Los héroes (54 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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—¿Vas a conseguirme un buen combate, Dow el Negro? —preguntó Whirrun, al mismo tiempo que se alzaba lentamente y enderezaba su espada—. Vine aquí para llenar tumbas y el Padre de las Espadas empieza a estar sediento.

—Me atrevería a decir que no pasará mucho tiempo antes de que logre sacar de su madriguera algo que puedas matar. Mientras tanto, necesito hablar en privado con Curnden Craw.

Whirrun se llevó una mano al pecho.

—Jamás me atrevería a interponerme entre dos amantes —acto seguido, se marchó colina arriba con la espalda al hombro.

—Qué tipo más extraño —comentó Dow mientras observaba a Whirrun marcharse. Craw gruñó mientras estiraba las piernas y se ponía lentamente en pie, estirando sus doloridas articulaciones.

—Más bien se lo hace. Ya sabes lo que supone tener que estar siempre a la altura de tu reputación.

—La fama es una prisión, de eso no cabe duda. ¿Qué tal tienes la cara?

—Afortunadamente, siempre he sido un cabrón más bien feo. No tendré peor pinta que antes. ¿Sabemos qué es lo que nos ha causado tanto daño?

Dow negó con la cabeza.

—Con los sureños, ¿quién puede saberlo? Debe de tratarse de algún arma nueva. De algún tipo de brujería.

—Realmente maligna, si puede alcanzarnos y liquidar a nuestros hombres de tal manera.

—¿Tú crees? A todos nos aguarda la Gran Niveladora, ¿no es así? Siempre habrá alguien más fuerte, más rápido, más afortunado que tú, y, cuanto más luches, más rápido te encontrará ese alguien. Eso es la vida para los que son como nosotros. El tiempo que pasamos lanzándonos de cabeza hacia ese momento.

Craw no estaba muy seguro de compartir esa opinión.

—Al menos, en el frente, en la carga o en el círculo, un hombre puede pelear. Y fingir que va a afectar al resultado de la batalla —entonces, esbozó una mueca de dolor al tocarse los puntos con la yema de los dedos—. En fin, ¿cómo haces una canción acerca de alguien cuya cabeza ha reventado mientras estaba a punto de decir alguna nadería?

—Como Pezuña Hendida.

—Exacto —Craw no estaba seguro de haber visto en su vida a nadie más muerto que aquel cabrón.

—Quiero que tomes su lugar.

—¿Eh? —dijo Craw—. Todavía me resuenan los oídos. No estoy seguro de haberte oído correctamente.

Dow se acercó más a él.

—Quiero que seas mi segundo al mando. Que dirijas a mis Caris. Que me guardes las espaldas.

Craw le miró de hito en hito.

—¿Yo?

—Sí, tú, ¿qué coño te acabo de decir?

—Pero… ¿por qué
yo
?

—Tienes experiencia y te respetan… —Dow lo miró un momento con la mandíbula apretada. Después, hizo un aspaviento con la mano como si quisiera espantar así a una mosca—. Me recuerdas a Tresárboles.

Craw parpadeó. Ése podía ser el mejor cumplido que nadie le había dicho nunca y venía de boca de alguien no demasiado proclive a los falsos halagos. Ni a ningún tipo de halagos, en realidad.

—Bueno… No sé qué decir. Gracias, jefe. Eso significa mucho para mí. Una barbaridad. Si alguna vez llego a ser una décima parte de hombre de lo que lo era él, me sentiré más que satisfecho.

—Déjate de gilipolleces y limítate a decirme que aceptas el puesto. Necesito a alguien en quien pueda confiar, Craw, y tú eres de los que hacen las cosas a la antigua. Eres un hombre de honor y ya no quedan muchos así. Sólo dime que aceptas.

De repente, Craw vio algo extraño en la expresión de Dow, una débil curvatura en sus labios. Si no lo hubiera conocido mejor, habría dicho que era miedo. Y de repente lo entendió.

Dow no podía darle la espalda a nadie. No tenía amigos, sólo aquéllos a los que había amedrentado para que le sirvieran y una inmensidad de enemigos. No le quedaba más remedio que confiar en un hombre al que apenas conocía porque le recordaba a un viejo camarada que hacía tiempo había regresado al barro. Ese era el precio a pagar por ser un pez gordo. La cosecha de toda una vida dedicada a asuntos turbios.

—Por supuesto que acepto —y así quedó dicho. Quizá en aquel momento sintió lástima por Dow, a pesar de que eso pareciese una locura. A lo mejor comprendía la soledad de ser jefe. O quizás los rescoldos de sus ambiciones, que creía que se habían consumido por completo hacía tiempo junto a las tumbas de sus hermanos, volvieron a prender una última vez al verse aventadas por Dow. En cualquier caso, había aceptado y ya no había manera de echarse atrás. Lo había hecho sin preguntarse si era lo correcto. Para él o para su docena o para cualquiera. Y, de inmediato, Craw tuvo la terrible sensación de que había cometido un tremendo error.

—Pero sólo mientras dure la batalla —añadió, con el fin de alejarse del precipicio al que intuía que se estaba asomando—. Ocuparé la vacante hasta que encuentres a alguien mejor.

—Eres un buen hombre —Dow le tendió la mano y Craw se la estrechó, y cuando alzó la mirada vio su sonrisa de lobo, y ni rastro de debilidad o temor o de nada remotamente similar—. Has hecho lo correcto Craw.

Craw observó cómo Dow volvía a subir la colina en dirección a las piedras, preguntándose si realmente había dejado que su máscara cayese por un momento o si sólo había sido una treta para ablandarle. ¿Lo correcto? ¿Acaso no acababa de aceptar ser la mano derecha de uno de los hombres más odiados del mundo? ¿Un hombre con más enemigos que ningún otro en una tierra en la que todo el mundo tenía demasiados? ¿Un hombre que ni siquiera le agradaba particularmente y cuya vida había prometido proteger? En ese instante, profirió un gemido.

¿Qué diría su docena acerca de aquello? Yon negaría con la cabeza con el rostro desencajado por la ira. Drofd parecería dolido y confuso. Brack se acariciaría las sienes con… de repente, fue dolorosamente consciente de que Brack había regresado al barro. ¿Wonderful? Por los muertos, ¿qué diría ella cuando…?

—Craw —y allí estaba, justo junto a su codo.

—¡Ah! —exclamó él, retrocediendo un paso.

—¿Qué tal la cara?

—Er… Bien, supongo… ¿Todos los demás están bien?

—Yon tiene una astilla clavada en la mano que le está poniendo de peor humor que nunca, pero sobrevivirá.

—Bien. Eso está… bien. Que todos estén sanos y salvos, quiero decir, no… no lo de la astilla.

Ella frunció el entrecejo, adivinando qué pasaba algo, lo cual no era demasiado difícil teniendo en cuenta sus lamentables intentos por ocultarlo.

—¿Qué deseaba nuestro noble Protector?

—Quería… —por un momento, Craw movió los labios sin pronunciar realmente ninguna palabra, preguntándose cómo iba a explicarlo, pero una cagada es una cagada da igual cómo se presente—. Quería ofrecerme el puesto de Pezuña Hendida.

Craw había esperado que se echara a reír, pero ella se limitó a entornar los ojos.

—¿A ti? ¿Por qué?

Buena pregunta, él también se la estaba empezando a hacer.

—Dice que soy un hombre de honor.

—Ya veo.

—Me ha dicho… que le recuerdo a Tresárboles —añadió, percatándose de lo arrogante y pomposo que sonaba al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras. Desde luego, había esperado que eso sí le hiciera soltar una carcajada, pero ella se limitó a entornar aún más los ojos.

—Eres un hombre en el que se puede confiar. Todo el mundo lo sabe. Pero se me ocurren otros motivos más creíbles.

—¿Como cuáles?

—Como que tenías muy buena relación con Bethod y su grupo y con Tresárboles antes que con él. Quizá Dow crea que le aportarás un par de amigos con los que aún no cuenta. O, en cualquier caso, tendrá un par de enemigos menos gracias a ti —Craw frunció el ceño. Desde luego, ésos sí eran unos motivos más creíbles—. Eso y que sabe que Whirrun irá allá donde tú vayas, y Whirrun es precisamente el tipo de hombre que uno querría tener a su lado si las cosas se ponen feas —mierda, también tenía razón en eso. Le había calado perfectamente—. Y conociendo a Dow el Negro, las cosas se van a poner feas con toda seguridad… ¿Qué le has respondido?

—Le he dicho que sí —Craw esbozó un gesto de contrariedad y se apresuró a añadir—, sólo mientras prosiga la batalla.

—Ya veo —ella seguía sin enfadarse ni mostrar sorpresa y se limitaba a observarle. Aquello le estaba poniendo mucho más nervioso que si le hubiese dado un puñetazo en la cara—. ¿Y qué pasa con la docena?

—Bueno… —a Craw le daba vergüenza reconocer que no se había parado a pensarlo—. Supongo que vendréis conmigo, si os apetece. A menos que quieras volver a tu granja y a tu familia y…

—A menos que quiera… ¿retirarme?

—Sí.

Ella resopló.

—¿La pipa, el porche y el atardecer sobre el mar? Eso es para ti, no para mí.

—Entonces… supongo que pasará a ser tu docena por el momento.

—De acuerdo.

—¿No me vas a echar una bronca?

—¿Por qué motivo?

—Por no haber seguido mis propios consejos, para empezar. Todo aquello de que hay que mantener la cabeza gacha y no llamar la atención, de que no hay meter las narices donde a uno nadie le llama, de que hay que mantener a todo el grupo con vida, o lo de que los caballos viejos no pueden saltar vallas nuevas y bla, bla, bla…

—Eso son cosas que has dicho tú. Pero yo no soy tú, Craw.

Craw parpadeó.

—Supongo que no. Entonces, ¿te parece que he hecho lo correcto?

—¿Lo correcto? —repitió ella, dándole la espalda mientras esbozaba algo que parecía una leve sonrisa—. Eso también es muy propio de ti —acto seguido, se alejó paseando hacia los Héroes, con una mano apoyada sobre la empuñadura de su espada, y lo dejó ahí plantado en medio del viento.

—Por los puñeteros muertos —juró, mientras miraba hacia el otro lado de la colina, buscando desesperadamente un dedo al que todavía le quedara un poco de uña que morder.

Escalofríos estaba de pie no muy lejos de allí. Sin decir nada. Simplemente, se limitaba a observar. De hecho, tenía el aspecto de un hombre que se sintiera desplazado y marginado. El ligero mohín de Craw se convirtió en una mueca de disgusto. Daba la impresión de que ésa estaba pasando a ser la forma natural de su rostro, de una manera u otra.

—El peor enemigo de un hombre es su ambición —solía decirle en su día Bethod—. La mía me ha hundido en toda la mierda en la que hoy me encuentro.

—Bienvenido a la mierda —murmuró Craw para sí, a la vez que apretaba los dientes con fuerza. Ese es el problema de los errores. Puedes cometerlos en sólo un instante. Después de años y años andando de puntillas como un cretino para no cagarla, uno desvía la vista un solo momento y…

Zas.

La fuga

Finree creyó que estaban en una especie de cabaña. El suelo era de tierra húmeda y soplaba una corriente que la hizo temblar. Olía a animales y a cerrado.

Le habían vendado los ojos y obligado a marchar a empellones a través de húmedos campos y arboledas. La maleza se le había enredado alrededor de los pies y los arbustos habían intentado agarrarla del vestido. Menos mal que llevaba puestas sus botas de montar, pues, de otro modo, probablemente habría acabado descalza. Le pareció haber oído ruido de lucha a sus espaldas. Aliz había seguido chillando un rato, cada vez más ronca, pero al fin había parado. Nada había cambiado. Después, habían cruzado una corriente en una destartalada barca. Quizá por la parte norte del río. Luego, las habían metido allí dentro, habían oído una puerta cerrarse y el ruido metálico de un cerrojo.

Y allí las habían dejado, a oscuras. Aguardando quién sabía qué.

A medida que Finree recuperaba el aliento, el dolor iba apoderándose de ella. Le picaba terriblemente el cuero cabelludo, le palpitaba la cabeza y el cuello le enviaba terribles calambrazos hacia los omoplatos cada vez que intentaba volver la cabeza. Pero, desde luego, estaba mucho mejor que la mayoría de los que habían quedado atrapados en aquella posada.

Se preguntó si Hardrick habría conseguido ponerse a salvo o si le habrían derribado en campo abierto. De ser así, su inútil mensaje nunca habría sido entregado. Finree seguía viendo el rostro del mayor al trastabillar de costado con la sangre manando de su cráneo abierto, tremendamente sorprendido. Y a Meed, arañándose la herida borboteante del cuello. Todos habían muerto. Todos.

Inspiró profundamente y se obligó a no pensar más en ello. No podía permitírselo, igual que un funámbulo no puede permitirse pensar en el suelo. «Tienes que mirar al futuro», recordó que le había dicho su padre, mientras sacaba otra de sus piezas del tablero de cuadros. «Concéntrate en lo que puedas cambiar.»

Aliz llevaba sollozando desde que habían cerrado la puerta. Finree tenía unas ganas tremendas de abofetearla, pero tenía las manos atadas. Estaba razonablemente convencida de que no saldrían de allí llorando. Pero tampoco sabía cómo iban a lograrlo.

—Calla —susurró Finree—. Cállate, por favor, necesito pensar. Por favor. Por favor.

Los sollozos remitieron hasta convertirse en unos lamentos irregulares, que, si acaso, eran peores aún.

—¿Nos van a matar? —preguntó Aliz, sorbiendo por la nariz—. ¿Nos van a asesinar?

—No. Si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho.

—Entonces, ¿qué van a hacer con nosotras?

La pregunta quedó suspendida entre ellas como un abismo sin fondo que nada salvo el eco de sus respiraciones pudo llenar. Finree se revolvió hasta conseguir sentarse, mientras apretaba los dientes ante el dolor que sentía en el cuello.

—Tenemos que pensar, ¿vale? Tenemos que mirar al futuro. Tenemos que intentar escapar.

—¿Cómo? —lloriqueó Aliz.

—¡Como podamos! —silencio—. Tenemos que intentarlo. ¿Tienes las manos sueltas?

—No.

Finree consiguió arrastrarse por el suelo, deslizando su vestido sobre la tierra, hasta que chocó con la espalda contra la pared y gruñó por el esfuerzo. Con los dedos palpó los costrones de escayola y piedras húmedas de la pared.

—¿Estás ahí? —chilló Aliz.

—¿Dónde voy a estar?

—¿Qué estás haciendo?

—Intento soltarme las manos —algo se enganchó en la cintura de Finree, desgarrando la tela. Acto seguido, apoyó los omoplatos contra la pared para alzarse, siguiendo la tela prendida con los dedos. Sí, ahí había una alcayata oxidada. La frotó hasta quitarle las escamas de escayola reseca, entonces notó una punta dentada y una repentina oleada de esperanza la invadió. Separó las muñecas, esforzándose por encontrar el metal con las cuerdas que las retenían.

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