Los héroes (64 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantástico, #Histórico, #Bélico

BOOK: Los héroes
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La lluvia había empezado a caer nuevamente.

¿Nadie
?

Mi tierra

Calder se tomó su tiempo para abandonar el abrigo de la noche en dirección a las fogatas que ardían tras el Muro de Clail y chisporroteaban y crepitaban bajo la llovizna. Llevaba mucho tiempo expuesto a graves peligros, pero nunca se había hallado en una situación tan peligrosa como ésta, pero lo más extraño de todo era que todavía conservaba su sonrisa burlona.

Su padre estaba muerto. Su hermano estaba muerto. Incluso había conseguido volver en su contra a su viejo amigo Craw. Sus maniobras arteras no le habían servido de nada. Todas las cuidadosas semillas que había ido plantando no le habían dado ni el más mínimo fruto amargo. Aquella noche, gracias a su carácter impaciente y a haber dado un trago de más del licor barato de Shallow, había cometido un enorme, un tremendo error, y era muy posible que le costara la vida. Pronto. Y de manera horrible.

No obstante, se sentía fuerte. Libre. Había dejado de ser el hijo pequeño, el hermano pequeño. El cobarde, el traicionero, el mentiroso. Incluso estaba disfrutando del dolor palpitante que sentía en su mano izquierda, en el lugar en el que se había despellejado los nudillos al golpear la cota de malla de Tenways. Por primera vez en su vida se sentía tan… valiente.

—¿Qué ha pasado ahí arriba? —preguntó Deep, cuya voz surgió de la oscuridad a sus espaldas sin previo aviso, pero Calder apenas se sorprendió. Simplemente, dejó escapar un suspiro.

—He cometido un error.

—Entonces, hagas lo que hagas, no cometas otro.

En ese momento oyó a Shallow, cuya quejumbrosa voz procedía del lado contrario. Después, volvió a escuchar la voz de Deep:

—No estarás pensando en combatir mañana, ¿verdad?

—De hecho, sí, así es.

Escuchó cómo ambos respiraban hondo.

—¿Combatir? —preguntó Deep extrañado.

—¿Tú? —insistió Shallow.

—Pongámonos en marcha. Antes de que salga el sol, podríamos hallarnos a quince kilómetros de aquí. No hay ninguna razón que…

—No —le interrumpió Calder. No había nada que razonar. No podía huir. El Calder de hace diez años, el que había ordenado que asesinasen a Forley el Flojo sin pensárselo dos veces, ya estaría galopando sobre el caballo más rápido que hubiera podido robar. Pero ahora debía pensar en Seff y en su futuro hijo. Si Calder se quedaba y pagaba por las estupideces que había cometido, Dow probablemente se limitaría a desmembrarlo frente a una multitud sonriente, pero dejaría tranquila a Seff y Reachey quedaría en deuda con él. Si huía, Dow la ahorcaría, sin lugar a dudas, y Calder no podía permitir que eso sucediera. No, no iba a permitirlo.

—No te lo recomiendo —afirmó Deep—. Participar en una batalla nunca es una buena idea.

Shallow chasqueó a lengua.

—Si quieres matar a un hombre, por los muertos, hazlo mientras está mirando hacia otro lado.

—Estoy completamente de acuerdo —apostilló Deep—. Creía que tú también.

—Así era —replicó Calder encogiéndose de hombros—. Pero las cosas cambian.

Podía ser muchas cosas, pero, sobre todo, era el último hijo de Bethod. Su padre había sido un gran hombre y no iba a mancillar su legado poniendo punto final a su vida de un modo risible y cobarde. Scale podría haber sido un idiota, pero, al menos, había tenido la dignidad de morir combatiendo. Mejor seguir su ejemplo que ser cazado en algún desolado rincón del Norte, rogando por salvar su despreciable pellejo.

No obstante, había una razón más poderosa, Calder no podía huir porque… quería joderles. No iba a huir por joder a Tenways, Dorado y Cabeza de Hierro. Por joder a Dow el Negro. Por joder también a Curnden Craw. Estaba harto de que se riesen de él. Harto de que lo llamaran cobarde. Harto de serlo.

—Las batallas no son lo nuestro —aseveró Shallow.

—No podremos protegerte si estás empeñado en pelear —añadió Deep.

—No esperaba que lo hicierais —acto seguido, Calder los dejó en la oscuridad sin mirar atrás y siguió descendiendo por el sendero hacia el Muro de Clail. Pasó junto a unos hombres que zurcían sus camisas, limpiaban sus armas y comentaban qué posibilidades tendrían de sobrevivir al día siguiente. La opinión general era que las perspectivas no eran demasiado halagüeñas. Entonces, apoyó un pie sobre una roca medio desmoronada y sonrió en dirección al espantapájaros que pendía tristemente lacio.

—Anímate —le dijo—, no pienso irme a ninguna parte. Éstos son mis hombres. Ésta es mi tierra.

—¡Pero si es Nudillos Calder, el príncipe de los puñetazos! —exclamó Pálido como la Nieve, quien surgió en la noche—. ¡Nuestro noble líder ha regresado! Pensé que a lo mejor te habíamos perdido para siempre —aunque lo cierto es que esa posibilidad no parecía preocuparle demasiado.

—De hecho, me he estado planteando la posibilidad de huir a las colinas —replicó Calder mientras movía los dedos en el interior de sus botas disfrutando la sensación. Esa noche estaba disfrutando mucho de las pequeñas cosas de la vida. A lo mejor eso era lo que ocurría cuando veías que la muerte se dirigía hacia ti con suma rapidez—. Pero es probable que haga frío en las colinas en esta época del año.

—El tiempo está de nuestra parte, entonces.

—Ya veremos. Gracias por haber desenfundado tu espada por mí. Siempre te había considerado un hombre proclive a apoyar al que tiene todas las de ganar.

—Yo también pensaba lo mismo. Pero, por un momento, ahí arriba, me has recordado a tu padre —Pálido como la Nieve plantó su bota sobre el muro junto a la de Calder—. He recordado qué se siente al seguir a un hombre al que admiro.

Calder resopló.

—Yo de ti no me acostumbraría a esa sensación.

—No te preocupes, ya se me ha pasado.

—Entonces, lucharé hasta mi último aliento para conseguir que la vuelvas a sentir.

Calder se subió de un salto al muro y agitó los brazos para no perder el equilibrio en cuanto notó que una piedra suelta se movía bajo sus pies. Después, se irguió y observó algo situado más allá de los oscuros campos: el Puente Viejo. Las antorchas de los piquetes de la Unión formaban una línea de puntos, mientras otras se movían al compás de los soldados que seguían cruzando el río y se preparaban para invadir en masa esos campos a la mañana siguiente, para rebasar aquel pequeño y endeble muro, para matarlos a todos y dejar el legado de Bethod reducido a una mera anécdota jocosa en las corrientes de la historia.

Calder entornó los ojos y escudó sus ojos de la luz de sus propias fogatas. Al parecer, habían levantado dos banderas justo delante. Podía verlas ondear al viento, así como el ligero brillo de su bordado dorado. Le pareció extraño que fuesen tan fáciles de ver, hasta que se dio cuenta de que habían sido iluminadas a propósito. Tal vez querían exhibirlas y alardear. Quizá se tratara de una muestra de fuerza.

—Por los muertos —musitó y, después, resopló al intentar contener las carcajadas. Su padre solía decirle que es fácil ver al enemigo de una de estas dos maneras. Como una fuerza implacable, aterradora e imparable que sólo puede ser temida y nunca comprendida. O como un bloque de madera que no piensa, no se mueve, una diana muda contra la que disparar y conspirar. Pero el enemigo no es ninguna de ambas cosas. Debes imaginar que es como tú, que no es ni más ni menos necio ni cobarde ni heroico que tú. Si eres capaz de imaginártelo de ese modo, no te equivocarás demasiado. El enemigo sólo es un grupo de hombres. Esa es la verdad que hace que la guerra sea algo tan sencillo. A la vez que algo tan duro.

Había muchas posibilidades de que el general Mitterick y los demás fueran tan idiotas como el propio Calder. Lo cual quería decir que lo eran mucho.

—¿Has visto esas banderas? —preguntó.

Pálido como la Nieve se encogió de hombros.

—Es la Unión.

—¿Dónde está Ojo Blanco?

—Está dando vueltas por las hogueras, intentando levantarle el ánimo a los hombres.

—Entonces, ¿no están encantados de contar conmigo al frente?

Pálido como la Nieve volvió a encogerse de hombros.

—No te conocen tan bien como yo. Probablemente, Hansul les esté ahora cantando una tonada sobre cómo le has partido la jeta a puñetazos a Brodd Tenways. Seguro que eso no te vendrá mal para ganarte su aprecio.

Quizá no, pero no le iba a bastar con golpear a hombres de su propio bando. Los hombres de Calder estaban derrotados y desmoralizados. Habían perdido a un líder al que amaban y habían ganado otro al que nadie quería. Si no hacía nada, lo más probable era que se desmoronaran en la batalla al día siguiente, suponiendo que siguieran aún ahí cuando saliera el sol.

Scale lo había dicho. Esto es el Norte. Aquí, a veces, uno ha de pelear.

Presionó la lengua contra los dientes. Los primeros brotes de una idea fueron cobrando forma en mitad de la oscuridad.

—¿Es Mitterick quien está al otro lado?

—¿Te refieres al jefe de la Unión? Sí, se llama Mitterick, creo.

—Es un tipo muy duro, según me ha comentado Dow, pero temerario.

—Sí, hoy ha sido bastante temerario.

—Pero, al final, le ha compensado serlo. Los hombres tienden a repetir lo que les sale bien. He oído que ama a los caballos.

—¿Qué? ¿Los ama? —Pálido como la Nieve hizo como que agarraba algo y, acto seguido, realizó un gesto obsceno con las caderas.

—A lo mejor eso también. Pero creo que de lo que ahora estamos hablando es de que le encanta luchar montado en ellos.

—Es un buen terreno para combatir a caballo —aseveró Pálido como la Nieve, mientras asentía en dirección a los oscuros cultivos que se extendían hacia el sur—. Liso y despejado. A lo mejor piensa que mañana nos va a barrer con ellos.

—Quizá lo haga.

Calder frunció los labios, mientras cavilaba al respecto. Mientras pensaba en la orden que llevaba arrugada en el bolsillo de su camisa.
Mis hombres y yo nos estamos dejando la piel en esto
. «Temerario. Arrogante. Vanidoso». Prácticamente, lo definían igual que solían definir a Calder. Lo cual quizá le ayudaba a comprender un poco mejor a su oponente. Sus ojos volvieron de nuevo a posarse sobre aquellas estúpidas banderas, colocadas justo al frente, iluminadas como un baile en pleno solsticio de verano. Entonces, se le dibujó en la boca su familiar sonrisa burlona.

—Quiero que reúnas a tus mejores hombres. No más de unas decenas. Los justos como para moverse con agilidad y actuar con rapidez durante la noche.

—¿Para hacer qué?

—No vamos a derrotar a la Unión quedándonos aquí atrás lamentándonos —contestó, dándole una patada a la piedra que había suelta sobre lo alto del muro—. Y tampoco creo que cuatro piedras puestas para marcar los límites de una finca de labranza vayan a contenerlos. ¿Y tú?

Pálido como la Nieve le mostró sus dientes.

—Ahora vuelves a recordarme a tu padre. ¿Qué hay del resto de los muchachos?

Calder bajó del muro de un salto.

—Dile a Ojo Blanco que los reúna. Van a tener que cavar bastante.

TERCER DÍA

«
No estoy seguro de cuánta violencia

y carnicería serán capaces de soportar
,

los lectores
»

ROBERT E. HOWARD

La cuestión de los estandartes

La luz iba y venía siguiendo el paso de las nubes a través del cielo mostrando un destello de la gran luna llena para después ocultarla igual que una ramera taimada podría enseñar fugazmente una teta de vez en cuando sólo para mantener interesados a los clientes. Por los muertos, Calder desearía haber estado con una ramera taimada en aquel momento, en vez de encontrarse agazapado en mitad de un húmedo campo de cebada, vigilando entre los oscilantes tallos con la vana esperanza de ver algo en una oscuridad casi total. Era una triste verdad, o quizá feliz para él, que estaba hecho más para frecuentar burdeles que campos de batalla.

Pálido como la Nieve era justo lo contrario. La única parte de su cuerpo que se había movido en una hora o más había sido la mandíbula, mientras masticaba un pedazo de chagga hasta dejarlo convertido en una pasta. Su pétrea calma sólo servía para intranquilizar aún más a Calder. Como todo. El ruido de las palas a sus espaldas le ponía de los nervios, pues por momentos sonaba como si se hallaran apenas un par de pasos detrás para después verse arrastrado por el viento y parecer muy lejanas. Ese mismo viento azotaba los cabellos de Calder contra su semblante, le llenaba los ojos de tierra y atravesaba sus ropas para helarle hasta el tuétano.

—Me cago en el maldito viento —masculló.

—Es bueno que haya viento —gruñó Pálido como la Nieve—. Enmascara el ruido. Y si tienes frío, habiendo crecido en el norte imagina cómo se sentirán los de ahí delante, acostumbrados a climas más soleados. El viento sopla a nuestro favor.

Tal vez eran buenas razones y a Calder le molestó que no se le hubieran ocurrido a él, pero tampoco le hacían sentir más calor. Se abrigó el pecho todo cuanto pudo con su capa, metió la otra mano bajo una de sus axilas y cerró un ojo.

—Esperaba que la guerra fuese terrible, pero nunca sospeché que pudiera ser tan puñeteramente aburrida.

—Ten paciencia —Pálido como la Nieve volvió la cabeza, escupió suavemente y se relamió la salida que le manchaba el labio inferior—. La paciencia es un arma tan terrible como la ira. Más, de hecho, porque menos hombres la poseen.

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