Gorst le golpeó en la mano con su escudo, aplastando los huesos bajo el borde metálico y, acto seguido, observó cómo aquel hombre caía dando vueltas hacia el río.
—¡La Unión! —gritó alguien—. ¡La Unión! —¿Había sido él quien había gritado eso? Notó que los soldados empujaban hacia delante, enardecidos, barriendo el puente con un impulso irresistible, arrastrándolo hacia el norte, como si fuera un palo sobre la cresta de una ola. En ese instante, partió a alguien en dos con su largo acero, le abrió la cabeza a otro con la punta de su escudo, retorciendo la correa que lo sujetaba; entonces se percató de que le dolía el rostro de tanto sonreír y que le costaba respirar del júbilo y la emoción.
¡Esto es vida! ¡Esto es vida! Bueno, no para ellos, pero…
De repente, se encontró en un espacio abierto. Frente a él, se extendían amplios campos de cultivo mecidos por la brisa, que bajo el sol de la tarde adquirían un color dorado, como el paraíso prometido por el Profeta a los fieles gurkos. Los norteños corrían. Algunos en desbandada, pero la mayoría hacia el puente. En ese momento, tuvo lugar un contraataque, dirigido por un enorme guerrero, que iba protegido con unas placas de armadura negra colocadas sobre una cota de malla también negra, que portaba una larga espada en una de sus enguantadas manos y una pesada maza en la otra. Ese acero lanzaba destellos cálidos y acogedores bajo la suave luz vespertina. Le seguía una horda de Caris que había adoptado una formación en cuña, que alzaban sus escudos pintados y blandían armas pintarrajeadas, mientras entonaban un cántico: «¡Scale! ¡Scale!», con sus atronadoras voces.
El impulso de la Unión remitió, aunque la vanguardia siguió avanzando a regañadientes debido al empuje de los que venían detrás. Gorst se puso al frente de los suyos y observó lo que sucedía, mientras sonreía al sol que se ocultaba, sin atreverse a mover un solo músculo para evitar dejar de sentir aquella sensación. Sí, esto era sublime. Como una escena de los relatos que había leído de muchacho. Como aquel ridículo cuadro de Harod el Grande enfrentándose a Ardlic de Keln que tenía su padre en la biblioteca.
¡Un encuentro de campeones! ¡De dientes cerrados y nalgas apretadas! De gloriosas vidas, gloriosas muertes y gloriosas… ¿glorias?
El hombre de negro irrumpió en el puente haciendo retumbar las piedras con sus enormes botas. Su hoja avanzó silbando directamente hacia el hombro de Gorst y éste paró el golpe con su espada; al instante, notó cómo unas abrumadoras vibraciones se extendían por todo su brazo. La maza llegó un instante después e impactó contra su escudo. La pesada cabeza de esa arma dejó una abolladura a escasos centímetros de su nariz.
Gorst por su parte asestó dos salvajes mandobles, uno alto y otro bajo. El hombre de negro esquivó el primero y bloqueó el segundo con el mango de su maza, a la vez que utilizaba el escudo de un soldado de la Unión como punto de apoyo para lanzar un espadazo que obligó a Gorst a retroceder.
Aquel campeón del Norte era fuerte y valiente, pero la fuerza y el valor no siempre bastaban. No había estudiado hasta el último texto importante sobre esgrima jamás escrito. No había entrenado tres horas diarias cada día desde los catorce años. Ni había corrido decenas de miles de kilómetros con una armadura puesta. Ni había soportado amargos y enloquecedores años de humillación.
Y lo peor de todo: le preocupa perder.
Los filos de sus espadas se encontraron en el aire con un estrépito ensordecedor, pero Gorst había calculado su movimiento de manera impecable y el hombre del Norte perdió el equilibro, quizá por culpa de su rodilla izquierda que no parecía hallarse en buen estado. Gorst se abalanzó sobre él en un instante, pero el arma perdida de algún otro le acertó de lleno en la hombrera antes de que pudiera asestarle el golpe de gracia, enviándole así a los brazos del hombre de negro.
Se vieron enredados torpemente en un incómodo abrazo. El hombre del Norte intentó golpearle con el mango de su maza e incluso ponerle la zancadilla, desembarazarse de él como fuera. Pero Gorst se aferró a él con fuerza. Era vagamente consciente del combate que se estaba librando a su alrededor, de que otros hombres se hallaban enzarzados en sus propias y desesperadas peleas, de los gritos que surgían de la carne doliente y los crujidos del metal destrozado, pero estaba perdido en el momento, con los ojos cerrados.
¿Cuándo fue la última vez que verdaderamente abracé a alguien? Cuando gané la semifinal en aquel torneo, ¿me abrazó mi padre? No. Sólo me dio un firme apretón de manos. Y una incómoda palmadita en el hombro. A lo mejor me habría abrazado si hubiera ganado, pero fallé, tal como él había predicho que haría. Entonces, ¿cuándo fue? ¿Con alguna mujer que cobró por ello? ¿Con algún hombre al que apenas conocía en una patética muestra de ebria camaradería? Pero no me abrazaron de esta manera. Por un igual, que realmente me comprende. Si al menos pudiera durar…
Retrocedió de un salto y apartó la cabeza para que no le alcanzara aquel mazo sibilante, de tal modo que logró que el hombre de negro perdiera el equilibrio. Gorst dirigió su acero directamente hacia la cabeza de su adversario, mientras éste se enderezaba. Su rival apenas fue capaz de detener el golpe. Su espada salió despedida de su mano y se perdió entre aquel mar de botas. El hombre de negro bramó y se retorció para golpear con su maza, trazando una cruenta diagonal.
Demasiada fuerza, poca precisión
. Gorst vio venir el golpe, dejó que resbalara inocuamente sobre su escudo y se coló en el espacio creado para dirigir un cuidadoso corte, poco más que una estocada de esgrima, hacia aquella débil rodilla izquierda. El filo de su acero golpeó contra el quijote, encontró la cota de malla expuesta en la articulación y la atravesó. El hombre de negro se inclinó de lado, aferrándose al parapeto para poder mantenerse en pie mientras su maza rozaba la piedra cubierta de musgo.
Gorst resopló mientras blandía el acero en un amplio arco descendente que ya nada tenía que ver con la esgrima. Cortó limpiamente el ancho antebrazo del hombre de negro, llevándose por delante armadura, carne y hueso, hasta que su espada chocó contra la vieja roca, arrojando por los aires sangre, anillas de cota de malla y esquirlas de piedra.
El hombre de negro jadeó furiosamente mientras luchaba por alzarse y rugió al blandir su maza contra la cabeza de Gorst, dispuesto a lanzar un golpe letal. O lo habría hecho, de haber tenido la mano todavía unida al resto del cuerpo. En cierto modo, para decepción de ambos, sospechó Gorst, su guantelete y la mitad de su antebrazo colgaban de un último jirón de su cota de malla. La maza colgaba de la muñeca como una marioneta atada a una tira de cuero. A pesar de que no podía verle la cara, Gorst intuyó que debía hallarse tremendamente perplejo.
Gorst le golpeó en la cabeza con el escudo, haciendo saltar su casco mientras la sangre manaba de su brazo amputado en gotas negras y espesas. El hombre de negro intentaba extraer torpemente un puñal de su cinturón cuando la espada de Gorst se hundió en su cabeza. Dio un par de pasos tambaleantes, abrió los brazos en cruz y, acto seguido, se desplomó de espaldas como un gran árbol caído.
Gorst alzó su escudo y su espada ensangrentada, y los agitó en dirección a los últimos y espantados hombres del Norte, como un salvaje, y lanzó un penetrante chillido.
¡He vencido, cabrones! ¡He vencido! ¡He vencido!
Como si ese grito hubiera sido una orden, todos ellos dieron media vuelta y huyeron hacia el norte, aplastando los sembrados en su desesperada fuga, pero el peso de sus cotas de malla, su fatiga y su pánico entorpecían su avance, y Gorst estaba entre ellos, como un león entre las cabras.
Comparado con su rutina matutina, aquello era como bailar en el aire. Un hombre del Norte pasó a su lado gimiendo de terror. Gorst estudió el movimiento de su cuerpo, calculó con precisión cuándo y cómo debía soltar el brazo hacia abajo para acertarle de pleno y, a continuación, le cortó la cabeza de un solo tajo. La sintió rebotar contra su rodilla mientras seguía avanzando sin parar. Entonces, un joven, con el rostro contorsionado por el miedo, arrojó una lanza mientras miraba hacia atrás. Gorst le hundió la espada en la espalda y, al instante, cayó aullando entre los cultivos.
Era tan fácil que rozaba lo ridículo. Gorst le cortó las piernas a un hombre, luego alcanzó a otro y lo derribó de un mandoble en la espalda, después le amputó a un tercero un brazo al que dejó que diera un par de titubeantes pasos antes de hundirle el cráneo con su escudo.
¿Sigue siendo esto una batalla? ¿Sigue siendo esto un glorioso enfrentamiento entre hombres? ¿0 acaso no es ya sino un mero asesinato?
A Gorst eso realmente no le importaba.
No puedo contar chistes ni mantener conversaciones refinadas, pero esto sí sé hacerlo. Para esto fui engendrado. ¡Soy Bremer dan Gorst, el rey del mundo!
Siguió asestando mandobles a diestro y siniestro, dejando cuerpos destrozados y cubiertos de sangre. Un par de enemigos se volvieron para enfrentarse a él cara a cara y también los derribó. Los hizo picadillo a todos. Siguió avanzando y avanzando, cortando aquí y allá como un carnicero demente, mientras sentía cómo el aire se adentraba triunfalmente en su garganta. Entonces, dejó atrás una granja a su derecha, más o menos a mitad de camino del gran muro que se alzaba más allá, y se dio cuenta de que ya no había más hombres del Norte a su alcance, miró hacia atrás por encima del hombro y ralentizó el ritmo.
Ninguno de los hombres de Mitterick lo había seguido. Se habían detenido cerca del puente, a unos cien pasos por detrás de él. Estaba completamente solo en mitad del campo, había sido el protagonista de un asalto de un solo hombre hacia las posiciones norteñas. Se detuvo, inseguro de qué hacer, como un náufrago en un mar ele cebada.
Un muchacho al que debía haber adelantado antes se aproximó a él. Tenía el pelo alborotado y vestía un jubón de piel que tenía una manga manchada de sangre. No iba armado. Miró furtivamente a Gorst y, después, siguió avanzando. Pasó tan cerca que Gorst podría haberlo ensartado sin mover siquiera los pies, pero, de repente, no le vio sentido a aquello.
El éxtasis del combate lo estaba abandonando y ese familiar peso volvía a asentarse sobre sus hombros.
Así de rápido me veo arrastrado de nuevo a las marismas del desánimo. Las aguas fétidas se cierran sobre mi rostro. Basta con contar hasta tres y vuelvo a ser el mismo hijo puta patético al que todos conocen y desprecian
. Volvió la mirada hacia sus líneas. El reguero de cuerpos destrozados ya no le parecía algo de lo que sentirse orgulloso.
Enderezó la espalda, tenía la piel escocida por el sudor y jadeaba entre dientes. Frunció el ceño y contempló el muro que atravesaba los sembrados al norte, así como el bosque de lanzas que se erizaba tras él y a los hombres derrotados que todavía se esforzaban por alcanzar su refugio.
Quizá debería continuar la carga yo solo. ¡Sí, el Glorioso Gorst, allá va! ¡Cayendo sobre el enemigo como una estrella fugaz! ¡Su cuerpo perecerá, pero su nombre vivirá para siempre!
Resopló.
Sí, ahí va el idiota de Gorst, mirad cómo desperdicia su vida, el muy animal. Mirad cómo cae hacia su insignificante tumba, como un cagarro en una alcantarilla, y cómo acaba olvidado con la misma rapidez.
Se quitó el destrozado escudo del brazo y lo dejó caer sobre el sendero. Sacó la carta doblada de su peto con dos dedos, la estrujó en el puño y luego la lanzó hacia la cebada.
De todos modos, era una carta patética. Debería darme vergüenza.
A continuación, se volvió, cabizbajo, y regresó arrastrando los pies hacia el puente.
Era un soldado de la Unión que, por algún motivo, había perseguido a las tropas de Scale que se batían en retirada hasta aquella parte del camino. Un hombre voluminoso que enarbolaba una espada e iba protegido por una pesada armadura. No había parecido sentirse particularmente victorioso mientras estudiaba el camino, mientras se hallaba extrañamente solo en mitad del campo abierto. Casi parecía tan derrotado como se sentía Calder. Al cabo de un rato, se dio media vuelta y regresó pesadamente al puente. A las trincheras que los hombres de Scale habían cavado la noche anterior y en la que los hombres de la Unión habían tomado ahora posiciones.
No todos los dramas del campo de batalla surgen del glorioso combate. Algunos son simplemente el resultado de la más pura inacción. Tenways no había enviado ayuda. Calder no se había movido. No había llegado siquiera a decidirse en uno u otro sentido. Simplemente, había permanecido inmóvil, mirando a la nada a través de su catalejo, sumido en la agonía de la indecisión, hasta que de repente todos los hombres de Scale habían echado a correr y la Unión había tomado el puente.
Afortunadamente, por ahora, parecían satisfechos con eso. Probablemente, no querían arriesgarse a seguir avanzando bajo la menguante luz diurna. Después de todo, podrían continuar su avance al día siguiente y eso todo el mundo lo sabía. Tenían una buena posición establecida en la orilla norte del río y tampoco andaban escasos de fuerzas, a pesar del alto precio que les había hecho pagar Scale por hacerse con el puente. Si bien el precio pagado por el propio Scale parecía más elevado aún.
Los últimos de sus derrotados Caris seguían llegando cojeando y gateaban por encima del muro para echarse entre los cultivos, cubiertos de tierra y sangre, destrozados y agotados. Entonces, Calder detuvo a un hombre poniéndole una mano en el hombro.
—¿Dónde está Scale?
—¡Está muerto! —exclamó, quitándoselo de encima—. ¡Muerto! ¿Por qué no habéis acudido, cabrones? ¿Por qué no nos habéis ayudado?
—Hay hombres de la Unión al otro lado del arroyo —le explicó Pálido como la Nieve mientras lo alejaba de Calder, pero éste apenas lo oyó. Siguió de pie junto a la puerta, mirando más allá de los campos que se iban oscureciendo, en dirección hacia el puente.
Había querido mucho a su hermano. Por haber estado de su parte cuando todos los demás habían estado en contra. Porque nada es más importante que la familia.
Había odiado a su hermano. Por ser demasiado estúpido. Por ser demasiado fuerte. Por interponerse en su camino. Porque nada es más importante que el poder.
Y ahora su hermano estaba muerto. Calder lo había dejado morir. No había tenido que hacer nada. ¿Acaso eso era lo mismo que matar a un hombre?
Ahora lo único en lo que podía pensar era en cómo eso iba a complicarle la vida a partir de entonces. Pensó en todas las tareas adicionales que debería asumir, en todas esas responsabilidades para las que no se sentía preparado. Ahora era el heredero de todo el inestimable legado de rencillas, odios y mala sangre dejado por su padre. Se sentía más molesto que apenado y estaba desconcertado por no sentir nada más. Todo el mundo lo estaba mirando. Lo observaban, a la espera de qué iba a hacer. Para juzgar qué clase de hombre era. Se sentía avergonzado, casi, de que aquello fuese todo lo que la muerte de su hermano le hacía sentir. Ni culpa ni tristeza, sólo una honda gelidez en su ser. Y, por último, furia.