticia.

Pronto quedó claro que aquella proclamación no había tenido más objeto que legitimar el ejercicio de poder de facto de una Junta Militar. La reina Elena no era más que una marioneta en manos de la junta de generales, quienes gobernaban de hecho las dos islas libres de plaga, Gran Canaria y Tenerife. Tan sólo tres semanas después de haber sido proclamada, la reina Elena I de Borbón falleció asesinada a tiros en una visita a una granja comunal, a manos de un miembro de un grupo republicano articulado en torno a los restos del Partido Comunista.

El caos estalló. Durante catorce días las islas ardieron en disturbios entre los partidarios de Froilán, el hijo de Elena, y por tanto nuevo rey, y los defensores de la Tercera República. Ambas partes eran muy conscientes desde el principio de que eran demasiado débiles como para imponerse a la otra, y que una guerra civil larga quedaba muy por encima de sus posibilidades.

Finalmente ambas partes alcanzaron un statu quo: la isla de Gran Canaria quedaba bajo el control de los monárquicos (llamados despectivamente froilos por los republicanos), agrupados en torno a la figura del pequeño Froilán y la Junta Militar que lo tutelaba.

Tenerife, por su parte, se declaraba, pomposamente, «territorio de la Tercera República Española» y elegía un presidente, así como un «Gobierno Democrático de Emergencia Nacional». Lo cierto es que la democracia, tanto en una isla como en otra, tan sólo era una bella palabra en la que se escudaban los respectivos grupos de poder para tomar posiciones y tratar de sobrevivir. Como una vieja dama arruinada, que aún conserva algún vestido ajado de sus buenos años y el juego de cucharillas de plata de la abuela, ambos gobiernos trataban de arroparse con los últimos retazos de legalidad que aún persistían, mientras que por debajo de la mesa no dejaban de lanzarse puñetazos. Oficialmente, ambas partes no estaban en guerra, pero tampoco se reconocían legitimidad alguna. Los enfrentamientos de las partidas de avituallamiento eran frecuentes, y no era inusual que estas refriegas causasen incluso más bajas que los propios No Muertos.

Cuando el grupo de Lucía había llegado a las islas, el enfrentamiento entre froilos y republicanos estaba en todo lo alto, y la paranoia de las infiltraciones enemigas ardía con fuerza. Pese a la división de hecho entre las dos islas, cada bando sabía que disponía de miles de partidarios en la isla de enfrente... así como de miles de infiltrados en sus propias filas. Que la quinta columna comenzase a funcionar tan sólo era una cuestión de tiempo.

24

Madrid

Al oír los disparos, me lancé sobre una de las ventanillas, tratando de ver lo que acontecía en el exterior. Los legionarios, después de tocar tierra al pie del aparato, se habían dividido en grupos de tres hombres, y se dirigían a diversos puntos de la pista o del edificio de la terminal. Mientras cuatro de los grupos se desplegaban en las cercanías del Airbus, el quinto correteaba a lo largo de la superficie de cemento, en dirección a la puerta situada en el extremo más alejado de la base aérea. Sin duda alguna, a los tres tipos de aquel grupo les había tocado bailar con la más fea. La zona a la que se dirigían quedaba fuera de nuestra vista, en dirección a los hangares del cercano Museo del Aire. Si iban a tener algún tipo de problema estarían demasiado lejos para que alguien pudiese ayudar-les a tiempo, y eso era algo que ellos seguramente ya sabían. No les envidiaba.

Una nueva ráfaga me sobresaltó de repente. Giré la cabeza hacia el origen de los disparos, justo junto al edificio de la terminal. Tres No Muertos habían aparecido tambaleantes, atraídos por nuestra presencia, a través de una de las puertas que daban a la pista. Eran un hombre de edad madura, de unos cincuenta años y amplio mostacho cubierto de grumos de sangre, junto con dos mujeres, a una de las cuales le faltaba un brazo a la altura del hombro.

Allí estaban otra vez, incansables.

Los jodidos No Muertos.

Me estremecí al contemplarlos de nuevo. El paso del tiempo parecía afectar muy poco a aquellos seres. Confiaba en que con el transcurrir de los meses se fuesen degradando, o pudriéndose, pero pese a estar muertos, sus cuerpos parecían aguantar bien. No me cabía duda de que estaban sufriendo alguna forma de degeneración (no parecían tan «frescos» como al principio del caos), pero era un cambio difícil de explicar, tan sutil, tan lento, que daba la sensación de que les llevaría años, o siglos, morirse por sí mismos. Y los supervivientes no teníamos tanto tiempo. Era aterrador.

En cuanto a aquellos tres, su ropa estaba en muy buen estado, por lo que supuse que debían haber pasado la mayor parte del tiempo dentro de la terminal, sin sufrir los efectos de la intemperie. Uno de ellos, el de los bigotes ensangrentados, aún vestía una especie de mono verde del personal de limpieza del aeropuerto, mientras que las otras dos parecían civiles, azafatas, o algo por el estilo. La sangre acartonada que cubría sus ropas no me permitía distinguir con mucha precisión.

El grupo de legionarios más cercano a la puerta no pareció ni inmutarse ante su presencia. Con una gran sangre fría, simplemente dejaron que se acercasen hasta una distancia inferior a dos metros antes de actuar.

Su modus operandi era muy peculiar. En cada equipo de tres soldados había un tirador de largo alcance, otro de corto alcance y un jefe observador. Este último se situaba en medio de los otros dos y su función era la de asegurarse de que ningún No Muerto se acercaba demasiado a ellos sin ser advertido, así como dar apoyo a los tiradores, cargándoles las armas.

El tirador de largo alcance y el de corto alcance alternaban sus posiciones con frecuencia, y si las circunstancias lo aconsejaban actuaban los dos en el mismo papel.

Como por ejemplo, en aquel justo momento. Los tres miembros del equipo cruzaron sus HK en la espalda y tras colocarse rápidamente unas gafas protectoras de plástico, desenfundaron sus pistolas. Durante unos interminables segundos, puede que incluso más de un minuto, permitieron que los engendros se fuesen acercando lentamente, casi hasta que llegaron a la distancia de un brazo. Entonces, a la orden del jefe de unidad, todos apretaron el gatillo, casi a quemarropa.

La cabeza de los tres No Muertos explotó casi simultáneamente, en medio de un surtidor de sangre, astillas de hueso y vísceras, mientras los cuerpos caían sobre el cemento, sacudidos por una última convulsión. No pude reprimir un sonoro «¡Joder!», al tiempo que retrocedía involuntariamente un paso y tropezaba con un asiento. Aquello había sido algo tan inesperado y macabro que de golpe sentí el desayuno subiendo por la garganta, imparable.

-Munición explosiva -murmuró Prit, con una sonrisa lobuna en la boca, mientras se giraba para ayudarme a levantarme-. Hasta un disparo mal colocado se convierte así en algo definitivo. Esta gente sabe lo que hace. No dejan nada al azar.

Los tres legionarios saltaron despreocupadamente sobre los cadáveres y continuaron corriendo hacia el interior del edificio. Otro de los grupos ya había entrado en la torre de control, mientras un tercero se afanaba en colocar un juego de baterías nuevo en uno de los vehículos eléctricos del aeropuerto. Al cabo de un instante, el pequeño autobús cobró vida y comenzó a rodar lentamente sobre sus ruedas deshinchadas, tras largos meses a la intemperie. No serviría para un desplazamiento muy largo, pero les valdría para comprobar todo el perímetro.

Nuevos disparos sonaban en el interior de la terminal. Prit saltaba sobre sus pies, inquieto, con la expresión de un cazador hambriento dibujada en su rostro. El ucraniano deseaba salir del avión para, según él, «cazar unos cuantos patos en la charca». Yo, por mi parte, no tenía tantas ganas de salir. Por lo que a mí respectaba, me sentía muy cómodo dentro del avión.

-Pero ¿a qué demonios estamos esperando? -gruñía el ucraniano, dirigiéndose hacia la puerta-. ¡Vamos allá!

-No tengas tanta prisa, señor Pritchenko -le detuvo Pauli, mientras estiraba un brazo, sujetando al inquieto ucraniano, que ya se escurría como una anguila por el pasillo del avión, hacia la puerta-. Escúchame, ¡por favor! Los legionarios han ensayado esta operación durante semanas. Tenemos que quedarnos en el aparato hasta que hayan asegurado el perímetro. Sólo entonces podremos salir. Además, tu misión consiste únicamente en pilotar un helicóptero, y nada más. ¿Entiendes?

-¡Pueden necesitar nuestra ayuda! -resopló Viktor mientras dirigía miradas urgentes hacia la puerta del avión-. ¡Están ahí fuera limpiando la zona mientras nosotros estamos aquí sin hacer nada, maldita sea!

-Ellos saben que estamos aquí -intervine, tratando de tranquilizar a mi amigo-. Si nos necesitan, nos lo harán saber por radio. Además -añadí-, si salimos ahí fuera ahora, corremos el riesgo de que nos peguen un tiro, confundiéndonos con un No Muerto. Tenemos que esperar, Prit. Compréndelo.

El ucraniano se giró enfurruñado, maldiciendo por lo bajo. Estaba deseando salir a cargarse bichos y sin embargo le mantenían allí dentro, encerrado, lo que le resultaba enormemente frustrante. Podía entenderlo. A mí los No Muertos me inspiraban terror, no tengo reparo en reconocerlo. Él sin embargo no sólo no los temía, sino que los odiaba, y quería descargar su ira sobre ellos. Son cosas distintas.

Un estrépito de cristales rotos sonó de golpe, atrayendo nuestra atención. Un enorme ventanal de la terminal de pasajeros había volado en pedazos. En medio de la lluvia de cristales pude ver tres o cuatro cuerpos con la cabeza destrozada cayendo al vacío, mientras los destellos de las armas de fuego teñían de un amarillo sulfuroso la habitación de donde habían salido. Con un golpe sordo los cuerpos cayeron sobre el asfalto y finalmente, por un segundo se hizo el silencio. Dentro del avión se podría oír hasta el vuelo de una mosca. De repente, una radio crepitó con violencia, sobresaltándonos a todos.

-Alfa Tres, listo y en posición. Terminal asegurada, puertas cerradas y apuntaladas por el interior. Doce indios caídos, ninguna baja propia. Esperamos instrucciones, cambio.

-Alfa Tres, mantengan posición -respondió Tank levantándose, mientras nos hacía señas para que fuésemos descolgándonos por la escalera de cuerda hasta la pista-. Los Equipos Dos y Tres van a entrar en el edificio. ¡No disparen!

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