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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

Los héroes (55 page)

BOOK: Los héroes
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—Y si consigues soltarte las manos, ¿después qué? —inquirió Aliz con su agudo tono de voz.

—Te soltaré las tuyas —masculló Finree entre dientes—. Y después los pies.

—¿Y después qué? ¿Qué pasa con la puerta? Habrá guardas, ¿verdad? ¿Dónde estamos? ¿Qué haremos si…?

—¡No lo sé! —Finree se obligó a bajar la voz—. No lo sé. Cada cosa a su tiempo —añadió, mientras serraba las cuerdas con la alcayata—. Cada cosa a su… —de repente, Finree no acertó con una de sus manos y cayó hacia atrás. El metal le dejó una sensación ardiente muy dolorosa en el brazo.

—¡Ah!

—¿Qué?

—Me he cortado. Nada. No te preocupes.

—¿Que no me preocupe? ¡Hemos sido capturadas por hombres del Norte! ¡Por unos salvajes! ¿No has visto…?

—¡Quería decir que no te preocupases por el corte! Y sí, lo he visto todo —tenía que concentrarse en lo que podía cambiar. Liberarse las manos ya era suficiente desafío. Le dolían las piernas del esfuerzo que había hecho para sostenerse contra la pared, podía sentir la grasienta humedad de la sangre en los dedos y del sudor en el rostro. Le palpitaba la cabeza y su cuello era una agonía cada vez que movía los hombros. Restregó la cuerda contra aquel pedazo de metal oxidado, una y otra vez, una y otra vez, gruñendo, presa de la frustración.

—Maldición. Puñetera… ¡Ah!

Y así quedó libre. Se quitó la venda de los ojos y la tiró a un lado. Apenas podía ver mucho más sin ella. Alguna que otra pequeña grieta de luz alrededor de la puerta, entre los maderos. Unas paredes agrietadas relucientes de humedad y el suelo cubierto de paja embarrada. Aliz estaba de rodillas a un par de pasos de ella, con el vestido manchado de tierra, las manos atadas e inertes sobre su regazo.

Finree fue saltando hasta ella, pues seguía teniendo los tobillos atados, y se arrodilló a su lado. Le quitó de un tirón la venda y la tomó de ambas manos, estrechándolas entre las suyas. Le habló despacio, mientras la miraba directamente a los enrojecidos ojos.

—Escaparemos. Debemos hacerlo. Lo haremos.

Aliz asintió, esbozando una sonrisa desesperadamente esperanzada por un momento. Finree le observó las muñecas y tiró con sus entumecidos dedos de los nudos, esforzándose por agarrar las ligaduras con sus uñas rotas.

—¿Cómo sabe que las tengo? —Finree se quedó helada. O más helada aún de lo que ya estaba. Acababa de oír una voz que hablaba en norteño y el pesado ruido de unas pisadas acercándose. Notó que Aliz se quedaba inmóvil en la oscuridad, sin atreverse siquiera a respirar.

—Al parecer, cuenta con ciertos medios para enterarse.

—Sus medios pueden hundirse en el último rincón del mundo, por lo que a mí respecta —era la voz del gigante. Aquella voz lenta y suave parecía ahora teñida de rabia—. Las mujeres son mías.

—Sólo quiere una —el otro hombre hablaba en susurros, con una voz áspera y bronca.

—¿Cuál?

—La de pelo castaño.

Al instante, se oyó un resoplido airado.

—No. Quería que ésa me diese hijos.

A Finree se le desorbitaron los ojos. Se quedó sin respiración. Estaban hablando de ella. Siguió intentando soltar el nudo de las ataduras de las muñecas de Aliz con aún mayor premura, mientras se mordía el labio.

—¿Cuántos hijos quieres? —preguntó el de la voz susurrante.

—Quiero hijos civilizados. A la manera de la Unión.

—¿Qué?

—Ya me has oído. Quiero hijos civilizados.

—¿Que coman con tenedor y todo eso? Mira, yo he estado en Estiria y he estado en la Unión. La civilización está sobrevalorada, créeme.

Se produjo una pausa.

—¿Es cierto que tienen agujeros en los que puedes cagar y la mierda se va sola?

—¿Y qué? Una mierda sigue siendo una mierda. Siempre acaba en alguna parte.

—Quiero disfrutar de la civilización. Quiero hijos civilizados.

—Confórmate con la rubia.

—Me resulta menos agradable a la vista. Y es una cobarde. No hace nada más que llorar. La otra mató a uno de mis hombres. Tiene redaños. Los hijos heredan el coraje de la madre. No aceptaré hijos cobardes.

El hombre de voz susurrante bajó aún más el tono, demasiado como para que Finree pudiera oírlo. Entonces, tiró desesperadamente de los nudos con las uñas, musitando varias maldiciones.

—¿Qué están diciendo? —susurró Aliz aterrorizada.

—Nada —murmuró Finree—. Nada.

Dow el Negro quiere aprovecharse de su influencia para imponerme su voluntad —se quejó el gigante.

—También lo hace conmigo y con todos. Así son las cosas. Tiene bien agarrada la cadena.

—Me cago en su cadena. El Extraño que Llama no tiene más amos que el cielo y la tierra. Dow el negro a mí no me da…

—No te está ordenando nada. Sólo te lo está pidiendo educadamente. Puedes decirme que no y yo le transmitiré tu negativa. Después, ya veremos qué pasa.

Se produjo una pausa. Finree apretó la lengua con fuerza contra los dientes, sí, el nudo empezaba a ceder, empezaba a ceder…

La puerta se abrió de golpe y ambas parpadearon ante la repentina luz. Había un hombre en el umbral. Uno de sus ojos brillaba de un modo muy extraño. Demasiado extraño. Pasó bajó el dintel y Finree se percató de que su ojo estaba hecho de metal y de que se encontraba en medio de una enorme cicatriz moteada. Nunca había visto un hombre de aspecto más monstruoso. Aliz resolló tímidamente. Por una vez parecía demasiado asustada incluso para gritar.

—Se ha soltado las manos —susurró el recién llegado mirando hacia atrás.

—Ya te he dicho que tenía redaños —replicó el gigante desde el exterior—. Dile a Dow el Negro que tendrá que pagar un alto precio por esto. Un precio por la mujer y un precio por el insulto.

—Se lo diré.

El hombre del ojo metálico avanzó y sacó algo de su cinturón. Era un cuchillo. Finree vio cómo ese metal centelleaba en la penumbra. Aliz lo vio también, gimoteó y se agarró con fuerza a los dedos de Finree. Ella le devolvió el apretón. No estaba segura de qué otra cosa podía hacer. El hombre se acuclilló frente a ellas, apoyando los antebrazos en las rodillas y dejó inertes ambas manos, en una de las cuales llevaba relajadamente el cuchillo. Los ojos de Finree se fijaron alternativamente en el brillo de la hoja y el brillo de su ojo metálico, no estaba segura de cuál le resultaba más espantoso.

—Hay un precio para todo, ¿verdad? —le susurró aquel hombre.

Saltó hacia delante, con el cuchillo en mano, y cortó la cuerda que le ataba los tobillos con un solo movimiento. Después buscó algo a sus espaldas y le colocó una bolsa de lona sobre la cabeza, sumiéndola así en una oscuridad impregnada de un mustio olor a cebollas. Luego, la arrastró por las axilas y se vio obligada a soltar las manos de Aliz.

—¡Espera! —oyó que gritaba Aliz a sus espaldas—. ¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué pasa con…?

La puerta se cerró de golpe.

El puente

Su Augusta Majestad:

Si recibe esta carta será porque he caído en combate, luchando por su causa hasta el último aliento. Sólo escribo con la esperanza de poder comunicarle lo que no pude hacer en persona: que los días que dediqué a servir con el Cuerpo de Caballeros de la Escolta Regia, y como Primer Guardia de Su Majestad en particular, fueron los más felices de mi vida, y que el día en el que perdí ese cargo fue el más triste de mi existencia. Si le fallé, espero que pueda perdonarme y recordarme como era antes de Sipani: voluntarioso, diligente y siempre completamente leal a Su Majestad.

Se despide con afecto,

Bremer dan Gorst.

Se pensó dos veces lo de «con afecto» y lo tachó, se dio cuenta de que probablemente debería reescribir toda la misiva, pero decidió que no disponía del tiempo necesario para ello. Arrojó a un lado la pluma, dobló el papel sin molestarse siquiera en secar la tinta y se lo guardó en el interior del peto.

A lo mejor la encontrarán aquí, en mi cadáver manchado de heces. ¿Con una esquina dramáticamente empapada en sangre, quizá? ¡Oh, dejó una carta de despedida! ¿Por qué? ¿Para quién? ¿Para su familia? ¿Su amante? ¿Sus amigos? ¡No, el pobre idiota no tenía nada de eso, no, está dirigida al rey! La llevarán a la sala del trono de Su Majestad en un cojín de terciopelo, con lo que quizá logren provocarle un desgraciado retortijón de culpa. Si, una única lágrima caerá sobre las baldosas de mármol. ¡Oh! ¡Pobre Gorst, cuán injustamente se le trató! ¡Cuán injustamente fue despojado de su posición! ¡Con su sangre ha bañado, ay, tierras extrañas, lejos de la calidez de mi favor! Bueno, y ahora, ¿qué hay para desayunar?

Abajo, en el Puente Viejo, el tercer asalto había alcanzado su momento más crítico. En el angosto puente de dos vanos había una masa tumultuosa, hileras de soldados nerviosos que esperaban sin entusiasmo a que les tocase el turno, mientras los heridos, agotados e imposibilitados para seguir luchando, se alejaban dando tumbos en dirección opuesta. La determinación de los hombres de Mitterick estaba flaqueando, Gorst pudo verlo en los pálidos rostros de los oficiales, pudo oírlo en sus voces nerviosas y en los sollozos de los heridos. El éxito o el fracaso pendían en el filo de un cuchillo.

—¿Dónde demonios está el puñetero Vallimir? —rugió Mitterick, dirigiéndose a todos y a nadie en particular—. ¡Maldito cobarde, haré que lo degraden! ¡Aunque tenga que ir en persona! ¿Dónde se ha metido Felnigg? ¿Dónde? ¿Qué? ¿Quién? —sus palabras quedaron enterradas en el fragor de la refriega mientras Gorst se encaminaba hacia el río, con mejor humor a cada paso que daba, como si se estuviera quitando un enorme peso de encima poco a poco.

Un hombre pasó tambaleándose a su lado, iba apoyado sobre otro individuo y sostenía un trapo ensangrentado sobre un ojo.
¡Uno que no participará el año que viene en el torneo de tiro con arco!
Después, pasó otro al que llevaban en camilla, que chillaba lastimeramente cada vez que daba un bote; en su pierna podía verse un muñón fuertemente envuelto en unos vendajes empapados de sangre.
¡Se acabaron los paseos en el parque para ti!
Gorst sonrió en dirección a los hombres heridos que yacían al borde del sendero embarrado, a quienes ofreció unos saludos henchidos de alegría.
¡Mala suerte camaradas! Qué injusta es la vida, ¿verdad?

Cruzó un grupo diseminado de hombres, después caminó entre una masa más compacta y finalmente debió abrirse paso a través de una mole que contenía el aliento, donde notó que el temor crecía en los hombres que se hallaban a su alrededor a medida que el espacio entre ellos se iba reduciendo cada vez más, mientras que a él la emoción lo embargaba cada vez más. Los sentimientos estaban a flor de piel. Los hombres se empujaban unos a otros, se daban codazos y se gritaban insultos absurdos. Las armas eran agitadas peligrosamente. Alguna que otra flecha perdida caía ocasionalmente; ya no llegaban en oleadas como anteriormente.
Oh, sólo son unos regalitos de parte de nuestros amigos del otro lado. ¡No, de verdad, no deberíais haberos molestado!

El barro bajo los pies de Gorst se niveló y, a continuación, comenzó a elevarse, después dio paso a unas viejas planchas de piedra. Entre rostros contorsionados, vislumbró el río y el musgoso parapeto del puente. Logró distinguir entre el estruendo general la nota metálica propia de todo combate y ese sonido tiró de su corazón como la voz de un amante desde el otro lado de una habitación llena de gente.
Sí, esto es como el aroma de la pipa para el adicto. Todos tenemos nuestros pequeños vicios. Nuestras pequeñas obsesiones. La bebida, las mujeres, las cartas. Y esta de aquí es la mía.

Las tácticas y la técnica no servían de nada ahí, sino que era una mera cuestión de furia y fuerza bruta, y muy pocos hombres podían rivalizar con Gorst en ambas virtudes. Agachó la cabeza y empujó a esa masa tal y como había empujado el carro atascado en el lodo un par de días antes. Primero, gruñó, después rugió, después siseó y, por último, se abrió paso a través de los soldados como un arado a través del suelo, empujando despreocupadamente con el escudo y los hombros todo cuanto hallaba a su paso, pisoteando a los muertos y los heridos.
Ni charla intrascendente. Ni disculpas. Este no es lugar para sentir vergüenza.

—¡Apártense de mi camino! —exclamó, derribando a un soldado de bruces al que usó como alfombra. Atisbo un destello de metal y, de inmediato, la punta de una lanza chocó con su escudo. Por un momento, pensó que esa lanza pertenecía a un hombre de la Unión que se había molestado con él, pero enseguida se percató de que quien sostenía el otro extremo de esa lanza era un hombre del Norte.
¡Saludos, amigo mío!
Gorst estaba intentando liberar su espada de las garras de aquella muchedumbre, para poder defenderse con ella, cuando recibió un enérgico empujón en la espalda y se encontró de repente pegado al propietario de la lanza; prácticamente, nariz con nariz.

Tenía delante un barbudo rostro en cuyo labio superior había una cicatriz.

Gorst le asestó un topetazo con la frente, y luego otro y otro, al final lo arrojó al suelo de un empujón y le pisoteó la cabeza hasta que ésta cedió bajo su tacón. Se dio cuenta de que estaba gritando en falsete. Ni siquiera sabía qué estaba diciendo, si es que eran realmente palabras. A su alrededor, todos los hombres estaban haciendo lo mismo, se escupían juramentos a la cara que ningún miembro del otro bando alcanzaba a comprender.

Entonces, divisó un destello de cielo a través de una espesura de alabardas y, al instante, Gorst atacó con su espada. Otro hombre del Norte se dobló sobre sí mismo, resollando en silencio a través de una boca congelada en un babeante anillo de sorpresa. Como no había espacio para blandir su arma, Gorst apretó los dientes y lanzó varias estocadas con su espada, una y otra vez, y otra y otra, acertando en el metal de las armaduras, desgarrando carne, rasgando un brazo de arriba abajo en el que dibujó una larga franja roja.

Un rostro rugiente apareció fugazmente sobre el borde del escudo de Gorst; al instante, éste apoyó los pies con firmeza en el suelo y comenzó a empujar como si fuera un ariete, golpeando a aquel hombre en el pecho, el mentón, las piernas. Su adversario retrocedió más y más hasta que cayó chillando por encima del parapeto. Su espada cayó a las rápidas aguas del río, pero de algún modo él consiguió agarrarse con una mano al puente, se aferraba desesperado a la piedra con sus blancos dedos mientras la sangre manaba de su hinchada nariz. Alzó la mirada, implorante.
¿Qué quieres? ¿Piedad? ¿Ayuda? ¿Un poco de condescendencia al menos? ¿Acaso no somos todos hombres? ¿Hermanos eternos, en el retorcido camino de la vida? ¿Podríamos haber sido amigos del alma de habernos conocido en otras circunstancias?

BOOK: Los héroes
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