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Authors: Manel Loureiro

Tags: #Fantástico, Terror

Los días oscuros (22 page)

BOOK: Los días oscuros
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Tank se giró hacia nosotros, amartillando su arma. Por un segundo, sentí su mirada acuosa posada sobre mí antes de pasearse por el resto del grupo. Un escalofrío recorrió mi espalda. Adiviné lo que venía a continuación.

-Es nuestro turno, señores. ¡Vamos allá!

25

La escalera de mano tenía un tacto áspero, y además se balanceaba violentamente mientras uno a uno íbamos descendiendo por ella hasta la pista del aeropuerto. Justo delante de mí bajaba Marcelo, el alto y silencioso argentino que nos había rescatado en Lanzarote. Aquel tipo estaba tan hermético como de costumbre, cosa extraña en un argentino, sin duda, pero desprendía seguridad en todos sus movimientos. Yo, por mi parte, precedía a Pritchenko, que, excitado, tarareaba por lo bajo una melodía ucraniana indescifrable. Broto, el informático, y la pequeña Pauli ya estaban en la pista, esperándonos junto a uno de los enormes grupos de ruedas del tren de aterrizaje.

Despistado, di un brinco cuando mis pies tropezaron con el cemento de la pista. «Ya está -me dije-. De nuevo aquí, una vez más en el follón.» Miré añorante hacia arriba, hacia la portilla del avión, hacia la seguridad. Desde la ventanilla lateral de la cabina de mando el copiloto, atento a toda la operación, nos dedicó un saludo burlón, mientras cerraba el plexiglás con gesto brusco. Condenados hijos de puta. Ellos estarían allí, calentitos y seguros, mientras nosotros arrastrábamos nuestro culo por medio Madrid plagado de No Muertos. Sin embargo, no había otra solución. Apenas quedaban dos docenas de personas en el mundo que supiesen pilotar un aparato de aquel tamaño, y nosotros teníamos allí a dos de ellas. Valían su peso en oro. No merecía la pena darle más vueltas al asunto. Habría que jugar la partida con las cartas que nos habían tocado.

Me junté con el resto de los miembros de mi grupo, mientras aferraba con manos sudorosas la pistola que me habían entregado para aquella operación. Era una Glock de nueve milímetros, muy parecida a la que había tomado del cadáver del soldado de la Brilat en la puerta de mi casa, hacía un millón de años. Además, llevaba más de una docena de cargadores repartidos por varios bolsillos de mi mochila, así como en un par de fundas cosidas en la pernera de mi neopreno.

Había tenido que aguantar las miradas incrédulas y los comentarios graciosos de los legionarios durante todo el trayecto hasta allí a costa del neopreno, pero algo me decía que era una buena idea seguir vistiendo aquella prenda. Al fin y al cabo, me había mantenido vivo hasta aquel momento, y si algo funciona... ¿por qué demonios cambiarlo?

Además, tenía la convicción irracional de que mientras lo llevase puesto nada malo nos podría pasar ni a Prit ni a mí. De todos modos, hacía que me sintiese mejor, y sólo por eso ya merecía la pena.

Observé que uno de los legionarios estaba hablando en aquel momento con Tank, con gesto preocupado. Algo no iba bien. Desde la distancia pude entender que uno de los grupos, el que se había dirigido al acceso que daba al Museo del Aire, no respondía a las llamadas de radio. Mierda.

Sentí que el pánico erizaba el vello de mi nuca. Si no éramos capaces de asegurar todos los accesos del aeropuerto, en pocos minutos aquella pista estaría cubierta de miles de No Muertos. Serían tantos que el avión ni siquiera podría rodar para el despegue, antes de que las turbinas aspirasen media docena de cuerpos y reventasen en mil pedazos. Estaríamos atrapados para siempre.

En la valla que rodeaba toda la pista, una alta alambrada de acero reforzado de más de tres metros de altura, ya se empezaban a congregar las primeras docenas de No Muertos. Eran una multitud de hombres, mujeres y niños que no cesaban de zarandear la empalizada, produciendo un sonido antipático y desordenado. Sonaba como si una pandilla de monos borrachos aporrease una malla de acero. Noté el sudor corriendo por mi espalda. Aquella valla de metal y cemento parecía firme, pero si por algún motivo cedía en un punto, estaríamos auténticamente jodidos.

En poco más de diez minutos ya se había congregado una muchedumbre de No Muertos junto al recinto, hasta donde se extendía la vista. Si no me equivocaba, en el plazo de una hora serían miles, o docenas de miles. Era capaz de imaginarme la enorme procesión de cadáveres que se debían de estar acercando en aquel momento hacia Cuatro Vientos por los restos colapsados de la M-30.

Era lógico. Con el barullo que habíamos montado se nos tenía que haber oído en la otra punta de la ciudad abandonada.

-¡Ustedes! ¡Vengan aquí! -Kurt Tank nos llamó con un gesto seco, mientras extendía un mapa sobre el suelo-. No tenemos mucho tiempo. Alfa Cuatro no da señales de vida y eso significa que deben de haber tenido algún contratiempo serio.

«Contratiempo serio.» «Bonito eufemismo», pensé. «Jodidos de cojones» sería la definición más correcta.

-La puerta que comunica la pista con los hangares del museo está cerrada. Aquí estamos seguros -continuó Tank, mientras echaba un vistazo a aquella puerta a través de sus binoculares-. Supongo que se deben de haber quedado atrapados al otro lado, pero no tenemos tiempo para comprobarlo. Debemos continuar con el plan, antes de que se congreguen aquí un millón de esos seres.

-La valla parece que aguanta perfectamente -argumentó David Broto, el informático, con voz dubitativa. Se le veía asustado, como al resto.

-Esa valla no ha sido diseñada para aguantar la presión de varios miles de cuerpos contra ella, señor -replicó el legionario que estaba al lado de Tank, un sargento alto y muy moreno, con profundas arrugas en la cara y expresión seria-. Créame, si les damos el suficiente tiempo, se juntarán muchos de esos hijos de puta ahí fuera, y entonces esa jodida valla cederá, y no le va a gustar lo que sucederá entonces, señor.

-¡No tenemos tiempo que perder! -interrumpió Tank, tajante, mientras señalaba un solitario helicóptero, que me sonaba vagamente familiar, posado cerca de la torre de control-. ¡Corran hacia el helicóptero y pónganlo en marcha como sea! ¡Me da igual lo que tengan que hacer, pero ese pájaro tiene que estar volando YA! ¡Tienen quince minutos, ni uno más, o habrá problemas para todos! -Se giró de nuevo hacia el legionario, que permanecía de pie, inmutable, a su lado-. ¡Sargento, que sus hombres organicen patrullas por el perímetro, pero que no se acerquen a menos de tres metros de la valla!... ¡y queme esos condenados cuerpos, antes de que empiecen a oler!

Sin saber muy bien cómo, comencé a correr hacia el helicóptero, con Pritchenko a mi lado. Alguien nos había tendido un largo paquete envuelto en hule, que pesaba una barbaridad. Pronto comencé a jadear, maldiciendo entre dientes cada vez que aquel condenado fardo me resbalaba entre las manos, íbamos siguiendo a Pauli y a Marcelo, que llevaban entre ambos un par de cajas de madera no menos pesadas que el bulto que nos habían empaquetado a Viktor y a mí. Broto, por su parte, nos seguía al trote, cargado con su mochila, y una expresión angustiada pintada en su rostro.

Cuando alcanzamos el helicóptero me desplomé al lado del aparato resoplando como un tren de mercancías. El otro equipo aún estaba corriendo en dirección a las pequeñas avionetas estacionadas en un lateral de la pista de despegue. Intrigado, observé que el pequeño autobús eléctrico se dirigía hacia ellos, transportando una serie de vainas cilíndricas pintadas de rojo. Supuse que serían contenedores de material vacíos, listos para ser cargados de medicamentos en cuanto llegásemos a nuestro destino.

Si llegábamos.

Cada vez que giraba la vista hacia el vallado que delimitaba la pista se me ponía la carne de gallina. Docenas de No Muertos seguían afluyendo de todas partes, incesantemente. Aquella zona estaba densamente poblada antes del Apocalipsis, y a menos de dos kilómetros había un enorme centro comercial. Aquel punto tenía que ser una zona «caliente» de cojones. Hasta a Viktor se le había borrado la sonrisa de la cara.

-Ten, pibe. -Marcelo se giró y le tendió algo con el puño cerrado a Broto-. Guárdalo por si acaso, y utilízalo bien. Te puede hacer falta.

El informático cogió lo que el argentino le daba. Por un segundo se quedó contemplando aquel objeto con cara de no entender nada. Lentamente levantó la mirada y abrió la palma de la mano. En ella brillaba un reluciente proyectil de cobre de nueve milímetros.

-¿Para qué me da esto? -preguntó, extrañado.

-Es la tuya, boludo. No sé si te habés dado cuenta, pero ahora mismo tenemos más podridos a nuestro alrededor que munición disponible. Aun acertando todos y cada uno de los disparos, nos quedaríamos cortos. Así que si te metes en problemas, ya sabes... ¡Pum! -remató Marcelo, mientras apuntaba una imaginaria pistola a su sien.

Broto palideció visiblemente, mientras se guardaba el proyectil en su bolsillo, con manos temblorosas. Era el único en la expedición que iba desarmado, y supongo que en aquel momento había caído en la cuenta de que quizá no había sido buena idea rechazar la Glock que le ofrecieron en las Canarias.

-¡Oh, vamos, Marcelo, no seas tan cabrón y deja al chaval en paz! -espetó Pauli, mientras le propinaba un amistoso puñetazo al argentino.

-Pura aritmética, pibe -continuó el argentino, haciendo caso omiso de Pauli, mientras señalaba alternativamente nuestras armas y la multitud salvaje del otro lado de la valla-. Pura aritmética. -Tras esto se giró hacia el helicóptero y comenzó a desempaquetar el bulto que habíamos acarreado Viktor y yo.

-No le hagas caso -dijo Pauli en tono tranquilizador, girándose hacia el tembloroso David-. Tan sólo quiere meterse contigo. No le gusta estar aquí, no le gustan los No Muertos y no le gusta tener que hacer de niñera de gente inexperta como tú, así que está de mal humor. Si todo va según lo planeado, no estarás más cerca de los No Muertos de lo que estamos ahora, así que no te preocupes. ¿Vale?

Miré a la pequeña catalana y pude distinguir un brillo de preocupación en sus ojos. Las cosas no iban a ser tan sencillas como le acababa de decir a Broto, y ambos lo sabíamos. Por lo menos sus palabras parecían haber tranquilizado al informático. Algo era algo.

Mientras tanto, Pritchenko se había deslizado en la cabina de mando y pulsaba frenéticamente un montón de controles, mientras comprobaba los niveles de combustible y fluidos del enorme y blanco helicóptero SuperPuma. Gran parte del panel de mandos estaba iluminado, lo que indicaba que al menos el sistema eléctrico y la batería estaban intactos. Era un alivio.

Había algo que llamaba inmediatamente la atención en aquel aparato. Pese a ser una nave militar, estaba pintada íntegramente de blanco, desde el morro a la cola, excepto una franja azul y roja que recorría un costado. El lema «Fuerza Aérea Española» se leía a duras penas debajo de la gruesa costra de polvo y cenizas que cubría todo el SuperPuma, tras meses yaciendo en aquella pista abandonada.

Armándome de valor, tiré de la palanca de apertura de la puerta. Con un gemido, el portón lateral se abrió, transformándose en una escalera de acceso. Amartillé la pistola y subí los tres escalones, mientras notaba cómo la adrenalina, esa vieja conocida, volvía a rugir en mis venas, como una droga.

Para mi sorpresa, en vez de los asientos corridos comunes había unos confortables sillones de cuero, cubiertos de una capa de polvo más fina que la del exterior; y que de algún modo había logrado filtrarse hasta allí. Me introduje con cautela en el aparato, intrigado. Mis ojos tardaron un par de segundos en adaptarse a la penumbra del interior, ya que las ventanillas estaban cubiertas totalmente de suciedad por el exterior. Casi a ciegas, le propiné una patada a algo caído en el suelo. Era un objeto alargado y cilíndrico, que se fue rodando hasta una esquina con un sonido apagado.

Me agaché a recogerlo. Era un bastón de caoba, con una empuñadura de plata repujada y una especie de sello grabado. Extrañado, me acerqué a la puerta, para tratar de distinguir el dibujo.

No pude evitar que se me escapase un grito sofocado. El bastón llevaba grabada la flor de lis de los Borbones en la empuñadura. Me quedé congelado por unos segundos, mientras mi mente trataba de asimilar aquel diluvio de información. No había muchos Borbones en el mundo, y menos en edad de apoyarse en algo para caminar. Ya sabía quién era el dueño del bastón. La hostia. Increíble, pero cierto.

Broto entró en aquel momento, arrastrando su pesada mochila, y descubrió el bastón en mis manos.

-Seguramente los evacuaron desde el Palacio de la Zarzuela hasta aquí en este helicóptero -comentó, como quien habla del partido de ayer-. Aquí les esperaría un avión, y después, ya sabes...

Después, aquel SuperPuma había estado tragando sol, lluvia, polvo y ceniza durante meses, hasta que habíamos llegado. Por eso en Canarias sabían que en Cuatro Vientos habría al menos un helicóptero esperándonos.

-¿Qué coño hacéis ahí atrás? -gritó Pauli, mientras aparecía por la puerta arrastrando una de las cajas de madera-. ¡Echad una mano, joder, que estas cajas no van a entrar solas!

Avergonzados, Broto y yo nos abalanzamos sobre la primera caja. Un jeroglífico de siglas bailaba sobra la tapa, pero pude distinguir perfectamente las cifras «7,62 x 51 mm» estarcidas en negro sobre la madera. Munición de ametralladora. Levanté la mirada. Marcelo había desenvuelto el paquete de hule que habíamos arrastrado Viktor y yo hasta allí. Una enorme ametralladora MG 3, de aspecto malévolo y aún brillante de aceite, reposaba en su interior. Silbé por lo bajo. Desde luego, por potencia de fuego, no iba a ser. Faltaba por saber si aquello sería suficiente.

Una tos bronca sonó desde las turbinas, acompañada de una nube de humo mezclada con polvo. Las palas de la hélice comenzaron a girar lentamente mientras el motor del SuperPuma cobraba vida de nuevo con un silbido.

-¡Todos a bordo! -rugió Prit desde la cabina de mando-. ¡Nos vamos!

Las aspas del SuperPuma iban cobrando velocidad a medida que Prit aumentaba las revoluciones del motor. Dentro del aparato nos instalamos apretadamente los dieciocho integrantes del equipo y todo nuestro material. En la cabina delantera, Kurt Tank se sentó al lado de Viktor, que estaba a los mandos del pesado helicóptero.

Con una sacudida, el aparato se elevó en el aire sobre la pista polvorienta de Cuatro Vientos. Súbitamente una alarma comenzó a ulular de forma estridente en la cabina, mientras un enorme indicador rojo se iluminaba en el tablero de mandos.

-¿Qué coño pasa, Viktor? -pregunté por el intercomunicador, alarmado.

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