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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (58 page)

BOOK: Los héroes
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Al instante, Craw se dirigió hacia la puerta andando de costado, como un cangrejo.

—Ahora mismo, jefe.

Ganarse su confianza

—¿Cuánto tiempo tendremos que seguir aquí, cabo?

—El mínimo posible sin caer en el deshonor, Yema.

—¿Y cuánto es eso?

—Hasta que el día esté demasiado oscuro como para que pueda ver su asqueroso semblante, para empezar.

—¿Y tenemos que patrullar?

—No, Yema, nos limitaremos a dar un par de docenas de zancadas de acá para allá y a sentarnos un rato.

—¿Dónde vamos a encontrar un lugar en el que sentarnos que no esté tan mojado como el pellejo de una nutria?

—Chtt —susurró Tunny, haciéndole una señal a Yema con la mano para que se agachara. Había unos hombres entre los árboles al otro lado de la pendiente. Eran tres hombres y dos de ellos iban vestidos con el uniforme de la Unión—. Oh —Uno era el cabo de lanceros Hedges. Una rata malencarada y malintencionada que llevaba tres años con la Primera y se creía un aventurero a pesar de que no era sino un idiota desagradable. El tipo de mal soldado que le da mal nombre a los malos soldados de verdad. Su desgarbado acompañante no le resultaba familiar, debía de tratarse de un nuevo recluta. El equivalente de Yema para Hedges, lo cual era un concepto demasiado horripilante como para resultar divertido.

Pese a que los dos llevaban las espadas desenvainadas, con las que apuntaban a un hombre del Norte, Tunny adivinó de inmediato que no era un combatiente. Iba vestido con un sucio abrigo que llevaba abrochado con un cinturón y no llevaba más armas visibles que un arco colgado del hombro y un par de flechas en su carcaj. Un cazador, quizá, o un trampero. Parecía desconcertado y en parte asustado. Hedges llevaba un pellejo negro en una mano. No hacía falta ser un genio para adivinar lo sucedido.

—¡Vaya, pero si es el cabo de lanceros Hedges! —exclamó Tunny, quien sonrió ampliamente mientras se acercaba por la orilla con la mano colocada, relajadamente, en torno a la empuñadura de la espada, sólo para que todo el mundo fuese consciente de que la llevaba. Hedges le miró de reojo con aire culpable.

—Manténgase al margen de esto, Tunny. Le hemos encontrado nosotros. Es nuestro.

—¿Suyo? ¿En qué parte del reglamento dice que uno puede abusar de sus prisioneros por el mero hecho de haber dado con ellos?

—¿Desde cuándo le preocupa el reglamento? Además, a mí me gustaría saber qué está haciendo aquí.

—Da la casualidad de que el sargento primero Forest nos ha enviado a mí y al soldado Yema de patrulla para asegurarnos de que ninguno de nuestros hombres va más allá del piquete a cometer alguna fechoría. ¿Y a quién me encuentro más allá del piquete? A usted y, además, con las manos en la masa: robando a este civil. Para mí, esto es una fechoría clara. ¿Usted no lo calificaría de fechoría, Yema?

—Bueno, yo…

Tunny no esperó su respuesta.

—Ya sabe lo que dijo el general Jalenhorm. Estamos aquí para ganarnos la confianza de esta gente. No puedo permitir que robe a los locales, Hedges. Simplemente, no puedo. Va en contra de nuestra estrategia.

—¿Me está hablando del general Jalenhorm? —Hedges resopló—. ¿Y de ganarnos su confianza? ¿Usted precisamente? ¡No me haga reír!

—¿Que no le haga reír?—Tunny arrugó el entrecejo—. ¿Que no le haga
reír
? Soldado Yema, quiero que alce su ballesta y apunte al cabo de lanceros Hedges.

Yema le miró espantado.

—¿Qué?

—¿Qué? —gruñó Hedges.

Tunny alzó un brazo.

—¡Ya me ha oído, apúntele con la ballesta!

Yema alzó el arma de modo que la flecha apuntase, sin ningún género de dudas, al estómago de Hedges.

—¿Así?

—¿Cómo si no? Cabo de lanceros Hedges, veamos cuánto se ríe ahora. Voy a contar hasta tres. Si para entonces no ha devuelto a ese hombre del Norte esa piel, le ordenaré al soldado Yema que dispare. Nunca se sabe, sólo está a cinco pasos, lo mismo acierta y todo.

—Oiga, mire…

—Uno.

—¡Espere!

—Dos.

—¡Está bien! ¡Está bien! —Hedges arrojó la piel al hombre del Norte a la cara y después se marchó dando grandes y airadas zancadas entre los árboles—. Pero le juro que me las pagará por esto, Tunny. ¡Joder que sí!

Tunny se volvió, sonriendo, y fue tras él. Hedges estaba abriendo la boca para lanzar una nueva réplica cuando Tunny le golpeó en la sien con su cantimplora, que estaba llena y pesaba considerablemente. Todo sucedió tan rápido que Hedges no intentó ni siquiera esquivarla, simplemente cayó en redondo al barro.

—Le juro que me las pagará por esto,
cabo
Tunny —masculló el propio Tunny, propinando una patada en la entrepierna a Hedges para dejar aún más claro el mensaje. Después, le quitó su cantimplora nueva al cabo de lanceros y la sustituyó en su cinturón por la suya, que ahora se encontraba terriblemente abollada—. Ahí le dejo algo para que me tenga en sus pensamientos —acto seguido, posó su mirada sobre el escuálido acompañante de Hedges, que lo miraba boquiabierto—. ¿Tiene algo que añadir, larguirucho?

—Yo… Yo…

—¿Yo? ¿Qué cree que añade con eso? Dispárele, Yema.

—¿Qué? —chilló Yema.

—¿Qué? —chilló el alto soldado.

—¡Estoy bromeando, idiotas! Joder, ¿es que aquí ya nadie piensa aparte de mí? Llévese de aquí a rastras al capullo de su cabo de lanceros hasta que se encuentren detrás de nuestras líneas. Y como vuelva a verlos a cualquiera de los dos por aquí, les juro que les dispararé yo mismo.

El soldado delgaducho ayudó a Hedges a levantarse. El cabo de lanceros, que tenía el pelo pringoso de sangre, gimió y caminó patizambo. Juntos desaparecieron arrastrando los pies entre los árboles. Tunny esperó hasta que se perdieron de vista. Después, se volvió hacia el hombre del Norte y le tendió la mano.

—La piel, por favor.

Para ser justos con ese hombre, hay que reconocer que, a pesar de que no entendía el idioma, comprendió el mensaje a la perfección. En su cara cundió el desánimo y plantó con desgana el pellejo en la palma de Tunny. Ahora que lo observaba de cerca pudo comprobar que ni siquiera era demasiado bueno. Era rugoso y olía mal.

—¿Qué más tienes ahí? —dijo Tunny acercándose más, con una mano cerca de la empuñadura de la espada, por si acaso, y, a continuación, se dispuso a cachear al trampero.

—¿Vamos a robarle? —Yema apuntaba ahora al norteño con la ballesta, lo cual quería decir que estaba mucho más cerca de Tunny de lo que a éste le hubiera gustado.

—¿Algún problema? ¿No me había dicho usted que era un ladrón convicto?

—Ya le dije que yo no robé nada.

—¡Eso es justo lo que diría un ladrón! Esto no es un atraco, Yema. Es la guerra —el hombre del Norte llevaba encima algunas tiras de carne curada. Tunny se las embolsó. También tenía yesca y un pedernal. Tunny los arrojó a un lado. No llevaba dinero, lo cual no resultaba sorprendente. El uso de moneda todavía no se había extendido por aquellas latitudes.

—¡Tiene un arma! —chilló Yema, moviendo nerviosamente la ballesta.

—¡Es un cuchillo para despellejar, idiota! —Tunny lo extrajo y se lo guardó en el cinto—. Lo mancharemos con sangre de conejo y diremos que se lo quitamos a un Gran Guerrero en el campo de batalla, y puedes apostar a que algún estúpido pagará mucho por él en Adua.

Tunny le quitó también el arco y las flechas al hombre del Norte. No quería que más tarde intentase dispararles por puro rencor. Parecía guardarles bastante rencor, pero, por otra parte, Tunny también se lo habría guardado a sus ladrones si le hubieran robado a él. Se preguntó por dos veces si merecería la pena llevarse el abrigo del trampero, pero estaba hecho jirones y, de todos modos, parecía que, en su día, había sido un uniforme de la Unión. Además, Tunny había robado una docena de abrigos nuevos de la Unión en el almacén de un oficial de intendencia en Ostenhorm, pero todavía no había sido capaz de colocarlos todos.

—Eso es todo —gruñó, retrocediendo un paso—. Prácticamente, no ha valido la pena el esfuerzo.

—¿Qué hacemos entonces? —la ballesta de Yema no dejaba de dar bandazos—. ¿Quiere que le dispare?

—¡Enano cabrón sediento de sangre! ¿Por qué iba a querer yo algo así?

—Bueno… ¿No cree que le contará a sus amigos del otro lado del arroyo que estamos aquí?

—Hace más de un día que tenemos… ¿cuántos? ¿Cuatrocientos hombres apostados en este cenagal? ¿De verdad cree que Hedges es el único que ha salido a rondar por ahí? A estas alturas, saben perfectamente que estamos aquí, Yema, puede estar seguro.

—Entonces… ¿vamos a dejar que se vaya?

—¿Quiere llevarlo de vuelta al campamento y tenerlo como mascota?

—No.

—¿Quiere dispararle?

—No.

—¿Entonces?

Los tres permanecieron en silencio por un momento bajo la luz menguante del día. Después, Yema bajó la ballesta e hizo un aspaviento con la otra mano.

—Largo de aquí.

Tunny señaló hacia los árboles con la cabeza.

—Rápido. Largo.

El hombre del Norte parpadeó un instante. Miró malhumorado a Tunny, después a Yema y, acto seguido, se internó en el bosque, farfullando airadamente.

—Hay que ganarse su confianza —murmuró Yema.

Tunny se guardó el cuchillo del norteño en el bolsillo interior del abrigo.

—Exactamente.

Buenas acciones

Los edificios de Osrung oprimían a Craw; todos parecían tener historias que contar y cada esquina que doblaba se abría a un nuevo tramo de desastres. Varios habían ardido por completo. Las vigas carbonizadas todavía humeaban y el aire estaba cargado con el aroma intenso de la destrucción. Las ventanas se encontraban vacías y abiertas de par en par, los postigos estaban cubiertos de flechas rotas y las puertas, marcadas por los hachazos, colgaban de sus goznes. Los adoquines manchados estaban sembrados de basura, sombras retorcidas y también cadáveres, de carne fría que en otro tiempo habían sido hombres, arrastrados por los desnudos talones hasta el lugar que les correspondía en la tierra.

Unos Caris observaban malhumorados y con gesto torvo esa extraña procesión. Conformada por sesenta soldados de la Unión heridos que avanzaban arrastrando los pies seguidos en la retaguardia por Escalofríos, cual lobo que fuera tras un rebaño, y encabezados por Craw, al que le dolían las rodillas, y la muchacha.

Craw se dio cuenta de que no hacía más que mirarla de reojo. No tenía muchas oportunidades de ver a una mujer. A Wonderful, quizá, pero no era lo mismo, aunque ella probablemente le habría propinado una patada en la entrepierna si hubiera dicho algo así. Y ésa era precisamente la cuestión. Pero aquella muchacha era simplemente una muchacha. Y bonita, además. Aunque probablemente habría estado más bonita esa misma mañana, igual que Osrung. La guerra no embellece nada. Daba la sensación de que le hubieran arrancado un mechón de pelo, dejando el resto manchado de sangre coagulada en un costado. Tenía un gran cardenal en la comisura de la boca. Una de las mangas de su sucio vestido estaba desgarrada y cubierta de sangre seca. Sin embargo, no había derramado ni una sola lágrima.

—¿Estás bien? —preguntó Craw.

Ella miró por encima del hombro a la vacilante columna, con sus muletas, sus camillas y sus rostros desfigurados por el dolor.

—Podría estar peor.

—Imagino que sí.

—¿Y tú estás bien?

—¿Eh?

La muchacha señaló su rostro y Craw se tocó el corte de la mejilla donde le habían dado puntos. Se había olvidado por completo de él.

—¿Qué te parece? Yo también podría estar peor.

—Sólo por curiosidad. Si no estuviese bien, ¿qué podrías haber hecho al respecto?

Craw abrió la boca, después se percató de que en realidad no tenía una buena respuesta.

—No lo sé. ¿Una palabra amable, quizás?

La muchacha contempló la plaza destrozada que estaban atravesando, así como a los heridos que se encontraban apoyados contra el muro de una casa en la cara norte y los heridos que los seguían.

—Las palabras amables no parecen tener mucho valor en medio de todo esto.

Craw asintió lentamente.

—Sin embargo, ¿qué otra cosa nos queda?

Se detuvo a quizá una docena de pasos del extremo norte del puente y Escalofríos se acercó a él. El estrecho sendero de losas de piedra se extendía frente a ellos. Un par de antorchas ardían al otro extremo. No había ni rastro de hombres, pero Craw estaba seguro de que los negros edificios de la orilla opuesta estaban repletos de cabrones de gatillo fácil armados con ballestas. No era un puente muy grande, pero en aquel momento se le antojó una travesía descomunal. Eran demasiados pasos y, a cada uno de ellos, podía terminar con una flecha clavada en sus partes nobles. Aun así, el mero hecho de quedarse esperando no iba a hacer que eso fuera algo menos probable. Al contrario, más bien, ya que a cada instante oscurecía más.

Entonces se dispuso a escupir un gargajo, pero se dio cuenta de que la muchacha le estaba observando y se lo tragó. A continuación, se descolgó el escudo del hombro y lo colocó contra la pared, extrajo la espada de su vaina y se la entregó a Escalofríos.

—Espera aquí con los demás. Voy a cruzar a ver si encuentro alguien dispuesto a escuchar de manera razonable.

—De acuerdo.

—Y si me aciertan… llora por mí.

Escalofríos asintió solemnemente.

—Lloraré muchísimo.

Craw levantó las manos y echó a andar. No parecía haber transcurrido demasiado tiempo desde que hiciera más o menos lo mismo junto a los Héroes. Estaba penetrando en la guarida del lobo, armado únicamente con una sonrisa nerviosa y unas abrumadoras ganas de cagar.

—Estoy haciendo lo correcto —musitó para sí mismo. Estaba jugando a ser el pacificador. Tresárboles se habría sentido orgulloso de él. Lo cual era un gran consuelo, pues cuando recibiera un flechazo en el cuello podría servirse del orgullo de ese muerto para extraer el astil, ¿verdad que sí?—. Soy demasiado viejo para esto, puñetas —por los muertos, ya debería haberse retirado. Ya debería estar sonriendo frente al mar con una pipa en la mano tras haber hecho todo lo que tenía que hacer—. Lo correcto —susurró de nuevo. Qué agradable sería que por una vez lo correcto y lo seguro coincidieran. Pero Craw supuso que la vida no estaba concebida de esa manera.

—¡Ya has avanzado bastante! —dijo una voz en norteño.

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