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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (24 page)

BOOK: Los días oscuros
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Por lo que a mí respectaba, pasar tan cerca de los tejados de los edificios me ponía sumamente nervioso, sobre todo en un aparato tan poco fiable como aquél. Por todas partes se repetían las mismas escenas. Avenidas vacías, sólo punteadas aquí y allá por algún vehículo atravesado de cualquier manera en la calzada. Restos de basura, cristales rotos y esqueletos apolillados parecían estar por todas partes.

El parque del Retiro se había transformado en una auténtica jungla, y muchos de sus caminos ya ni se distinguían, devorados por la maleza. Brillando bajo el sol, el pequeño lago resplandecía de manera apagada, casi sepultado por toneladas de algas que le daban un tono verdoso. A sus orillas, el Palacio de Cristal no era más que un esqueleto de vigas de acero y vidrios rotos.

La Castellana era un inmenso paseo fantasmagórico, sólo cruzado por enormes torbellinos de polvo que sacudían las pocas farolas que quedaban en pie. Sorprendentemente, los diez carriles de aquella enorme vía estaban totalmente despejados de vehículos, seguramente por haber sido cerrada al tráfico antes del colapso final, pero eso tan sólo servía para darle un aspecto aún más fantasmal. Un solitario todoterreno Volvo con las ventanas cubiertas por barrotes soldados era el extraño contrapunto que rompía el vacío de la avenida. No podía ni imaginarme qué habría llevado a su conductor a detenerse allí, en medio de ninguna parte, ni qué habría sido de él o de ella.

Aquí y allá se podían contemplar enormes montoneras de esqueletos y momias apolilladas, marcando los lugares donde alguien hizo frente a los No Muertos. En todos los casos sin excepción, esas montañas de restos estaban cerca de un charco de brillantes casquillos de cobre vacíos. Lamentablemente, las montañas de restos, aunque abundantes, eran tan sólo una pequeña gota de agua comparada con el enorme océano de No Muertos que infestaba las calles.

Era un espectáculo escalofriante. Las aceras y las calzadas estaban plagadas de miles de esos seres, sumidos aparentemente en un estado de trance, o hibernación. En cierto modo era como contemplar una foto aérea de una calle, un instante congelado en la vida normal de una ciudad. Lo único que rompía esa ilusión eran las ropas rasgadas y cubiertas de sangre de los personajes (y eso tan sólo los que aún conservaban algo de ropa que no pareciese un montón de harapos).

Sólo cuando el ruido de las aspas o la sombra de nuestro helicóptero pasaban sobre los No Muertos parecían salir de su estado de suspensión y reaccionar.

-¡Mirad allí! -gritó Broto, con incredulidad, apuntando hacia un punto en el suelo.

En aquel momento pasábamos al lado del estadio Santiago Bernabéu. Todas las entradas y salidas estaban bloqueadas con vehículos pesados y contenedores industriales, y la concentración de cuerpos podridos en las aceras que rodeaban el gigantesco campo era mucho mayor que en otras partes. Una especie de andamio recorría la fachada sur a media altura, comunicando dos boquetes abiertos en la cara del estadio, por algún motivo que ninguno de nosotros acababa de comprender.

Estaba claro que aquél había sido en su momento un punto de resistencia, pero ya no parecía haber nadie. Las gradas estaban cubiertas de multitud de chozas semiderruidas y algunos plásticos harapientos flotaban fantasmagóricamente, colgados de restos oxidados de hierros. El césped del campo se había transformado en un enorme lodazal, cubierto en más de la mitad de su extensión por docenas de pequeños bultos irregulares y, en una esquina, donde debería haber estado una de las porterías alguien había dibujado un enorme mensaje que decía AYUDA con sillas arrancadas del graderío.

-¿Qué diablos es eso? -pregunté, intrigado, señalando los bultos que punteaban el césped.

-Tumbas -respondió Marcelo quedamente. Su semblante era sombrío, y pude ver una gota de sudor resbalando por su cuello-. Es un cementerio.

Callamos todos por un momento, consternados. Me imaginé la angustia de las personas allí sitiadas, a medida que iban transcurriendo los meses, sus provisiones se iban acabando y nadie respondía a su mudo grito de auxilio. Me figuré la desesperación que debieron de sentir cada vez que uno de ellos fallecía a causa del hambre, la enfermedad, los No Muertos o sabe Dios qué. Por un instante pude sentir el pánico sofocante que tu-vieron que atravesar, a medida que pasaban los días e iban siendo conscientes de que estaban condenados, que nadie iba a acudir en su auxilio. Era espantoso.

-Fíjate -comentó Pauli-, las últimas tumbas parecen estar casi a ras de tierra.

-Supongo que ya no les quedaban fuerzas ni para enterrar a los suyos -musitó quedamente alguien a nuestras espaldas.

-¿Crees que aún queda alguien ahí? -pregunté.

-No lo creo -respondió Marcelo-, pero de todas formas, no podemos pararnos a averiguarlo. -Me miró de hito en hito-. Esto no es una misión de rescate, vos lo sabés tan bien como yo.

Me callé mi respuesta. Sabía que el argentino tenía razón, pero me resistía a aceptarlo tan fríamente. Era consciente de que si no me hubiese atrevido a salir de mi casa, en Pontevedra, en su momento, probablemente en aquel instante sería un indigente medio chalado revoleándome en mi propia miseria dentro de los confines de mi cárcel-hogar. Y también me imaginaba la sensación tan horrible que supondría ver pasar un helicóptero por encima de mí y que no me rescatasen. Era mejor no pensarlo ni siquiera.

-¡Todo el mundo listo ahí atrás! -sonó la voz de Kurt Tank por el intercomunicador-. ¡Hemos llegado!

Estiré el cuello, para ver a través del parabrisas, y al instante me arrepentí de haberlo hecho. Los enormes edificios del complejo de La Paz se recortaban nítidamente en el horizonte, como monolitos solitarios. Y a sus pies, en medio de los restos destrozados de lo que un día había sido el Punto Seguro Tres, una masa rugiente de No Muertos se giraba en aquel momento hacia el origen del ruido que los había sacado de su letargo.

Nos esperaban. Y no era capaz de imaginarme cómo íbamos a cruzar aquello.

-¿Cómo coño vamos a aterrizar ahí? -preguntó Broto, visiblemente nervioso-. ¡Nos harán picadillo antes incluso de que podamos salir del helicóptero!

-Tranquilo, che -respondió Marcelo, curiosamente calmado-, todo está previsto, despreocúpate. -E impasible, encendió un cigarrillo mientras miraba con ojo clínico a la muchedumbre de debajo.

Me hubiese gustado estar tan tranquilo como el argentino, pero sin embargo, en mi fuero interno, estaba convencido de que era el informático quien tenía razón. Mientras Viktor trazaba vuelta tras vuelta sobre la explanada situada a los pies de la torre del hospital de La Paz, la situación no dejaba de empeorar. Justo debajo de nosotros se arremolinaba una multitud que debía de rondar los cinco o seis mil No Muertos, y cada minuto que pasaba más y más monstruos confluían en la explanada, provenientes de todas las calles adyacentes.

La puerta del edificio principal parecía la salida de un estadio al acabar un partido, con docenas de esos seres apelotonándose y pugnando por salir, trastabillando y tropezando. Por un segundo pude contemplar horrorizado cómo incluso unos cuantos de ellos caían al vacío desde las ventanas hechas pedazos de las plantas superiores.

Me constaba que esos seres no tenían tendencias suicidas, pero el hecho de ver a nuestro helicóptero revoloteando a su altura había sido más fuerte que el sentido de la conservación de algunos No Muertos que pululaban por las plantas superiores. Sedientos de sangre, se habían lanzado por el hueco de las ventanas en un vano intento por alcanzarnos. Los que caían simplemente se limitaban a girar dando vueltas, como un fardo de ropa sucia, hasta que se estrellaban con un sonido sordo contra el suelo, varias docenas de metros más abajo.

-¡Joder, es increíble! -masculló Pauli, mientras le daba un codazo a su colega argentino-. ¡Ese cabrón aún se mueve después de caer desde la décima planta! ¡No me lo puedo creer!

El argentino estiró el cuello, para ver al No Muerto que la pequeña catalana le señalaba con tanto interés. Aquel pobre diablo era un tipo joven, desnudo de cintura para arriba, que había tenido la mala fortuna de no romperse el cráneo en la caída. Sin embargo, debía de haberse dejado la espina dorsal en el intento, porque estaba tumbado en el suelo, con un reguero de líquidos oscuros manando de su cuerpo, seguramente por haber reventado todos sus órganos internos a causa del impacto, mientras se veía sacudido por movimientos espasmódicos, al tiempo que trataba en vano de incorporarse.

-No te preocupes, Paulita -comentó de manera casual el porteño-. No le queda mucho.

-¿Por qué dices que no le queda mucho? -pregunté-. ¿Qué diablos vamos a...?

Mi pregunta quedó interrumpida por un chisporroteo en el intercomunicador del SuperPuma, seguido por la voz seca de Tank.

-¡Ya es suficiente! ¡Deben de haber salido casi todos! ¡Adelante, Equipo Dos!

El helicóptero trazó una larga elipse, alejándose de la vertical de la plaza. Antes de que tuviese tiempo de preguntarme qué diablos estaba pasando, un sonido ronco cortó en seco todas las conversaciones apresuradas de la cabina. El helicóptero se ladeó imperceptiblemente cuando todos los tripulantes nos acercamos al lado derecho, tratando de identificar el origen del sonido. Y entonces, totalmente asombrado, pronuncié un sonoro y rotundo «Joder».

Al principio no podía ver nada. Después, al cabo de unos segundos, adiviné dos pequeños puntos moviéndose a gran velocidad, recortados contra el cielo, dirigiéndose hacia nosotros. A medida que el tamaño de los puntos aumentaba empezamos a distinguir todos los detalles de aquellas máquinas voladoras, que ronroneando devoraban los metros que les separaban de la plaza.

-¿Qué...? ¿Qué...? ¿Pero qué...? ¿Qué coño es eso? -acerté a preguntar, estupefacto. Tenía la sensación de estar viviendo alguna clase de extraño sueño.

-¡Son dos Buchones! -respondió David Broto, alborozado, mientras pegaba la nariz al cristal de la ventanilla-. ¡Oh, joder, los están haciendo volar! ¡Es increíble! -El informático pegaba botes de alegría mientras me señalaba los dos aviones de hélice, que en aquel momento ya eran perfectamente visibles y trazaban una elegante vuelta en torno a la torre de La Paz.

-¿Alguien puede explicarme qué coño es un buchón y de dónde han salido, por favor? -pregunté exasperado, por encima de la enorme algarabía que reinaba dentro del helicóptero. Todo el mundo hablaba o gritaba a la vez, y aquello parecía una casa de locos.

-¡Son dos Buchones, dos Hispano Aviación! -me gritó por encima del ruido David Broto, mientras no le sacaba ojo a los dos pequeños cazas de hélice que continuaban aproximándose. Al ver la expresión de mi cara, se dio cuenta de que no había entendido nada, por lo que continuó explicándose-: Después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno franquista consiguió de alguna manera los planos y las licencias del ME-109, el avión de caza del ejército nazi, y comenzó a fabricarlos para equipar al Ejército del Aire español. Como las fábricas de motores alemanas habían sido destruidas en la guerra, decidieron colocarle los motores Rolls-Royce de los Spitfire ingleses. Estuvieron en servicio casi hasta los sesenta, pero hace años que sólo quedan unos cuantos ejemplares en los museos. ¡Dos Buchones! ¡Esto es algo increíble! -barbotó excitado el informático, mientras su atención se centraba de nuevo en los aeroplanos.

Jodido Tank, pensé para mis adentros, maravillado por la audacia del alemán. De alguna manera el otro equipo había conseguido en tan sólo un par de horas poner en marcha aquellos dos pájaros de los años cuarenta que cogían polvo en el Museo del Aire, y que ahora se cernían amenazadores sobre la multitud de No Muertos que parecía haber enloquecido con la barahúnda de los motores que los sobrevolaban.

-Fíjese bien, compañero -me dijo Marcelo, mientras me hacía un hueco a su lado en la ventanilla abierta donde apoyaba la MG3-. Empieza el espectáculo.

Los dos Buchones hicieron un último giro a poco más de un kilómetro y enfilaron directamente la plaza situada a nuestros pies, con un rugido ensordecedor de motores. Sólo entonces fui consciente de que debajo de cada uno de los aparatos pendían los contenedores de color rojo que había visto carretear trabajosamente al otro equipo en el autobús del aeropuerto. Allí colocados bajo las alas, con su forma de puro, comprendí de golpe qué era lo que iba a pasar.

-¡Napalm! -grité, sin poder contenerme. Oh, joder, aquello iba a ser terrorífico.

Los dos aeroplanos cruzaron la plaza a muy poca altura, apenas a poco más de cien metros. Como si hubiesen estado esperando una señal, de repente los contenedores rojos de debajo de sus alas se desprendieron y cayeron girando lentamente sobre la multitud que estaba en tierra.

Las espoletas se activaron al cabo de un par de segundos, en cuanto los contenedores tocaron el suelo. Dos enormes bolas de fuego y humo negro explotaron casi simultáneamente. Las gigantescas llamas se elevaron durante unos instantes a una altura asombrosa, mientras un formidable estallido retumbaba en toda la ciudad.

El helicóptero se sacudió de repente, como golpeado por un gigantesco puñetazo de aire. Oí que Prit soltaba un enorme chorro de palabras en ruso. Las bolas de fuego se habían transformado en una única y gigantesca pelota anaranjada, veteada por líneas oscuras de humo, mientras salpicaduras del gelatinoso napalm se esparcían por todos lados. Me aparté de la ventanilla, sofocado por el intenso calor que generaba el fuego. Pese a estar a varios cientos de metros podía sentir la temperatura descontrolada que salía de aquel infierno. La propia estructura de la plaza, rodeada de altos edificios, la había transformado en una gigantesca cazuela, concentrando el efecto del napalm. Las llamas se reactivaban a sí mismas a causa de los remolinos de aire que generaba el propio calor, en un efecto seguramente imprevisto.

Kurt Tank parecía encantado con el resultado de la operación, a juzgar por sus comentarios por radio. En cierto sentido, tenía toda la razón del mundo. No iba a quedar mucho en pie allí abajo, después de aquello.

Al cabo de unos instantes que se me hicieron interminables la bola de fuego comenzó a decrecer, una vez consumido todo el combustible, mientras las columnas de humo negro se iban concentrando en una solitaria y altísima única columna que tenía que ser visible a kilómetros de distancia.

-¡Mirad eso! -aulló uno de los legionarios-. ¡No queda ni uno solo en pie!

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