Craw se encogió de hombros.
—En ese tema, no creo que pueda aportarte ningún conocimiento útil.
—Pero tenías una mujer como segundo al mando, ¿no? ¿Cómo conseguiste que eso funcionase?
—Fue ella quien hizo que todo funcionara. No podría haber pedido un segundo mejor que Wonderful. Los muertos saben que he tomado malas decisiones, pero ésa es una que nunca he lamentado. Jamás. Es dura como un cardo, tan dura como cualquier hombre que haya conocido. Tiene más huevos que yo y también más ingenio. Siempre es la primera en ver los problemas. Y es una mujer de honor. Le confiaría cualquier cosa. No hay nadie en quien confíe más.
Dow arqueó las cejas.
—Que doblen las putas campanas. A lo mejor debería haberle ofrecido el puesto que ahora ocupas.
—Probablemente —murmuró Craw.
—Uno debe tener a alguien de quien se fíe como segundo al mando —Dow se aproximó a la ventana para observar la ventosa noche—. Tiene que haber confianza.
Craw intentó cambiar de tema.
—¿Estamos esperando a tu amiga de piel oscura?
—No estoy seguro de que deba llamarla amiga. Pero sí, así es.
—¿Quién es?
—Una de esas moradoras del desierto. ¿No lo deja claro su color de piel?
—Lo que quiero saber es qué intereses tiene en el Norte.
—No sabría decírtelo con seguridad, pero por lo que he podido averiguar está luchando su propia guerra. Una vieja guerra. Y, por ahora, tenemos un campo de batalla en común.
Craw frunció el ceño.
—¿Una guerra entre brujos? ¿Acaso eso es algo de lo que queremos formar parte?
—Ya estamos metidos en ella.
—¿Dónde la encontraste?
—Me encontró ella a mí.
Aquello distaba mucho de bastar para atemperar sus temores.
—Magia. No sé yo…
—Estabas ayer en los Héroes, ¿no? Ya viste lo que le pasó a Pezuña Hendida.
Ese era un recuerdo que no iba a levantar el ánimo a nadie, precisamente.
—Así es.
—La Unión tiene magia, eso es un hecho. Y la utilizan sin pensar demasiado. Debemos combatir el fuego con fuego.
—¿Y si nos quemamos todos?
—Me atrevería a decir que eso es precisamente lo que sucederá —Dow se encogió de hombros—. Así es la guerra.
—Pero ¿puedes fiarte de ella?
—No.
Ishri estaba apoyada contra la pared, junto a la puerta, con un pie cruzado sobre el otro. Parecía saber lo que Craw estaba pensando y eso no le impresionaba demasiado. Este se preguntó si sabría que había estado pensando en Calder e intentó no hacerlo, lo cual sólo sirvió para tenerlo aún más presente. Dow, mientras tanto, ni siquiera se dio la vuelta. Se limitó a colocar la antorcha en una oxidada argolla de la pared y a contemplar cómo crepitaba la llama.
—Parece que nuestro pequeño gesto de paz ha caído en saco roto —afirmó, mirando hacia atrás. Ishri asintió. Dow hizo un gesto de disgusto—. Nadie quiere ser mi amigo.
Ishri arqueó una fina ceja que alcanzó una altura imposible.
—Bueno, ¿quién querría estrechar la mano de un hombre que las tiene tan ensangrentadas como yo?
Ishri se encogió de hombros.
Dow bajó la mirada hacia su mano, la cerró en un puño y suspiró.
—Supongo que ya sólo me queda la opción de manchármelas más aún. ¿Tienes alguna idea de por dónde atacarán hoy?
—Por todas partes.
—Sabía que dirías eso.
—¿Por qué preguntas, entonces?
—Al menos he conseguido que hables —entonces, reinó un largo silencio, hasta que Dow se volvió al fin y apoyó los codos sobre el estrecho alféizar—. Vamos, di algo más.
Ishri se apartó de la pared, echó la cabeza hacia atrás y la giró trazando un lento círculo. Por algún motivo, con cada movimiento que hacía, lograba que Craw se sintiese un tanto asqueado, como si viera a una serpiente arrastrarse.
—Al este, un hombre llamado Brock ha tomado el mando y se prepara para atacar el puente en Osrung.
—¿Y qué clase de hombre es? ¿Alguien como Meed?
—Al contrario. Es joven, apuesto y valiente.
—¡Me encantan los hombres jóvenes, apuestos y valientes! —exclamó Dow, lanzándole una mirada a Craw—. Por eso elegí a uno así como segundo.
—No cumplo ninguno de los tres requisitos, bien por mí —Craw se dio cuenta de que volvía a morderse la uña y apartó la mano.
—En el centro —le informó Ishri—, Jalenhorm tiene numerosa infantería preparada para cruzar los bajíos.
En ese instante, Dow mostró una sonrisa ansiosa.
—Sí, ya tengo algo de entretenimiento para hoy. No sabéis cuánto disfruto viendo cómo otros hombres intentan subir unas colinas en cuya cima estoy sentado.
Craw no podía decir que fuera a disfrutar al igual que él, por mucho que contaran con la ventaja del terreno.
—Al oeste, Mitterick se contiene como puede, está ansioso por sacar sus hermosos caballos. También tiene hombres al otro lado del arroyo, en el bosque, frente a tu flanco occidental.
Dow alzó las cejas.
—Mira por dónde. Calder tenía razón.
—Calder ha estado trabajando duramente toda la noche.
—Maldita sea, debe de ser la primera vez que ese cabrón trabaja duro en toda su vida.
—Ha robado dos estandartes de la Unión en plena noche. Y ahora se mofa del enemigo.
Black Dow se rió para sí.
—No encontrarás a nadie más capacitado para algo así. Siempre me ha caído bien ese muchacho.
Craw le miró frunciendo el ceño.
—¿Ah, sí?
—¿Por qué iba a haberle dado tantas oportunidades, si no? No me faltan hombres capaces de tirar una puerta abajo. Pero me vendrían bien un par a los que se les ocurra probar a girar el pomo de vez en cuando.
—Pues sí —dijo Craw, mientras se preguntaba qué diría Dow si supiera que Calder tenía pensado asesinarle. O mejor dicho, cuando lo supiera. Pues en algún momento se iba a acabar enterando.
—Esa nueva arma con la que cuentan —Dow entornó los ojos hasta convertirlos en dos hendiduras letales—. ¿Qué es exactamente?
—Es cosa de Bayaz —Ishri también entornó los ojos de manera asesina. Craw se preguntó si habría alguna otra persona en el mundo, aparte de ellos dos, capaz de resultar más amenazadora al entornar los ojos—. El Primero de los Magos. Está con ellos. Y cuenta con alguna invención nueva.
—¿Eso es todo lo que me puedes decir?
Ishri echó la cabeza hacia atrás y lo miró por encima de la nariz.
—Bayaz no es el único capaz de preparar sorpresas. Yo también tengo una preparada para él, para hoy mismo, más tarde.
—Sabía que tenía que haber una razón para acogerte bajo mi ala —afirmó Dow.
—Tu ala cobija a todo el Norte, oh poderoso Protector —los ojos de Ishri se volvieron lentamente hacia el techo—. Y el Profeta se cobija bajo el ala de Dios. Y yo me protejo bajo el ala del Profeta. Que me protege como esa cosa que impide que llueva sobre tu cabeza, ¿eh? —aseveró a la vez que alzaba el brazo y retorcía sus largos dedos, que parecían carecer de huesos, como los gusanos que se usan de cebo. En su rostro se dibujó una sonrisa demasiado blanca y demasiado ancha—. Ya sea grande o pequeño, todos debemos encontrar algún cobijo.
La antorcha de Dow se cayó de la argolla, su luz parpadeó un momento e Ishri dejó de estar ahí.
—Piensa en ello —susurró su voz al oído de Craw.
Beck encorvó los hombros y contempló el fuego, que apenas era una maraña de palos ennegrecidos, con un par de brasas en el centro que todavía refulgían levemente y una pequeña lengua flamígera indefensa que el viento azotaba, sacudía y arremolinaba. El fuego se consumía. Al igual que sus sueños. Se había aferrado al sueño de ser un héroe durante tanto tiempo que ahora que había quedado reducido a cenizas ya no sabía lo que deseaba. Allí estaba, sentado bajo unas estrellas que se desvanecían, bautizadas en honor de grandes hombres, grandes batallas y grandes hazañas, mientras él no sabía siquiera quién era.
—Cuesta dormir, ¿eh? —Drofd se sentó junto al fuego y cruzó las piernas, llevaba los hombros cubiertos con una manta.
Beck respondió con el gruñido más tenue posible. Lo último que deseaba era hablar. Drofd le ofreció un pedazo de carne del día anterior, reluciente de grasa.
—¿Tienes hambre?
Beck negó con la cabeza. No estaba seguro de cuándo había comido por última vez. Probablemente, habría sido justo antes de la última vez que había dormido, pero sólo el olor de esa carne ya le estaba provocando náuseas.
—Será mejor que la guarde para luego —Drofd metió la carne en un bolsillo frontal de su jubón, del que quedó sobresaliendo el hueso de la carne, se frotó las manos y las acercó a la escasa lumbre. Tenía tan sucias las rayas de la mano que parecían estar pintadas de negro. Debía de tener más o menos la misma edad que Beck, pero era más pequeño y más moreno. Una escasa barba incipiente le cubría la mandíbula. En aquel momento, en la oscuridad, le recordó un poco a Reft. Beck tragó saliva y apartó la mirada—. Así que te has ganado un apodo, ¿eh?
Beck asintió ligeramente.
—Beck el Rojo —Drofd dejó escapar una risita—. Es un buen apodo. Suena fiero. Debes de sentirte satisfecho.
—¿Satisfecho? —Beck sintió el acuciante impulso de confesar: «Me escondí en un armario y maté a uno de los míos», pero, en vez de eso, dijo—. Supongo.
—Ojalá yo tuviera un apodo. Bueno, me imagino que todo llegará con el tiempo.
Beck siguió con la mirada clavada en el fuego, con la esperanza de disuadirle así de seguir charlando. Sin embargo, parecía que Drofd era un tipo parlanchín.
—¿Tienes familia?
Era el tema de conversación más ordinario, evidente y pobre que se le podría haber ocurrido a aquel tipo. El mero hecho de empezar a arrastrar las palabras le causó un doloroso esfuerzo a Beck.
—Sí, mi madre y dos hermanos pequeños. Uno es aprendiz del herrero en el valle —quizá fuera un tema de conversación muy pobre, pero en cuanto empezó a hablar, sus pensamientos vagaron hacia su hogar y se dio cuenta de que no podía parar—. Lo más probable es que mi madre se esté preparando ahora para recoger la cosecha. Estaba casi madura cuando me marché. Estará afilando la hoz y todo eso. Y Festern irá recogiendo tras ella y… —y por los muertos, cómo deseó estar ahora con ellos. Quería sonreír y llorar al mismo tiempo, pero no se atrevió a decir más por temor a hacerlo.
—Yo tengo siete hermanas —afirmó Drofd— y soy el más pequeño. Es como tener ocho madres echándome la bronca y corrigiéndome todo el día, cada una de ellas posee una lengua más afilada que la anterior. Como no había ningún otro varón en la casa, jamás podía hablar sobre cosas de hombres. Mi casa era un infierno muy especial, te lo aseguro.
Compartir un hogar acogedor con ocho mujeres donde no hubiera ninguna espada ya no le parecía algo tan espantoso. Beck también había pensado en otro tiempo que su casa era un infierno muy especial. Ahora, tenía una noción muy distinta de qué era un infierno.
Drofd siguió parloteando.
—Pero ahora tengo una nueva familia. Craw, Wonderful y el Jovial Yon y el resto. Son buenos combatientes. Con buenos apodos. Y unos compañeros muy leales, ¿sabes? Se preocupan de los suyos. Hemos perdido a un par de miembros estos últimos días. Eran buenos tipos, pero… —dio la impresión de que él también se había quedado sin palabras. Sin embargo, no le llevó mucho tiempo encontrar más—. Craw fue el segundo al mando del viejo Tresárboles, ¿sabes? Hace mucho, mucho tiempo. Ha estado en todas las batallas desde ni se sabe cuándo. Hace las cosas a la vieja usanza. Es un hombre de honor. Has caído de pie al ir a parar a este grupo, créeme.
—Ya —Beck no se sentía como si hubiera caído de pie. Se sentía como si todavía estuviera cayendo y, tarde o temprano, aunque probablemente más pronto que tarde, fuese a descalabrarse contra el suelo.
—¿De dónde has sacado esa espada?
Beck parpadeó mientras observaba la empuñadura, parecía hallarse sorprendido de ver que su arma seguía ahí a su lado.
—Era de mi padre.
—¿Era un guerrero?
—Sí, un Gran Guerrero. De los famosos, supongo —sí, cómo le había gustado jactarse de ello en otro tiempo. Ahora, sin embargo, el mero hecho de pronunciar su nombre le costaba un tremendo esfuerzo—. Se llamaba Shama el Cruel.
—¿Cómo? ¿El que luchó en duelo contra Nueve el Sanguinario? ¿El que…?
Perdió.
—Sí. Nueve el Sanguinario llevó un hacha al duelo y mi padre, su espada. Hicieron girar el escudo y Nueve el Sanguinario ganó, por lo que pudo escoger la espada para combatir —Beck la extrajo de su vaina con una absurda preocupación por si hería con ella a alguien accidentalmente. Sentía un respeto por el filo de ese metal que no había mostrado la noche anterior—. Lucharon y Nueve el Sanguinario le abrió a mi padre el estómago —ahora le parecía una locura haberse precipitado a seguir los pasos de un hombre al que nunca había conocido, cuyas pisadas conducían hasta sus entrañas derramadas por el suelo.
—Quieres decir que… ¿Nueve el Sanguinario sostuvo esa espada?
—Supongo que sí.
—¿Puedo?
En otro tiempo Beck le habría dicho a Drofd que ni se le ocurriera tocarla, pero jugar a ir de héroe solitario no había salido demasiado bien ni para él ni para ninguno de los demás implicados. Esta vez quizá intentase trabar alguna amistad. De modo que le ofreció la hoja, por la parte del pomo.
—Por los muertos, es una espada estupenda —Drofd observó la empuñadura con los ojos abiertos de par en par—. Todavía hay sangre en ella.
—Sí —acertó a decir Beck con voz ronca.
—Bueno, bueno, bueno —Wonderful se aproximó contoneándose, con las manos en las caderas y con la punta de la lengua sobresaliendo entre los dientes—. ¿Dos jóvenes acariciándose las armas a la luz de la lumbre? No os preocupéis, entiendo que estas cosas pasen. Uno se piensa que nadie le está viendo y… pero, claro, se avecina una batalla y puede que nunca tengáis otra oportunidad de probarlo. Es lo más natural del mundo.
Drofd se aclaró la garganta y le devolvió rápidamente la espada.
—Sólo estábamos hablando de… Ya sabes. De apodos. ¿Cómo obtuviste el tuyo?
—¿El mío? —replicó bruscamente Wonderful, entornando los ojos. Beck no sabía qué pensar de una mujer combatiente y, mucho menos de una que lideraba una docena. De una que ahora era su jefa. Debía reconocer que le asustaba un poco, con aquella mirada dura y su cabeza pelada, donde tenía una vieja cicatriz en un lado y otra más reciente en el otro. Antaño, asustarse de una mujer le habría parecido vergonzoso, pero ahora que prácticamente se asustaba de todo no parecía tener mayor importancia—. Lo obtuve tras darle una maravillosa
[1]
paliza a un par de jóvenes curiosos.