—¿Quieres algo?
—Pensaba que es una pena que una mujer como tú vaya a enterrarse en un convento.
—¡Tú qué sabes!
—Si yo fuera como tú, tan religiosa, creería que todo esto del padre Ossorio es cosa mandada por Dios y vería algo así como una señal para cambiar de propósito. En tu lugar, me casaría. Cualquier hombre podría ser feliz contigo.
—No he venido al mundo para eso.
—Pues, a mi ver, es de tanto mérito como pasarse el día rezando y, a veces, de mucho más sacrificio.
—Calla, te lo ruego.
—Es que a veces temo que estés equivocada.
—Calla.
A la vista de Pueblanueva cesó de llover, pero creció el viento.
—Será mejor que subas tú sola a ver a Carlos. Ya sabes: le preguntas si el padre Ossorio quedó en escribirle y le dices que, en cuanto sepa su dirección, nos avise.
—Que te avise a ti.
—Bueno; es igual.
—Pero ¿por qué no vamos juntas?
—Juan se habrá despertado…
—Otros días ha esperado más y está conforme en esperar si yo te acompaño.
—Pero hoy no es necesario que espere. Llévate el paraguas. Yo ahora no lo necesito.
Se soltó del brazo de Clara sin esperar su conformidad y se alejó. Había caminado unos pasos y volvió.
—No cuentes nada a Carlos.
Por la larga escalera del pazo bajaba un torrente de agua. Clara subió con cuidado. El agua arrastraba arena, ramas menudas arrancadas de cuajo por el viento. Al llegar al jardín empezó otra vez la lluvia. Corrió al zaguán. Paquito manipulaba en un reloj con su instrumental diminuto.
—¡Clara!
Se le cayó algo de las manos. Al levantarse derribó la banqueta. Corrió hacia ella y se quedó parado, con una mueca alegre en el hocico y un brillo de luces en los ojillos bizcos.
—¿Qué te sucede, hombre? ¿Te da miedo verme?
—Me da alegría. ¿Quieres sentarte a mi lado?
—¿Para que me tires un pellizco? Lo más cerca, a diez varas y con pared por medio.
Retrocedió el
Relojero
, la miró al través, puso cara inocente y levantó las manos, pacíficas y explicativas.
—Uno no tiene la culpa de su reputación.
—Por si acaso… —sacudió el paraguas—. ¿Puedo dejar esto en un rincón?
—Trae. No lo abras, que es de mal agüero. Lo pondré a escurrir —llevó el paraguas a una esquina—. No vendrás a ver a don Carlos. Está durmiendo.
—Esperaré a que se despierte.
—Entonces, siéntate.
La agarró de una muñeca. Clara protestó, pero se dejó llevar hasta un banco.
—Eres un poco tonta y te ganaron la partida.
—No sé de qué me hablas.
—La otra fue más espabilada: vino y se metió en la cama del señor. Lo tiene cogido. Vuelve casi todas las noches, ¡con el tiempo que hace!, y si alguna vez se retrasa, él anda como loco, espiando por las ventanas.
—Bueno.
—Pero eso no durará. Ella está en relaciones con un labrador. Habla con él todas las tardes antes de cenar, y piensan casarse.
—¿Te lo contó ella?
—Estoy acostumbrado a escuchar. A veces me tiene costado algunos palos, pero no hay otra manera de saber la verdad, porque la gente no la dice nunca.
Se quitó la pajilla y la echó al aire. La recogió en la contera del bastón y la hizo girar. Así un rato, sin mirar a Clara.
—A don Carlos se le engaña como a un niño.
—No me gusta engañar a nadie.
—No se trata de engañar —la pajilla se le escurrió y fue a dar contra la pared—. Yo, en tu caso, le quitaría el hombre a la otra haciendo lo mismo que ella.
—Eres un sinvergüenza.
—Te doy un buen consejo. Conozco a don Carlos. Un clavo quita otro clavo. Contigo se casaría, porque le tiene respeto a Juan.
—Pues que se case con Juan.
El
Relojero
alzó los hombros y los mantuvo en alto, hundida entre ellos la cabeza.
—Si le toma cariño a ésa, sabe Dios lo que hará cuando ella lo deje plantado. A lo mejor es cuestión de darse luego a la bebida, o de desaparecer, como su padre.
—Allá él —Clara se puso en pie—. Tengo que decirle unas palabras. Avísale de que estoy aquí.
—Si sabe que te dejé sola en el zaguán me tirará un zapato. Vamos arriba.
La empujó hacia la escalera. Estaba oscuro el pasillo y la casa en silencio. Paquito dijo en voz muy baja:
—Tuvo visita y se acostó muy tarde.
—¿La
Galana
?
—¡No! —Paquito rió—. Primero, un fraile; después, otro. La
Galana
vino y se fue sin verlo. Y el primer fraile durmió aquí y se largó esta mañana, de paisano. Daba risa. Le tuve que rapar la cabeza antes de marcharse. Va hecho un Cristo.
Entraron en la habitación de la torre. Estaban cerradas las maderas. En medio de la penumbra resplandecían las llamas de la chimenea.
—¿Dejáis el fuego encendido toda la noche?
Paquito abrió las maderas de la ventana.
—Lo enciendo yo cada mañana, antes de ponerme a trabajar. También le traigo esa bandeja, para que se haga el café, y le voy por medio cuartillo de leche, que está ahí, en ese puchero, y que él pone luego a hervir en la lumbre.
—Estás de criada para todo.
—Porque me da la gana.
—No lo dije por ofenderte.
Clara se sentó junto al fuego, y acercó a la llama los pies mojados.
—Hago esto —dijo el
Relojero
— para que no eche de menos una mujer y se traiga a la
Galana
para casa.
—¿Es lo que busca ella?
—Yo qué sé. A las mujeres no hay dios que las entienda. Por eso busqué una loca.
Cogió el puchero de la leche y se acercó a la chimenea.
—Deja —dijo Clara—. Hoy lo haré por ti.
—Entonces, puedes hacer también el café y tomarlo con él. Estarás en ayunas.
A estas horas…
Paquito salió. Clara puso la leche a hervir y encendió el alcohol de la cafetera. Después volvió a sentarse junto al fuego.
—Dice que vendrá en seguida, que le esperes —Paquito habló desde al puerta, sin entrar, y desapareció; pero regresó pronto con una taza y una cuchara.
—Para ti.
—Gracias.
—Ahora me voy a trabajar, y no subiré a escuchar, te lo juro. A ti te tengo respeto.
—¿Por qué?
—¿Qué sabe uno? Te daría algún consejo si no fueras tan cabezona. ¿Te has fijado si hay violetas en los balados?
—No. ¿Por qué?
—Con este mal tiempo se retrasan. Otros años, por estas fechas ya me había marchado.
Se sentó en el brazo de una butaca y miró al aire, vagamente.
—Empiezo a echar de menos a mi novia, pero aún no he sentido esa cosa aquí… Ya sabes, esa cosa… Ella no me espera todavía, y lo que me digo: ¿qué voy a hacer yo solo en Coristanco? Para solo, ya lo estoy aquí.
Echó a andar hacia la puerta.
Salió. Se le oyó hablar en el pasillo. Luego, sus pasos se perdieron en el fondo de la casa.
Estaba caliente el aire en la habitación de la torre. Clara se quitó el abrigo y lo dejó encima de una silla. En la bandeja había rebanadas de pan, mermelada, mantequilla y miel. Lo destapó todo, olisqueó. Untó de miel un pedazo de pan y lo comió golosamente. Luego, otro.
—No se da mala vida éste. Así cualquiera es pobre. Apartó la leche del fuego y la vertió en una jarra vacía. La cafetera despedía un chorro ruidoso, violento, de vapor. No sabía qué hacer con ella. Se acercó a la puerta del pasillo.
—¡Carlos, Carlos! ¡Que no entiendo la cafetera!
Carlos dijo «¡Hola!» y «¡Ya voy!» desde algún lugar lejano. Clara sopló, con miedo, la llama del alcohol. Temió que aquello estallase, y se apartó. Carlos entró riendo. Traía un pañuelo atado al cuello, y una gota de agua le resbalaba por la mejilla. No se había afeitado.
Clara señaló la cafetera.
—Me da miedo eso.
—Con apagar…
—Ya lo hice.
—Pues no hay cuidado.
Quedaron frente a frente, mirándose. Clara bajó los ojos.
—Perdona la hora.
—Te lo agradezco. Hubiera dormido hasta las tantas.
—Aproveché que venía del monasterio.
—¿También tú? —afectó sorpresa.
—Por acompañar a Inés. Las otras ya no van.
Carlos la empujó suavemente hacia un sillón.
—Siéntate. Vamos a tomar café.
—Deja que te lo sirva.
Le temblaban un poco las manos. Sirvió a Carlos y se sirvió.
—El pan… Bueno, tú sabrás cómo lo quieres. Yo ya he tomado.
—¿A qué has venido?
Clara se entristeció repentinamente; Carlos agregó:
—El padre Ossorio se marchó hace una hora.
—Pero ¿sabes adónde fue?
—Sí. A Madrid. Pensaba ir a Santiago, pero le convencí de que en Madrid se desenvolverá mejor. Tiene un aire de cura que no lo puede remediar, pero en Madrid pasará inadvertido y le será más fácil encontrar trabajo.
—¿Trabajo? ¿Es que…?
—Sí. Ha colgado los hábitos definitivamente.
Clara echó azúcar al café y revolvió con parsimonia.
—¿Te disgusta? —preguntó Carlos.
—Personalmente me trae sin cuidado, pero…
Levantó hacia Carlos el rostro apenado.
—Inés. Va a ser horrible. ¡Si la hubieras visto esta mañana!
—No hay remedio. El fraile es de los que no hacen las cosas a medias —untó de mantequilla un trozo de pan y se lo ofreció a Clara—. Tu hermana no puede hacer nada: el fraile la ignora por completo.
—¿Te lo ha dicho?
—Se lo saqué discretamente. No dejé de pensar en Inés desde que el fraile apareció por esa puerta.
Carlos mordió sin ganas el pan y lo dejó a un lado.
—Carlos, también Inés tiene el demonio dentro. Fue sólo un momento, esta mañana, cuando el padre Eugenio nos dijo que el otro se había largado y que no volvería. Inés pegó un grito y le salió fuego por los ojos, y aunque se dominó en el momento, quedó como salida de un ataque.
—¿Por qué has dicho también?
—Porque, a pesar de todo, llegué a creer que Inés era la única de nosotros, te incluyo a ti, que estaba libre de tentaciones. Estos últimos tiempos fue cariñosa conmigo. Pensé que me había equivocado. Parecía un ángel.
—Un día me dijiste que estaba enamorada del padre Ossorio.
—Fue un desahogo.
—Y ahora, ¿lo vuelves a creer?
—¡Qué sé yo! A lo mejor no es enamoramiento, sino otra cosa.
Se echó hacia atrás en el asiento, cerró los ojos; después se pasó las manos por la frente.
—Me dejaría cortar la mano derecha a que jamás sintió un mal deseo ni tuvo un mal pensamiento. Si el amor es eso, ella no está enamorada. Pero si el amor es necesidad de otra persona para seguir viviendo…
—¿Es eso el amor para ti?
—Yo no cuento, Carlos. Soy de madera peor. Pero, por lo visto, la polilla entra en todas las maderas.
—¿Sabes algo de lo que piensa hacer Inés?
—Me ha mandado aquí para que te pregunte si conoces la dirección del fraile. Pensará escribirle. Iba a venir ella, pero se volvió atrás.
—¿Por qué?
—Habrá tenido miedo.
—¿De mí?
—¿Quién sabe? ¡Como tú miras de ese modo!
Carlos sorbió el resto de su café. Se levantó, metió las manos en los bolsillos y dio unos pasos hacia la ventana, primero; hacia la chimenea, después. Hurgó con el atizador.
—Está bonito el fuego, ¿verdad?
Clara quedaba de espaldas. No respondió ni se movió. Carlos permaneció unos instantes sacando chispas a los leños.
—Si tiene miedo es porque ha llegado a saber algo de sí misma que teme que los demás descubran.
—Nunca será lo que tú piensas.
—¿Por qué no? Esa noticia súbita, ese grito, pueden significar que, de pronto, comprendió lo que hasta entonces había estado oculto, o simplemente enmascarado.
Clara se levantó también y se acercó a Carlos. Llevaba en la mano su tacilla de café, vacía.
—Tú sabrás mucho, Carlos; pero a mi hermana la conozco mejor que tú. Es inocente. No estoy segura de que sepa con claridad lo que pasa entre hombres y mujeres. El demonio de mi hermana no se parece al mío. Ella es orgullosa. Si escribe al padre Ossorio, y él le contesta, y se pasan así la vida, Inés llegará a vieja sin problemas.
—¿Y si él no le escribe?
—Bien. Entonces no sé qué hará.
Dejó la tacilla en la repisa de la chimenea.
—De todas maneras, si tienes noticias del fraile, y sabes su dirección, me la das.
—Puedo dártela ahora mismo. El fraile estaba desorientado y yo le di una carta para mi antigua patrona.
Escribió unas líneas en un trozo de papel y se lo tendió a Clara.
—Ahí tienes.
—También me da miedo Juan —dijo Clara.
—¿Sabe algo de esto? ¿Lo sospecha siquiera?
—Por eso. Le cogerá de sorpresa. Y aunque no pase nada, sólo con ver a Inés triste o preocupada no habrá quién lo aguante. No sabes cómo la quiere.
Cogió el abrigo.
—Anda. Ayúdame a poner esto.
—¿Te vas ya?
—Me espera la cocina, he de hacer la compra, y hoy no puedo contar con Inés para nada.
Puesto el abrigo fue hacia la puerta.
—Espera, que te acompaño.
Al abrir la puerta oyeron voces lejanas, apagadas. Las interrumpía una risa estridente —la risa del
Relojero
—, pero en tono mayor, como forzada.
Clara se detuvo y Carlos dijo:
—Es un aviso. El
Relojero
es mi ángel guardián. Iré a ver.
—¿No será tu amiga? —dijo Clara, con naturalidad.
—¿Mi amiga?
—La
Galana
. Hay quien la ha visto salir de noche de su casa y venir aquí.
—Habladurías. Entra en la sala y espera.
Carlos se asomó a la escalera. En el zaguán, Paquito y Juan discutían.
Juan tenía puesto un impermeable de hule, raído, y traía mojado el cabello rojizo. El
Relojero
le cerraba el paso.
Al asomar Carlos a lo alto de la escalera los dos volvieron la cabeza y Paquito se apartó.
—¿Qué sucede? ¿Por qué no subes?
—Estábamos discutiendo de política —respondió el
Relojero
—. Creí que usted aún no se había levantado.
Se quitó la pajilla y la mantuvo en alto mientras Juan subía los primeros escalones.
Juan dejó el impermeable en el perchero.
—Tengo que hablar contigo —dijo a Carlos.
—Bueno. En la torre estaremos más calientes.
La puerta de la sala quedaba entreabierta. Clara, desde la oscuridad, les vio pasar. Se perdieron en el fondo del pasillo.