Craw se detuvo, sintiéndose más solo que nunca allí, en mitad de la penumbra, mientras escuchaba el murmullo del agua que discurría por debajo de él.
—¡No podría estar más de acuerdo, amigo! ¡Sólo quiero hablar!
—La última vez que hablamos, ninguno de los implicados acabó demasiado bien —alguien estaba acercándose desde el otro extremo del puente con una antorcha en la mano. Su luz anaranjada iluminó una mejilla surcada de grietas, una barba descuidada y una boca apretada de labios agrietados.
Craw se dio cuenta de que estaba sonriendo cuando el hombre se detuvo al alcance de su brazo. Supuso que sus posibilidades de sobrevivir a esa noche acababan de mejorar notablemente.
—Pero si es Hardbread, a menos que me equivoque —a pesar de que habían estado peleando a muerte no hacía ni una semana, le dio la impresión de estar saludando a un viejo amigo y no a un viejo enemigo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Muchos de los muchachos del Sabueso rondan por los alrededores. El Extraño que Llama se ha presentado sin ser invitado con esos chillados del Crinna, de modo que hemos tenido que enseñarles educadamente el camino de vuelta. Vaya aliados se busca tu jefe, ¿no?
Craw miró hacia los soldados de la Unión que se habían congregado bajo la luz de las antorchas en el extremo sur del puente.
—Podría decir lo mismo del tuyo.
—Sí, bueno. Es el signo de los tiempos. ¿Qué puedo hacer por ti, Craw?
—Traigo unos cuantos prisioneros. Dow el Negro quiere devolvéroslos.
Hardbread pareció profundamente dubitativo.
—¿Desde cuándo devuelve algo Dow?
—Desde ahora.
—Supongo que nunca es demasiado tarde para cambiar, ¿eh? —Hardbread gritó algo en el idioma de la Unión mientras miraba hacia atrás.
—Supongo que no —musitó Craw, a pesar de que distaba mucho de estar convencido de que Dow hubiera cambiado tanto.
Un hombre se acercó precavidamente desde el extremo sur del puente. Iba ataviado con el uniforme de la Unión y era de alto rango, pero joven, y agraciado también. Asintió en dirección hacia Craw y éste le devolvió el saludo; después, intercambió algunas palabras con Hardbread, se volvió para mirar a los heridos que estaban cruzando ya el puente y se quedó boquiabierto.
Craw oyó unas rápidas pisadas a sus espaldas y percibió cierto movimiento al volverse.
—¿Qué día…?
Reaccionó demasiado tarde a la hora de intentar empuñar su espada y, en ese instante, se dio cuenta de que no la llevaba encima. Para entonces, alguien le había sobrepasado ya. Se trataba de la muchacha, que corría directamente hacia los brazos del joven oficial. Éste la agarró y se abrazaron con fuerza y se besaron, Craw lo observó todo con las cejas arqueadas mientras su mano seguía acariciando el vacío en el hueco donde solía estar su empuñadura.
—Esto sí que no me lo esperaba —afirmó.
Las cejas de Hardbread se encontraban tan arqueadas como las suyas.
—A lo mejor es así como se saludan siempre en la Unión los hombres y las mujeres.
—Igual debería mudarme allí yo también.
Craw se apoyó contra el pétreo parapeto del puente. Se acomodó junto a Hardbread y ambos observaron cómo la pareja se abrazaba, con los ojos cerrados, meciéndose suavemente bajo la luz de la antorcha, como unos bailarines que siguieran el ritmo de una lenta tonada que nadie más pudiera oír. Él le estaba susurrando algo a la oreja. Consuelo o alivio o amor. Palabras que desconocía Craw, sin duda, y no sólo por la barrera idiomática. Vio a los heridos sortear torpemente a la pareja, mientras una chispa de esperanza iluminaba sus agotados rostros. Ellos también volvían con su gente. Regresaban heridos, quizás, pero vivos. Craw debía reconocer que aunque la noche fuese fría había comenzado a notar una cierta sensación de calidez en su fuero interno. Aunque no era como el fuego que uno siente tras ganar una batalla, quizá, ni tan enérgico o fiero como la emoción de la victoria.
Pero supuso que el calor que brindaba esa calidez sí podría perdurar más tiempo.
—Uno se siente bien —comentó, mientras observaba cómo el soldado, que rodeaba a su amada con el brazo, y la muchacha terminaban de cruzar el puente hacia la orilla sur— al hacer felices a unos pocos, en medio de todo esto. Sí, uno se siente puñeteramente bien.
—Así es.
—Esto hace que uno se pregunte por qué alguien escoge hacer lo que hacemos nosotros.
Hardbread respiró hondo.
—Porque es demasiado cobarde para hacer cualquier otra cosa, quizá.
—Puede que tengas razón.
La mujer y el oficial se desvanecieron en la oscuridad, seguidos por los últimos heridos. Craw se alejó del parapeto, empujándose hacia atrás con ambas manos, y se sacudió la humedad de las manos.
—En fin, volvamos a lo nuestro, ¿eh?
—Sí, volvamos.
—Me ha alegrado verte, Hardbread.
—Lo mismo digo —el viejo guerrero se giró para seguir a los demás hacia la parte sur de la ciudad—. No dejes que te maten, ¿eh? —le dijo mirando hacia atrás.
—Intentaré evitarlo.
Escalofríos estaba esperando a Craw en el extremo norte del puente, con la espada de éste en la mano. El mero hecho de ver su ojo centelleando sobre esa retorcida sonrisa fue suficiente para acabar con cualquier tipo de sentimentalismo con la misma rapidez con la que un conejo huye de un cazador.
—¿Alguna vez has pensado en ponerte un parche? —inquirió Craw, mientras tomaba su espada y la deslizaba en su vaina.
—Llevé uno una temporada —contestó Escalofríos, señalando la enorme cicatriz alrededor de su ojo—. Pero picaba de cojones. Así que pensé: ¿por qué voy a llevarlo? ¿Sólo para que estos cabrones se sientan más cómodos? Si yo puedo vivir con esta cara, ellos pueden vivir viéndola. Y si no, que se jodan.
—No te falta razón —caminaron un momento en silencio entre la penumbra—. Siento haber aceptado este cargo.
Escalofríos no dijo nada.
—Me refiero a asumir el mando de los Caris de Dow. Es una responsabilidad que debería haberte correspondido a ti.
Escalofríos se encogió de hombros.
—No soy ambicioso. He conocido a gente así y la ambición es el camino más seguro de regreso al barro. Sólo quiero que me den lo que se me debe. Ni más ni menos. Es decir, un poco de respeto.
—No parece mucho pedir. En cualquier caso, sólo seré su jefe mientras dure la batalla. Después, me retiraré. Me atrevería a decir que Dow querrá entonces que pases a ser su segundo al mando.
—Quizá —otro momento de silencio. Después, Escalofríos se volvió para mirarle—. Eres un tipo decente, ¿verdad, Craw? Eso es lo que dice la gente. Dicen que eres un hombre de honor. ¿Cómo has logrado llegar a serlo?
A Craw no le parecía en absoluto que hubiera llegado a serlo.
—Sólo intento hacer lo correcto, supongo. Eso es todo.
—¿Cómo? Yo lo he intentado, pero nunca he conseguido perseverar. No le veía ninguna ventaja.
—Ahí está el problema. Cualquier cosa buena que he hecho, y los muertos saben que no son demasiadas, fue una recompensa en sí misma. Has de obrar así porque lo deseas.
—Pero no hay ningún sacrificio en hacer lo que deseas, ¿verdad? ¿Cómo es que hacer lo que te apetece te convierte en un puto héroe si es lo mismo que hago yo?
Craw se limitó a encogerse de hombros.
—No tengo todas las respuestas. Ojalá las tuviera.
Escalofríos dio vueltas meditabundo a la sortija que llevaba en el dedo meñique, cuya gema roja centelleaba.
—Supongo que lo importante es llegar al final de cada día.
—Es el signo de los tiempos.
—¿Crees que habrá otros tiempos distintos?
—Esperemos que sí.
—¡Craw! —el eco resonó con su nombre y Craw se volvió súbitamente, frunciendo el ceño hacia la oscuridad, preguntándose a quién había podido molestar recientemente. La respuesta era que prácticamente a todo el mundo. Se había ganado una larga lista de enemigos en cuanto le había dicho que sí a Dow el Negro. Su mano volvió a saltar hacia su espada. Al menos, esta vez, se hallaba en su vaina. Acto seguido, sonrió.
—¡Flood! Parece que no hago más que encontrarme con gente que conozco en este puñetero lugar.
—Es lo que pasa cuando uno es un cabrón muy viejo —replicó Flood con otra sonrisa y su propia cojera.
—Sabía que la vejez tenía que tener una parte buena. ¿Conoces a Caul Escalofríos?
—Sí, su reputación le precede.
Escalofríos mostró los dientes.
—Es guapo de cojones, ¿verdad?
—¿Qué tal ha sido el día donde Reachey? —preguntó Craw.
—Ha sido un día bastante sangriento —fue la respuesta de Flood—. He tenido a unos cuantos muchachos bajo mi mando que me llamaban jefe. Eran demasiado jóvenes. Todos menos uno han vuelto al barro.
—Lo lamento.
—También yo. Pero así es la guerra. Había pensado volver con tu docena, si estás dispuesto a aceptarme, y se me había ocurrido traerme a éste conmigo —Flood señaló con el pulgar a otro individuo. Un muchacho grandote, que se hallaba rezagado entre las sombras y envuelto en una capa verde manchada. Estaba mirando al suelo y su oscuro pelo le cubría la frente, de modo que Craw no pudo ver mucho más, aparte del destello de un ojo en la penumbra. Sin embargo, llevaba una buena espada al cinto. Con empuñadura dorada. Craw se fijó de inmediato en su resplandor—. Tiene buena mano. Hoy se ha ganado su apodo.
—Enhorabuena —dijo Craw.
El muchacho no respondió. No alardeaba ni se comportaba como un cretino, como habría hecho cualquier otro que se hubiera ganado su apodo aquel día. Como lo había hecho Craw el día en que se ganó el suyo. A Craw le cayó bien. Lo que menos necesitaba ahora era que alguien se dejara llevar por su fuerte temperamento y que les hundiera a todos en la mierda. Como su temperamento le había hundido a él en la mierda, años atrás.
—¿Qué me dices? —preguntó Flood—. ¿Hay sitio para nosotros en tu grupo?
—¿Sitio? No recuerdo haber tenido nunca más de diez hombres en mi docena, y ahora sólo quedamos seis.
—¿Seis? ¿Qué les ha pasado a los demás?
Craw esbozó una mueca de contrariedad.
—Más o menos, lo mismo que a tus muchachos. Lo que pasa habitualmente. Athroc cayó peleando en los Héroes anteayer. Agrick un día más tarde. Brack ha muerto esta mañana.
El silencio reinó por un momento.
—¿Brack ha muerto?
—Mientras dormía —respondió Craw—. Por su pierna mala.
—Brack ha vuelto al barro —dijo Flood, negando con la cabeza—. Ésa sí que es buena. Nunca pensé que fuera a morir.
—Ni yo. La Gran Niveladora nos aguarda a todos, de eso no hay duda, y no acepta excusas ni hace excepciones.
—Ninguna —susurró Escalofríos.
—Pero, hasta que venga a buscaros, podríais sernos útiles. Si es que Reachey os deja marchar.
Flood asintió.
—Ha dicho que lo haría.
—Muy bien. Pero debes saber que, por el momento, es Wonderful quien se encarga de dirigir la docena.
—¿Ah, sí?
—Sí. Dow me ha ofrecido estar al cargo de sus Caris.
—¿Ahora eres el segundo de Dow el Negro?
—Sólo hasta que acabe la batalla.
Flood hinchó los carrillos y resopló.
—¿Qué pasó con aquello de que uno nunca debe llamar la atención y ponerse en peligro?
—No he seguido mi propio consejo. ¿Todavía quieres unirte a nosotros?
—¿Por qué no?
—Será un placer tenerte de vuelta. Y también poder contar con tu chico, si dices que está preparado.
—Oh, y tanto que lo está, ¿verdad, muchacho?
El chico no dijo nada.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Craw.
—Beck.
Flood le dio un puñetazo en el brazo.
—Beck
el Rojo
. Será mejor que te vayas acostumbrando a usar tu nombre completo, ¿eh?
A Craw le dio la impresión de que aquel muchacho parecía un poco mareado. No era de extrañar, teniendo en cuenta el estado de la ciudad. Debía haberse visto envuelto en una buena pelea. Menuda manera de empezar en el negocio de la muerte y la sangre.
—No es muy hablador, ¿eh? Eso está bien. Entre Wonderful y Whirrun tenemos charla de sobra.
—¿Te refieres a Whirrun de Bligh? —inquirió el muchacho.
—Sí. Forma parte de la docena. O de la media docena, en cualquier caso. ¿Crees que debo darle la gran charla? —le preguntó a Flood—. Ya sabes, la misma que te di a ti cuando te uniste a nuestro grupo, todo eso de que uno debe cuidar de sus compañeros y de su jefe, y no debe dejarse matar y hacer siempre lo correcto y demás.
Flood miró al muchacho y negó con la cabeza.
—¿Sabes qué? Creo que hoy lo ha aprendido todo de la manera más dura posible.
—Sí —aseveró Craw—. Supongo que todos lo aprendimos así. Bienvenido, pues, a la docena, Beck el Rojo.
El muchacho se limitó a parpadear.
Era el mismo sendero que había seguido la noche anterior. La misma ruta serpenteante que recorría la ladera barrida por el viento hasta el granero donde su padre había instalado su cuartel general. La misma vista por encima del valle sumido en la oscuridad, repleto de motas luminosas de miles de hogueras, lámparas y antorchas, todas ellas resplandeciendo entre la humedad por el rabillo de sus ojos cansados. Pero todo parecía diferente. Incluso a pesar de que Hal montaba a su lado, lo suficientemente cerca como para que pudieran tocarse, mientras parloteaba sin cesar para llenar el silencio, Finree se sentía sola.
—… y menos mal que el Sabueso apareció en aquel momento porque si no, toda la división podría haberse desmoronado. Aun así, perdimos la mitad norte de Osrung, pero conseguimos mandar a esos salvajes aullando de vuelta al bosque. El coronel Brint se mostró firme como una roca. No podríamos haberlo hecho sin él. Querrá preguntarte… querrá preguntarte sobre…
—Eso será más tarde —no se veía capaz de enfrentarse a aquello—. Primero, he de hablar con mi padre.
—¿No deberías darte un baño antes? ¿Y cambiarte de ropa? Al menos, deberías pararte a recuperar el aliento un…
—Mis ropas pueden esperar —replicó ella bruscamente—. Traigo un mensaje de Dow el Negro, ¿entiendes?
—Por supuesto. Qué estúpido soy. Lo siento —Hal continuaba fluctuando entre una actitud paternal y rigurosa y la sensiblería, y Finree era incapaz de decidir cuál de las dos le estaba irritando más. Le daba la impresión de que Hal estaba enfadado, pero le faltaba el coraje necesario para expresarlo. Con ella, por haber acudido al Norte cuando él había deseado que se quedara atrás. Consigo mismo, por no haber estado allí para protegerla cuando habían llegado los hombres del Norte. Con ambos, por no saber cómo ayudarla ahora. Probablemente, le enfadaba estar enfadado, en vez de estar alegrándose de que hubiera regresado sana y salva.