—Jefe.
Calder se dio la vuelta, palpando torpemente la empuñadura de su espada. Un hombre se había acercado sigilosamente entre la cebada hasta colocarse junto a ellos. Sus ojos destacaban con una extraña blancura en mitad de su rostro embadurnado de barro. Era uno de los suyos. Calder se preguntó si debería ponerse algo de barro en la cara él también, pues eso hacía que pareciese que uno sabía lo que hacía. Esperó un rato a que Pálido como la Nieve respondiese. Entonces, recordó que él era el jefe.
—Ah, sí —contestó, mientras soltaba su espada y fingía que no le había sorprendido en absoluto—. ¿Qué?
—Ya estamos en las trincheras —susurró el recién llegado—. Hemos enviado a unos cuantos muchachos de la Unión de regreso al barro.
—¿Os esperaban? —preguntó Pálido como la Nieve, que prácticamente no había ni girado la cabeza.
—Joder, no —la sonrisa de ese hombre era una pálida curva dibujada en su rostro ennegrecido—. La mayoría estaban durmiendo.
—El mejor momento para matar a un hombre —comentó Pálido como la Nieve, aunque Calder se preguntó si los muertos estarían de acuerdo en eso; acto seguido, el anciano guerrero extendió una mano—. ¿Vamos?
—Vamos —respondió Calder, quien hizo una mueca mientras comenzaba a arrastrarse entre la cebada, que era un cultivo más filoso, áspero y doloroso entre el que deslizarse de lo que pudiera sospecharse. No tardó mucho en tener las manos despellejadas; además, el hecho de saber que se estaba dirigiendo hacia el enemigo no ayudaba en absoluto a animarlo a avanzar. Su naturaleza le dictaba que se diera la vuelta y se fuera en la dirección opuesta—. Puñetera cebada —cuando recuperase la cadena de su padre promulgaría una ley para prohibir el cultivo de aquel maldito cereal. Sólo autorizaría la siembra de cultivos suaves, so pena de… Apartó de su camino otros dos espinosos tallos y se detuvo en seco.
Los estandartes se encontraban justo ante él, a no más de veinte pasos, ondeando vivamente sobre sus estacas. Cada uno tenía bordado un sol dorado y centelleaban a la luz de una docena de linternas. Más allá, el tramo de tierra pelada y embarrada próximo al río, en cuya defensa Scale había muerto, ahora estaba ocupado por los caballos de la Unión. Bajo la incierta luz de las antorchas, tuvo la sensación de que cientos de toneladas de reluciente carne equina de aspecto muy peligroso seguían cruzando el puente, mientras sus cascos repiqueteaban sobre las losas de éste y relinchaban temerosamente cada vez que se entrechocaban unos contra otros en la oscuridad. También había muchos hombres allí, que gritaban mientras se esforzaban por poner sus monturas en posición y bramaban órdenes que se perdían en el viento. Todos se estaban preparando para aplastar a Calder y a sus chicos hasta hundirlos en el barro en apenas un par de horas. Hay que decir que no era una perspectiva particularmente reconfortante. A Calder no le importaba verse en una buena estampida de vez en cuando, pero prefería estar sobre la silla en vez de bajo los cascos.
Un par de guardias flanqueaban los estandartes, uno, que sostenía su alabarda con el hueco del interior del codo, estaba con los brazos cruzados para combatir el frío, el otro daba pisotones para entrar en calor, tenía la espada envainada y utilizaba su escudo como protección contra el viento.
—¿Vamos? —susurró Pálido como la Nieve.
Calder miró a los guardias y se planteó la posibilidad de ser clemente con ellos. Ninguno de los dos parecía ni mucho menos preparado para lo que se les venía encima. Parecían incluso más disgustados que él de encontrarse allí, lo cual era todo un logro. Se preguntó si también tendrían esposas que los esperaban en casa. Esposas con hijos en su vientre, tal vez, que dormían acurrucadas bajo unas pieles dejando un espacio cálido y vacío a su lado. Suspiró. Era una lástima que no estuvieran todos con sus esposas, pero la clemencia no iba a expulsar a la Unión del Norte ni a Dow el Negro de la silla de su padre.
—Vamos —dijo.
Pálido como la Nieve alzó una mano e hizo un par de gestos. Después, hizo lo mismo hacia el otro lado y se levantó hasta ponerse de cuclillas. Calder no estaba seguro de a quién estaba gesticulando ni qué pretendía comunicar con esos gestos, pero funcionaron de maravilla.
El guardia del escudo cayó de repente hacia atrás. El otro volvió la cabeza para mirar y, a continuación, hizo lo mismo. Calder se dio cuenta de que a ambos les habían rebanado el pescuezo. Dos siluetas negras los dejaron caer suavemente al suelo. Una tercera había cogido la alabarda mientras ésta caía y se volvió hacia ellos, abrazándola en el hueco de su codo mientras les ofrecía una sonrisa desdentada e imitaba al guardia de la Unión.
Para entonces, más hombres del Norte habían surgido de entre las cosechas y avanzaban precipitadamente hacia allá, lo más agachados posibles. Sus armas relucían ligeramente cuando la luna volvió a surgir entre las nubes. A unos veinte pasos de ellos, tres soldados de la Unión se las veían y se las deseaban con una tienda azotada por el viento. Calder se mordió el labio, no podía creer que no les hubieran visto mientras avanzaban por campo abierto y penetraban en la zona iluminada por una lámpara. Uno de ellos agarró el poste de la derecha y empezó a girarlo para desclavar la bandera.
—¡Tú! —gritó un soldado de la Unión, armado con una ballesta a medio levantar y una expresión de ligero desconcierto en el rostro. Entonces, por un momento reinó un silencio incómodo y todos contuvieron el aliento.
—Ah —dijo Calder.
—Mierda —maldijo Pálido como la Nieve.
El soldado frunció el ceño.
—¿Quiénes só…?
Una flecha se le clavó en el pecho.
Calder no había oído el disparo del arco, pero sí pudo ver el negro contorno de la flecha. El soldado disparó su ballesta contra el suelo, profirió un chillido y cayó de rodillas. No muy lejos de ahí, algunos caballos se sobresaltaron y uno de ellos arrojó a su sorprendido jinete de cara contra el barro. Los tres soldados que peleaban con la tienda se volvieron al unísono. Dos de ellos soltaron la lona, de modo que salió volando hasta estrellarse contra el rostro del tercero. A Calder se le revolvió el estómago.
De improviso, una docena de hombres de la Unión o más irrumpieron con aterradora precipitación en la zona circular iluminada, un par de ellos portaban antorchas, cuyas llamas se inclinaron por una nueva ráfaga de viento. A la derecha de Calder se oyeron varios aullidos y, al instante, un grupo de hombres salió corriendo de ninguna parte, blandiendo sus relucientes espadas. Unas sombras fluctuaron en la oscuridad, un arma o un brazo, o el contorno de un rostro que fue visible por un instante frente al resplandor anaranjado del fuego. Calder apenas era capaz de adivinar lo que estaba sucediendo; después, una de las antorchas se apagó y ya no pudo ver nada más. Por el ruido, daba la impresión de que ahora también estaban combatiendo a su izquierda. Movía la cabeza hacia cada ruido que oía.
Casi dio un salto cuando sintió la mano de Pálido como la Nieve sobre su hombro.
—Será mejor que nos vayamos.
Calder no necesitó que se lo dijera dos veces. Salió corriendo entre la cebada como si fuera un conejo. Podía oír cómo otros hombres aullaban, reían y maldecían, pero no podía saber si eran los suyos o los del enemigo. Algo siseó entre los cultivos a su lado. Quizá fuera una flecha o sólo el viento agitando los tallos. Las hojas se le enredaban entre los tobillos y le azotaban los muslos. Tropezó y cayó de bruces. Volvió a levantarse con una mano de Pálido como la Nieve bajo el brazo sosteniéndole.
—¡Esperad! Esperad.
Se quedó inmóvil entre la oscuridad, agazapado con las manos sobre las rodillas mientras sentía unas intensas palpitaciones en el pecho. Escuchó una algarabía de voces. De voces norteñas. Y sintió un gran alivio al oírlas.
—¿Nos siguen?
—¿Dónde está Hayl?
—¿Hemos conseguido las puñeteras banderas?
—Esos cabrones no sabían ni por dónde les daba el aire.
—Ha muerto. De un flechazo.
—¡Las tenemos!
—¡No hacían más que arrastrar sus puñeteros caballos de aquí para allá!
—Se creían que no tendríamos nada que decir al respecto.
—Sí, pero el Príncipe Calder tenía mucho que decir.
Calder levantó la mirada al oír su nombre y vio que Pálido como la Nieve, quien sostenía uno de los estandartes en uno de sus puños, le estaba sonriendo. Una sonrisa como la que un herrero podría dedicarle a su aprendiz favorito cuando éste consigue forjar, al fin, sobre un yunque algo que puede ser vendido.
Calder sintió que alguien le daba un golpe en un costado y se asustó. Después, se percató de que le habían golpeado con el otro estandarte, cuya bandera estaba muy bien enrollada. Uno de sus hombres se lo estaba ofreciendo, con una sonrisa radiante dibujada en su embarrado rostro bajo la luz de la luna. Estaba rodeado por todo un mar de sonrisas. Como si hubiera dicho algo muy divertido. Como si hubiera hecho algo grandioso. Pero a Calder no le parecía que hubiera hecho nada. Sólo había tenido la idea, lo cual no le había costado mucho; después, había encargado a otros hombres que dieran con la forma de llevarla a cabo y luego había enviado a otros a que corrieran con los riesgos. Calder no creía que su padre se hubiera labrado su gran reputación de aquella manera. Pero quizá así es como funciona el mundo. Algunos hombres han nacido para ejercer la violencia. Y otros, para organizaría. Después, hay unos pocos cuyo talento es llevarse el mérito.
—¿Príncipe Calder? —dijo el hombre sonriente, que volvió a ofrecerle la bandera.
Bueno, si querían tener alguien a quien admirar, Calder no iba a decepcionarles.
—No soy príncipe —replicó, agarrando el estandarte. Acto seguido, pasó una pierna sobre el asta y alzó la bandera en ángulo. Después, desenvainó su espada, por primera vez aquella noche, y la levantó hacia el oscuro cielo—. ¡Yo soy el rey de la maldita Unión!
Como broma no era gran cosa, pero tras el día anterior y la noche que habían pasado, estaban más que dispuestos a celebrar cualquier cosa. De inmediato, se alzó un vendaval de risas. Los hombres de Calder se carcajearon y se dieron palmaditas en la espalda.
—¡Tres hurras por su Majestad! —gritó Pálido como la Nieve, que seguía sosteniendo la otra bandera, cuyos bordados dorados relucieron al desplegarse al viento—. ¡Por el puñetero rey Calder!
Calder siguió sonriendo. Le gustaba cómo sonaba aquello.
Su Augusta Imbecilidad:
¿Quiere oír la verdad? A causa de la deliberada torpeza de esos viejos villanos que conforman el Consejo Cerrado, su ejército se está descomponiendo. Desmenuzándose con el arrogante descuido propio de un perdulario empeñado en derrochar la fortuna de su padre. Si fuesen los consejeros del enemigo, difícilmente podrían hacer más para frustrar los intereses de Su Imbecilidad en el Norte. Incluso usted podría hacerlo mejor, lo cual ciertamente es la acusación más cruel de la que soy capaz. Habría sido más honorable subir a bordo de una flota a nuestros hombres en Adua y despedirles con lágrimas en los ojos para luego, simplemente, prender fuego a esos barcos y enviarlos al fondo de la bahía.
¿Quiere oír la verdad? El Mariscal Kroy es competente y se preocupa por sus soldados (además, deseo ardientemente follarme a su hija), pero un hombre solo no puede hacerlo todo. Sus subordinados, Jalenhorm, Mittericky Meed, luchan denodadamente entre sí por alzarse como el peor general de la historia. Me cuesta decidir cuál de los tres merece un mayor desprecio: el zote amable pero incompetente, el arribista traicionero y temerario o el pedante indeciso y belicoso. Al menos, este último ya ha pagado por su estulticia con su vida. Con algo de suerte, los demás le seguiremos pronto.
¿Quiere oír la verdad? ¿Acaso le importa? Entre viejos amigos como nosotros no vamos a disimular. Sé mejor que la mayoría que usted no es más que una asustadiza figura decorativa, un mascarón de proa sin agallas, un crío egoísta e inseguro atrapado en un cuerpo de hombre, rey de nada salvo de su propia vanidad. Aquí gobierna realmente Bayaz, el cual carece de conciencia, escrúpulos y piedad. Es un monstruo. El peor que he visto en mi vida, de hecho, desde la última vez que me miré en el espejo.
¿Quiere oír la verdad? Yo también me estoy descomponiendo. Estoy enterrado vivo y he empezado a pudrirme. Si no fuera tan cobarde, me daría muerte por mi propia mano. Pero lo soy, de modo que debo contentarme con matar a otros con la esperanza de que algún día, si consigo bañarme en suficiente sangre, acabaré por recibir mi merecido. Mientras tanto, espero expectante una rehabilitación que nunca llegará, me mostraré por supuesto encantado de poder comerme cualquier mierda que se digne usted a plantar en mi rostro con sus reales nalgas.
Atentamente se despide el chivo expiatorio más traicionado y vilipendiado de Su Augusta Imbecilidad,
Bremer dan Gorst, Observador Real del Fiasco del Norte
Gorst dejó a un lado la pluma y contempló malhumorado un pequeño corte, que se había hecho en la punta del dedo índice, que convertía hasta la tarea más nimia en una molestia. Sopló suavemente sobre la misiva hasta que el último destello de tinta húmeda se secó y después la dobló, pasando lentamente la única uña que no se le había roto sobre el doblez para marcarlo al máximo. A continuación, cogió el lacre, mientras presionaba la lengua contra el paladar. Sus ojos encontraron la llama de la vela, que centelleaba de manera atrayente entre las sombras. Observó aquella chispa brillante igual que un hombre que teme las alturas observa el parapeto de una gran torre. Le estaba llamando. Atrayéndole. Mareándole con la deliciosa perspectiva de la autodestrucción.
Bastaría con esta carta para que toda esta vergonzosa y desagradable incomodidad que burlonamente llamo vida acabara de inmediato
. Sólo tenía que sellarla, enviarla y esperar a que estallara la tormenta.
Entonces, profirió un suspiro y acercó la carta a la llama, luego vio como se ennegrecía y se iba arrugando lentamente y, por último, dejó caer ardiendo la última esquina al suelo de su tienda y la pisoteó con su bota. Escribía al menos una misiva como ésa cada noche, repleta de furibundos signos de puntuación que plantaba entre divagaciones mientras intentaba conciliar el sueño. A veces, después de redactarlas, se sentía mejor incluso.
Por poco tiempo.
Frunció el ceño al escuchar un repiqueteo que procedía del exterior, después se sobresaltó al oír un estruendo y una algarabía de muchas voces. Había algo en su tono que le impelió a ponerse las botas. Sí, muchas voces, aunque luego escuchó también algunos ruidos de caballos. Agarró su espada y salió de la tienda.